Entradas

No importa cuánto Estado, sino su calidad: el sector público que queremos tras la pandemia

“Durante el siglo XIX, el gran debate político fue el del tamaño y la función de lo público en la economía: ¿Cuánto Estado? Sin embargo, lo que, al parecer, ha importado más en esta crisis ha sido otra cosa: concretamente, la calidad de la acción de gobierno de ese Estado”

Fareed Zakaria, Diez Lecciones para el mundo de la postpandemia (p. 47).  

 

En este post no pretendo llevar a cabo una reseña del interesante libro de Fareed Zakaria, Diez lecciones para el mundo de la postpandemia, (Paidós 2021), algo que ya ha sido hecho de forma muy precisa (ver aquí: elcultural.com). Tampoco persigo hablar de nuevo del manido tema de la pandemia o de otro libro más que sobre este tema aparece. La pandemia produce agotamiento y algo de hartazgo, aunque deba ser todavía objeto de nuestra preocupación evidente por un elemental sentido de responsabilidad y de supervivencia. Interesa más, sin embargo, incidir en qué ocurrirá después, cuando esta pesadilla se evapore o, al menos, se limite en sus dramáticos efectos.

Y, en relación con el mundo que viene, no es inoportuno preguntarse si esta revitalización del Estado y de lo público en este último año tendrá continuidad y, sobre todo, cómo.  Conviene interrogarse si realmente es necesario seguir engordando más las estructuras de lo público y dotarnos de administraciones públicas paquidérmicas, con escasa capacidad de adaptación (resiliencia) y llamadas más temprano que tarde a mostrar más aún las enormes disfuncionalidades que hoy en día ya presentan, especialmente por lo que respecta a la prestación efectiva de sus servicios y de la sostenibilidad financiera de todo ese entramado.

El debate sobre el perímetro de lo público siempre tiene una carga ideológica inevitable, pues quienes defienden su reducción han estado siempre alineados en corrientes neoliberales, mientras que quienes mantienen su crecimiento son situados en el campo de las opciones de políticas de izquierda. Pero, como suele ser habitual, las cosas no son tan simples. Lo importante de un Estado y de su Administración Pública, así como de sus propios servicios públicos, no es tanto la cantidad como la calidad o la capacidad estatal que tales estructuras tienen de adoptar políticas efectivas y eficientes. Puede haber Administraciones Públicas densas y extensas cargadas de ineficiencia, como también las puede haber con resultados de gestión notables. Y lo mismo se puede decir de estructuras administrativas reducidas en su tamaño. El autor aporta varios ejemplos de ambos casos. La calidad del sector público puede ofrecer muchas caras. Y, la ineficiencia, también. Lo trascendente no es tanto el tamaño, sino las capacidades efectivas, así como las soluciones, que el Estado ofrezca.

Entre otras muchas, que ahora no interesan, esta es una de las más importantes lecciones que nos presenta el prestigioso escritor de ensayo y periodista F. Zakaria en un sugerente capítulo de su obra que lleva por título “No importa cuánto Estado, sino su calidad”. Allí recoge una serie de reflexiones que conviene recordar en esta país llamado España porque deberán ser aplicadas cuando la recuperación (algún día será) comience, puesto que engordar artificialmente más lo público, por mucho que pueda ser una medida anticíclica y necesaria en un contexto de crisis, no es sostenible en el tiempo. Antes de optar por extender más aún el sector público cabe medir bien por qué y para qué se crece o interviene, así como evaluar sus impactos (sociales, pero también financieros o de sostenibilidad), pues lo contrario puede terminar proporcionando pan para hoy y hambre para mañana.

Extraigo algunas reflexiones de este autor que, si bien muestra claramente sus cartas (tal como él nos dice: “no soy muy partidario de los sectores estatales sobredimensionados”), reflejan muy bien el fondo del problema, aunque ponga el foco en la democracia estadounidense:

Aumentar el tamaño de la administración pública sin más contribuye muy poco a resolver los problemas de la sociedad. La esencia del buen gobierno es un poder limitado, pero con unas líneas de actuación claras. Es dotar a los decisores públicos de autonomía, discrecionalidad y capacidad para actuar según su propio criterio. Solo puede haber buen gobierno si el Estado recluta a un personal inteligente y dedicado que se sienta inspirado por la oportunidad de servir a su país y se gane el respeto de todos por ello. No es algo que podamos crear de un día para otro”.

