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¿Nuestra Constitución reconoce un derecho a morir? Sobre la STC 22/3/2023

Se acaba de publicar la sentencia del Tribunal Constitucional (en adelante TC) que rechaza la impugnación de la Ley 3/2021 que regula la eutanasia.

El recurso alegaba defectos formales (en particular la tramitación como proposición de Ley) y de fondo. En cuanto al fondo se hacía una impugnación general fundada en que el derecho a la vida “tiene naturaleza absoluta es indisponible y el Estado debe protegerlo incluso contra la voluntad de su titular”. Subsidiariamente se alegaba que la regulación incide de manera desproporcionada en el derecho a la vida, es decir que la regulación concreta no protege adecuadamente este derecho. Como la sentencia (con sus tres votos particulares) suma 187 páginas, me limito aquí a hace una aproximación a la cuestión general, que se centra básicamente en el conflicto entre autodeterminación personal y derecho a la vida. En todo caso, en cuanto al concreto procedimiento que la Ley establece, mi opinión es que es razonablemente garantista, aunque con defectos, sobre todo en cuanto a la protección de las personas con discapacidad y a las voluntades anticipadas (que traté aquí y con Lucas Braquehais aquí )

La conclusión de la sentencia es que “En conexión con los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE), el derecho a la integridad personal del art. 15 CE protege un ámbito de autodeterminación de la persona que ampara también la decisión individual libre y consciente de darse muerte por propia mano” y de requerir esa “prestación” por el Estado, en los supuestos de enfermedad grave e incurable o padecimiento grave, crónico e imposibilitante  que define la Ley (el “contexto eutanásico”). Señala que el artículo 15 reconoce el derecho a la vida y obliga al Estado a evitar “ataques de terceros”, pero que no atribuye a la vida un valor absoluto ni por tanto impide el reconocimiento de una facultad de decidir la propia muerte en un contexto eutanásico. Añade que la interpretación de la Constitución debe “atender al contexto histórico” y que “no aprecia diferencia valorativa desde la estricta perspectiva del alegado carácter absoluto del derecho al a vida” entre la eutanasia y el rechazo de tratamientos potencialmente salvadores o la solicitud de cuidados paliativos, actos admitidos como constitucionales en anteriores sentencias. Los votos particulares y el profesor Josu de Miguel en este artículo– entienden que esto supone reconocer que la de la Constitución se deriva un nuevo “derecho fundamental de autodeterminación de la propia muerte”.  La sentencia, si bien limita la autodeterminación personal a la propia muerte a contextos eutanásicos parece seguir la línea del constitucional alemán (sentencia de 26 de febrero de 2020) que, aunque no reconoce la existencia de un derecho prestacional al suicidio, sí reconoce que el libre desarrollo de la personalidad implica decidir cuando y como morir incluso fuera de contextos eutanásicos

Examinemos los argumentos del Tribunal. El principal que es que del derecho a la libertad y a la integridad física deriva un derecho de autodeterminación personal a la propia muerte en el supuesto de un contexto eutanásico

Creo que esta idea es discutible. El propio TC reconoce que no hay una primacía total de la autodeterminación  sino que el contexto eutanásico produce una “tensión entre derechos”: por un lado el derecho a la vida (art. 15 CE), y por otro y la integridad física (art. 15) CE, la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad por otro (art. 10 CE). El TC parece resolver esta tensión a favor de la autonomía porque el conflicto se produce “en la misma persona”, que por ello es la que debe decidir, estando el poder público obligado debe defender la vida solo “frente ataques de terceros”, sin que quepa hablar de “un paradójico deber de vivir”. A mi juicio esto no es así. En todos los países desarrollados se considera que el Estado está obligado a defender la vida, incluso contra la voluntad del titular: por eso existen programas para luchar contra el suicidio, se obliga a usar casco, o se puede llegar a internar contra su voluntad a las personas que por su situación psiquiátrica quieren atentar contra su vida.

Tampoco parece que fundar el derecho a morir en el de la integridad física del mismo artículo 15 sea conforme al espíritu de esta norma. Este derecho supone una extensión del derecho a la vida, pues no se protege solo la existencia, sino la integridad física/corporal y moral/mental. Por eso se concreta a continuación en la prohibición de “la tortura o tratos inhumanos o degradantes”. Sin embargo, en la interpretación del TC, en lugar de una ampliación se convierte en un condicionante: no disponer de esa integridad se convierte en algo que va contra la dignidad. Pero considerar que una vida en un contexto eutanásico supone no es digna de ser protegida por el Estado puede ir contra la igual dignidad de todos.

El TC, además, no tiene en cuenta que existen más intereses en juego, como reconoció el Tribunal Supremo de EE.UU en la sentencia Washington v. Glucksberg. La sentencia (de 1997) consideró que no cabía defender un derecho constitucional a la eutanasia, pues los Estados podían no reconocer ese derecho para proteger así otros objetivos lícitos de los poderes públicos, en concreto: prohibir la muerte intencional; preservar la vida; evitar el suicidio; proteger la integridad y la ética de la profesión médica y mantener su rol como persona que cura; y proteger a las personas vulnerables de presiones psicológicas. También el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en el caso Pretty c. Reino Unido y Mortier c. Bélgica concluyó que “el derecho a la vida no incluye, como contenido negativo del mismo, el derecho a la propia muerte”.

Esta complejidad de los intereses en juego resulta también de nuestra Constitución. El reconocimiento de la necesidad de especial protección a los mayores y personas con discapacidad (arts 50 y 51) deben orientar toda la legislación. La sentencia desecha estos argumentos porque la Ley no se refriere “de manera selectiva a estos colectivos”. Se trata de un argumento formalista pues cuando la ley define el contexto eutanásico como “limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria, así como sobre la capacidad de expresión y relación”, está describiendo las discapacidades físicas y psíquicas muchos mayores y de todos los grandes dependientes. La Ley, además, no debe solo proteger los derechos sino que debe hacerlo de manera efectiva. En ese sentido el filósofo Sandel (aquí) plantea que el reconocimiento legal de un derecho a morir puede tener una influencia en la conciencia social de la vida, al aumentar el prestigio de las vidas independientes y devaluar la de las personas dependientes, pasando de ser algo excepcional a aplicarse de manera extensa. Aunque la Ley trata de establecer límites objetivos, la amplitud del concepto de “padecimiento grave, crónico e imposibilitante” y el acarácter subjetivo del sufrimiento abre la puerta a su aplicación a cualquier dependiente.  La experiencia de Bélgica y Holanda, en los que se aprobó la eutanasia hace 20 años, parece avalar la intuición de Sandel, pues se ha ido produciendo un aumento de casos y también de los supuestos en los que se aplica la eutanasia.

Tampoco la naturaleza prestacional del derecho (la obligación del Estado a proporcionar la eutanasia) se deriva automáticamente de la autonomía de la voluntad. Parecería más respetuoso con una voluntad genuina y con el rol de los médicos admitir solo el suicidio asistido (como hacen Suiza y Oregón). También existen otras alternativas. Por ejemplo, en el Reino Unido se ha adoptado un sistema que trata de evitar al mismo tiempo el procesamiento de personas que han actuado por una verdadera compasión y el mensaje de desvalorización de la vida que implica despenalizar la eutanasia. Esta posibilidad -defendida por el Comité de Bioética de España en su  informe sobre la Ley de Eutanasia- es conforme con la Carta Europea de los derecho humanos, como declaró el TEDH en el caso Pretty c. Reino Unido. En esta materia, además, la sentencia es incoherente: comienza diciendo que de la Constitución “no se deriva necesariamente un deber prestacional del Estado” para después reconocer que existe un derecho a esa prestación.

El argumento de la equiparación valorativa de la eutanasia al rechazo de tratamientos médicos y los cuidados paliativos no parece acertado. Entre la eutanasia  y los cuidados paliativos hay diferencias en la intención, el procedimiento y el resultado, como explican los expertos en la materia, en particular la Organización Médica Colegial aquí. Más clara aún es la diferencia con el rechazo de tratamientos potencialmente salvadores.

Finalmente, las reiteradas referencias a la interpretación con arreglo al contexto histórico son discutibles. Como ha señalado el profesor De Miguel, el reconocimiento de un “derecho a morir” es la excepción dentro de los Estados de nuestro entorno. En Europa solo tienen una Ley equiparable a la nuestra Países Bajos y Bélgica y en EE.UU apenas media docena de Estados de los 51 de la Unión.

Todo lo anterior no quiere decir que la Ley de Eutanasia sea inconstitucional. Lo que no parece es que nuestra Constitución imponga el reconocimiento de un “derecho a morir prestacional”, como concluye la sentencia. Tampoco lo hacen, como hemos visto, la de EE.UU ni la Carta Europea de Derechos Fundamentales., ni ninguna declaración de derechos de las Naciones Unidas (el comité de derechos humanos sólo considera que la ayuda a morir con dignidad no es contraria al art. 6 del pacto de derechos civiles y políticos (derecho a la vida), en caso de enfermos terminales con graves sufrimientos físicos o mentales.

