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Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization: el triunfo del originalismo (Parte II)

La insistencia de la mayoría en que ningún otro precedente basado en el “derecho a la privacidad” y en la cláusula del proceso debido de la Decimocuarta Enmienda está en peligro, sin embargo, se ve inmediatamente cuestionada por el voto concurrente del juez Clarence Thomas, que afirma que, si de él dependiera, toda una retahíla de precedentes del Tribunal, incluido el libre acceso a los anticonceptivos, a la práctica consensual de sexo entre personas del mismo sexo y al matrimonio homosexual deben ser revocados, aunque el juez Thomas, caritativamente, deja para mejor ocasión decidir si todos esos derechos pueden hallar cobijo bajo alguna otra cláusula constitucional.

Por su parte, el juez Kavanaugh, en un voto concurrente de tono especialmente respetuoso, defiende que la Constitución es neutral en la cuestión del aborto y que la misma debe ser decidida por medios políticos. Además, incluye -y esto es un aviso para navegantes antiabortistas- la afirmación de que la Constitución no prohíbe el aborto en Estados Unidos, y que cada Estado debe tomar su determinación al respecto. El juez Kavanaugh indica, asimismo, que, si se quiere modificar la Constitución en un sentido u otro, la propia Constitución marca el camino para hacerlo, sin que los miembros del Tribunal Supremo puedan “crear nuevos derechos y libertades basadas en sus opiniones morales y políticas”. Por último, el juez Kavanaugh también indica claramente que el siguiente paso abogado por los antiabortistas estadounidenses -evitar que las mujeres embarazadas en un Estado que prohíba el aborto se desplacen a un Estado en el que el aborto sea legal- chocará con el derecho constitucional a desplazarse entre Estados. También avisa que no cabe imponer retroactivamente sanciones a las mujeres que hayan abortado antes de que Dobbs fuera dictada. En lo que yerra, a mi juicio de manera llamativa, es en su optimista afirmación de que el Tribunal Supremo ya no tendrá que decidir como equilibrar los intereses de las mujeres embarazadas respecto de los intereses gubernamentales de proteger la vida prenatal. Si el juez Kavanaugh cree que Dobbs va a detener la litigación constitucional sobre el aborto, los próximos meses y años le van a sacar de su error a toda velocidad.

El Presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, en su solitario voto concurrente, defiende que el Tribunal, basándose en principios de moderación judicial, podría haber dado el visto bueno a la constitucionalidad de la ley de Mississippi sin tener que revocar Roe y Casey, por cuanto quince semanas es tiempo más que suficiente para que una mujer obtenga un aborto -el juez Roberts, y la mayoría, omiten el hecho nada menor de que, desde el 7 de julio de 2022, en Mississippi no quedan ya clínicas que practiquen abortos, debido al hostigamiento de los gobiernos republicanos estatales desde hace años a las mismas-.

Roberts se muestra de acuerdo con la mayoría, asimismo, en que los abortos que se ejecutan una vez el feto se encuentra formado, aunque no sea viable, constituyen infanticidio y, por lo tanto, son inconstitucionales, rechazando la viabilidad como el umbral para que el Estado pueda legislar sobre el aborto.

Donde Roberts se aparta de la mayoría -y dada su trayectoria jurídica personal, esto resulta sorprendente- es que parece reconocer tácitamente que sí existe un derecho constitucional al aborto, cuanto menos en el primer trimestre, y que existen unos derechos de autonomía personal de la mujer que deben ser equilibrados con los derechos de protección de la vida prenatal similares a los que Roe y Casey reconocían. Dado que varios Estados federados -incluida la propia Mississippi- ya han establecido una prohibición total o tras sólo seis semanas al aborto, resulta dudoso que cuenten con el voto de Roberts cuando se produzca un desafío legal a los mismos ante el Tribunal Supremo.

Finalmente, los jueces Breyer, Sotomayor y Kagan firman un voto disidente conjunto (algo muy poco habitual) de una gran dureza respecto de la opinión emitida por la mayoría. En primer lugar, afirman que tanto Roe como Casey, y en particular la segunda, establecían un equilibrio entre los derechos de autonomía de la mujer embarazada y los derechos gubernamentales de proteger la vida prenatal. A continuación, afirman que Dobbs establece que desde el momento de la fertilización del óvulo, una mujer deja de tener derechos, y que un Estado federado puede obligarla a llevar ese embarazo a término, sin tomar en consideración cuestiones como que haya podido ser víctima de violación o incesto, o que el feto tenga graves anomalías que le impidan sobrevivir a largo plazo.

La minoría continúa criticando que Dobbs provocará la incoación de causas criminales contra las mujeres que intenten abortar, y es especialmente mordaz al indicar que las mujeres pobres e incapaces de desplazarse a otros Estados en los que el aborto continúe siendo legal serán las que más sufran a resultas de la Sentencia. Afirma que nada en la opinión impedirá al gobierno federal prohibir el aborto a nivel nacional si así lo desea (aunque, como he expuesto con anterior, parece evidente que Roberts y Kavanaugh declararían una ley de esa naturaleza inconstitucional).

La minoría a continuación pasa a atacar la Sentencia indicando uno de sus puntos más débiles: su afirmación de que otros derechos constitucionales no están en peligro. Teniendo en cuenta que el argumento principal para declarar que el aborto no es un derecho constitucional es que dicho derecho “no está firmemente enraizado en la historia”, es evidente que tampoco hay base en el Derecho Constitucional estadounidense para afirmar que otros derechos constitucionalmente reconocidos a día de hoy como el derecho al matrimonio homosexual, interracial, al sexo homosexual consensual, o al uso de anticonceptivos. Ninguno de esos derechos eran considerados como tales cuando se aprobó la Constitución o sus enmiendas fundamentales en el siglo XIX.

Los tres magistrados pasan a defender a continuación la diferencia fundamental filosófica que caracteriza en este momento a las dos alas que se enfrentan en el Tribunal Supremo: frente a una minoría que defiende que las cláusulas de la Constitución, particularmente las que reflejan principios de naturaleza abstracta como la Decimocuarta Enmienda, deben ser interpretadas con el significado que hoy en día se les otorga a esas palabras y principios, los miembros de la mayoría insisten en que deben serlo con el significado que tenían esas palabras y principios en el momento en que los distintos artículos y enmiendas fueron ratificados, lo que supone, en este caso concreto, enviar el debate a 1868.

Y aquí es donde la minoría hace sangre, porque los legisladores que aprobaron la Decimocuarta Enmienda en esa fecha eran todos, sin excepción, hombres, que consideraban que las mujeres no eran ciudadanas de pleno derecho (como indica el voto disidente, les quedaba medio siglo para obtener el voto), y por ello, interpretar las cláusulas constitucionales como las interpretaban los Padres Fundadores o los legisladores hombres que aprobaron esa enmienda es inaceptable desde el punto de vista del siglo XXI.

La minoría señala además que esos mismos Fundadores tuvieron, al menos, el buen juicio de “definir derechos en términos generales, para permitir la evolución futura de su alcance y significado”. Los tres magistrados señalan un ejemplo absolutamente característico: el matrimonio interracial era ilegal en la mayoría de los Estados durante el siglo XIX (de hecho, lo fue hasta 1948), y sin embargo, pese a que era evidente que el derecho a contraer matrimonio con una persona de otra raza no podía fundamentarse en ningún tipo de arraigo histórico-jurídico, el Tribunal Supremo no dudó en declarar que no cabía interferencia gubernamental posible en una decisión de autonomía personal tan evidente.

La minoría no duda en atacar los votos concurrentes: señala que la afirmación de Kavanaugh de que la Constitución es “neutral” en relación con el aborto y que el Tribunal debe serlo también es insostenible, y que en Dobbs lo que hace el Supremo es posicionarse contra las mujeres que intentan abortar y a favor de los Estados que pretenden impedírselo.