Lo trascendente es, por tanto, situar correctamente el problema. No es cuestión de tamaño; sí de capacidades, pero también de control y límites. Cuando fallan las capacidades y también los límites, algo grave sucede. Llegar allí, si no se está o se está lejos, lleva un tiempo. Y pone dos ejemplos de buen gobierno cuando se refiere a Corea del Sur y Taiwán que, partiendo de dictaduras, caminaron hacia modelos de gobierno eficientes y aprendieron de la historia. Solo los países estúpidos no saben extraer lecciones del pasado y tampoco aprenden a enderezar el presente. El autor cita luego a “los grandes daneses” (también, en otros pasajes, pone como ejemplo a Nueva Zelanda, los países nórdicos, Alemania o Canadá, entre otros), y sin que ello implique contradecir sus argumentos. El entorno público danés proporciona un Estado de calidad (pero con una presión fiscal indudable) o, si se prefiere, con fuertes capacidades estatales para afrontar los problemas. La desigualdad que viene y el desempleo que asoma, requerirán medidas muy incisivas de protección, pero especialmente de educación y formación en competencias que haga factible la triple inclusión social/digital/ocupacional, también de reactivación económica y de flexiseguridad (algo en lo que Dinamarca ha sido pionera).

Fareed Zakaria trata muy bien el desafío digital y el de la desigualdad. La digitalización, por mucho que conlleve aparición de nuevos perfiles de empleo, destruirá inevitablemente puestos de trabajo, en ámbitos además en los que la recolocación es muy compleja. La desigualdad crecerá poniendo en jaque algunos de los objetivos de desarrollo sostenible de la Agenda 2030. En los años que vienen, habrá que llevar a cabo más políticas cualitativas y menos cuantitativas: medir muy bien qué se quiere y cuáles serán sus impactos presentes y futuros. El inaplazable reequilibrio fiscal obligará a ello. Y cabe prepararse para ese duro reto. Cerrar los ojos a la evidencia, es la peor estrategia posible. Pero muy propia de unos políticos que –como dice este autor- están “instalados en el cargo y temerosos de complicarse la vida por miedo a sus competidores” . Difícilmente, se puede describir mejor a aquellos que han hecho de la política un mero instrumento para perpetuarse en el poder pretendiendo ganar elecciones y no para gobernar o resolver los problemas de una castigada ciudadanía. Si la política no sirve para mejorar la calidad de vida y hacer más felices a los ciudadanos, pierde todo su sentido y se transforma en poder desnudo, antesala del final de la democracia.

Nadie, por tanto, pone en duda que en España se necesita un sector público sólido o robusto (como gusta decir ahora), que actúe como palanca de la recuperación; pero eso no quiere decir que deba ser más denso y extenso, sino más especializado, mejor cualificado y, por tanto, más tecnificado (la digitalización y la revolución tecnológica tendrán, inevitablemente, impactos sobre la estructura y dimensiones del empleo público y sus cualificaciones); es decir, requerimos con urgencia afrontar lo que no hacemos: comenzar la larga reedificación de unos sistemas de Administraciones Públicas adaptados a las necesidades, eficientes y con valores públicos. El caótico y descoordinado “archipiélago” institucional y de administraciones públicas en el que también (no sólo EEUU) se ha convertido España, no ayuda ciertamente; salvo que se pacten tales premisas de transformación y cambio, lo cual en estos momentos es lisa y llanamente inalcanzable.

Dicho de otro modo, urge que quien actúe o sirva en tales instituciones y estructuras organizativas públicas acredite realmente (y no sólo en las formas o discursos vacuos) un compromiso constante con la ciudadanía. Necesitamos instituciones y Administraciones Públicas con buenas cabezas, músculos tonificados y mucho menos tejido adiposo. Y bien armadas de valores. Si no somos capaces a corto plazo de reclutar y atraer talento político, directivo y funcionarial a nuestras Administraciones Públicas, así como sumergir a esos actores en un sistema de infraestructura ética, y hasta ahora no lo estamos siendo, el futuro no pinta nada bien. Aunque pueda parecer un sueño, como expone Zakaria, “los países pueden cambiar”. Ese es el reto. Pero no se transforma el sector público con coreografía, eslóganes de impacto ni performances, sino con estrategia auténtica y acción decidida. Y eso se llama liderazgo político contextual (Nye), transformador y compartido. Algo de lo que, de momento, estamos bastante ayunos.

