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El “paro” de los empleados del hogar y la STJUE de 24 de febrero de 2022

Conforme a la previsión del propio Estatuto de los Trabajadores, los empleados del hogar se encuadran en una relación laboral de carácter especial: la del servicio del hogar familiar, que aparece regulada por el Real Decreto 1620/2011, de 14 de noviembre.

A nadie ha de escapársele que la “especialidad” de esta relación laboral pivota en torno a dos elementos igualmente especiales: el desarrollo de las funciones laborales por el trabajador en un centro de trabajo tan peculiar como el hogar familiar del empleador; y la especialísima importancia que en esta relación laboral guarda, por cuestiones obvias, la confianza.

La especialidad de la relación no se circunscribe únicamente a la relación entre las partes (trabajador-empleador) sino que ya desde antiguo estos trabajadores contaban con un ámbito propio de protección social articulado en torno al denominado “Régimen Especial de Empleados del Hogar de la Seguridad Social” en el que, a través de sucesivas reformas legales, se han venido introduciendo determinadas modificaciones con la aspiración de lograr una cierta unificación o convergencia con el Régimen General de protección social.

Sin embargo, en materia de protección frente al desempleo esa convergencia está muy lejos de alcanzarse: en el actual sistema, si solo se acreditan cotizaciones en este Sistema Especial para Empleados del Hogar no se tendría derecho a la prestación por desempleo, ya que en dicho Sistema Especial no se cotiza por esta circunstancia. Y ha de destacarse el efecto adicional que ello implica colateralmente pues, al no acceder el trabajador a la situación de desempleo ni considerársele, por tanto, en situación similar al alta, se le imposibilita el disfrute de otras prestaciones que exigen, precisamente, dicha situación, como ocurre, por ejemplo, con las prestaciones resultantes de una eventual incapacidad.

Sólo habría derecho a tal prestación si en los seis años anteriores a su alta en la Seguridad Social como empleado de hogar, el trabajador cotizó, al menos, 360 días en el Régimen General o en otro Régimen de Seguridad Social con cotización por desempleo, y siempre que la baja como persona empleada de hogar no haya sido voluntaria por parte del trabajador. Ha de tenerse en cuenta, además, que incluso en este supuesto, para el cómputo de dicha prestación no se tendrán en cuenta los períodos de cotización efectuados en el Sistema Especial de Empleados del Hogar, por lo que el período máximo de percepción de la prestación no superaría en todo caso los cuatro meses.

A este respecto, hay que tener en cuenta que junto a las dos “especialidades” a las que aludíamos anteriormente, aún concurre una especialidad adicional en esta relación laboral, y que no es otra que el porcentaje abrumadoramente mayoritario (en torno al 96%) de mujeres entre los trabajadores integrados en este sector. Una tercera especialidad que -como enseguida veremos- ha sido plenamente determinante para el sentido del fallo de la muy reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) que procedemos a analizar.

La sentencia del TJUE de 24 de febrero de 2022 encuentra su precedente en la negativa con que se encontró a finales del año 2019 una empleada del hogar gallega cuando, ante lo incierto de su futuro (trabajadora de más de cincuenta años y empleadora con más de ochenta) pretendió ‑mediando la expresa adhesión de su empleadora a dicha pretensión‑ que se le reconociera el derecho a cotizar por la prestación por desempleo, y así garantizarse ulteriormente el percibo de dicha prestación. Ante la negativa de la Tesorería General de la Seguridad Social (plenamente ajustada a Derecho, por otra parte), presentó demanda que fue turnada ante el Juzgado de lo Contencioso Administrativo nº 2 de Vigo cuyo Magistrado, ante los planteamientos de la demandante, decidió ‑mediante auto de 29 de julio de 2020‑ plantear cuestión prejudicial ante el TJUE habida cuenta que la correcta aplicación de la norma vigente (lo cual no se discutía) conducía a circunstancias potencialmente contrapuestas con el Derecho de la Unión.

La cuestión prejudicial pretendía obtener del TJUE su posicionamiento respecto a la conformidad de la norma española (art. 251.d de la Ley General de la Seguridad Social, LGSS) con el Derecho comunitario, y de manera específica con dos Directivas íntimamente relacionadas con la especialidad a la que antes aludíamos de la casi absoluta feminización de la actividad: la Directiva 79/7/CEE del Consejo, de 19 de diciembre de 1978, relativa a la aplicación progresiva del principio de igualdad de trato entre hombres y mujeres en materia de seguridad social; y la Directiva 2006/54/CE del Parlamento europeo y del Consejo, de 5 de julio de 2006, relativa a la aplicación del principio de igualdad de oportunidades e igualdad de trato entre hombres y mujeres en asuntos de empleo y ocupación.