En última instancia, Breyer, Sotomayor y Kagan concluyen que la Sentencia es una violación de la libertad individual de las mujeres y de su derecho a no sufrir intromisiones ilegítimas en su cuerpo por parte del Gobierno. Una libertad que, diga lo que diga la mayoría, ha sido expandida por el Tribunal Supremo y por el Congreso y el Senado -al menos hasta fecha reciente- mucho más allá de lo que los Padres Fundadores y los autores de las enmiendas del siglo XIX podían haber concebido en su momento. Las páginas del voto disidente en este punto son, desde un punto de vista estrictamente lógico, devastadoras: el fundamento principal de la decisión adoptada por la mayoría es que el significado de la palabra “libertad” debe ser interpretado en base a parámetros de 1868. Eso supone, lisa y llanamente, la “petrificación” del Derecho Constitucional.

La minoría ataca también el hecho de que la mayoría abandone el principio stare decisis o afirme que el parámetro establecido por Casey sobre la imposibilidad de imponer restricciones al aborto que sean una “carga indebida” para las mujeres sea impracticable, especialmente a la vista de que la mayoría ha sido incapaz de ofrecer un nuevo estándar operativo, más allá de considerar que se puede impedir, si un Estado federado así lo desea, que una mujer aborte en cualquier momento del embarazo.

La minoría, en su impotencia, reitera algo que es sabido, pero que es irrelevante para la decisión adoptada por la mayoría: que una prohibición del aborto incrementará la mortalidad femenina, particularmente entre las mujeres negras, y que precisamente los estados como Mississippi, que prohíben el aborto, son los Estados con peor sanidad pública y con mayor mortalidad infantil en Estados Unidos.

Los tres magistrados de la minoría señalan que la decisión de revocar Roe y Casey causará una enorme disrupción entre las mujeres estadounidenses, y que las invocaciones a la planificación reproductiva o a la adopción que contiene la Sentencia tienen poca o ninguna relación con la realidad práctica, especialmente entre las mujeres pobres, que incluso antes de la Sentencia tenían enormes problemas para financiar abortos (recordemos que el sistema de salud de EE.UU es quizá el más ineficiente de todo Occidente).

Las últimas páginas del voto disidente están plagadas de frases lapidarias: “tras el día de hoy, las mujeres jóvenes alcanzarán la mayoría de edad con menos derechos que sus madres y abuelas” y concluyen con la predicción de que la legitimidad del Tribunal se verá destruida con gran rapidez por decisiones como ésta.

Contrariamente a lo que pueda creer la mayoría, el Tribunal Supremo, al adoptar una decisión tan relevante, se va a ver arrastrado por los Estados gobernados por los republicanos, que tras Dobbs han iniciado una carrera para imponer restricciones draconianas a las mujeres para impedirles que puedan abortar (prohibiciones totales, proyectos de ley que pretenden impedirles abandonar el Estado para hacerlo, etc), a nuevas y cada vez más controvertidas decisiones sobre el aborto. Y con la actual composición del Tribunal, parece claro que, las más de las veces, la maquinaria estatal derrotará a las mujeres.

Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization: el triunfo del originalismo (Parte I)

El pasado 24 de junio el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictó Sentencia en el caso Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization, revocando explícitamente las Sentencias anteriores del Tribunal Roe v. Wade (1973) y Planned Parenthood v. Casey (1992) y poniendo fin a un periodo de casi medio siglo en el que el aborto era considerado un derecho constitucional en ese país. En esta serie de artículos exploraremos el contenido de la Sentencia, de los votos concurrentes y del voto disidente.

Dobbs, aunque nominalmente obra del magistrado Samuel Alito, fue apoyada íntegramente por cinco de los nueve magistrados del Tribunal, Al mismo tiempo, fue suscrita únicamente en cuanto a su conclusión, pero no a su razonamiento, por uno de ellos, y otros tres magistrados emitieron conjuntamente (de forma muy inusual) un voto disidente.

El voto principal se inicia con un breve resumen de las dos Sentencias que procede a revocar: en primer lugar, Roe v. Wade, que estableció esencialmente que los Estados federados no tenían ninguna posibilidad de alterar la posibilidad de acceso de una mujer al aborto durante el primer trimestre del embarazo, que podían introducir “restricciones sanitarias razonables” durante el segundo trimestre, y que podían prohibirlo durante el tercer trimestre siempre y cuando incluyeran excepciones para la vida y la salud de la madre.

Roe v. Wade fue sustancialmente modificada por Planned Parenthood v. Casey, que abandonó la división trimestral y estableció que a) las mujeres tenían un derecho constitucional al aborto siempre y cuando el feto no fuera ya viable, b) que una vez que el feto lo fuera, el Estado podía prohibir el aborto siempre y cuando incluyera excepciones para proteger la vida y la salud de la madre y c) (y éste fue el cambio fundamental) que el Estado tenía un interés legítimo en proteger la vida de la madre y la del feto desde el momento de la concepción, lo que le autorizaba a adoptar medidas para encauzar dicha protección, siempre que no resultaran una “carga indebida” para el derecho de la madre a acceder a un aborto.

Dobbs procede a revocar ambos precedentes usando como vehículo una ley del Estado de Mississippi que pretende prohibir los abortos con carácter general tras la decimoquinta semana de gestación, unos dos meses antes del umbral de viabilidad que Casey había fijado 30 años atrás.

La mayoría del Tribunal considera, en síntesis, que la Constitución no menciona expresamente el aborto, y que no existe un derecho implícito al mismo que pueda ser localizado en ninguna de las cláusulas constitucionales, y en particular en la sección primera de la Decimocuarta Enmienda de la Constitución, que dice así (marco en negrita la frase crítica):

Toda persona nacida o naturalizada en los Estados Unidos, y sujeta a su jurisdicción, es ciudadana de los Estados Unidos y del estado en que resida. Ningún estado podrá crear o implementar leyes que limiten los privilegios o inmunidades de los ciudadanos de los Estados Unidos; tampoco podrá ningún estado privar a una persona de su vida, libertad o propiedad, sin un debido proceso legal; ni negar a persona alguna dentro de su jurisdicción la protección legal igualitaria.”

Los cinco magistrados de la mayoría afirman que esa cláusula ha sido y puede ser empleada para garantizar ciertos derechos constitucionales no expresamente mencionados en el texto constitucional, pero que para ello el derecho debe estar “profundamente arraigado en la historia y tradición de la nación” e “implícito en el concepto de libertad ordenada”, concluyendo que el derecho al aborto no puede ser incluido en dicha categoría.

La mayoría se embarca en un largo análisis histórico que concluye -como no puede ser de otra manera- que cuando la Decimocuarta enmienda fue adoptada -en 1868- una amplia mayoría de los Estados criminalizaban el aborto y que, de hecho, durante las décadas siguientes, la inmensa mayoría de los Estados restantes procedieron a hacerlo. La mayoría, de hecho, retrocede varios siglos, hasta el Common Law inglés, para fundamentar su conclusión de que no existe en la tradición constitucional ni inglesa ni estadounidense un derecho constitucional al aborto.