 

Una versión previa de este texto puede leerse aquí.

Fallo de país

* Una versión anterior de este artículo fue publicada como Tribuna en El Mundo y puede encontrarse aquí.

 

La nueva oleada del coronavirus (o de rebrotes, si se prefiere) ha vuelto a poner de manifiesto los graves problemas de falta de capacidad de gestión que tiene España como Estado y que es urgente resolver de una vez si queremos enfrentarnos con alguna garantía, no ya a la pandemia, sino a cualquiera de los numerosos retos que, desde la digitalización al calentamiento global, tenemos encima de la mesa. Además, es imprescindible si queremos aprovechar la oportunidad histórica para reformar España que representan los importantes fondos europeos y que nos obligan a presentar proyectos solventes.

Antes que nada conviene reconocer lo obvio: la desastrosa gestión de esta segunda oleada del virus nos recuerda lo que ya sabíamos los que conocemos bien las Administraciones Públicas: que no hay recursos ni materiales ni, sobre todo, humanos para planificar y coordinar algo tan complejo y delicado desde el punto de vista económico, sanitario y social como la desescalada ordenada de una pandemia. Efectivamente, después de uno de los confinamientos más estrictos del planeta se ha hecho una desescalada apresurada, sujeta a todo tipo de presiones políticas, mediáticas y sociales para volver cuanto antes a la «nueva normalidad». Los Gobiernos –tanto el central como los autonómicos– lejos de hacer los deberes en forma de reforzamiento de centros de atención primaria, contratación o/y formación de rastreadores, agilización de las pruebas médicas, puesta en marcha de aplicaciones de rastreo, elaboración de normativa jurídica adecuada para dotar de seguridad jurídica a las medidas que tuvieran que ir adoptándose para controlar los rebrotes, previsión con suficiente antelación de la reapertura de los centros educativos, etc, etc, se apresuraron a lanzar campañas de comunicación y fabricar eslóganes. Algunos tan peligrosos como el «salimos más fuertes» que trasmitía la falsa seguridad de que la pandemia ya había pasado.

También han caído en saco roto las peticiones –algunas procedentes de voces muy cualificadas– de realizar una auditoría o una evaluación de lo que se había hecho mal en marzo y abril, como oportunidad no tanto de exigir las pertinentes responsabilidades políticas (eso ni se planteaba) sino de aprender de los errores. Tampoco ha servido de nada la Comisión de reconstrucción del Congreso, otro paripé de esos con los que se entretiene y nos entretiene nuestra clase política. Así que de nuevo nos hemos encontrado con lo de siempre: la improvisación, las ocurrencias, la falta de información relevante (el doctor Simón es un auténtico especialista en perderse siempre en las anécdotas), el caos de los datos, la falta de coordinación entre Administraciones Públicas y la irresponsabilidad de una clase política mediocre e incompetente, a la que le gusta el poder pero no las responsabilidades que conlleva gobernar. Particularmente llamativa fue la actitud del presidente del Gobierno echando balones fuera ante el desbarajuste general imputando toda la culpa de la mala gestión a las Comunidades Autónomas. ¿Quiere ser un gobernante o un espectador?

Mientras tanto, los datos (los reales) son tozudos. El lunes 7 de septiembre España tenía 525.549 casos de contagios, según la base de datos del New York Times, lo que le convierte en el único país de Europa occidental en sobrepasar el medio millón de contagios. Además fue uno de los países más golpeados en la primera ola. Para los que pensamos que no hay ninguna maldición bíblica que pese sobre nuestro país, ni ninguna tara cultural o genética que nos haga más propensos al virus, la única explicación es evidente: es el mal gobierno, o, si se prefiere, de falta de capacidad del Estado. Las dos cosas están íntimamente correlacionadas.