Básicamente (muy básicamente, habría que precisar, pero es el tipo de planteamiento que se ajusta al formato de un post) la cuestión que se eleva al TJUE es si la referida norma nacional incurre en la conocida como “discriminación indirecta por razón de sexo” que aparece nominalmente reflejada en el artículo 2 de la Directiva 2006/54/CE, y que tiene lugar ‑ conforme al propio criterio jurisprudencial del TJUE, caso Ebal Moreno o caso Brachner‑ cuando la aplicación de una medida nacional, aunque formulada de manera neutra, perjudique de hecho a un número mucho mayor de mujeres que de hombres.

A este respecto, es evidente que el meritado artículo 251 LGSS no exterioriza discriminación alguna por razón de sexo, pero teniendo en cuenta el protagonismo cuasi absoluto de las mujeres en la composición de este colectivo de trabajadores, es evidente que son ellas las principales destinatarias de los efectos de esta norma. Así pues, la aparente neutralidad de la norma en cuanto al sexo se desvirtúa por esa circunstancia fáctica, y puede por ello llegar a incurrir en la discriminación indirecta por razón de sexo a la que antes aludíamos que, además, en el presente caso reviste una especial notoriedad por incidir en derechos de carácter básico garantizados incluso constitucionalmente (art. 41 CE)

Sobre tal base y fundamentación de la cuestión prejudicial ‑y sin que entremos aquí en las cuestiones debatidas en el procedimiento en cuanto a su propia admisibilidad formal, o la no aplicabilidad de la Directiva 2006/54‑ el TJUE dictamina en cuanto al fondo del modo siguiente:

La disposición nacional no supone discriminación directa basada en el sexo del sujeto afectado, ya que se aplica indistintamente a los trabajadores y trabajadoras incluidos en el Sistema Especial para Empleados del Hogar.

Respecto a la posible concurrencia de una discriminación indirecta ha de predicarse la misma si la norma sitúa a personas de un sexo determinado en desventaja con respecto a personas del otro sexo, salvo que la norma pueda justificarse objetivamente con una finalidad legítima y que los medios para alcanzar dicha finalidad resulten ser adecuados y necesarios.

En cuanto a lo primero, destaca el TJUE que los propios datos estadísticos aportados por la TGSS acreditan un porcentaje de participación de las mujeres en este colectivo del 95,53% dato que, al ponerlo en contraposición con el porcentaje del 48,96% que representan las mujeres en el Régimen General, evidencia de modo palmario el enorme protagonismo de las mujeres en este concreto régimen que se ve privado de la posibilidad de cotizar por desempleo. Por tanto, el primero de los elementos -la discriminación indirecta- aflora de modo claro y así es evidenciado por el propio TJUE.

Y en cuanto a la posible existencia de factores objetivos de justificación de la norma, que permitieran compensar los efectos de aquella discriminación indirecta, señala el TJUE que si bien dicha apreciación corresponde en último término al juez nacional, corresponde en todo caso al Estado miembro demostrar que concurren esos elementos justificativos.

En el presente caso el Gobierno español y la TGSS invocaron una serie de características específicas de este colectivo (elevadas tasas de empleo, escaso nivel de cualificación y retribución asociada, y considerable porcentaje de trabajadores no afiliados al Sistema de la Seguridad Social que resultaban opacos al procedimiento de inspección por la inviolabilidad del domicilio en el que desempeñan sus funciones) y sobre la base de estas características peculiares se argumentó que el incremento de las cargas y de los costes salariales asociados a la posibilidad de cotizar para cubrir la contingencia de desempleo podría, paradójicamente, traducirse en la práctica en una menor protección de los empleados del hogar al fomentar situaciones de trabajo ilegal y de fraude a la Seguridad Social, teniendo como única contrapartida benefactora la protección frente a una contingencia -la del desempleo- que apenas se da en este colectivo de trabajadores, habida cuenta de las altas tasas de empleo que presentan los mismos. Por tanto, se concluía, esa finalidad última de lucha contra el empleo ilegal y el fraude a la Seguridad Social -que, precisamente, constituyen objetivos generales de la Unión‑ dotan a la norma nacional de una función legitimadora que contrarresta la posible concurrencia de discriminación indirecta.

El TJUE compra en principio dicho argumento, pero entiende que ha de analizarse si realmente la norma se aplica de manera coherente y sistemática para la consecución de tal objetivo, lo cual obligaría a demostrar que el colectivo de trabajadores excluidos de la protección contra el desempleo se distingue de manera pertinente y objetiva de otros colectivos de trabajadores que sí gozan de tal protección.