Resuelto el análisis histórico a su favor, la mayoría conservadora se esfuerza en distinguir su decisión de acabar con el derecho constitucional al aborto de otras decisiones alcanzadas en décadas precedentes basadas en el denominado “derecho a la privacidad”, derecho que la mayoría indica que tampoco está recogido explícitamente en la Constitución, pero que ha sido el fundamento de toda una serie de decisiones extremadamente relevantes del Tribunal Supremo durante décadas: el derecho de personas (de distinta raza o del mismo sexo) a contraer matrimonio, el derecho a adquirir anticonceptivos, a no ser esterilizado sin consentimiento, a mantener relaciones sexuales consensuales privadas, todo ello sin que el Estado pueda irrumpir en este ámbito de autonomía en la formación de la voluntad. La mayoría del Tribunal, como digo, se esfuerza en señalar que ninguna de estas decisiones está en peligro, y que el aborto, en la medida en que destruye “vida potencial” o a “un ser humano no nacido” (como afirma la ley de Mississippi), plantea una decisión moral crítica muy distinta, pese a que el derecho en que el Tribunal se basó para adoptar todas esas decisiones antecitadas es ese “derecho a la privacidad” que ahora la mayoría considera no puede fundamentar un derecho al aborto.

A continuación, el juez Alito dedica decenas de páginas a explicar por qué Roe y Casey son decisiones tan “atrozmente equivocadas” que es obligado superar el principio legal stare decisis (es decir, el principio por el cual, en Derecho anglosajón, los precedentes judiciales deben ser respetados incluso aunque puedan ser erróneos) para proceder a su revocación. Para ello, Alito invoca algunas de las decisiones más erróneas del Tribunal, como Plessy v. Ferguson (que avaló la segregación racial en las escuelas en 1896 y fue revocada en 1954 por Brown v. Board of Education) para alegar que Roe arrebató a la ciudadanía una decisión de “profunda importancia moral y social” que no puede quedar en manos de los Tribunales según la Constitución y que Casey declaró un lado “ganador” en el debate sobre el aborto al defender que el Estado no podía obstaculizar el derecho de una mujer a obtener un aborto mientras el feto no fuera viable (la mayoría no parece entender que, al optar por la decisión contraria, declara claramente un ganador, pero esta vez en el lado antiabortista). En esa misma línea, la mayoría ataca a la minoría disidente por, supuestamente, negar toda importancia al derecho del Estado a proteger la vida prenatal, cuando de la lectura de la Sentencia resulta evidente que la mayoría niega cualquier relevancia al derecho de la mujer a la autonomía en sus decisiones corporales.

Quizá el aspecto más flojo de Dobbs sean precisamente las páginas dedicadas a atacar la mediocridad de los razonamientos en Roe y Casey. La mayoría declara que ninguna de las dos sentencias fue capaz de explicar razonablemente por qué motivo el umbral de viabilidad es la frontera a partir de la cual el Estado puede inmiscuirse en la -hasta entonces- libre decisión de la mujer de interrumpir su embarazo. La respuesta es obvia, y al no encararla, la mayoría incurre en un riesgo grave de ser acusada de haber antepuesto su ideología personal por delante de otras consideraciones legales: el umbral de viabilidad es el momento en que un feto pasa de ser vida “potencial” a “persona” con los mismos derechos y obligaciones que la sociedad -y el Derecho- tiene por tales.

Los cinco miembros de la mayoría critican asimismo Roe y Casey porque los estándares legales definidos en ambas Sentencias (particularmente el concepto de que las restricciones gubernamentales no pueden suponer una “carga indebida” para las mujeres que quieren acceder al aborto) no son viables y han generado confusión en los Tribunales federales y numerosas Sentencias contradictorias entre los mismos, así como efectos nocivos en otras áreas del Derecho Constitucional estadounidense. El juez Alito dedica un par de páginas a minimizar el riesgo de que una eventual revocación de Roe y Casey pueda tener sobre las decisiones vitales (planificación familiar, profesional, etc) que las mujeres puedan adoptar, y se limita a reiterar que éstas (y en general, los ciudadanos de Estados Unidos) pueden, a través del voto, adoptar las decisiones sobre esta cuestión que estimen oportunas, sin que los Tribunales se arroguen un poder que no tienen.

Lecciones para democracias o el asalto al Capitolio de Estados Unidos

Las increíbles imágenes que nos ha dejado el 6 de enero con el asalto al Capitolio de los Estados Unidos por una turba de seguidores de Trump son un ejemplo perfecto de los peligros del populismo una vez que se instala en las instituciones, en este caso nada menos que en la presidencia de Estados Unidos. Y nada menos que con un personaje como Donald Trump, pero, no lo olvidemos, con la complicidad del partido republicano. Como recuerdan Levitsky y Ziblatt en su libro, “Cómo mueren las democracias”, en el siglo XXI las democracias mueren desde dentro. Por eso es tan importante conocer los procesos que pueden desembocar en un intento de golpe de Estado que ha pretendido evitar lo que constituye la esencia de una democracia: la alternancia en el poder mediante unas elecciones libres. Justamente lo que no existe en los regímenes autoritarios y dictatoriales que tanto se han alegrado ayer.

Es preciso entender que alguien como Trump no surge del espacio exterior para destruir la Constitución y las instituciones democracia más antigua del mundo. Nace de décadas de polarización y sectarismo, de fake news, de medios de comunicación sectarios y nada respetuosos con los hechos, de la utilización partidista de las instituciones, de la mentira instalada tranquilamente en los discursos políticos, de la influencia desmesurada del dinero en la vida política, o de la deriva de un partido republicano sin el que, conviene recordarlo, Trump no hubiera alcanzado la presidencia de los Estados Unidos. Pero tampoco se entiende sin el malestar -real o percibido- de una parte muy importante de los ciudadanía de USA. En definitiva, ha surgido de la ola populista que está amenazando en Occidente las conquistas históricas de la democracia representativa liberal.

Que un persona tan manifiestamente incapaz, por todo tipo de razones empezando por las éticas, y terminando por las técnicas, haya sido elegido Presidente de los Estados Unidos y haya vuelto a ser votado en las últimas elecciones por un número impresionante de ciudadanos nos tiene que poner sobre aviso: esto puede pasar en cualquiera de nuestras democracias, si se dan las circunstancias adecuadas y aparece un personaje de estas características que sepa aprovecharlas a su favor. Y recordemos que Trump nunca ha ocultado cuáles eran sus intenciones sobre lo que ocurriría si no ganaba las elecciones: las impugnaría por fraudulentas. Es exactamente lo que ha hecho, como, por cierto, ha ido haciendo toda su vida cuando un resultado no le gustaba. Y cuando han fracasado las vías  más “ortodoxas” ha recurrido a las heterodoxas, es decir, al pueblo, que para un populista siempre está por encima de la ley y las instituciones.

Y es que las instituciones democráticas por sólidas que sean no pueden resistir indefinidamente los ataques desde dentro, que son muchas veces más peligrosos que los ataques exteriores. En ese sentido, el ejemplo americano es muy importante: si sustituyes en las instituciones a los profesionales neutrales por partidarios leales, poco profesionales, y sin más principios que el seguidismo ciego del líder es probable que se conviertan en cascarones vacíos, incapaces de desempeñar su función, aunque formalmente sigan en pie. Ya se trate de la Fiscalía, del FBI o del Tribunal Supremo. Recordemos que el respeto a las instituciones exige respetar la letra pero también el espíritu y la finalidad de las normas que las rigen. O dicho de otra forma, el fin nunca justifica los medios.

También es importante destacar que el populismo no es un patrimonio de la extrema derecha, aunque éste sea el caso sobre todo en Europa. También los hay de izquierdas como el movimiento 5 Stelle, que por cierto no tuvo ningún inconveniente en aliarse con la extrema derecha. Lo importante, por tanto, es reconocer los populismos y denunciarlos y combatirlos vengan de donde vengan.  Esto servirá también para distinguir entre los verdaderos defensores de la democracia liberal y los que sólo defienden su causa o dicho de otra forma, solo ven el populismo en el ojo del adversario y no la viga en el propio.