En este análisis preliminar de la sentencia, cabría incluso dudar de si verdaderamente está reconociendo ese derecho, como concluyen los magistrados discrepantes. La propia sentencia resume las conclusiones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre esta cuestión: (I) el derecho a la vida no incluye el derecho a morir; (ii) en el caso de que se reconozca debe sopesarse con otros intereses, y en especial con la protección de las personas vulnerables; (iii) los Estados disponen de un amplio margen para equilibrar estos derechos. No parece muy coherente con ese resumen que el TC descubra en nuestra Constitución un derecho a morir de tipo prestacional que parece restringir las opciones del legislador. Tampoco con la manifestación que para la creación de un derecho fundamental “esta prevista la reforma constitucional” y que el TC no puede sustituir al poder constituyente; ni con el hecho de que inicialmente diga “la norma fundamental ofrece cobertura a plurales opciones políticas” y que al TC “no le compete examinar si cabrían en el marco constitucional otras opciones legislativas”.

En cualquier caso, y a pesar de estas dudas, la conclusión de que de la Constitución se deriva necesariamente un derecho a morir de tipo prestacional derivado a su vez como señala la sentencia de “un fracaso de la ciencia médica en sanar al enfermo o aliviar su sufrimiento“ genera una preocupación que trasciende a este caso. Hace unos meses el profesor Germán Teruel se planteaba en este artículo si, tras la nueva composición y Presidencia del TC, este abandonaría una visión abierta de la Constitución y optaría por “identificarla con un programa alineado con los designios “progresistas” del legislador”, legislador siempre coyuntural en una sociedad democrática  Esta sentencia, al no limitarse a reconocer la constitucionalidad de la Ley, parece alentar este temor. Si esta línea de limitar la pluraridad de opciones políticas (art. 6 CE) se confirma, sus consecuencias para la seguridad jurídica (art. 9.3 CE), el orden político y la paz social (art. 10 CE) pueden ser gravísimas.

Eutanasia y vida injusta (Wrongful life)

Recientemente en la sentencia nº168/2021 de 6 de abril de la Sec. 14ª de la Audiencia Provincial de Barcelona (ROJ: SAP B 4630/2021 – ECLI:ES:APB:2021:4630), abordamos la distinción entre las acciones de responsabilidad civil por nacimiento injusto y vida injusta (wrongful birth y wrongful life). Destacamos en aquella resolución que mientras la primera se reconocía como como una tipología de la responsabilidad civil médica, la segunda no tenía encaje en nuestro ordenamiento jurídico.

La wrongful life o “vida injusta” es considerada aquella demanda judicial que interpone el propio hijo discapacitado o sus representantes legales, contra el médico y/o centro médico por haber nacido con una malformación o anomalía, como consecuencia de un diagnóstico que conlleva a su vez una falta de información que de no haber sido errónea, hubiera permitido no haber nacido, es decir, la demanda vendrá fundada bajo la premisa que si el consejo del médico no hubiera sido inadecuado no habría nacido para experimentar el sufrimiento propio de su enfermedad y tener una vida insatisfactoria, solicitando de esta manera la reparación del daño por la pérdida de oportunidad ocasionada como consecuencia de la negligencia del médico que dio lugar a su nacimiento, privando a su madre de abortar cuando tenía la posibilidad.

Apuntábamos entonces que carecía de nexo causal la enfermedad cromosómica con la negligencia en el diagnóstico de la misma, por lo que el daño reclamado, entendido como el propio padecimiento de sufrir una enfermedad cromosómica incurable, no podía ser atribuido al error de diagnóstico y no existía un derecho de quien padece la enfermedad  a no nacer.

Afirmamos con rotundidad que la vida con discapacidad no podía ser considerada un daño y era digna de protección.

La controversia sobre si el sufrimiento de una enfermedad congénita incurable puede generar responsabilidad se ha suscitado en muchos otros países, y la cuestión ha sido estudiada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la Sentencia de 16 de junio de 2014 (Asunto no. 39974/10, MP y otros contra Rumania) en la que indicaba que:

“En la medida en que las quejas presentadas en nombre del demandante M.-DP se refiere a su derecho a no nacer, la Corte sostiene que tal derecho no puede derivarse del artículo 2 de la Convención. Como ya ha dicho en su jurisprudencia, “el artículo 2 no puede interpretarse, sin una distorsión del lenguaje, en el sentido de que confiere el derecho diametralmente opuesto, a saber, el derecho a morir; ni puede crear un derecho a la autodeterminación en el sentido de conferir a un individuo el derecho a elegir la muerte en lugar de la vida “(Pretty contra el Reino Unido, no. 2346/02, § 39, ECHR 2002III).”

Y en la misma sentencia señalaba que no vulnera el artículo 8 del Convenio, la falta resarcimiento al menor discapaz nacido por el hecho de haber nacido y analizaba el tribunal las diferentes regulaciones de los países firmantes, señalando que:

“En el caso Kelly de 2005, el Tribunal Supremo de los Países Bajos otorgó una indemnización por daño material e inmaterial a los padres y al niño, que nació con una discapacidad debido a una deformidad cromosómica; la indemnización por daño material incluía los costos del cuidado y la educación de la niña y los relacionados con su discapacidad.

Inglaterra y Gales no reconocieron las demandas de “vida ilícita” (para la legislación pertinente, véase Reeve c. Reino Unido, nº 24844/94, decisión de la Comisión de 30 de noviembre de 1994); Sin embargo, en unos pocos casos se permitieron las reclamaciones por nacimiento ilícito (por ejemplo, Rees v. Darlington Memorial Hospital NHS Trust de 2003).

Tras el caso Perruche de 2001, en el que la Cour de Cassation aceptó ambos tipos de reclamaciones, se modificó la legislación francesa, prohibiendo expresamente las reclamaciones de vida ilícita (para más detalles, véase Draon c. Francia [GC], no. 1513/03, § § 49-50, 6 de octubre de 2005).

Las demandas de vida por negligencia fueron igualmente desestimadas en Alemania, mientras que las solicitudes de nacimiento por negligencia fueron aceptadas, bajo ciertas condiciones, en algunos casos evaluados por el Bundesgerichtshof (Tribunal Supremo).

Se informó de un enfoque similar para Italia, donde, en virtud del derecho contractual, se permitían las reclamaciones por nacimiento ilícito, y los padres tenían derecho a recuperar sus gastos de atención médica, pérdida de ingresos y también daños morales. No se aceptaron demandas de vida por negligencia.

En la medida en que no reconoció el derecho a no nacer, el Tribunal Supremo portugués desestimó un caso en el que se interpusieron demandas de vida ilícita (decisión 1008/01 , inédita).”

Por lo que el Tribunal acaba concluyendo que:

” 44. El Tribunal observa que la sentencia definitiva dictada por el Tribunal de Apelación de Bucarest desestimó las reclamaciones presentadas en nombre del niño porque no era víctima de los daños reclamados.

La sentencia está ampliamente razonada. Las conclusiones del tribunal se basaron en el equilibrio no solo de los diversos intereses de los involucrados, sino también de los principios relevantes para la decisión, a saber, la responsabilidad civil por daños. Al sostener que el niño no fue víctima de la negligencia médica denunciada, el tribunal consideró que no se debía ofrecer protección a un supuesto derecho del niño a no nacer, especialmente porque la malformación del niño no era de una naturaleza sustancialmente significativa. Tal decisión no parece haber sido arbitraria o manifiestamente irrazonable.

  1. Además, habida cuenta de las consideraciones morales y éticas en este ámbito y del amplio margen de apreciación que se concede a los Estados en materias tan delicadas en las que, además, no existe consenso dentro de los Estados miembros del Consejo de Europa, tampoco en cuanto a la importancia relativa del interés en juego o sobre la mejor forma de protegerlo, la Corte considera que el enfoque restrictivo adoptado por el tribunal interno debe considerarse dentro del margen de apreciación del Estado (ver, mutatis mutandis, SH y otros contra Austria [GC], núm. 57813/00, § 94, TEDH 2011).

Además, la Corte considera que el enfoque antes mencionado es razonablemente proporcionado, dado que en la medida en que el hecho ilícito afectó a los padres, estos tenían derecho a entablar una acción por el daño que habían sufrido (ver, mutatis mutandis, Reeve, citado anteriormente ).”

Sin embargo, me surge la duda de si algunos razonamientos de la sentencia que dictamos el pasado mes de abril podrían mantenerse hoy con la misma rotundidad, con la entrada en vigor de la ley de la eutanasia.

Señala el artículo 4.1 de la referida ley que: “Se reconoce el derecho de toda persona que cumpla los requisitos previstos en esta Ley a solicitar y recibir la prestación de ayuda para morir”. Y, fundamentalmente, más allá de cuestiones procedimentales, el principal requisito es “Sufrir una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante” que se define en en la propia ley como la “situación que hace referencia a limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria, de manera que no permite valerse por sí mismo, así como sobre la capacidad de expresión y relación, y que llevan asociado un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece, existiendo seguridad o gran probabilidad de que tales limitaciones vayan a persistir en el tiempo sin posibilidad de curación o mejoría apreciable. En ocasiones puede suponer la dependencia absoluta de apoyo tecnológico”.