A este respecto, y atendiendo a que existen otros colectivos de trabajadores que, aun reuniendo las características invocadas respecto a los trabajadores empleados del hogar y aun desarrollando también su relación laboral en domicilios de empleadores no profesionales (por ejemplo, jardineros), gozan sin embargo de protección frente al desempleo, entiende el TJUE que falta en la norma discutida ese necesario requisito de traducirse en una aplicación coherente y sistemática con su objetivo.

Y si a ello se le une que la falta de acceso a la protección por desempleo conlleva, asimismo, la correlativa falta de acceso a otras prestaciones, concluye el TJUE que la norma entraña una mayor desprotección social de los empleados del hogar que se traduce en una situación de desamparo social (sic) por lo que, sin perjuicio de la labor de comprobación que compete al juez nacional, ello le lleva a declarar que la Directiva 79/7/CEE del Consejo, de 19 de diciembre de 1978 se opone a un disposición nacional como el artículo 215 de la LGSS.

Y ahora ¿qué?

Pues, más que probablemente, esta sentencia del TJUE impulse definitivamente la ratificación por España del Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre las trabajadoras y los trabajadores domésticos, adoptado en el año 2011, y que el gobierno español se comprometió formalmente a ratificar hace ya casi un año. Y esta ratificación servirá de base normativa para la ulterior modificación de la LGSS admitiendo para los trabajadores sujetos al Régimen Especial de empleados del hogar la posibilidad de cotización por la contingencia de desempleo.

Sólo el transcurso de un plazo razonable tras esa previsible reforma permitirá constatar si los temores avanzados por el propio gobierno español y la TGSS ante el TJUE (aumento del trabajo ilegal y del porcentaje de fraude al sistema de protección social) se convierten en certeza.

 

Notas

  1. Durante la fase álgida de la pandemia se habilitó, a través del Real Decreto-ley 11/2020, de 31 de marzo y la Resolución de 30 de abril de 2020, del Servicio Público de Empleo Estatal, un subsidio extraordinario de carácter temporal, destinado al colectivo de empleados del hogar, del que se podían beneficiar ante la falta de actividad, la reducción de las horas trabajadas o la extinción del contrato como consecuencia de la crisis sanitaria del COVID-19.

La Ley Trans y el consentimiento (reproducción de la Tribuna publicada en ABC)

Que el infierno está lleno de buenas intenciones lo dijo ya San Bernardo de Clairvaux allá en el siglo XII. Camus, más preciso, dice en su novela La Peste que la buena voluntad puede hacer tanto mal como la malevolencia,  si no se acompaña de conocimiento. Nadie duda de la buena voluntad del borrador de Ley Trans: su objetivo declarado es la protección de las personas trans, lo que es encomiable pues todos los estudios concluyen que son un grupo especialmente vulnerable a la discriminación y a la violencia. Hay que recordar también que la intersexualidad, es decir la condición de personas que tienen caracteres físicos de ambos sexos es una realidad que afecta a muchos miles de personas (el 0,02% de la población). Pero la buena intención no basta y la orientación de la Ley puede desproteger a muchas personas, también vulnerables.

La principal novedad de la Ley es reconocer el derecho a la autodeterminación de la identidad de género, es decir que cualquiera puede decidir cambiar su sexo sin necesidad de diagnóstico médico o psicológico alguno. No se exige la condición de intersexualidad ni ningún  tratamiento (hormonas, operaciones) previo o posterior al cambio. Basta el consentimiento individual a través de una solicitud al encargado del Registro Civil en la que se manifieste el sexo elegido, sin necesidad de información previa y prohibiéndose expresamente que se exija  “informe médico o psicológico alguno”. El objetivo de esta simplificación extrema es agilizar el trámite y la falta de examen de capacidad persigue no patologizar la disforia sexual, es decir no considerar como una enfermedad la situación del aquél que no se siente identificado con su sexo.

Pero la supresión de cualquier exigencia de capacidad o información tiene importantes riesgos. Por un lado, porque el control de capacidad no es un castigo para los menores -ni para las personas con enfermedades psiquiátricas o con discapacidad intelectual- sino una forma de protegerlas de terceros y de sí mismas. Por otro, porque el consentimiento no es digno de tal nombre si no está adecuadamente informado: incluso para actos mucho menos importantes de personas plenamente capaces (contratar un préstamo o un fondo de inversión) la Ley impone exigentes requisitos de información previa. Es evidente que una decisión de cambio de sexo tomada sin la necesaria capacidad, reflexión o información puede suponer gravísimos daños, y que el riesgo afecta sobre todo a los más vulnerables.