Porque hay una serie de características comunes que merece la pena destacar. El populismo siempre desprecia las instituciones representativas (“no nos representan”), los hechos si contradicen su relato (las fake news son todo lo que no le gusta al populista), a los adversarios políticos, convertidos en enemigos en una guerra sin cuartel, el Estado de Derecho (el pueblo, encarnado siempre en un líder carismático está por encima de la Ley), la separación de poderes (el Poder Judicial tiene que someterse al pueblo, encarnado por el líder), el conocimiento experto (lo llama “tecnocracia”), pero, sobre todo, desprecia a sus votantes en la medida en que considera que pueden tragar con cualquier cosa siempre que venga del líder populista. Recordemos a Trump alardeando de que podía matar a alguien en la Quinta Avenida y le seguirían votando. Tenía razón.

En conclusión, el asalto al Capitolio del día 6 de enero de 2021 tendría que hacer sonar todas las alarmas. Si esto ha pasado en Estados Unidos, puede pasar en cualquier democracia. En algunas ya está pasando, de hecho. Pensemos en el Brexit y en el Gobierno de Boris Johnson sin ir más lejos. Pensemos en Hungría -que acaba de caerse de la lista de las democracias del mundo, por cierto-, o pensemos en Polonia, que está a punto de hacerlo. Pensemos en el procés en Cataluña. Más que nunca necesitamos conciencia cívica y necesitamos ciudadanos dispuestos a defender la democracia liberal representativa y el Estado de Derecho que, no podemos olvidarnos, son una conquista histórica pero también una excepción en la Historia de la humanidad.

Historia legal del racismo en EE.UU.

El asesinato de George Floyd ha vuelto a poner sobre la mesa el problema del racismo en Estados Unidos. La complejidad del caso estadounidense responde a muchos factores, algunos relativos a la triste universalidad del fenómeno, pero otros muchos exclusivos de su idiosincrasia como nación. En estas líneas, se esboza la historia legal y jurisprudencial de la esclavitud y la segregación en un país que se independizó por estimar inalienables la libertad y la igualdad de todos los hombres.

En 1607, los ingleses establecieron su primer asentamiento norteamericano permanente en Virginia. En 1650 ya encontramos documentos que testimonian la esclavitud negra en el lugar, aunque con toda seguridad llegara antes. En 1705 Virginia aprueba su primer Slave Code, que compendia las leyes de apropiación y compraventa de los negros. La esclavitud no fue un fenómeno exclusivo de las colonias inglesas sureñas, si bien en el norte, su abolición se produjo, mayoritariamente, antes o poco después de la independencia del país. Ello obedece al escaso arraigo de una economía basada en grandes propiedades agrarias, así como por la presencia de corrientes religiosas puritanas que entendían que la esclavitud atentaba contra la doctrina cristiana.

En 1776, la Declaración de Independencia proclamó que todos los hombres tiene derecho a “la vida, la libertad y la búsqueda de la igualdad”. Su autor, Thomas Jefferson no vio incoherencia alguna entre escribir estas palabras y poseer esclavos por centenares. En su Autobiografía se justifica:

“La condición de los trabajadores pobres en la mayoría de los países, y la de los pescadores especialmente en los Estados del Norte, es tan abyecta como lo de los esclavos.”

Si damos crédito a sus palabras, el futuro tercer Presidente de los Estados Unidos, creía que la esclavitud tenía fecha de caducidad:

“Nada está escrito con mayor certeza en el libro del destino que la libertad de esas gentes [los esclavos]; ni es menos cierto que las dos razas, libres igualmente, no puedan vivir bajo el mismo techo.”

La mejor solución era una emancipación escalonada seguida de la deportación a África. En 1822 la Sociedad Americana de Colonización adquirió Liberia del Imperio Británico, lugar al que se propuso enviar a todos los esclavos liberados y afroamericanos en general. Este proyecto alcanzó su cumbre con la proclamación de la independencia de aquel país en 1847. Sin embargo, por alguna razón, los estadounidenses afroamericanos no tuvieron demasiado interés en volver a un continente que ni siquiera conocían.

Como Jefferson, todos los primeros presidentes de la nación salvo los Adams, padre e hijo, fueron propietarios de esclavos. En 1793 Washington sancionó la Ley de Esclavos Fugitivos. Esta contenía una importante demanda de los propietarios de esclavos sureños: todo esclavo fugado debía ser castigado y devuelto a su dueño, sin importar si llegaba a un Estado libre. La ley también preveía castigos para quien ayudara al esclavo en su huída.

En las postrimerías de su presidencia, Jefferson sancionó la Ley 1 de enero de 1808 que, dando cumplimiento a la sección 9ª del art. 1 de la Constitución, prohibió la importación de nuevos esclavos desde África. Si bien no la “exportación interna” de esclavos a los territorios que se iban poblando a medida que el país crecía hacia el oeste. Jefferson había triplicado la extensión del país, al comprarle La Lousiana a Napoleón en 1803.

Empezó entonces una carrera entre norte y sur por colonizar esos nuevos territorios a fin de convertirlos en nuevos Estados esclavistas o libres. En 1819, los Estados libres fueron por vez primera, desde la fundación del país, mayoría respecto a los esclavistas. Esto implicaba que tenían más votos en el senado. A fin de evitar una escalada de tensión, el Presidente Monroe afianzó la política de equilibrios impulsando el Compromiso de Missouri en el Congreso. Según sus términos, el Congreso permitió la incorporación del Estado de Missouri a la Unión como esclavista, a la vez que la esclavitud se prohibía en la mayoría de territorios incorporados por la adquisición de La Louisina, exactamente al norte del paralelo 36º 30’.

Los compromisos no consiguieron reducir las tensiones, al contrario, el frágil status quo se tambaleaba por momentos cada vez que se formaba un nuevo Estado y debía decir si aprobaba o no la esclavitud. Sin embargo, todo saltó por los aires con la sentencia Dred Scoot v. Standford (1857) considerada por la práctica unanimidad de la doctrina como la más aberrante aportación de la Corte Suprema a los anales del derecho estadounidense. De un plumazo, por mayoría de siete magistrados contra dos, el Alto Tribunal rechazó que un esclavo libre adquiriese la libertad por vivir en un Estado donde no existiera la esclavitud, negó así mismo que un negro pudiese adquirir la ciudadanía norteamericana y declaró inconstitucional la Ley federal de 1820 por la que se sustanció el Compromiso de Missouri. En otras palabras, se abría la puerta a legalizar la esclavitud en todos los territorios integrantes de La Louisina y en general del país, según el designio de los Estados.

Apenas dos años más tarde Abraham Lincoln llegaba a la Casa Blanca. Aunque si de él hubiese dependido la esclavitud se habría abolido décadas atrás, lo cierto es que nunca soñó que vería su fin en vida. Sus aspiraciones eran recuperar de algún modo el espíritu del Compromiso de Missouri, garantizando una mayoría de Estados libres en la unión, ahora facilitada con la incorporación de California. De ese modo, a la larga, se aboliría la esclavitud. Nada más tomar posesión trató de tranquilizar a los sureños prometiendo “no perturbar su propiedad”. Fue en vano. Carolina del Sur y otros Estados ya se habían escindido. La Confederación era una realidad, como lo era la Guerra Civil.

Sería fantasioso creer que los ciudadanos del norte eran abolicionistas convencidos. Pocos blancos en el norte miraban a los negros con simpatías. El problema fundamental era económico: el industrializado norte quería fomentar el proteccionismo para reforzar su producción interna; el sur por el contrario deseaba el imperio del libre mercado, porque entonces Europa tampoco impondría aranceles a su algodón.

En 1865, tras cinco años de sangrientos combates la guerra llegó a su fin y Lincoln, poco a antes de su asesinato sancionó la XIIIª Enmienda constitucional que abolía la esclavitud en todo el país. En su último discurso, Lincoln se manifestó partidario de que otorgar el voto a los ciudadanos negros.