De esta nueva regulación, creo que se infiere el reconocimiento de un derecho a morir del que el estado debe prestar el auxilio necesario.

Es decir, el legislador reconoce que en determinadas circunstancias puede ser mejor no vivir. Y ¿cuáles son esas circunstancias?, pues precisamente el sufrimiento de una enfermedad incurable en los términos que se define.

Siendo esta la premisa legal, cabe cuestionarse si ahora la mala calidad de vida que justifica legalmente la muerte, puede justificar también la responsabilidad de quien no te permite morir, quien no te auxilia a ello debiéndolo hacer, o incluso plantearse la responsabilidad de quien te ha permitido nacer con los padecimientos que justifican la muerte.

Desde luego que siempre ha cabido la posibilidad de que uno mismo ponga fin a su vida, pero ahora el salto cualitativo es que el estado reconoce que determinadas circunstancias lo justifican, hasta el punto de prestar su auxilio.

El estado nos ha definido la wrongful life o vida injusta, y lo que hasta ahora únicamente eran unas circunstancias que motivaban la máxima protección de quien las padecía, ahora esas mismas circunstancias se objetivan como justificadoras de la muerte.

Así pues, el cambio de paradigma es radical, donde existía una vida con discapacidad que únicamente podía ser protegida por el estado, ahora tenemos una vida con discapacidad que igualmente puede ser protegida, pero de la que cabe la alternativa que puede ser también la justificación de su muerte.

No es mi intención hacerme adalid de teorías que tienden a la pendiente resbaladiza (slippery slope) y que dan saltos argumentales al vacío, pero que sirva precisamente este artículo para prevenir de quien quiera ver en la ley de eutanasia un primer paso paso para reconocer la responsabilidad por wrongful life o vida injusta, porque la responsabildiad patrimonial del estado por no prestar el auxilio a morir está a la vuelta de la esquina.

De la conquista de las libertades a la exacerbación del consentimiento

De la conquista de las libertades a la exacerbación del consentimiento

(este post es reproducción del artículo publicado en el número 95 de la revista El Notario del Siglo XXI)

La aprobación preliminar de la ley de Eutanasia pone sobre la mesa una realidad emergente que tiene trascendencia filosófica, sociológica y, también, jurídica: el predominio del consentimiento sobre los demás elementos del contrato o, en su caso, la relación jurídica o social de que se trate. No importa tanto el qué –el objeto- ni el porqué –su causa, su intención- sino si la relación ha sido verdaderamente querida y aceptada.

Las razones de este ascenso del consentimiento van de la mano de la adquisición de nuevos derechos y de la conquista de nuevas esferas de libertad que antes estaban vedadas por la ley, la moral, la religión u otras ideologías estructuradoras del orden social. Estos metarrelatos sometían al individuo a los intereses superiores de la colectividad, la familia, la nación o la profesión mediante la adjudicación a cada uno de un determinado rol o papel social–padre, madre, trabajador, español- constreñidor del libre albedrío de la persona con el objeto de establecer una predictibilidad en el comportamiento que asegurara la conservación del statu quo y el orden sociales. Pero la segunda mitad del siglo XX marcó, al compás de la posmodernidad, el advenimiento de un nuevo objetivo vital, irrenunciable e incompatible con restricciones sociales: el pleno desarrollo de la personalidad. Liberado ya de esas constricciones creadas por ideologías, éticas y religiones, que ahora se presumen perniciosas, el individuo podría “encontrarse a sí mismo” excediendo sin rubor ni vergüenza el papel que la sociedad y la historia aleatoria y arbitrariamente le había atribuido. Ni el sexo, ni la pertenencia a un Estado, pero tampoco la familia ni la profesión deben limitar nuestras posibilidades vitales, por lo que nos encontramos legitimados, por un lado, a aspirar, a la voz de “si quieres, puedes”, a cualquier meta o logro que otros hayan conseguido, porque nos lo merecemos, y, por otro lado, a transgredir cualquier límite de normas trasnochadas, porque la vida consiste, básicamente, en tener experiencias, sensaciones únicas e irrepetibles que, curiosamente, cientos de millones de personas en el mundo quieren también adquirir. Porque, no debemos olvidarlo, la búsqueda de uno mismo corre paralela a un hiperconsumo que provee de esas experiencias y afanes novedosos, pues la comercialización de las formas de vida no tropieza ya con resistencias estructurales, culturales o ideológicas, como dicen Lipovetski y Charles en Tiempos Hipermodernos.

Entiéndaseme bien: aunque se aprecie un tono irónico, el libre desarrollo de la personalidad es, sin duda, un gran logro de la humanidad que, en líneas generales, ha marcado un aumento del nivel de vida para todos y un reconocimiento de la dignidad del ser humano (“aquello que estorba” y que impone “la ley del más débil”, en palabras de Javier Gomá en Dignidad)

Pero, atención, ello no quiere decir que la libertad no tenga también su precio. Cualquiera que haya visto el documental La teoría sueca del amor comprenderá lo que quiero decir. En él se cuenta como, en los años 70, Suecia, tras sesudos trabajos científicos, llegó a la conclusión de que un ciudadano sueco no debería depender ni de la familia –ni de padres, ni de cónyuge ni de hijos- ni tampoco de amigos:  el Estado, a través de guarderías, residencias para mayores y ayudas económicas subvendría a lo esencial a través del llamado “individualismo de Estado” y ello rompería las cadenas sociales preestablecidas para que la persona pueda alcanzar sus más apetecidos propósitos: dedicarse a leer, vivir en sitios paradisiacos o dedicarse a deportes de riesgo. Pero, claro, hay un precio: la soledad. Un elevado porcentaje de escandinavos vive solo, lo que indirectamente crea problemas de salud al alterar el sueño y el sistema inmunológico, aumentar el riesgo de estrés e infarto. Pero también hay soledad en la reproducción, que es en una gran proporción asistida. Incluso se muere solo: en una escena escalofriante, se muestra como hay un departamento del Estado dedicado exclusivamente a encontrar a los parientes más cercanos –totalmente desapercibidos del evento- de la gente que muere sola. Es más, como decía Ulrich Beck (Beck-Gernstein en La individualización), la vida hoy se complica porque con el proceso de individualización moderna la biografía normal se convierte en una biografía electiva, del “hágalo usted mismo”, que es siempre una biografía de riesgo o de biografía de la cuerda floja porque la elección equivocada, combinada o agravada por la espiral descendente de la desgracia privada, puede convertirse en la biografía de la crisis. Por supuesto, en otros países la gradación de las consecuencias es muy diferente y, más que soledad o individualismo, podemos encontrar falta de solidaridad, poca afección a la colectividad o a las normas, o la búsqueda de una autodeterminación –en sus más amplios términos- que choca con la paz social o individual.

En este panorama de liberación personal y de difuminación de los límites de lo permitido y lo prohibido, el consentimiento adquiere una especial relevancia. Al no existir diques de contención ni límites al crecimiento personal, lo correcto o incorrecto no vendrá ya de la ley, la costumbre o la ética ni se presumirá, de acuerdo con el criterio del buen padre de familia o del honrado comerciante, una determinada actitud.

Piénsese, por ejemplo, en el famoso caso de la Manada. Enfocar la cuestión con un prisma ético o de costumbres sociales no ayuda a entenderlo, pues no existe ya un paradigma de actuación que haga presumir una determinada conducta. Para los boomers, el código adquirido hace impensable que una joven pueda irse voluntariamente con varios jóvenes a un portal; sin embargo, al parecer, tal cosa no resulta hoy tan improbable. Lo importante no es, por tanto, la naturaleza de la conducta, su adecuación a una ética más o menos tradicional, sino si para su práctica ha habido un consentimiento cabal de quienes han participado en ella (ver en este blog el post de Rodrigo Tena El caso de la Manada y el problema del consentimiento). Sin duda, valerse de códigos de conducta como los indicados puede ser considerado un sesgo cognitivo sobre la actuación que previsiblemente la víctima o el agresor pueda haber realizado, pero no cabe duda de que, más allá de reglas procesales como la de la presunción de inocencia, las reglas éticas o las costumbres pueden alumbrar sobre la probabilidad de los hechos.

Este papel preponderante del consentimiento se puede observar en otras parcelas de la vida como, por ejemplo, la convivencia more uxorio. Tradicionalmente, la unión de dos personas, por supuesto de diverso sexo, ha sido un acto formal en que el simple consentimiento no es suficiente para crear un estado, pues para ello debe prestarse ante funcionario público competente. Prestado correctamente, el consentimiento genera un estado civil que atribuye recíprocos derechos civiles y administrativos a los cónyuges; el consentimiento no formal, en cambio, no atribuye derechos, porque no es reconocido por el Derecho como matrimonio. Pero la consagración del derecho de lograr las aspiraciones vitales sin sujeción a condicionamientos que no sean los del afecto y la felicidad conduce a desformalizar los actos, a reducir su obligatoriedad y permanencia, y ello a su vez lleva a reconocer otras formas de familia basadas en el simple hecho de la unión bajo un consentimiento expreso o tácito, a los que se atribuye, de una manera paulatina, casi las mismas atribuciones y derechos que el matrimonio formal. De alguna manera, el matrimonio pasa de ser un contrato formal a ser simplemente consensual. Es, de nuevo, un triunfo jerárquico del consentimiento sobre otras consideraciones.