Esto se hace evidente en el caso de los menores. La Ley Trans equipara a los mayores de 16 a los adultos, sin que deban intervenir sus padres ni el Juez ni el Ministerio Fiscal, como sucede en general para todas las decisiones importantes de los menores de 18. Es cierto que la sentencia del Tribunal Constitucional de 18/7/2019 admitió el cambio registral de sexo de un menor, pero porque en ese caso existía consentimiento paterno y se acreditaba la “suficiente madurez” y una “situación estable de transexualidad”; también porque no existían en la ley alternativas como el simple cambio de nombre. En la nueva Ley, no se exige ningún requisito a los mayores de 16 y los mayores  de 12 también pueden pedir el cambio de sexo con el consentimiento de uno solo de sus progenitores, sin información ni examen de madurez o capacidad, ni intervención de juez o fiscal.

La experiencia en otros países de nuestro entorno demuestra que la preocupación por la madurez del solicitante responde a riesgos reales. Una reciente sentencia de la  High Court de Londres (caso Keira Bell) ha condenado al servicio de salud inglés a indemnizar a una menor que se arrepintió de su cambio de sexo, por no haberla informado adecuadamente sus consecuencias del cambio de sexo ni contrastado su madurez. Además advirtió a los médicos que tratan a personas de 16 o 17 años deberían solicitar la aprobación judicial del cambio de sexo. No se trata de un caso aislado. En los últimos años se ha producido un enorme  aumento de la disforia de género entre chicas adolescentes que no tenían ningún antecedente en la infancia, como pueden ver en este gráfico.

Esto ha hecho saltar las alarmas entre los psicólogos.Un estudio de la catedrática de la Universidad de Brown Lisa Littman reveló que muchos de estos casos tenían características semejantes: no había antecedentes de disforia en la infancia, aparecían de manera súbita en la adolescencia, a menudo combinados con dificultades de ajuste social, insatisfacción con su aspecto físico y depresiones. La autora plantea la hipótesis de que esa súbita aparición de la disforia responde a respuestas adaptativas al estrés social. El profesor de la Universidad de Mc Gill  S. Veissiere señala (aquí) que está comprobado que las mujeres, debido a su mayor sensibilidad a las señales sociales, son mucho más propensas a estos fenómenos llamados sociogénicos, lo que puede explicar que este incremento de la disforia tardía afecte sobre todo a chicas adolescentes. También organizaciones feministas y de lesbianas temen que se puede estar orientando al cambio de sexo a personas que simplemente tienen una orientación sexual distinta (aquí).

El caso de Keira Bell ha visibilizado los problemas de otras chicas que quieren revertir su decisión. Hay que tener en cuenta que aunque la Ley Trans no lo exige, en la práctica el cambio de sexo va siempre acompañado de tratamientos médicos en la adolescencia (ver este artículo). La Ley viene a considerarlo el camino normal al prever “el bloqueo hormonal al inicio de la pubertad, para evitar el desarrollo de caracteres sexuales secundarios no deseados; y el tratamiento hormonal cruzado … a fin de propiciar el desarrollo de caracteres sexuales secundarios deseados”. Estos tratamientos no son totalmente reversibles y hacen casi imposible, y enormemente traumático, el cambio de opinión posterior. Este artículo del Economist señala que varios estudios médicos muestran que entre el 61% y el 98% de los niños que presentan trastornos relacionados con el género en la adolescencia se reconciliaron con su sexo natal antes de la edad adulta. Todo esto está provocando un cambio de tendencia: las derivaciones de niños a las clínicas de género se han frenado en Reino Unido, han caído un 65% en Suecia, y Finlandia ha cambiado su regulación para garantizar un asesoramiento adecuado.

El que la Ley permita que los padres soliciten el cambio de sexo de niños menores de doce años plantea el problema de si cabe la representación en actos personalísimos, pues es difícil pensar en algo más personal e íntimo que esa decisión. Y eso no cambia porque consienta el menor, por la misma razón que a nadie se le ocurre defender el matrimonio infantil cuando la niña está de acuerdo: es evidente la posibilidad de influencia de los mayores y la insuficiente madurez de un niño para comprender todas las consecuencias. Eso no debe impedir garantizar el respeto a los niños que se manifiestan con un género distinto al físico (admitiendo incluso el cambio de nombre sin cambio de sexo), ni prestar atención médica y asesoramiento especial a las personas intersexuales.
La Ley Trans hace de la voluntad el elemento central, pero al no establecer ninguna exigencia de asesoramiento, autenticidad, seriedad y madurez, no garantiza que se trate de un consentimiento verdadero. Los problemas que ya se han manifestado en países de nuestro entorno han revelado las complejidades de la llamada autodeterminación de sexo: las buenas intenciones pueden llevar a situaciones dramáticas e irreversibles a personas vulnerables, en particular a adolescentes con dificultades de adaptación. La cuestión merece mayor estudio y reflexión y evitar dogmatismos, pues -como decía también Camus- el vicio más desesperante es el de la ignorancia que cree saberlo todo.