En su reelección en 1864, Lincoln había elegido a un singular compañero para candidato a Vicepresidente, un sureño demócrata de Tennessee. Su candidatura simbolizaría así el espíritu de la reconstrucción. Por otro lado, aunque Johnson era un convencido racista, ¿qué daño podía hacer desde un puesto simbólico como la vicepresidencia? Desde ella ninguno, pero al convertirse en Presidente torpedeó la reconstrucción con su derecho de veto y negándose a ejecutar las leyes que el Congreso conseguía imponerle -el veto presidencial cede ante una mayoría de 2/3. Hartos de lidiar con Johnson los republicanos terminaron sometiéndole a un impeachment en 1868 del que fue absuelto por un sólo voto.

También en 1868 el Congreso aprobó la XIVª Enmienda que garantizaba los derechos de ciudadanía a toda la población con independencia de su raza, lo que suponía anular la doctrina de la Corte Suprema en la sentencia Dred Scoot v. Standford (1857). Un año más tarde, el Presidente Ulysses Grant, general heroico de la Guerra de Secesión, ratificaba la XVª Enmienda que prohibía limitar o calificar el sufragio por razón de raza.

Por desgracia, Washington DC no era el único lugar donde se legislaba. Los Estados del Sur que ya se habían reincorporado a la Unión con todos sus derechos empezaron a aprobar en respuesta a las tres enmiendas constitucionales un importante número de leyes que garantizaba la segregación racial en los espacios públicos, junto con los denominados Black Codes, o leyes civiles especiales para negros. En cierto modo así se producía el “cambiarlo todo para no cambiar nada”, especialmente en las zonas rurales del sur donde muchos negros no notaron grandes diferencias entre libertad y esclavitud. En la clandestinidad surgió el Ku Klux Klan, inicialmente concebido como un grupo de resistencia a la ocupación yanqui, que no tardaría en convertirse en una grupo criminal racista que perseguía y asesinaba a los negros que cuestionaban la supremacía blanca.

En este punto la Corte Suprema inició un deslucido camino que limitó las facultades de Congreso para luchar contra la discriminación racial. La sentencia Slaughter House Cases (1873) confirma la validez constitucional de la 14ª Enmienda, aunque limitando poderes de la Federación en favor de las facultades de policía de los Estados, mucho menos interesados en la igualdad racial.

El Congreso no se quedó de brazos y en 1875 aprobó la Ley de Derechos Civiles con un contenido casi análogo a la que noventa años más tarde impulsaría el Presidente Kennedy. Esta pretendía anular la legislación racista de los Estados meridionales. Desgraciadamente topó dos peligrosos obstáculos: uno político y otro judicial.

Llegaron con las elecciones presidenciales de 1877 y con ellas el fin del compromiso republicano con la causa racial. Quizás merezcan considerarse las elecciones más polémicas de la historia de la país. Por mayoría absoluta el Colegio Electoral otorgó la presidencia al republicano Hayes, pese a que el demócrata Tilden obtuvo mayoría absoluta del voto popular (!). La victoria de Hayes sólo fue posible gracias a los votos electorales de Carolina del Sur, Florida y Louisiana, únicos Estados del Sur con gobernador republicano. Muchos historiadores consideran que la contrapartida de garantizar estos votos fue la renuncia del Partido Republicano a seguir ahondando en la igualdad racial y se refieren a este episodio como “El Compromiso de 1877“.

Por su parte la Corte Suprema siguió minando el espíritu de la carta magna. La sentencia Civil Right Cases (1883), en consonancia con la doctrina de Slaughter House Cases (1873), desestimó las múltiples apelaciones que ciudadanos negros interponían contra la legislación racial de sus Estados al amparo de la Ley de Derechos Civiles. El Alto Tribunal falló que la XVª Enmienda no autorizaba al congreso a prohibir la discriminación entre particulares, ergo, no podía actuar contra bares, teatros, escuelas o iglesias “sólo para blancos”. De facto, certificó así la defunción de la Ley de 1875.

Para colmo, la sentencia Plessy v. Ferguson (1896) consagró el principio “separados pero iguales“. Como declara el jurista norteamericano Cass R. Sunstein con un nefasto “minimalismo burkeniano” la Corte Suprema le espetó a los ciudadanos negros que la segregación no suponía en sí misma desigualdad racial, eso era una “percepción de los negros” ya que aunque viviendo por separado ambas razas podían ser iguales. Únicamente el voto particular del juez John Marshall Harlan abogó por una color-blind Constitution, afirmando que la segregación en sí misma atentaba contra la igualdad material de las razas. A causa de esta sentencia la segregación sería una realidad integrada en el ordenamiento jurídico de muchos Estados por más de setenta años.

Poco después la sentencia Williams v. Mississippi (1898) confirmó la admisibilidad de de una ley electoral que condicionaba la posibilidad de inscribirse en el censo a superar una prueba de alfabetización y el pago de una serie de tributos directos. Ambos factores combinados aseguraban que el voto negro se convirtiera en residual. Un fallo posterior, la sentencia Giles v. Harris (1903) confirmó una ley similar en Alabama.

Afortunadamente, con la llegada del S.XX, soplaron vientos de cambio. La sentencia Guinn v United States (1915) anuló la denominada “cláusula del abuelo” que varios Estados, entre otros Oklahoma, habían incorporado a sus constituciones. Esta cláusula eximía de pasar la prueba de alfabetización para inscribirse en el censo electoral a quien tuviese un antepasado directo registrado como votante antes del 1 de enero de 1866. Por si quedaba la duda, apenas unos meses después de la XIIIª Enmienda, casi ningún negro se encontraba en el censo.

En la década de los cuarenta empezaron a articularse todo tipo de movimientos sociales que clamaban por hacer de la igualdad racial una realidad, para que la Constitución de los Estados Unidos dejase de sufrir inaplicaciones. Si bien muchos de estos movimientos fueron criminalizados mediante la generalización de algunas escisiones violentas, lo cierto es en su más que amplia mayoría, incluso los grupos más radicales como el Black Panter Party, siempre desarrollaron su lucha por cauces pacíficos.

En los cincuenta, poco a poco, se consolidó un discurso antirracista en ambos partidos del Congreso. Con la sentencia Brown v. Board of Education of Topeka (1954) declaró ilegal la segregación escolar, poniendo fin así a la nefasta doctrina de “separados pero iguales”.

Una década más tarde, el Congreso aprobaba una nueva Ley de Derechos Civiles de 1964, sancionada por el Presidente Johnson en presencia de entre otros la titánica figura del Dr. Martín Luther King quien cuatro años más tarde sería asesinado. A esta la seguiría en 1965 la Ley del Derecho a Voto que anuló cualquier discriminación electoral contra los afroamericanos. Ese mismo año, el Presidente Johnson aprobó por primara vez la discriminación positiva, “take affirmative action”, mediante la Orden Ejecutiva 11246, para favorecer la integración de las minorías raciales.

La sentencia Loving v. Virginia ( 1967) declaró inconstitucionales toda prohibición de matrimonios interraciales aún vigentes en Virginia y otros 13 Estados sureños. Bajo la siguiente Administración, el Presidente Nixon impulsó medidas para terminar con los últimos vestigios de discriminación racial en el trasporte público empleando a la policía federal, además de abolir las llamadas “universidades negras”.

Sin quitar mérito a medidas posteriores, podemos decir que en la década de los 70 la batalla legal estaba ganada. Ahora quedaba la batalla social, mucho más larga y difícil. Ni siquiera la elección de Obama en 2009 parece haber puesto fin al arraigo del racismo, es más, en los últimos años, parece haberse reforzado. Y, si mi opinión interesa, Trump no es tanto causa, como un producto colateral de este hecho.