Un matiz diferente tiene el caso de ciertas operaciones jurídicas que, aunque no estaban en absoluto prohibidas, sí son una muestra de una tendencia al hiperconsumo que hasta hace poco era socialmente vista como ejemplo de falta de autocontrol, de exhibicionismo o imprudencia, y que implica también una magnificación del consentimiento como elemento del contrato frente a otros como la forma o la causa. Por ejemplo, en la contratación de préstamos hipotecarios, el concepto de la transparencia material constituye en nuestro país inicialmente una creación jurisprudencial que no considera suficiente para la validez del contrato la simple  aprobación formal por parte del consumidor -o persona física en general-, sino que exige un plus de conciencia del acto que se va a otorgar que incluya proyecciones sobre la evolución futura de los tipos de interés u otros extremos no fácilmente previsibles. Sin duda, la protección a la parte contractual más débil, que no ha redactado el contrato, es una cuestión de estricta justicia. Las cláusulas oscuras y las materialmente abusivas deben ser proscritas del ordenamiento porque al usuario no le queda sino firmar; y la parte contractual más fuerte debe actuar con buena fe e informar debidamente. Ahora bien, el concepto de transparencia material se mueve en un terreno viscoso y de visibilidad difuminada. ¿Cuándo ha de entenderse que el consumidor ha entendido cabalmente el contrato y todas las posibles consecuencias? ¿Bastará que las cosas no vayan por donde se suponía que deberían haber ido para que quede probada la falta de transparencia? El memorable abuso del concepto de transparencia ha llevado en nuestro Derecho a consecuencias jurídicas desmesuradas, como la anulación prácticamente automática de todas las cláusulas suelo bajo la premisa, de evidentes resonancias pandémicas, de “no se podía saber”. Pero, a los efectos que nos interesan, lo destacable es que para la validez del acto no es suficiente la forma (escritura pública), ni el consentimiento formal sobre el objeto y la causa, ni tampoco el cumplimiento de los requisitos sobre transparencia que establecía la ley, sino algo más: un entendimiento holístico de toda la operación y sus consecuencias presentes y futuras; pero ello incluso en el caso de que el consumidor hubiera actuado con manifiesta imprudencia –seducido, eso sí, por tentaciones consumistas del banco, cómplice en grado superior en el contubernio- al recibir un préstamo para comprar la casa y, ya de paso, un coche, además de financiar las vacaciones del año siguiente. El consumidor “tenía derecho” a disfrutar de sus sueños, porque él lo vale, pero, lamentablemente, su consentimiento no abarcaba las consecuencias de sus actos y por eso debe anularse el contrato.

Ya he dicho que el nuevo papel preponderante del consentimiento en el ámbito jurídico se corresponde con una ampliación de la esfera de la libertad del individuo en el ámbito político y social y que su defensa es la defensa del ejercicio libre de los derechos en las esferas tradicionales y en otras nuevas. Sin embargo, ello tiene también consecuencias indeseadas. Dice magistralmente Pascal Bruckner en La tentación de la inocencia: “llamo inocencia a esa enfermedad del individualismo que consiste en intentar escapar de las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad, sin sufrir ninguna de sus consecuencias. Se expande en dos direcciones, el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de la irresponsabilidad bienaventurada”. Me interesa especialmente el infantilismo que para Bruckner “combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites, manifiesta el deseo de ser sustentado sin verse sometido a ninguna obligación”. Y si se impone es porque cuenta con los aliados del consumismo y la diversión, fundamentados ambos en el principio de la sorpresa permanente y la satisfacción ilimitada bajo el lema ¡no renunciarás a nada!. A propósito de lo que nos pueda venir en el futuro, sugiero a los lectores se interesen por el concepto de “affluenza”: un “trastorno” de la personalidad alegado con éxito por el abogado estadounidense de un niño rico –Ethan Couch- que había cometido ciertos crímenes y cuya absolución se pedía porque sus adinerados padres habían mimado y malcriado a su hijo hasta inculcarle un sentido de irresponsabilidad tal que el joven no sabía distinguir el bien del mal ni sufrió nunca las consecuencias de su conducta.

Y la cosa se agrava si a la posible infantilización del ciudadano, más consciente de sus derechos que de sus obligaciones, se le añade la evanescencia de un consentimiento que, examinado en sus más detallados términos, siempre estará plagado de sesgos, como con profusión nos demuestra hoy la psicología cognitiva, que evidencia que muchas de las decisiones que tomamos son cualquier cosa menos nuestras (recordemos a Haidt y La mente de los justos, a Kanehman y su Pensar rápido, pensar despacio o a Ariely y The (honest) truth about dishonesty). Todavía peor: la demostración o prueba del consentimiento en un mundo desformalizado, anti jerárquico y líquido se vuelve extraordinariamente complicada y aboca al Derecho a una metodología, en el mejor de los casos, basada en el caso concreto y, en el peor, a una aplicación libre del Derecho basado en la tópica (recordemos también a Viehweg)

Todas estas extensas reflexiones son aplicables también a la cuestión de la eutanasia. Esta es, sin duda, un nuevo ámbito de libertad que se alcanza, reclamado desde hace mucho tiempo y asentado en una necesidad sentida por mucha gente. Y, de nuevo, el elemento esencial es el consentimiento que, por la trascendencia de los efectos que acarrea, debe concurrir con toda claridad. Pero, de nuevo, no podremos evitar sesgos, condicionamientos o depresiones subyacentes que dificultarán su valoración y prueba (por cierto, resulta chocante que se haya eliminado formalmente -que no materialmente- a los notarios -especialistas en la formación del consentimiento- de las Instrucciones Previas de la Comunidad de Madrid).

Porque hay algo que particulariza la eutanasia en relación a los demás casos:  la irreversibilidad de sus consecuencias. Creo que poca gente criticaría moralmente los casos extremos que, por regla general, se suelen plantear como ejemplo de la eutanasia. Piénsese en el Mar Adentro de Ramón Sampedro. Pero, como decía el juez Oliver Wendell Holmes, los casos difíciles hacen mal derecho, porque no se basan “en su importancia real a la hora de conformar el derecho del futuro, sino por algún accidente de interés abrumadoramente inmediato que apela a los sentimientos y distorsiona el criterio”. Por ello, cuando se hacen las leyes pensando en el caso extremo, difícil y estadísticamente poco frecuente y, además, se usan como bandera ideológica destinada no a resolver las cuestiones planteadas sino a obtener un rédito mediático, es posible que las cosas no se hagan del todo bien. Y ello es inquietante pues, en un mundo hasta cierto punto infantilizado e hiperconsumista, la consecuencia puede fácilmente ser la mercantilización de ámbitos humanos indisponibles y la banalización de la vida humana.

 

La Ley de Eutanasia (IV): problemas que plantea y posibles soluciones

La Proposición de Ley de Eutanasia (PLOE) intenta equilibrar la defensa de la vida con la autonomía personal, tal y como expresa su preámbulo y expliqué en este post. La forma de hacerlo es condicionar el llamado derecho a morir a la existencia de una situación médica extrema denominada contexto eutanásico (que se examinó aquí) y a que la voluntad sea libre e informada (aquí).

Toda Ley plantea problemas de interpretación, y ésta no es una excepción, pero en este caso son muchas las dudas y más graves por la trascendencia e irreversibilidad de sus consecuencias.

En cuanto al llamado contexto eutanásico, el problema es la determinación externa y cualificado que exige extremadamente difícil. La ley combina elementos objetivos (enfermedad grave e incurable) con otros subjetivos (sufrimiento psíquico insoportable) de muy difícil apreciación externa. El que no se limite a la enfermedad terminal sino que abarque limitaciones para la vida independiente o dificultades de relación aumenta la indeterminación. El procedimiento en principio es garantista, con la intervención de tres instancias, pero su regulación es incompleta y plantea muchas dudas.

Quizás sean más graves las dudas en torno a la capacidad y la prestación de un consentimiento libre e informado, como quiere el preámbulo. El contenido y forma de dar la información no está bien regulado (basta con compararlo con la información que se da para un simple préstamo hipotecario), y lo mismo sucede con las garantías formales de la solicitud y su confirmación. No se contemplan los problemas planteados por los solicitantes con depresión u otras afecciones psíquicas. La aplicación de la eutanasia con base en instrucciones previas plantea problemas no resueltos en la Ley, en particular la imposibilidad de comprobar si se mantiene la misma voluntad. La posibilidad de aplicar la eutanasia con el consentimiento del representante designado o con apoyos plantea dudas sobre la capacidad y hace planear la siniestra sombra de la eugenesia sobre la Ley. En relación con la capacidad existe además un problema de fondo que no tiene fácil solución: al establecer que no solo la enfermedad terminal sino también las limitaciones físicas o para relacionarse son motivo para pedir la eutanasia  la Ley refuerza un estereotipo social pernicioso: que la vida con discapacidad no merece ser vivida.