 

 

La complejidad de la “Ley Trans”

La conocida como ley trans, o ley de identidad de género, no ha hecho sino generar polémica mucho antes de que se haya conocido cualquier articulado. Los derechos de las personas transexuales se han convertido para muchos colectivos, particularmente los colectivos de izquierdas, en la siguiente frontera de los derechos civiles. Una deuda con el colectivo trans que el actual gobierno quiere saldar con la promulgación de una legislación específica que proteja el derecho de cualquier persona a cambiar su sexo o identidad sexual.

Para una sociedad como la española que, tradicionalmente, se ha distinguido por su respeto y tolerancia en cualquier ámbito relacionado con la identidad sexual, difícilmente el reconocimiento del derecho a cambiar de sexo generará mucha contestación social. Más aún si consideramos que la realidad de las personas trans sigue estando marcada por la discriminación y la precariedad. Y, sin embargo, algunas cuestiones requerirán una mayor reflexión por sus profundas implicaciones, especialmente en lo que se refiere a los menores.

La polémica surge por la incorporación en la ley de la teoría queer, surgida en Estados Unidos a finales del sigo XX, enmarcada en la “disidencia sexual” y la “deconstrucción de las identidades”. El concepto básico que postula esta teoría es que no solo el género, sino también el sexo, son construcciones sociales, y por tanto no están relacionadas con la biología. Cualquier persona podría ser hombre o mujer, independientemente de lo que sus características biológicas puedan indicar. Es la propia percepción de cada persona la que debe determinar su sexo. Lo que se ha denominado “género fluido”.

La teoría queer ha provocado numerosos enfrentamientos con el feminismo clásico. No deja de sorprender y entristecer que mujeres que durante décadas han luchado por la igualdad en los derechos de hombres y mujeres y que por ello han sufrido incomprensión, violencia y persecución, mujeres que hasta hace pocos años eran consideradas iconos de la lucha feminista, sean ahora consideradas “tránsfobas”, y hayan sido condenadas al ostracismo y a la persecución social. Es fácil entender el punto de enfrentamiento: si cualquier persona con su mero testimonio pasa a ser mujer, algunas cuestiones por las que el feminismo ha luchado durante décadas podrían quedar en entredicho.

La polémica no es nueva. En el ámbito del deporte esta cuestión lleva generando controversia muchos años. Biológicamente hombres y mujeres tienen mejores desempeños en diferentes disciplinas deportivas según requieran mayores prestaciones de fuerza, potencia o flexibilidad. Para mantener la competición en términos de justicia se mantienen categorías separadas para hombres y mujeres. La pregunta entonces es dónde deberían competir las personas trans. Cualquier hombre que “sintiéndose mujer” compita en la categoría femenina desvirtuaría la competición en disciplinas tan dispares como el ciclismo o el atletismo. Las polémicas se han sucedido en los últimos años, y la ciencia trata de hacer tangible el concepto de “mujer” y “hombre” basado en la mayor o menor presencia de testosterona en el cuerpo de la persona. Es un reto al que aún la ciencia debe dar una respuesta.

Si en un ámbito como el deportivo que precisa unas reglas claras, la situación es compleja, podemos imaginar muchos otros ámbitos donde la situación es más cotidiana, pero no por ello más sencilla: pensemos en la decisión sobre los aseos que deben utilizar las personas trans, o las cárceles donde deberían ser recluidos si cometen algún delito castigado con prisión. Otras dificultades se identifican en cuestiones relacionadas con cuotas reservadas a mujeres en ciertas pruebas físicas en las que de otra forma partirían en desventaja por cuestiones biológicas frente a los hombres (ej: oposiciones al cuerpo de bomberos), o en las logradas tras años de lucha por la igualdad de hombres y mujeres en ámbitos como los consejos de administración. No obstante, todos ellos son problemas que deberían resolverse con voluntad y diálogo. No debería ser éste el principal motivo de preocupación en la cuestión trans.

Quizás para entender mejor las implicaciones es preciso empezar por cuantificar el colectivo de personas trans, con cifras que quizás sorprendan. Todas las culturas desde la antigüedad han reconocido la existencia de una zona indeterminada entre sexos, lo que debería llevarnos a pensar que no se trata de un fenómeno infrecuente. Para cuantificarlo lo más sencillo es empezar por el fenómeno más fácilmente identificable: la intersexualidad. Es un fenómeno conocido desde hace siglos en la profesión médica, pero que suele mantenerse en gran medida oculto para el resto de la sociedad. Intersexuales son aquellas personas que nacen con genitales ambiguos, es decir, a medio camino entre uno y otro sexo. Aunque no hay cifras de este fenómeno en España, en Estados Unidos se considera que un 0,05% de la población nace con órganos sexuales indeterminados. Uno de cada dos mil niños. La cifra no es pequeña y desde luego debería generar más atención.