La Marcha Sobre el Estatuto de Roma

(English version)

El arduo camino para perseguir los crímenes más graves de la historia del último siglo no desalentó a los que hicieron la justicia en Nuremberg, o en los tribunales especiales para Rwanda y la antigua Yugoslavia. Cada proceso de justicia fue un hito que forjó un orden internacional más pacífico y más justo. La decisión reciente de la Corte Penal Internacional de parar la investigación de los crímenes perpetuados en Afganistán -tanto por la CIA como por las fuerzas Talibanes- es un revés histórico a la justicia internacional y a los derechos humanos. La Corte que nació para llevar a la justicia a los crímenes más graves y despiadados que afectan a la comunidad internacional, -el genocidio, los crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra y el crimen de agresión –ha visto su legitimidad sofocada por su esta decisión.

El pasado viernes 12 de abril la Sala de Cuestiones Preliminares II de la Corte decidió que la investigación sobre la situación de Afganistán “en esta etapa no serviría a los intereses de la justicia”. La decisión se produjo en el epicentro de las negociaciones de paz entre EEUU y los Talibanes por el conflicto, y después de que Donald Trump hubiera retirado el visado a la Fiscal Jefe Fatou Bensouda–además de haber amenazado con sanciones económicas contra la Corte si proseguía con el caso.

En 2016, la Fiscal General de la Corte, Fatou Bensuda, emitió en su informe que entre 2003 y 2014 “las fuerzas armadas de los Estados Unidos parecían haber sometido a al menos a 61 personas a torturas, tratos crueles y atropellos de la dignidad personal” – crímenes que se ajustarían a la definición de crímenes de guerra del artículo 8.2 del Estatuto de Roma la Corte. El Secretario de Estado de EEUU, Mike Pompeo, ha protestado alegando que el caso es una “persecución política de americanos”. No obstante, de los 27 casos traídos al frente de la Corte, todos han lidiado con crímenes que han ocurrido en África. Este hubiera sido el primer caso que concerniría a un país occidental.

Los estados que lideran la carrera armamentística de las violaciones de Derechos Humanos, como China y Rusia, han tratado de blindarse negándose a formar parte de la Corte. Ya que los tratados internacionales dependen de la adscripción voluntaria de los estados, los nacionales de los estados no-parte no podrán ser perseguidos. Siguiendo esta estela, EEUU no ha llegado a ratificar el Estatuto de Roma. A pesar de esto, la Corte sí tiene jurisdicción sobre los delitos cometidos en países miembros, como Afganistán, Polonia, Rumania y Lituania –el escenario de los alegados crímenes. Pero como EEUU no es un estado miembro, el proceso judicial es un poco más complejo: el Fiscal debe obtener autorización para iniciar el proceso y determinar si esta está dentro de los “intereses de la justicia”.

El hecho que la Corte base su decisión de rechazar el caso en la falta de cooperación de las partes establece un incentivo para la no-cooperación. La Cámara de Cuestiones Preliminares II ha rechazado seguir con el caso alegando la improbabilidad de la cooperación de las partes relevantes. También ha señalado a los cambios en el “panorama político” en Afganistán y en los estados clave. Si bien es cierto que el contexto geopolítico (las actuales conversaciones de paz entre EEUU y los Talibanes para poner fin a la eternización del conflicto)  debe de tenerse en cuenta; el Tribunal Especial para la antigua Yugoslavia también se estableció cuando la guerra no había llegado al ocaso. Su labor fue y ha sido diametral tanto para la construcción del proceso de paz, como para el desarrollo de la justicia internacional. Es más, si consideramos que la razón principal de la Corte es la no-cooperación de las partes, ¿acaso este enfoque no incentiva a los estados a negarse a cooperar con la Corte? ¿Acaso no establece el peligroso precedente de que la Corte se incline ante los estados que opongan una fuerte resistencia a cooperar?

La decisión de la Corte se ha emitido después que EEUU haya amenazado a la Corte con represalias económicas y políticas -incluyendo quitar el visado a la Fiscal de la Corte- si continuaba con la investigación. El hecho de que EEUU establezca un travel ban contra uno de los organismos judiciales internacionales más legítimos del mundo es un hecho que queda corto al calificarlo de obstrucción de la justicia. Jamil Dakwar, Director de Derechos Humanos del American Civil Liberties Union, ha calificado este acto como “similar a uno de un régimen autoritario que aplasta la disidencia”.

La instrumentalización del derecho internacional por parte de EEUU al coartar a la corte forma parte de un patrón histórico de crimen e impunidad. Durante la guerra fría tanto Estados Unidos como la Unión Soviética se sostuvieron en el poder que tenían como las potencias reinantes de un orden internacional bipolar. Desde las contras de Nicaragua, a las armas químicas en Vietnam, a las patrullas de la muerte El Salvador –todas estas acciones orquestadas por EEUU tienen algo en común: son crímenes que no han sido juzgados. Durante la Guerra Fría, EEUU y la URSS bloquearon durante los intentos en el Consejo de Seguridad de la ONU las iniciativas de crear una Corte Internacional de carácter penal. Las heridas de los genocidios de Rwanda y Yugoslavia fueron el baño de realidad que puso el foco sobre la necesidad de un sistema jurídico internacional.

La historia del último siglo puso de manifiesto la importancia de la justicia internacional para prevenir los actos más viles de la crueldad humana. Crímenes que, sin el trabajo de los tribunales internacionales, hubieran quedado impunes. A golpe de represalia, EEUU ha contribuido a bloquear la investigación sobre los crímenes de Afganistán. En la obra How Democracies Die, los Profesores de Harvard Levitsky y Ziblatt, hacen una lectura escalofriante de la época que vivimos, señalando cómo: “desde el final de la guerra fría, la mayoría de los desmantelamientos de la democracia han sido causados no por los generales y los soldados, sino por los propios gobiernos elegidos”. Y un siglo después de que Mussolini marchara sobre Roma, Donald Trump ha marchado sobre el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional.

 

Imagen: Human Rights Watch

The March on the Rome Statute

The arduous journey to prosecute the gravest crimes in the history of the last century didn’t deter those who made justice in Nuremberg, or in the Special Tribunals for Rwanda and the former Yugoslavia. Each judicial process was a milestone that forged a more peaceful and just international world order. The recent decision of the International Criminal Court to stop investigating the crimes perpetrated in Afghanistan – both by the CIA and by Taliban forces – is a historical blow to international justice and human rights. The Court that was born to bring to justice the most ruthless crimes that affect the international community – genocide, crimes against humanity, war crimes, and the crime of aggression – has had its legitimacy suffocated by this decision.

Two weeks ago, on Friday 12th of April Pre-Trial Chamber II of the Court decided that the investigation into the situation of Afghanistan “at this stage would not serve the interests of justice”. The decision took place in the epicentre of the peace talks taking place between the US and the Taliban regarding the conflict, and after Donald Trump had revoked the visa of the Chief Prosecutor of the Court, Fatou Bensouda – as well as threatening the Court with economic sanctions if it continued with the case.

In 2016, the Chief Prosecutor of the Court, published in her report that between 2003 and 2014 “the United States armed forced appeared to have subjected at least 61 persons to acts of of torture, cruel treatment and outrages upon personal dignity,” – crimes that would fit into the definition of war crimes in Article 8.2 of the Rome Statute of the Court. US Secretary of State, Mike Pompeo, alleges that the case is a “political persecution of Americans”. However, out of the 27 cases brought before the Court, all have dealt with crimes that have occurred within Africa. This would have been the first concerning a western country.

The states that lead the arms race of human rights violations, China and Russia, have shielded themselves by refusing to become part of the Court. As international treaties depend on the voluntary adoption by states, the nationals of states that are non-members can’t be prosecuted. Despite this, the Court does have jurisdiction over the crimes committed in member states, such as Afghanistan, Poland, Romania and Lithuania – the stage of the alleged crimes. But as the US is not a member state, the judicial process is a little more complex: the Prosecutor needs to obtain an authorisation to begin the process and determine whether it is “in the interests of justice”.