Un primer problema derivado de las anteriores incertidumbres es que los sanitarios van a tener una enorme responsabilidad con pocos apoyos seguros por los defectos técnicos de la Ley. La protección del papel del médico y de su tranquilidad y seguridad en el ejercicio de su profesión debería ser una prioridad, pero no parece que la opinión de los médicos se haya tenido en cuenta en la elaboración de la Ley, al menos a la luz de esta Declaración colegial de 2018. Y esto sin entrar en los problemas que la eutanasia puede producir desde el punto de vista de la deontología médica y de su consideración social como persona dedicada a sanar.

La segunda consecuencia de la inseguridad es que podría dar lugar a una aplicación muy restrictiva de la Ley o a que se aplique en la práctica a demanda del solicitante (o de su representante) sin los adecuados controles sobre la información, capacidad y libertad del solicitante. Lo primero iría en contra de la finalidad de reforzar la autonomía del enfermo y lo segundo contra de la defensa de la vida, de la verdadera libertad y de la igual dignidad de todos que la Ley pretende garantizar como declara el preámbulo.

La experiencia de los países vecinos con legislaciones semejantes parece augurar más bien esto último. En ellos se ha demostrado que el control de los requisitos legales, incluso los de tipo formal, es muy difícil. Un estudio revela que en Bélgica casi el 50% de los casos de eutanasia no se notifican como tales, y en Holanda más de un 20%. La falta de notificación es más frecuente en los casos en los que no se han cumplido todos los requisitos legales. También informa de que la consulta al segundo médico no siempre se realiza o que se concentra en unos pocos médicos, los más laxos en su aprobación. La existencia de asociaciones y grupos de presión favorables a la eutanasia puede crear en la práctica una forma de eludir los requisitos legales, como revela el último informe oficial de la eutanasia en Holanda. El estudio citado observa  que las infracciones a los procedimientos no se persiguen, lo que se deduce del último informe holandés: en los casos en que el órgano de control ha comprobado una actuación contraria a la Ley, no se ha dado parte a la fiscalía y no se han tomado siquiera medidas disciplinarias en razón de que los implicados admitieron la mala práctica y se mostraron dispuestos a no reiterarlas. La falta de sanciones penales o disciplinarias, a pesar de las muchas infracciones de tipo procedimental, es la consecuencia de la combinación de leyes poco claras con una creciente consideración de la eutanasia como un derecho a morir incondicionado.

Esto ha dado lugar a una extensión de la eutanasia, cuantitativa y cualitativa. Aunque originariamente se reguló para casos excepcionales, la eutanasia es responsable hoy del 4% de las muertes en Holanda y un 2,5% en Bélgica, con una clara tendencia al alza en ambas.

También se ha producido una extensión de los supuestos de aplicación, tanto en el ámbito subjetivo como objetivo. Así, tanto Holanda como Bélgica han reformado sus Leyes para admitir la eutanasia en menores mayores de 12 años y existen iniciativas para eliminar ese límite de edad. En Holanda se aplica desde 2005 un protocolo pactado con la fiscalía para aplicar la eutanasia a recién nacidos con el consentimiento de los padres.  Hace tres años se propuso en Holanda la admisión del suicidio asistido a cualquier persona de más de 70 años y se admiten de manera creciente las peticiones de eutanasia por depresión y otras enfermedades psiquiátricas y en los casos de demencia senil. La generalización de la eutanasia tiene como efecto colateral la reducción de unidades de cuidados paliativos que se retroalimenta: a mayor número de eutanasias menores necesidades de unidades de cuidados paliativos, lo que a su vez reduce la disponibilidad.

Naturalmente, la valoración de esta progresiva ampliación puede ser positiva para  los que defiendan una filosofía libertaria  o utilitarista. Otros filósofos, como Michael Sandel consideran que supone una desvalorización de la vida que pone en riesgo la dignidad y la cohesión social. Es curioso que el periodista  que realizó un reciente reportaje sobre la eutanasia en Holanda para The Guardian -inicialmente favorable a la eutanasia- se pronuncia en esta línea: “Cuanto más aprendía sobre ello, más parecía que la eutanasia, aunque asignaba un valor encomiable al final de la vida, abarataba la vida misma. Otro factor que no había apreciado era la posibilidad de daños colaterales.”

Al margen de las opiniones, lo cierto es que la postura de nuestro legislador es claramente de defensa de la vida y por ello pretende establecer un sistema de eutanasia condicionado y garantista. Esta orientación es acertada en España, un  país en el que la profesión más valorada es la de médico y que se enorgullece -con razón- de su excelente sistema de salud pública y de estar en cabeza en los rankings mundiales de esperanza de vida -y a la cola en el de suicidios-. El problema es que los defectos técnicos de la norma y las dificultades en su aplicación pueden llevar a consecuencias que parecen lejanas a la intención del legislador. Por ello habría que plantearse si es lo más conveniente aprobar una Ley muy semejante a la que rige en Holanda y Bélgica que ha llevado a un lugar muy distante de aquel al que pretende llegar nuestro legislador.

Una primera posibilidad es concretar los conceptos y mejorar los procedimientos, en el sentido expuesto en los posts anteriores (aquí y aquí).

Habría que plantearse la relación entre eutanasia activa y suicidio asistido, respecto de la cual la PLOE deja la opción al solicitante. Existen discusiones si desde el punto de vista filosófico hay diferencias sustanciales entre ambos, pero parece que desde el punto de vista psicológico son claramente distintos para el paciente y para el médico. El suicidio asistido responde más propiamente al ejercicio de la autonomía que es el fundamento del derecho que reconoce la Ley, mientras que la eutanasia activa en sentido estricto entra más claramente en conflicto con principios que el Estado debe salvaguardar (ver caso Washington v. Glucksberg): no tomar la vida de terceros, la confianza en el médico, su rol como persona que cura, etc… Sin embargo, y de forma sorprendente, en los países con regulación sobre esta materia la práctica totalidad de las eutanasias se realizan de manera activa (en Holanda, el 96% en Canadá 99%). Parece más acorde con el respeto de una voluntad genuina y del rol de los médicos admitir solo el suicidio asistido (como sucede en Suiza y Oregón) o limitar la eutanasia activa a los supuestos en los que el paciente está imposibilitado físicamente tomar la medicación letal.

También existen otras alternativas. El mismo preámbulo de la PLOE indica que una opción es simplemente despenalizar el suicidio asistido y la eutanasia, en lugar de reconocerlos como derechos y configurarlos como una prestación  médica obligatoria. El preámbulo dice que la simple despenalización da lugar a “que se generen espacios jurídicos indeterminados que no ofrecen las garantías necesarias” y cita el caso del Tribunal Europeo de Derechos Humanos Gross c Suiza. Pero el argumento es incorrecto. El TEDH en el caso Pretty c Reino Unido determinó que “el derecho a la vida no incluye, como contenido negativo del mismo, el derecho a la propia muerte”. En el caso de Suiza, el problema que se planteaba es que está despenalizado el suicidio por motivos altruistas pero la Ley no concreta ningún requisito para que tenga tal consideración, lo que a juicio del TEDH crea inseguridad jurídica a los particulares. Para cumplir con la doctrina de la sentencia basta con establecer las circunstancias necesarias para que la asistencia al suicidio no conlleve pena. Nuestro Código Penal ya prevé para el suicidio  asistido (art. 143) una reducción de la pena en uno o dos grados por petición expresa y en el caso de “enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar”. Esa reducción supone que la condena en general no determinará el ingreso en prisión, salvo reincidencia. Pero está claro que cabe ir más allá para evitar la condena de personas que actúan en casos graves y con auténtico desinterés, previendo una eximente cuando se cumplan  las circunstancias y garantías que determine la Ley -tal y como hace la PLOE-.

En el Reino Unido se ha adoptado un sistema que trata de evitar al mismo tiempo el procesamiento de personas que han actuado por una verdadera compasión y el mensaje de desvalorización de la vida que implica despenalizar la eutanasia. Esta posibilidad -defendida por el Comité de Bioética de España en su  informe sobre la Ley de eutanasia- sería conforme a la doctrina del TEDH, que en el caso de Pretty c. Reino Unido, estableció: “no parece arbitrario que un sistema legal recoja la importancia de la protección de la vida a través de una prohibición de la eutanasia y auxilio al suicidio y, al mismo tiempo, incorpore un sistema que permita atender a las circunstancias concretas que han podido concurrir en cada caso, al público interés en llevar el caso a un enjuiciamiento, o los requisitos justos y apropiados de retribución y disuasión”.

En todo caso, y cualquiera que sea la regulación que finalmente se adopte, lo conveniente es dirigir los esfuerzos y los recursos a aquello sobre lo que todos estamos de acuerdo, que es mejorar el final de la vida. Si el objetivo de la Ley es evitar el sufrimiento intolerable, el objetivo no es conceder el “derecho” a que cada uno decida si su vida es o no digna de continuar, sino evitar ese sufrimiento. Por ello lo importante es dedicar recursos para a apoyar a las personas con discapacidad y para conseguir lo solicitado por la profesión médica en la Declaración de 2018 citada: el acceso universal y equitativo a los cuidados paliativos de calidad en el Sistema Nacional de Salud; el derecho a la sedación paliativa en la agonía, de forma científica y éticamente correcta. Esto, además, nos permitirá avanzar en aquello sobre lo que existe consenso en la profesión médica y en la población en general, no solo dignificando la vida al aliviar el sufrimiento, sino aumentando la cohesión social, algo tan necesario para salir de la crisis actual.