En el pasado gran parte de la responsabilidad de definir el sexo del recién nacido correspondía al médico. La Universidad Johns Hopkings de Baltimore desarrolló a mediados del siglo XX el que podría considerarse el primer protocolo estándar para guiar a los especialistas para determinar el sexo que debía prevalecer. Si en aquellos años se abogaba por una intervención quirúrgica precoz, hoy estos protocolos ya no se consideran admisibles. La existencia de la intersexualidad por sí sola justifica una legislación que ampare a estas personas con derechos específicos. Este fenómeno, dentro de todo el rango de la identidad de género, es probablemente el más sencillo, al estar mucho más cercano al concepto “biológico” del género. A partir de aquí, nos adentramos en cuestiones mucho más complejas.

La idea del sexo como algo “fluido” plantea pocos problemas en la edad adulta, pero genera dificultades más serias en esas edades donde las identidades son más confusas: la pubertad y la adolescencia. Si un adulto quiere cambiar de sexo, no plantea más problemas que aquellos que han generado cierta controversia con los colectivos feministas. Problemas que no parecen de imposible solución. Hay ya tantos testimonios que muestran la necesidad que sienten muchas personas de cambiar de sexo y las tremendas dificultades psicológicas y vitales que sufren al no identificarse con el sexo que biológicamente les ha correspondido que caben pocas discusiones. Hombres y mujeres encerrados en un cuerpo equivocado merecen que sus derechos sean reconocidos en una forma apropiada.

Sin embargo, si un niño o un adolescente plantea la misma necesidad, los problemas se convierten en mucho más serios. Si consideramos que más allá del testimonio de la propia persona no hay hoy en día ninguna característica fisiológica, biológica o psicológica que distinga a una persona trans, en una edad especialmente confusa en los aspectos de identidad, como es la adolescencia, deberíamos ser especialmente cautos.

Los tratamientos asociados al cambio de sexo tienen en gran medida la característica de la irreversibilidad y por tanto cualquier decisión debe tomarse con precaución. El incremento en la aplicación de tratamientos asociados al cambio de sexo, como son los hormonales, en menores, en aquellos países más avanzados en los derechos de las personas trans como son los países anglosajones, han generado cierta inquietud. La pregunta que atormenta a muchos padres es en qué medida es un fenómeno que obedece a una necesidad real de estos menores, y en cuál es un fenómeno de imitación (efecto acumulativo), tan habitual en estas edades. En cinco años el Reino Unido ha experimentado un aumento del 700 por ciento en el número de menores derivados a clínicas de género.

El número tampoco debería plantear mucha controversia, pero algunos estudios han alimentado la preocupación. Douglas Mourray en su libro “la masa enfurecida” recoge referencias a estudios realizados en algunos colegios ingleses, donde el 5% de los alumnos se identificaban como transgénero. Lo preocupante no es por supuesto el porcentaje, sino el perfil de estos alumnos: todos ellos respondían a un perfil muy similar. Muchos habían sido diagnosticados con distintos niveles de autismo y tenían fama de ser poco populares y de no conectar del todo bien con sus compañeros. Hacen falta muchos más estudios para sacar cualquier conclusión, pero la idea de que a los tradicionales problemas de aceptación en la adolescencia algunos menores encontrarían en la transexualidad una vía de escape plantea interrogantes, que al menos merecen atención.

El número de “arrepentidos” en aquellos países que llevan varios años con una legislación que ampara el cambio de sexo se está esgrimiendo como un elemento que debería incitar a ir con más precaución en esta cuestión. Sin embargo, las cifras son aún muy poco significativas.

La cuestión trans ha avanzado tan rápido que cuestionar (o, al menos, pedir) cierta reflexión y rigor sobre estas cuestiones es rápidamente tildado de “transfobia”, lo que no ayuda a tener un debate productivo. El debate ha avanzado tan rápido que provoca cierto vértigo -y rechazo- en muchas personas, lo que debería invitar a la prudencia. Mientras el matrimonio homosexual precisó años para ser legalizado, la cuestión trans se ha abierto paso en el debate legislativo en un tiempo récord.  Esto, en si mismo, no es malo, pero hay que ser consciente de que falta un debate constructivo y mucha pedagogía.