The Court’s decision to reject the case on the basis of a lack of cooperation by the parties, is an incentive for non-cooperation. The Pre-Trial Chamber II has rejected pursuing the case further, pointing to the unlikeliness of cooperation by the relevant parts. It also highlighted the changes in the “political landscape” of Afghanistan and key states. While it is true that the geopolitical context (the current peace talks between the US and the Taliban to put an end to the eternization of the conflict) must be taken into account; the ad hoc Tribunal for the former Yugoslavia was also established when the war hadn’t come to an end. Its work was and has been the backbone of the construction of the peace-process, as it was for the achievement of international justice.

Furthermore, if we consider that the main reason for rejecting the case is the non-cooperation of the parties: doesn’t this approach further motivate states to refuse to cooperate with the Court? Doesn’t this set the dangerous precedent that the Court bows down to states that show the fiercest rejection to cooperate?

The Court’s decision was drawn after the US had threatened the Court with economic and political sanctions – including revoking the visa of the Prosecutor – if they continued with their investigation. The fact that the US has established a travel ban against one of the most legitimate international judicial bodies is an action that falls short of obstruction of justice. Jamil Dakwar, Director of Human Rights in the American Civil Liberties Union, has described this act as “similar to one of an authoritarian regime crushing dissidence “.

The instrumentalisation of international law by the US’s repression of the Court is part of a historical pattern of crime and impunity.During the Cold War, both the US and the Soviet Union used the power they had as two superpowers in a bipolar international world order as a buttress. From the contras in Nicaragua, to the chemical weapons in Vietnam, to the death squads in El Salvador – all of these actions orchestrated by the US have one thing in common: they are international crimes that have not been subject to justice. During the cold war, the US and the USSR blocked the initiatives to create an international court of criminal law in the United Nations Security Council. The wounds of the genocides of Rwanda and Yugoslavia were the reality check that put the focus on the necessity of an international criminal justice system.

The history of the last century brought to light the importance of international justice to prevent the vilest acts of human cruelty. Crimes that, without the work of international tribunals, would have remained unpunished. With the lash of retaliations, the United States has contributed to block the investigation of the Afghan war crimes. In the book, How Democracies Die, Harvard Professors Levitsky and Ziblatt, give a chilling overview of the time we live in: “since the end of the Cold War, most democratic breakdowns have been caused not by generals and soldiers but by elected governments themselves”. And one century after Mussolini marched on Rome, Donald Trump has marched on the Rome Statute of the International Criminal Court.

 

Image: Human Rights Watch

 

 

El caso Kavanaugh (EE.UU.): otra forma de elegir a los jueces del Supremo

En el frontal del edificio de la Corte Suprema del Estado de Nueva York consta la siguiente inscripción: “The true administration of Justice is the firmest pillar of good government”. Es una cita extraída de una carta escrita por George Washington, primer presidente de los Estados Unidos (EEUU) al primer Fiscal General, Edmund Randolph, el 28 de septiembre de 1789.

Esta filosofía sobre la Administración de Justicia en relación con el gobierno de la cosa pública, tiene origen en el nacimiento del sistema conocido como common law, el “derecho común”, tan entroncado con el espíritu racionalista de la concepción normanda de la vida.

En otras palabras, para el common law, la buena administración presupone la buena aplicación del Derecho y a su vez, la aplicación del mismo depende de los jueces, por eso los jueces contribuyen a la vertebración del Estado. Se crea así un sistema esencialmente jurisprudencial, donde los jueces son auténticos creadores de derecho. De esta manera, es muy importante en la cultura jurídica anglosajona el papel y la filosofía jurídica de cada juez, ya que esta última tendrá efectos directos sobre el derecho y su aplicación.

Pues bien, en el caso de los EEUU, el máximo órgano creador de jurisprudencia y que resuelve en ultima instancia las cuestiones constitucionalmente más relevantes, es el Tribunal Supremo. Por eso, el nombramiento de los jueces que lo componen es un acontecimiento de general seguimiento dentro y fuera del país: no en vano, los miembros del mismo pueden llegar a reformar las leyes y la vida de la sociedad.

En efecto, como es sabido, el poder para nombrar a los jueces del Tribunal Supremo de los EEUU recae en el Presidente, con el consejo y consentimiento del Senado. Así, una vez firmada la propuesta del Jefe del Estado, esta se envía al Senado para su “advice and consent”. En este punto, una fase relevante del proceso de nombramiento es la “audiencia de confirmación”. Es un verdadero “juicio inquisitorial”, hoy en día muy mediatizado, donde el candidato tiene que defenderse de todas las criticas manifestadas por los allí presentes. Deberá responder sobre aspectos ideológicamente sensibles, decisiones judiciales adoptadas en el pasado y sobre asuntos que pueden llegar a cruzar la línea de la vida privada del aspirante. Finalmente, si adquiere la mayoría de la cámara, el Presidente firmará oficialmente el nombramiento.

En concreto, un reflejo de esta sensibilidad a la elección de los jueces del Tribunal Supremo ha sido el reciente, mediático y controvertido debate en la sociedad americana sobre el nombramiento como juez del Tribunal Supremo de Brett Kavanaugh. Junto a cuestiones de carácter personal, ha aflorado con intensidad la discusión de cómo podía afectar su filosofía jurídica a la futura jurisprudencia económica del Alto Tribunal.

Y es que en los EEUU se entiende que un pilar básico de la buena administración es la regulación económica. Así como en las campañas presidenciales el debate económico es parte esencial de las mismas, la sociedad norteamericana quiere saber también qué jurisprudencia de contenido económico va a emanar de su Tribunal Supremo y por tanto qué aspectos de esta jurisprudencia van a influenciar en sus vidas privadas. En el caso del juez Kavanaugh, han sido las organizaciones de pequeños y medianos empresarios los que han defendido a ultranza el nombramiento del citado juez al ser los grandes beneficiarios de su filosofía jurídica, partidaria de la desregulación en materia económica. Y es que Kavanaugh se ha pronunciado en numerosas ocasiones sobre la forma de interpretar la Constitución, adoptando la teoría originalista. Así, en materia económica, ha defendiendo el predominio de la redacción original de la Constitución de los EEUU en contra de la práctica en la actividad económica de las agencias regulatorias, cuya interpretación de la ley sobrepasa, a su juicio, su autoridad legal provocando costes en la actividad económica como consecuencia de los excesos regulatorios.

En otras palabras, el conjunto de actores que conforman la sociedad americana quieren interesarse sobre la jurisprudencia futura que genere el Tribunal Supremo, razón por la cual les importa el perfil jurídico-económico de los candidatos llamados a integrar el mismo. Así, en los EEUU, el control sobre la jurisprudencia futura es de carácter previo.

Sin embargo, todo lo contrario ocurre en España, donde los debates sobre la jurisprudencia son de carácter reactivo: una vez que la misma se ha producido. Y es que, a diferencia de los EEUU, en nuestro país no existe ni en las hemerotecas, ni en los informes oficiales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), ni Congreso de los Diputados o el Senado, rastro alguno de discusiones en relación a la filosofía jurídica de un determinado magistrado candidato a ser miembro del Tribunal Constitucional o del Supremo.

En efecto, en el caso de España, los magistrados del Tribunal Supremo son designados discrecionalmente, con ciertos prerrequisitos, por el CGPJ. Existen discusiones sobre la ideología personal del magistrado, sí, pero más vinculadas a su pertenencia asociativa profesional. Falta el debate público sobre su pensamiento jurídico, económico o social a través del estudio de sus sentencias o sus publicaciones.