Si no se ha gestionado o se ha gestionado tarde, poco y mal y no es la primera vez que nos pasa, debemos preguntarnos por las causas de este fracaso del que participan todas las Administraciones –con alguna excepción como la de Asturias– y partidos políticos de todos los colores. Ojalá que fuera posible imputar este desastre a personas o partidos concretos; sería mucho más consolador porque bastaría con cambiarlos para que todo fuera bien. Pero no es así. Esta situación no se explica solo por la ineptitud de muchos gobernantes (con ser muy grande dado que la mayoría no han gestionado nunca ni una micropyme ni han trabajado fuera de la política) sino, sobre todo, por la falta de capacidad de las Administraciones Públicas que deben ejecutar las decisiones políticas. Dicho de otra forma, aunque nuestros gobernantes fueran mucho más competentes seguirían teniendo muchos problemas a la hora de poner en marcha sus políticas públicas. El caso del ministro Escrivá, que no es ni mediocre ni incompetente, y las dificultades de implantación del Ingreso mínimo vital lo demuestran.

En ese sentido, cuentan Acemoglu y Robinson en su recomendable libro El pasillo estrecho que uno de los Estados más pobres de la India, el de Bihar, tiene un problema derivado de su falta de capacidad para aprovechar los numerosos fondos que el Estado indio le concede anualmente para mejorar sus infraestructuras, educación, transporte, etc, etc. El problema no está en la falta de dinero sino en la falta de capacidad de gestión suficiente para presentar y ejecutar los proyectos que podrían ser financiados y que mejorarían enormemente la vida de sus ciudadanos. La razón es que no cuenta con los técnicos suficientes para hacerlo: ingenieros, economistas, educadores, gestores… Pues bien, salvando las enormes distancias, nos encontramos en España con un problema similar en relación con los fondos europeos.

La realidad es que, a día de hoy, no tenemos suficiente capacidad de gestión para gestionar los fondos europeos que ya nos corresponden, así que imagínense la que tenemos para los que nos van a llegar, que son muy superiores. Del anterior programa operativo 2014-2020, con una cofinanciación de 70/30 (la Unión Europea financia el 70% y las Administraciones españolas el 30%) teníamos antes de la pandemia un 67% de la financiación sin gastar y un 31% de proyectos sin presentar. Como hace muchos años estuve gestionando fondos Feder en una empresa pública conozco el problema: falta personal técnico especializado para diseñar y gestionar proyectos muy complejos a lo que se une una asfixiante burocracia que, si bien no es capaz de prevenir la mala utilización de esos fondos (como demuestra el caso de los EREs pagados con el Fondo Social europeo), sí puede bloquear la actuación de un gestor honesto. Nada ha cambiado desde entonces, dado que no se abordan nunca los problemas que están en la raíz de esta falta de capacidad del Estado y que se pueden resumir en una frase: reforma del sector público.

Es cierto que el sector público no lo es todo; pero sinceramente en una crisis de estas características me parece complicado que el sector privado –que también arrastra sus problemas– pueda suplir sus carencias. Como es natural, es el Gobierno quien está liderando el pomposamente denominado Plan Nacional de Recuperación, Transformación y Resiliencia (no en vano estamos en manos de comunicadores y no de gestores), que pretende aprovechar la oportunidad que ofrecen los fondos europeos. Por otra parte, el anuncio de que el director del Gabinete del presidente del Gobierno tendrá un papel protagonista en la Unidad de Seguimiento encargada de seleccionar y elevar a la Comisión Europea los proyectos empresariales que aspiren a la financiación europea da que pensar. Lógicamente las empresas privadas tienen agendas e intereses económicos propios. ¿Con qué criterio se va a decidir qué proyectos presentar? El riesgo de desaprovechar el dinero europeo me parece grande.

En fin, mientras no abordemos la reforma del sector público en profundidad, seguiremos condenados a seguir viviendo de los relatos, los eslóganes y las campañas de comunicación que intentan suplir o hacer olvidar las deficiencias que presenta nuestra gestión pública aquí y ahora. Pero ni el colapso de los centros de salud primaria, ni el caos en la reapertura de los centros educativos, ni los atascos en el Sepe, ni los retrasos en los cobros del Ingreso mínimo vital ni ninguno de los problemas que estamos viviendo se van a arreglar a base de comunicación. Cierto es que la polarización extrema ayuda a minimizar los defectos de los correligionarios y a exacerbar los de los adversarios. Pero no se debe ocultar por más tiempo que estamos ante un fallo estructural.

La dignidad como objetivo del Estado

Tengamos en mente dos efemérides democráticas esenciales: el Día Internacional de los Derechos Humanos, y en nuestro país, España, el Día de la Constitución. Y pongámoslas en valor, situémoslas en el debate político y ciudadano actual. Veamos su significado, su evolución, algunos de sus contenidos y su estado de desarrollo y respeto.