En medio del ruido y la furia que está acompañando este debate algunas cosas sí son exigibles: en el caso de los menores no debería trivializarse sobre el impacto de los tratamientos aplicados, no solo de las operaciones quirúrgicas, sino también de los tratamientos hormonales. Huir de la frivolidad es un primer paso importante. Para los padres, estas situaciones nunca son sencillas, y aunque cualquier psicólogo sabe que la aceptación de la transexualidad de un hijo por parte de los padres es el primer paso para su felicidad, los padres, como los niños, merecen más orientación e información, y menos sectarismo y polarización.

“Naturalmente Superior”: un breve análisis del caso Semenya

El título del presente texto, “Naturalmente superior”, alude al que fue lema de la campaña que el Gobierno de Sudáfrica lanzó para recabar apoyos a una de sus atletas, Caster Semenya, en un asunto que viene ocupando numerosos espacios de la prensa deportiva y que está llamado a cambiar la percepción del género y la especificidad física en el atletismo y en el deporte en general.

En el Campeonato Mundial de Atletismo celebrado en Berlín en agosto de 2009, Semenya, que por entonces contaba con 18 años de edad, ganó una medalla de oro en la prueba de 800 metros finalizando la carrera en 1 minuto, 55 segundos y 45 centésimas y con una ventaja de más de dos segundos sobre la siguiente corredora. La atleta, con un físico notablemente musculoso, había logrado bajar en siete segundos su mejor tiempo en la misma prueba en tan sólo nueve meses, un progreso que de inmediato provocó la suspicacia de la autoridades deportivas desencadenando en una investigación sobre su sexo. Desde entonces la atleta sudafricana se ha visto bajo el escrutinio público por ser lo que se considera una atleta intersexual, término utilizado para describir variaciones en las características de una persona que no encaja en la descripción genética que típicamente diferencia los cuerpos de un hombre y una mujer.

Por orden de la Federación Internacional de atletismo, conocida como IAFF por sus siglas en inglés (International Association of Athletics Federations), Semenya se sometió a unas pruebas de verificación de sexo por una comisión médica formada por endocrinólogos, ginecólogos, médicos internistas, expertos en género y psicólogos. Los resultados del informe nunca se hicieron públicos, pero en julio de 2010 la IAAF comunicó que aceptaba las conclusiones de la comisión médica, certificando su idoneidad para competir en la categoría femenina, lo que permitió a Semenya volver a competir con éxito como mujer sin restricción alguna.

El siguiente movimiento de la IAAF fue introducir un nuevo marco normativo para regular la participación de mujeres con hiperandrogenismo, trastorno caracterizado por una presencia excesiva de andrógenos, cuales son hormonas sexuales masculinas (testosterona, androsterona, androstendiona), en las pruebas femeninas.

La aplicación de tal normativa provocó un precedente para el asunto objeto de nuestro análisis,  que fue la suspensión en 2014 a la atleta india Dutee Chand por laAFI (Federación de Atletismo de la India). Chand  demandó a la AFI y a la IAAF ante el Tribunal de Arbitraje Deportivo conocido como TAS por sus siglas en francés (Tribunal Arbitral du Sport)con sede en Lausana (Suiza). El TAS en su Laudo CAS 2014/A/3759, si bien aceptó la existencia de una diferencia de rendimiento deportivo entre hombres y mujeres en el atletismo de élite entre el 10% y el 12%, mayor en los primeros, determinó que la IAAF no había probado que la normativa de hiperandrogenismo, cumpliera con el objetivo de mantener la equidad en la competición femenina, instando a la IAAF y a la comunidad científica a aportar evidencias que probasen que el reglamento de hiperandrogenismo de la IAAF cumplía  con tal objetivo.

Basado según aseguran, en evidencias científicas que confirman que los niveles de testosterona pueden significar “una gran diferencia” a partir de los 400 metros, el criterio sobre la elegibilidad para la competición de las atletas mujeres con niveles altos de testosterona en pruebas de medio fondo cambió. Se disminuyó el umbral de tolerancia para los niveles de testosterona a la mitad porque, según los estudios a los que alude la IAAF, una mayor proporción aumenta un 4,4 % la masa muscular, entre un 12% y un 26 % la fuerza y un 7,8 % la hemoglobina. Por ello el límite de testosterona se redujo a la mitad fijándose, en 5 nanomoles por litro (o 1442,1 nanogramos por litro; un nanogramo es la milmillonésima parte de un gramo) debiéndose mantener tales niveles al menos durante un periodo continuado de seis mesespara poder competir en pruebas de entre 400 metros y una milla en categoría femenina. Cabe aclarar que los estudios indican que los niveles de testosterona en sangre en el 95% de la población, varían de 0,7 a 2,8 nanomoles por litro en mujeres y de 6,9 a 34,7 en hombres.