De esta manera, la sociedad se ve sorprendida, en el mejor de los casos, por la elección de un determinado candidato, o directamente, por la jurisprudencia generada por los mismos. Sin embargo, esta falta de debate no va unida a una ausencia de consecuencias, a veces económicas, para la sociedad: las recientes sentencias de la Sala Primera y Tercera del Tribunal Supremo que han afectado directamente al sector bancario son una buena prueba de esta afirmación.

En definitiva, es cierto que la influencia ideológica en las resoluciones judiciales debe ser observada de modo distinto en un Estado donde sus jueces son creadores de derecho por encima de la ley, que en un Estado positivista (aunque cada menos), como el nuestro, donde los jueces son aplicadores de la ley. Pero también es cierto que en España la jurisprudencia “complementará el ordenamiento jurídico” al “interpretar y aplicar la ley. Labor de complemento que poco a poco se va pareciendo a creación de Derecho, máxime cuando la sociedad española acude, cada vez más, a los tribunales para remediar fallos de los reguladores.

La jurisprudencia del Supremo puede llegar a afectar a la economía española: por eso deberíamos “pre-ocuparnos” más por ella.

 

HD Joven: La autocratización de la otra Europa olvidada

Dos Europas luchan entre sí dentro de lo que es la actual Unión Europea. Oeste-Este. Una visión de una Europa semi-federal, con un fuerte nexo ideológico, frente a una visión de una Europa de Estados-nación, con intereses diferenciados. Y lo que era el telón de acero en la guerra fría, posiblemente sea un telón de baja intensidad dentro de la actual Unión Europa.

Los procesos democratizadores de Europa del Este, tras la caída de la URSS, no fueron un proceso homogéneo. Pasando por la pacífica revolución de terciopelo en Checoslovaquia, hasta la sangrienta revolución en Rumanía, que culminó con el juicio y la ejecución de Ceaușescu, la condición principal de ingreso en la UE, para los antiguos países de la órbita soviética -al igual que para cualquier estado candidato-, fue y sigue siendo el respeto a la democracia y a los Derechos Humanos. No obstante, mientras que, por un lado, en estos renacidos países estamos midiendo una democracia que se ha venido constituyendo desde apenas la caída del muro de Berlín, por otro, en Europa occidental hemos tenido siglos para forjar nuestras democracias liberales. Aun así, es evidente que se ha producido una autocratización en cascada de esta Europa olvidada en los últimos años. Asimismo, Europa del Este ha virado del modelo al que pertenecía (aspiraba a pertenecer a la UE), para pasar a tener el modelo ruso y turco como eje ideológico.

El ojo del huracán actualmente se centra sobre Polonia. Ley Justicia (PiS), partido en el gobierno polaco ultraconservador, recientemente ha aprobado una ley que permite al ejecutivo el control de la justicia (aquí). Todo esto ha ocurrido dentro del contexto de numerosas advertencias de Bruselas respecto a la deriva autocrática del gobierno y el rechazo de la ciudadanía polaca. No obstante, la reciente ley polaca no es un acto aislado, ya que, en los últimos tiempos, se han visto, por ejemplo: (i) la lucha en Hungría por la Central Europan University, universidad Húngara contra la que ha batallado el gobierno de Viktor Orban con la intención de cerrarla por su modelo de enseñanza occidental; (ii) nacionalistas polacos protagonizaron centenares de titulares en 2015 por su quema de banderas de la Unión Europea;  (iii) en noviembre de 2016, el gobierno de extrema derecha de este país trató de aprobar una ley mediante la cual se abolía el aborto por completo, sin embargo, dicha ley fue paralizada cuando las calles de Polonia y Europa se tiñeron de negro en señal de protesta.

La dirección política que han tomado ciertos países orientales de la UE provoca una sensación de déjà vu con la noción de las “democracias hiper-presidencialistas” (aquellas con un poder ejecutivo cuyo peso es tal que devora al legislativo y al judicial) rusa y turca (esta última tras el reciente referéndum). El líder húngaro, Viktor Orban, cae en brazos de Erdogan, y éste cae a su vez en brazos de Putin, en un efecto dominó en el que los países del Este acaban acercándose más a Rusia que a la UE.

Desde un punto de vista histórico, cabe comparar este giro con el nacionalismo conservador, como un proceso de reacción contra el dominio soviético durante la Guerra Fría, en donde lo nacional y lo religioso fue reprimido a raíz del comunismo. Un ejemplo de esta contra-reacción podría ser Polonia, en donde ahora más del 90% de la población se adhiere al ultra-catolicismo. Estamos presenciando una lucha de reivindicación por una identidad nacional, que en algunos casos llega a chocar con el espíritu de la Unión Europea. Este nacionalismo se ve intensificado, dentro de una crisis económica en donde, cumplir con unos compromisos económicos con la UE, se convierte en un difícil requisito y provoca que la cuerda entre las dos Europas se tense.

Por otro lado, la visión de lo que es la Unión Europa carece de consenso entre los Estados miembros. Históricamente, Francia, Bélgica, Italia, Luxemburgo, los Países Bajos y la antigua República Federal Alemana, han sido los países que promovieron la visión federal de los padres fundadores de Europa. Así pues, a pesar de que no se llegara a construir una Europa federal, por falta de consenso, cabe pensar que dichos países occidentales, más prósperos económicamente, abanderaron el proyecto de una Europa políticamente integrada. Sin embargo, para Europa del Este, la Unión Europea es un conjunto de Estados Nación con intereses diferenciados. Además, a pesar de la falta de consenso sobre la raison d’être de la UE, debería existir un espacio para el diálogo y un acercamiento entre estas dos simbólicas Europas, para que así el proyecto europeo pueda progresar.

No obstante, el propio proyecto europeo, a pesar de lo sólido que pueda llegar a ser, no existe como un acto internacional aislado. No puede infravalorarse la influencia de otro factor global, que en términos geopolíticos gobierna la esfera global y, por tanto, ha dejado también su huella en Europa. Con ello me refiero a que quizá el mayor peligro del fin de la Guerra Fría fue que al morir el orden internacional bipolar EEUU-URSS, se constituyó un orden internacional unipolar, en donde la hegemonía global actualmente reside en EEUU, país con una enorme fractura democrática. En el contexto de esta unipolaridad, durante la Presidencia de Obama, EEUU fue el nexo de occidente, de la mano de la diplomacia, los Derechos Humanos y una política de seguridad táctica que abandonó la guerra del terror de Bush. Hoy en día la peligrosidad de este orden internacional, bajo la hegemonía estadounidense, cuelga de la mano de Trump, aliado con el eje de Putin y Erdogan.

No olvidemos que la batalla ya no se libra en tierra, como en las dos grandes guerras. Hemos pasado del hard power (el poder bélico), al soft power (el poder de la diplomacia e incluso del cuarto poder). Por un lado, en el año 2016 el Ministro de Exteriores ruso anunció la existencia un ejército ruso de soldados informáticos para controlar los flujos de comunicación. Por otro, la América de Trump ha declarado la guerra al New York Times y a la prensa libre. Dentro de este paradigma global convulso, puede que una Europa sólida y fuertemente integrada sea la última esperanza para el constitucionalismo, los estados de Derecho, la división de poderes y el propio pensamiento ilustrado que abanderó Europa durante nuestra historia. No obstante, nuestro pensamiento europeo debe de edificarse sobre unos pilares sólidos, que hagan contrapeso a la radicalización. Si esta radicalización llegara a chocar con los propios Tratados y valores fundacionales de la Unión Europea, el proceso sancionador no debería de ser pospuesto, incluso se podría llegar a contemplar el precedente de la expulsión. La historia ha demostrado que la política de apaciguamiento no desgasta, sino que alienta. Por tanto, el mayor reto para Europa es abanderar esta moral ilustrada sobre unos pilares políticos sólidos, frente a la nueva oleada ideológica de imperialismo autocrático.