En las dos primeras décadas del siglo XXI se han adoptado decisiones, nacionales, europeas y mundiales, que han puesto en riesgo el contenido esencial del modelo “occidental desarrollado” de derechos y libertades, y el propio sistema universal de derechos humanos, resultado de una evolución histórica de progresos permanentes, y que tiene como fundamento central el concepto de dignidad humana. 

Pero, recordemos uno de los textos inspiradores de nuestra Constitución, la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948).  Por esta transcendental carta internacional, los Estados, por fin, tras dos guerras mundiales, se ponían de acuerdo en un compromiso histórico de treinta artículos sobre los derechos considerados básicos para todas las personas a nivel universal. Esa carta universal constituye el “círculo rojo” a proteger, el contenido mínimo de un concepto universal de democracia y dignidad, debe ser infranqueable, debe ser la bandera del poder ciudadano, que también se proclama en el artículo 10 de nuestro texto constitucional como veremos más adelante.

El proceso de evolución histórica del reconocimiento y garantía de los derechos y libertades fundamentales del individuo tiene señalados hitos en el siglo XVIII, principalmente en la Declaración de Derechos del Estado de Virginia de 1776, o la emblemática Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, producto jurídico principal de la Revolución Francesa. El individuo empezaba su andadura imparable hacia la consideración de ciudadano, dejando atrás su condición de súbdito.

Partiendo de estas bases políticas y jurídicas, en los siglos XIX y XX se desarrolla un proceso de ampliación de derechos (derechos de participación democrática y derechos sociales), fundamentalmente como consecuencia de la transformación progresiva del concepto de mero Estado de Derecho hacia el más acabado y completo de Estado Democrático y de Estado Social. Y en 1948, como hemos apuntado al inicio, se aprueba la Declaración Universal de Derechos Humanos, máximo exponente del proceso de internacionalización del reconocimiento y garantía de derechos y libertades. En este texto, clave para los sistemas democráticos actuales, aparece la idea de dignidad del ser humano como fundamento de los derechos y libertades que se declaran.

En su exposición de motivos se expresa que los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en el texto su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres, y se han declarado resueltos a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad. Expresamente se proclama que “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”.

Y en su artículo primero se proclama que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.

En el primer texto constitucional tras la Declaración Universal de los Derechos Humanos en la que ser inserta el concepto central de Dignidad fue la alemana de 1949 (Ley Fundamental de Bonn), que proclama que “la dignidad de la persona es intangible. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder público. (…). Los derechos fundamentales que se expresan a continuación vinculan a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial a título de derecho directamente aplicable”. Se trata de una declaración muy importante en la historia del constitucionalismo contemporáneo y que tuvo enormes influencias, entre otras en la española de 1978.

En ese proceso contemporáneo de constitucionalización de la dignidad humana, con esos precedentes, destaca nuestra Constitución de 1978, que recoge ese alto valor en un precepto clave al respecto, el artículo 10, que establece en su primera parte que “la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la Ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”. Y en su segundo apartado se hace referencia expresa al texto internacional de 1948, al declarar que “las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución española reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los Tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”.

Después de varias décadas de Declaración Universal de Derechos Humanos, de dignidad humana formalmente declarada y protegida, textos constitucionales con amplias declaraciones de derechos y libertades, con amplios sistemas de garantías, en una gran parte del mundo no rige precisamente la dignidad sino la exclusión social por diferentes motivos, la guerra, la pobreza, destrucción de los valores ambientales básicos del planeta, etcétera.

Sigue estando pendiente lograr la efectividad real de muchos de los valores, derechos y libertades consensuadas universalmente desde 1948, objetivo para el que poderes públicos sólidos y las sociedades democráticas avanzadas son factores determinantes. 

Esta debiera ser la principal obligación de los Estados, su interés general-nacional primordial, las personas, sus derechos, nuestra dignidad como pueblo, en ese amplio concepto de las estructuras políticas del Estado, que no solo es un Estado de Derecho (imperio de la ley, separación de poderes y reconocimiento/garantía de derechos), sino que también es un Estado democrático, con amplios derechos de participación política, y sobre todo, un Estado social, con un programa constitucional de mejora de las condiciones de vida de las personas que integran el elemento humano de un Estado.