 

La Ley de Eutanasia (III). El consentimiento libre e informado en la Ley de Eutanasia

La  Proposición de Ley Orgánica de Eutanasia (en adelante PLOE) somete la posibilidad de solicitar la llamada “prestación de ayuda para morir” a la existencia de un contexto eutanásico, analizado aquí, y a que la decisión del solicitante sea  verdaderamente libre. El preámbulo exige que se “produzca con absoluta libertad, autonomía y conocimiento, protegida por tanto de presiones de toda índole que pudieran provenir de entornos sociales, económicos o familiares desfavorables, o incluso de decisiones apresuradas”, y el artículo 4 reitera ese principio y requiere que se den los medios para que la “decisión sea individual, madura y genuina, sin intromisiones, injerencias o influencias indebidas.”

El primer requisito para que el consentimiento sea libre es que sea informado: si no existe un conocimiento real y completo de su situación y de las distintas opciones, la decisión quizás sea autónoma, pero no existirá libertad propiamente dicha. Por ello la PLOE exige que el solicitante disponga “por escrito de la información que exista sobre su proceso médico, las diferentes alternativas y posibilidades de actuación, incluido en su caso el acceso a los cuidados paliativos integrales comprendidos en la cartera de servicios comunes y a las prestaciones que tuviera derecho de conformidad a la normativa de atención a la dependencia”.

En cuanto al contenido de la información, la PLOE exige que se refiera a tres cuestiones: su enfermedad, los cuidados paliativos y las ayudas a la dependencia. Mientras que el médico de cabecera parece adecuado para explicar el tratamiento y evolución de la enfermedad, no está claro que todos los médicos tengan la preparación para explicar las implicaciones de los cuidados paliativos y la medida en la que pueden aliviar el sufrimiento intolerable. Esto tiene mucha importancia pues los especialistas en paliativos refieren que de los muchos enfermos  que piden morir cuando llegan a su unidad, un mínimo porcentaje persevera en esa solicitud una vez aplicados los cuidados (ver este artículo en El Pais). En consecuencia, sin una información de calidad sobre estos cuidados –y sin posibilidad real de acceder a ellos- no es posible una elección libre, y como la PLOE pretende establecer un sistema garantista sería conveniente  exigir una información por un médico especialista. Incluso cabría plantearse si no sería más acorde con los principios que inspiran la Ley que la aplicación de los cuidados paliativos por una unidad especializada fuera un paso previo indispensable para la eutanasia. Hay que tener en cuenta que la Sociedad Española de Cuidados Paliativos ha denunciado la falta de acceso real a esas unidades en España.

La información sobre la atención a la dependencia también es problemática pues los médicos no tendrán en general ningún conocimiento en esta materia. Se podría establecer un modelo de documentación a entregar con información sobre ese tema, pero no parece suficiente porque la efectiva disponibilidad de esas ayudas y la adaptación al caso concreto requerirá normalmente una explicación por alguien especializado como un asistente social. Esta cuestión es también importante para asegurar la decisión libre pues un motivo frecuente para pedir la eutanasia es el miedo a la dependencia.

En cuanto a la forma y tiempo de dar la información, el artículo 8 parece indicar que esta se realiza por el médico responsable una vez realizada la primera solicitud y en el “proceso deliberativo” subsiguiente: el art. 6 exige que se le entregue por escrito “sin perjuicio de que dicha información sea explicada por el médico responsable directamente al paciente”. Sin embargo, el mismo artículo dice que el médico responsable debe reclamar el documento de consentimiento informado al término del proceso deliberativo. No queda claro por tanto en qué momento se da esa información. Tampoco queda claro si el proceso deliberativo implica una entrevista personal con el médico responsable o basta cualquier otro tipo de comunicación. La norma también exige que el médico responsable se asegure de que comprende la información, lo que implica un juicio sobre la capacidad del solicitante y parece implicar que esa información proporcionada es comprensible o ha sido aclarada por él. Sí parece necesaria la entrevista personal con el médico consultor, pues debe “examinar” al paciente, pero la norma en cambio no hace referencia a la información y parece que su función se limita a apreciar el contexto eutanásico.

La regulación de esta fase informativa resulta confusa e insuficiente, sobre todo cuando la comparamos con lo que se exige para una decisión mucho menos trascendente como la de firmar un préstamo hipotecario. La Ley 5/2019 de Contratos de Crédito Inmobiliario exige: la previa entrega y explicación por el banco de  una información estandarizada, accesible y completísima de todos los aspectos económicos y jurídicos de la hipoteca; un sistema que garantiza la entrega de la información por escrito con un plazo de al menos 10 días antes de la firma; la obligatoria comparecencia personal del deudor (sin el banco) ante el notario, que ha de explicar verbalmente cada uno de los requisitos y condiciones del préstamo; la realización en ese momento de un test para que el notario compruebe la efectiva comprensión de las condiciones; una segunda comparecencia ante notario, ya con el banco, en la que tras una nueva lectura del contrato se firmará, en su caso, el préstamo hipotecario.

El segundo requisito del consentimiento es que el solicitante sea capaz y no esté influenciado.

En cuanto a la capacidad, el artículo 5.1.a de la PLOE exige “tener mayoría de edad y ser capaz y consciente en el momento de la solicitud”, un requisito natural ya que el fundamento principal de este derecho es la autonomía de la voluntad, conforme al preámbulo. Parece así rechazarse la tendencia de los otros países europeos que hace tiempo admitieron la eutanasia, pues tanto en Bélgica como en Holanda se limitaba inicialmente a los mayores de edad pero se modificó la Ley para aplicar la eutanasia a menores (ver aquí). La influyente asociación holandesa NVVE promueve la eliminación del límite actual de 12 años, y desde 2005 se aplica en la práctica -y al margen de toda regulación- a los recién nacidos con arreglo a un protocolo médico pactado con la Fiscalía holandesa.

La norma exige la reiteración del consentimiento en una segunda solicitud, pasados 15 días desde la primera. Se puede discutir si ese plazo es suficiente para garantizar, como dice el preámbulo, una decisión madura y no apresurada. En todo caso se debería especificar que la capacidad ha de mantenerse en todas las solicitudes.

Tampoco se especifica si es necesaria la capacidad y la consciencia en el momento de realizar la eutanasia, pero dado que el consentimiento es revocable (art. 6) es evidente que ha reiterarse en ese momento y por tanto debe tener capacidad para hacerlo, cuestiones ambas que se deberían hacer explícitas.

En las jurisdicciones que han aprobado la eutanasia, se plantea un debate en torno a la capacidad de personas con problemas psiquiátricos. En relación con el juicio de capacidad, en Oregon se establece la necesidad de exigir la consulta con un psiquiatra. Este estudio relativo a enfermos de cáncer terminal en Holanda demostró que de los que solicitaban la eutanasia, un 59% tenían una depresión clínica (el porcentaje entre los que no la solicitaban era del 8%). Teniendo en cuenta que el 90% de las personas que se suicidan padecen una depresión y que ésta es susceptible de tratamiento médico, habría que valorar establecer esta consulta con carácter obligatorio. Como expuse en este post, la existencia de este tipo de enfermedades plantean dos problemas: por una parte si el consentimiento es válido, y por otro si la causa de la solicitud es la enfermedad grave o la depresión causada por ella, en general no incurable. Para un juicio adecuado de estos problemas, dado el carácter garantista de la PLOE, parece imprescindible que se prevea la intervención de un psiquiatra.

La norma plantea una grave duda acerca de la solicitud por personas con discapacidad. Aunque en principio se exige la capacidad en el art. 6, el art. 4.3 dice: “En especial, se adoptarán las medidas pertinentes para proporcionar acceso a las personas con discapacidad al apoyo que pueden necesitar en el ejercicio de los derechos que tienen reconocidos en el ordenamiento jurídico.” Dentro del contexto de una Ley que regula el llamado “derecho a morir”, parece que esto significa que se puede complementar la capacidad de estos con los apoyos necesarios. Es decir con la concurrencia de las personas encargadas de la protección y defensa de las personas con discapacidad (guradadores de hecho o personas designadas pore la persona con discapacidad o en su defeecto por el Juez) podrán decidir la aplicación de la eutanasia a las mismas. Aunque obviamente esto implicaría una voluntad del solicitante, la existencia de grados muy diversos de incapacidad, los posibles conflictos de intereses y la posibilidad de que esos apoyos sean prestados por una administración pública plantea la duda de si con esta posibilidad la eutanasia está abriendo la puerta a la eugenesia.