Esta normativa, oficial desde noviembre de 2018, obliga a corredoras con niveles altos de testosterona como Semenya, a seguir un tratamiento con hormonas para rebajarlos y poder seguir compitiendo en las carreras de medio fondo.

Semenya, convencida de que tales restricciones resultan discriminatorias y violan los derechos humanos y tras un infructuoso recurso en vía federativa  presentó  apelación ante el TAS. El resultado  fue conocido el pasado 1 de mayo mediante un comunicado de prensa del propio Tribunal. El panel de expertos admitió que la normativa para las atletas con “con disfunciones en su desarrollo sexual” (DSD), como las describe la IAAF, es discriminatoria pero observando las evidencias aportadas por las partes, entendió que “esa discriminación es necesaria, razonable y proporcionada”  pues está dirigida a preservar la integridad del atletismo femenino en determinadas pruebas”. Pese a todo, el Tribunal reconoció la dificultad para encontrar evidencias que justifiquen esa ventaja competitiva real de las mujeres con hiperandrogenismo respecto las demás.

Semenya, en desacuerdo con el contenido del Laudo que viene a reafirmar la facultad autorregulatoria de las federaciones deportivas internacionales, que resulta claramente reforzada en este caso, y directamente perjudicada por una norma que incide sobre las pruebas que comprenden desde los 400 metros hasta la milla, justo las distancias en las que ella compite, recurrió ante el Tribunal Federal de Suiza.

Hace pocos días conocimos que el Tribunal Federal de Suiza ordenó la suspensión cautelar de esta nueva regulación en tanto se resuelve el recurso para evitar los enormes perjuicios que podría tener su aplicación, de modo que  la bicampeona olímpica y tricampeona mundial puede volver a competir sin restricción alguna.

Como se evidencia, no es un caso sencillo, que provoca un debate poliédrico trascendiendo  lo deportivo, incluso lo jurídico.

De un lado,  la comunidad científica aún no ha dado respuesta a la cuestión nada pacífica de si en el estado de la ciencia, se puede ofrecer una prueba médica que dé una respuesta clara sobre el problema de la diferenciación entre sexos y las mutaciones genéticas que pueden incidir en ello.

De otro lado, es forzoso recalcar que los niveles de testosterona de Semenya, si bien son elevados, son endógenos, es decir, logrados sin necesidad de tomar sustancia alguna, no se deben a ningún tipo de práctica ilegal de dopaje. Es precisamente en torno a esta cuestión sobre la que se hace necesaria una reflexión, pues: ¿Está el  TAS, quizá sin intención, observando con cierta permisibilidad una conducta que implique la modificación artificial de las capacidades que la naturaleza otorga a una atleta con este “dopaje inverso”? o bien ¿esta necesidad de las atletas afectadas por hiperandrogenismo de ser sometidas a tratamiento médico para bajar sus niveles naturales de testosterona puede ser concebida como una AUT (Autorización de Uso Terapéuticopor medio de la cual un deportista queda facultado para hacer uso de una sustancia prohibida o un método prohibido de la lista contenida en el Código Mundial Antidopaje, por razones médicas justificadas, durante un tiempo limitado y de acuerdo a los criterios establecidos)?

Por otra parte se ha de tener en cuenta que el asunto va mucho más allá de un único nombre propio, hay más atletas afectadas de hiperandrogenismo, así como nadadoras, ciclistas o halteras. ¿Estamos como el propio TAS confirma ante una discriminación necesaria destinada a homogeneizar a las deportistas para evitar lo que puede llegar a poner en peligro la integridad de la competición femenina? ¿Justifica lo que conocemos como “ Lex Sportiva”,es decir, la aplicación de unos principios y reglas propias de las estructuras del deporte que, en ocasiones, difieren con cuanto rige o se aplica en otros ámbitos, tal discriminación?

Finalmente y sin agotar la materia, cabría plantearse en esta breve reflexión si estamos yendo contra la propia naturaleza de una atleta y sus niveles hormonales deben ser entendidos como un don natural, que pueden en su caso, otorgarle una ventaja competitiva en ciertas destrezas que la disciplina deportiva requiera, comparables, por ejemplo, a las zancadas del legendario Usain Bolt. La propia Semenya, en su comparecencia ante el TAS reivindicaba: “Quiero simplemente correr de manera natural, como lo hago desde que nací”.  

Como ya se anunció se trata de una cuestión muy compleja, sobre la que expertos del mundo de la ciencia y de la ética, juristas, deportistas y federaciones están llamados a reflexionar.

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