La ley exige que no exista presión externa tanto en el preámbulo como en la Ley, pero no establece ningún protocolo para asegurarse de dicha falta de presión. Las presiones son difíciles de detectar pero existen: un estudio reciente señala entre los motivos más frecuentes que citan los solicitantes de eutanasia la sensación de ser una carga o el miedo a la dependencia. A estos efectos, la Ley debería aclarar que es necesaria una entrevista personal con el médico responsable y otra con el consultor sin presencia de ninguna otra persona, en la que estos garanticen su capacidad y falta de influencia. Es llamativa la diferencia de esta decisión con las garantías que la Ley ha establecido para pedir un simple préstamo hipotecaario, en la que se especifica que el estudio de la misma con el notario se realiza en un acta previa sin  representantes del banco.

La ley tampoco establece unas salvaguardas claras en relación los posibles conflictos de interés. En un  reportaje de The Guardian sobre la eutanasia en Holanda, el autor destaca el problema que puede plantear que la influyente asociación pro-eutanasia NVVE intervenga en la negociación de los precios a pagar por las aseguradoras al médico que realiza la “prestación de la ayuda para morir” (3000 euros). La combinación de intereses de parientes, médicos asociados a la NVVE y compañías de seguros en acortar la vida de personas dependientes pueden actuar en la dirección de presionar al paciente, y también como incentivos para no aplicar correctamente la Ley, como de hecho sucede como veremos al examinar las dificultades de control. En el caso español, hay que tener en cuenta el precedente del aborto. Se trata también de una prestación de carácter público, pero que se realiza en clínicas privadas en un 90% de los casos, casi siempre en centros concertados, es decir a cargo de la seguridad social. No sería extraño que en este caso también se produjera esta subcontratación al sistema privado (se prevé en el art. 14), dando lugar a grupos interesados económicamente en promover la eutanasia. A evitar este tipo de problemas parece encaminado la D.A. 6 del PL que dice: “No podrán intervenir en ninguno de los equipos profesionales quienes incurran en conflicto de intereses ni quienes resulten beneficiados de la práctica de la eutanasia” pero esto parece difícilmente compatible con la realización en centros privados o concertados, pues obviamente cobrarán por sus servicios tanto el médico como el centro. Debería separarse totalmente la evaluación del contexto eutanásico y la capacidad de la eutanasia de la ejecución de la misma, pero el control será sin duda difícil.

Un problema particular plantea la solicitud de eutanasia en un documento de voluntades anticipadas. La PLOE prevé que no es necesario el procedimiento de formación del consentimiento si se dan dos circunstancias (art. 5.2): que el médico responsable certifique que el paciente no tiene capacidad de hecho y que este haya otorgado un documento de instrucciones previas. En ese caso “se podrá facilitar la prestación de ayuda para morir conforme a lo dispuesto en dicho documento. En el caso de haber nombrado representante en ese documento será el interlocutor válido para el médico responsable.” Este tipo de instrucciones servían hasta ahora para determinar los tratamientos médicos a utilizar en caso de incapacidad del paciente, excluyendo determinadas actuaciones médicas para casos de muerte cerebral o coma (respiradores, alimentación, etc…) o para indicar la aplicación de métodos paliativos. Pero en el ámbito de la eutanasia plantean problemas específicos.

Primero, resulta incoherente que en este caso no se requiera ninguna información previa o consulta. Segundo, no está claro cómo se van a evaluar los requisitos del contexto eutanásico (ver aquí), en particular la situación de sufrimiento intolerable. La solución sería que en las instrucciones previas se exprese cuál es la situación que él considera como sufrimiento intolerable. Pero esto plantea problemas, pues la capacidad de adaptación del ser humano ha sido comprobada muchas veces, de manera que una vez sitauadas en ellas. las personas consideran  tolerables situaciones que antes consideraban insoportables.

Además, se plantea el problema de la revocabilidad del consentimiento, que la Ley reconoce. ¿Qué sucede si la persona que declaró querer la eutanasia si tenía demencia senil declara, una vez reducidas sus facultades mentales, que no la quiere? Es evidente de acuerdo con la nueva concepción de la discapacidad, que debe prevalecer la voluntad presente de la persona con discapacidad, pero la PLOE no lo explicita. También es problemático el supuesto en que la incapacidad ha llegado a un grado en el que no está claro que comprenda o que pueda expresar su voluntad acerca de su muerte. Finalmente, si teniendo una capacidad reducida lo consiente, ¿es válido ese consentimiento? Es capaz para confirmarlo en ese momento. La única manera de superar estas incertidumbres sería que el representante al que hace referencia el art. 5.2 complete.  Cabría interpretar también que el inciso del art. 4.3 antes citado permite esa confirmación para los que no hubieran designado representante, atribuyéndole el poder público los apoyos que completarían su consentimiento. Pero esto encaja mal con el espíritu y finalidad de la Ley, que insiste en respetar una voluntad libre, genuina y sin intromisiones. Por otra parte, ¿hasta dónde llegaría esa representación? ¿Para complementar la capacidad de la persona con capacidad reducida que manifiesta querer morir? ¿También para el que no puede manifestarse, o incluso al que se opone con una capacidad disminuida? Las graves dificultades de aplicación de la eutanasia derivada de instrucciones quizás aconseje limitar estas a la eutanasia pasiva o no prolongación de la vida por medios artificiales.

La PLOE establece un procedimiento para garantizar la seriedad y autenticidad del consentimiento exigiendo (art. 6) un “documento fechado y firmado por el paciente solicitante, o por cualquier otro medio que permita dejar constancia de la voluntad inequívoca de quien la solicita, así como del momento en que se solicita.” También lo puede firmar y fechar otra persona haciendo constar que el solicitante no se encuentra en condiciones de firmar el documento e indicar las razones. La única garantía formal es que se tiene que firmar en presencia de un profesional sanitario, que lo rubricará. Esto parece claramente insuficiente para garantizar la veracidad de la fecha y la autenticidad de la firma y rúbrica, y parece que se debería exigir al menos que el sanitario firme y feche el documento y afirme la capacidad del solicitante en ese momento. El sistema, de nuevo, contrasta con las exigencias de la Ley 5/2019 para firmar un préstamo hipotecario. Además, la experiencia en Bélgica y Holanda demuestra que los plazos y las formalidades se incumplen de manera habitual, sin que los mecanismos de control consigan evitarlo (ver este estudio).

Para la segunda petición  no se establece ningún requisito formal en la Ley. Tras esta segunda petición el médico responsable tiene que retomar el proceso deliberativo al objeto de atender cualquier duda o necesidad de ampliación de información, pero tampoco se dice en qué forma. Posteriormente el médico debe dejar pasar 24 horas y recabar de nuevo el consentimiento -aunque tampoco indica la norma como-. En este punto la norma hace referencia a recabar “la firma del documento del consentimiento informado”, lo que resulta extraño porque parece que ese consentimiento informado correspondería más bien a la primera entrevista.

El artículo 6.3 prevé la posibilidad de revocar o aplazar la decisión en cualquier momento, pero debería especificar que eso supone la necesidad de confirmar el consentimiento en el momento de practicar la eutanasia activa. En Holanda la primera imputación por una práctica de eutanasia se ha producido en un caso en que se ocultó al solicitante, con demencia senil, que se le iba a practicar la eutanasia en ese momento (aquí) -el doctor fue finalmente absuelto-.

Cabría añadir que, como sucede en la evaluación del contexto eutanásico, no están claramente asignada la función de control del consentimiento entre las tres instancias que controlan el proceso (médico responsable, médico consultor y comité de garantías).

Concluyo: la redacción actual de la PLOE debería modificarse para cumplir los objetivos que la Ley se propone en relación con el consentimiento: se debe mejorar la fase informativa, dando intervención a especialistas en cuidados paliativos; se debe también garantizar un consentimiento real a través de un examen psiquiátrico y sobre todo evitar que se realice cuando no existe una verdadera voluntad individual en el momento de su realización, por el peligro de utilización indebida en relación con personas con discapacidad. Finalmente, es necesario replantearse la aplicación de la eutanasia basada en instrucciones previas, pues no parece garantizar el respeto a la autonomía.

 

 

 

Eutanasia: Del delito a la regulación como derecho

La tipificación de la eutanasia plantea una serie de discusiones éticas, políticas y jurídicas que de forma recurrente ocupan el debate público. En esta ocasión, la materia vuelve a ser objeto de controversia a raíz de las Proposiciones de Ley a trámite en el Congreso de los Diputados procedentes del Parlament de Cataluña (aquí) y del Grupo Parlamentario Socialista (aquí)  y que tienen como objeto la despenalización de determinadas variantes de eutanasia y la regulación de dicha técnica.

Es frecuente en la doctrina contextualizar este tema distinguiendo diversas modalidades de eutanasia. Siguiendo a Torío, uno de los referentes de la doctrina penalista, se puede plantear la siguiente clasificación:

  • En primer lugar, la eutanasia auténtica o genuina busca aliviar el sufrimiento del paciente a través de medios paliativos que no producen un acortamiento de la vida. La utilización de estos procedimientos no sólo no está tipificada en nuestro Código Penal sino que es considerada un verdadero deber médico.
  • En la eutanasia indirecta se utilizan también lenitivos o analgésicos que pretenden rebajar el dolor del enfermo pero que, indirectamente, sí anticipan la muerte. Aunque ha sido objeto de cierta discusión doctrinal, hoy es considerada mayoritariamente atípica en nuestro ordenamiento jurídico.
  • Hablamos de eutanasia directa cuando la acción se dirige a producir la muerte indolora del sujeto a solicitud expresa de éste y siempre que padezca enfermedades o padecimientos graves. Se trata de la conducta sancionada en nuestro Código Penal y cuya despenalización se pretende en las Proposiciones de Ley objeto de este análisis.
  • Por último, la eutanasia pasiva hace referencia a supuestos en los que se interrumpe la prolongación artificial o innecesaria de la vida, desconectando la ventilación asistida o la reanimación sin la cual se produciría la muerte natural del individuo. Estas situaciones plantean un debate sobre el derecho morir dignamente y constituyen una vertiente diferente de la eutanasia que aquí nos ocupa. Precisamente sobre ello y sobre la anteriormente denominada eutanasia indirecta se encuentran en tramitación en el Congreso de los Diputados sendas iniciativas de los Grupos Parlamentarios Socialista y de Ciudadanos en las que se aborda la regulación de estos derechos y deberes.

Nuestro Código Penal únicamente castiga la eutanasia directa y lo hace en su artículo 143.4, a propósito de la inducción y la cooperación al suicidio. La formulación es la de un subtipo especial que atenúa la pena prevista para el auxilio al suicidio, indicando que será castigado ‘‘el que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar’’. El bien jurídico protegido es la vida, derecho troncal garantizado en el artículo 15 de la Constitución Española y que actúa como prius del resto de libertades, que no tienen despliegue posible sin la protección de la vida.

Nuestro ordenamiento jurídico ha superado la sanción a los suicidas (prevista en otros tiempos castigando al cadáver), pero la punición de conductas participativas exige que la acción principal sea típica (y, en función de la teoría de la accesoriedad que se acoja, también que sea antijurídica y culpable). Es por ello que la política criminal moderna que opta por reprimir actos favorecedores del suicidio se ve obligada a prever tipos especiales de participación y, sin embargo, dejar impune el propio suicidio, incluso aunque no sea exitoso y finalice como tentativa (ejecución incompleta) o frustración (ejecución completa sin éxito involuntario). Esta es una de las deficiencias de coherencia que arrastra nuestra legislación también en el ámbito de la eutanasia. Se castiga al que ejecuta o coopera a la eutanasia, pero no a aquel que la ha solicitado y se ha sometido a ella, incluso aunque no se obtenga el resultado de muerte pretendido.

Esta paradoja se añade a diversos problemas de interpretación que han surgido en la aplicación del citado apartado 4, pero la razón última de su previsible derogación no son éstos sino la consideración de que la acción carece de antijuricidad porque no agrede el bien jurídico protegido de forma injustificada sino que se encamina a la salvaguarda de otros valores constitucionales, entre los que destaca la dignidad de la persona igualmente consagrada en el artículo 10 de nuestro texto constitucional.

Tanto la Proposición de Ley del Parlament catalán, como la registrada por el Grupo Parlamentario Socialista justifican la normativa en tales motivos. Sin embargo, las iniciativas difieren en su solidez material, probablemente porque la intencionalidad política de las mismas sea distinta. Mientras que la iniciativa proveniente de la Comunidad Autónoma de Cataluña se conforma con una mera modificación del citado apartado 4 del artículo 143, que por sí sola daría lugar a más problemas prácticos de los que hoy padecemos, los proponentes socialistas sí ofrecen un intento de regulación sistemática de la técnica médica que proporciona la coherencia exigible a la reforma del Código Penal.

Como vengo indicando, en ambas proposiciones se observa la despenalización de las conductas eutanásicas. La iniciativa catalana sugiere convertir la actual atenuación del mencionado apartado 4 en una excusa absolutoria, manteniendo en lo esencial la redacción, siquiera incluyendo ciertas expresiones infrecuentes en la norma penal (‘’muerte segura, pacífica’’…) que pueden generar toda una nueva problemática interpretativa, más aún sin una ordenación estatal de la materia que sirva de acompañamiento.

La propuesta de los socialistas exhibe una ambición mayor y no se limita a la sola reforma de un precepto del Código Penal, sino que proyecta una ordenación sistemática de estas prácticas médicas en la línea de lo indicado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (caso Gross vs. Suiza). La excusa absolutoria (Disposición Final Primera de la Proposición) ahora se sustentaría en una redacción más sencilla que se remite al marco legal. Incurre, no obstante, en el exceso de incluir definiciones superfluas que son una repetición innecesaria de las establecidas por la normativa propuesta en su artículo 3 y que sólo contribuyen a hacer más farragoso el cuerpo normativo penal.

Por lo que se refiere a la regulación propuesta, se trata de una apuesta acorde con parte del Derecho comparado y suple la laguna normativa existente en la actualidad mediante un articulado quizás, y a falta de desarrollo reglamentario, excesivamente simple para la complejidad de la materia tratada.

Junto a las definiciones, que sin duda deberían armonizarse con la legislación que resultase aprobada sobre derechos y garantías de la persona en el proceso final de su vida (eutanasia pasiva), el auténtico nudo jurídico reside en las condiciones para solicitar la prestación de ayuda para morir, a saber, cinco: 1) tener la nacionalidad española o residencia legal en España, mayoría de edad y capacidad, 2) disponer de información sobre el proceso, 3) formulación voluntaria de la solicitud, 4) padecimiento de enfermedad grave e incurable o de discapacidad grave crónica y, 5) prestación del consentimiento informado.

En cuanto al primero de los requisitos, el concepto de capacidad que maneja la normativa propuesta no es el del Código Civil (arts. 199 y siguientes) puesto que se abre la puerta a que los facultativos aprecien, sin mediar resolución judicial, una ‘‘situación de incapacidad de hecho’’ que impida tomar decisiones o hacerse cargo de su situación por sí mismo al paciente y que excluiría la prestación de la ayuda a morir salvo documento de instrucciones previas o equivalente. Nótese la relevancia de valorar correctamente la capacidad del sujeto, puesto que en ausencia de la misma la aplicación de las técnicas eutanásicas sería calificada no ya como cooperación necesaria o ejecutiva al suicidio sino como homicidio en autoría mediata.

Las exigencias relativas a que la petición y el consentimiento sean voluntarios e informados recuerdan a las que ya estableció la Ley Orgánica 2/2010 de interrupción voluntaria del embarazo, incorporando algún matiz. La solicitud en este caso debe reiterarse (siguiendo la estela de la legislación belga) en al menos una ocasión, fijándose un plazo indisponible entre una y otra petición y otro idéntico entre la última y la prestación de ayuda para morir. Son deberes del médico, en coherencia con lo anterior, abrir con el solicitante un proceso deliberativo e informador y comprobar la ausencia de coacción externa. Téngase en cuenta que la Ley no derogará la punibilidad de la inducción al suicidio y, por lo tanto, si se ha movido el ánimo del sujeto, aunque estuviera más o menos predispuesto, los hechos serán constitutivos de tal delito.

Los conceptos de enfermedad grave e incurable y de discapacidad grave crónica se desarrollan en la Proposición con cierta amplitud respecto de la ‘‘enfermedad grave que conduzca necesariamente a la muerte o que produzca graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar’’ a la que se refiere aún el Código Penal. En la Proposición sigue sin exigirse el pronóstico necesario de muerte (ni en la enfermedad ni en la discapacidad), pero se introduce cierta ambigüedad al referirse a los sufrimientos puesto que se indica que es el propio paciente quien debe considerarlos intolerables o sin posibilidad de alivio, lo que podría degenerar en determinados escenarios de inseguridad jurídica. No parecen acoger los conceptos, aún con ello, enfermedades crónicas cuyo tratamiento adecuado permite al sujeto conservar una calidad de existencia considerable, como podría ser el SIDA, hoy también aparentemente excluidas del apartado 4 del artículo 143 y castigándose la causación de la muerte por lo tanto según los tipos básicos más duros de cooperación al suicidio.

Por lo demás, la Proposición busca compatibilizar las garantías en el acceso a la prestación de ayuda a morir (incluida en la cartera de servicios comunes y de financiación pública) y en el ejercicio por el personal sanitario de la objeción de conciencia.

Por finalizar esta reflexión, cabe sintetizar que la insuficiencia regulatoria y la inadecuación de la escaso ordenamiento de la eutanasia vienen siendo puestas de manifiesto de forma recurrente y resulta acertado que el legislador apueste de forma decidida por abordar esta problemática política, jurídica y moral. El reto de esta legislación es el de fijar un delicado equilibrio que garantice suficientemente el derecho a la vida (que no comprende, como tiene declarado el Tribunal Constitucional, un derecho a la propia muerte) y la dignidad de la persona y el libre desarrollo de su personalidad. Todo ello, además, procurando no caer en la habitualmente denominada pendiente resbaladiza que amenaza con la naturalización y la extralimitación en las practicas eutanásicas como discusión de fondo.