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Un acuerdo por la amnistía y contra el Estado de Derecho y la Democracia

La semana pasada se hizo público el acuerdo entre PSOE y ERC para la investidura de Pedro Sánchez. Consideramos que su contenido ataca los principios básicos del Estado de Derecho y de la Democracia y por tanto supone un grave riesgo para la igualdad y los derechos de todos los españoles.

Se concede una amnistía a cambio de votos para una investidura, lo que supone infringir manifiestamente la igualdad entre españoles, pues se trata de que unos políticos compran impunidad a cambio del apoyo de su partido. La primera frase del acuerdo confirma que el acuerdo es “para posibilitar la investidura de Pedro Sánchez”. Que esa es la razón del acuerdo para el PSOE es evidente pues ese partido y su presidente se habían manifestado reiteradamente contra la posibilidad de amnistía, cambiando de opinión tan solo cuando los votos de Junts se hicieron necesarios para la investidura. La referencia del presidente a “hacer de la necesidad virtud” lo confirma, porque la necesidad no es del país, sino del propio Presidente. Un pacto mediante el cual unos políticos amnistían a otros que han delinquido para mantenerse en el Gobierno resulta una ofensa insoportable para cualquier ciudadano que cumple la Ley, pero también para todas las autoridades (policías, jueces, fiscales, autoridades, funcionarios etc..) obligadas a imponer su cumplimiento..

Se sostiene que existe un conflicto entre el principio democrático y el de legalidad, lo que supone negar el Estado de Derecho y poner en peligro los derechos de todos los españoles. En concreto se dice que en Cataluña convivían (y se supone que conviven)  “distintas legitimidades: una legitimidad parlamentaria y popular y una legitimidad institucional y constitucional”. Resulta casi una burla que diga que ambas son imprescindibles, pues la amnistía supone que legitimidad constitucional cede ante una supuesta legitimidad de un Parlamento que actúa al margen de la Ley. Como ha dicho Elisa de la Nuez, produce tristeza tener que explicar que la voluntad popular se expresa a través de la Ley elaborada por un Parlamento democrático con unos requisitos formales y sustantivos. Esa es la expresión de la voluntad popular (ya lo decía la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789), no la que declare un Parlamento autonómico actuando al margen de la Constitución, su Estatuto y su Reglamento. Cuando los políticos dicen que actúan en nombre del pueblo (o de Cataluña, o de España) pero  al margen de la ley, lo que debemos entender es que consideran que tienen un poder ilimitado. Recordemos que esto es lo típico de los populismos. En el mismo sentido, la petición de “desjudicialización de la política” significa que los políticos no estén sometidos a la Ley, pues los jueces no hacen otra cosa que aplicarla. Sin sumisión de todos -y en particular de los políticos- a la ley, no hay democracia sino tiranía de la  mayoría o -como en este caso- de una minoría. Por eso los actos verdaderamente graves del procés fueron las leyes de desconexión de 6 y 7 de septiembre de 2017 pues como dijo el Tribunal Constitucional, las autoridades catalanas se situaron “por completo al margen del derecho”, y pusieron “en riesgo máximo, para todos los ciudadanos de Cataluña, la vigencia y efectividad de cuantas garantías y derechos preservan para ellos tanto la Constitución como el mismo Estatuto. Los deja[ron] así a merced de un poder que dice no reconocer límite alguno”.

El desprecio a la democracia se manifiesta en otras partes del acuerdo. Se dice que la lengua es un mecanismo de integración cuando se está utilizando por los políticos independentistas exactamente para lo contrario. Se habla de un conflicto entre Cataluña y el conjunto de España ignorando que el verdadero conflicto está dentro de Cataluña, donde la mayoría de la población vota a partidos no independentistas. El acuerdo supone prescindir totalmente a más de la mitad de los catalanes (mayoritariamente los de menor renta) lo que no parece democrático ni progresista. El argumento de que es necesario para mantener las políticas progresistas es lo mismo que decir  que el fin justifica los medios. Pero es que no se obtendrá el fin: ni los derechos sociales ni los demás pueden subsistir si quedan al arbitrio del poder que no respeta ningún límite. Además ¿Que impedirá mañana a los gobiernos de otro signo amnistiar a otros políticos o delincuentes a petición de un grupo minoritario? ¿Qué tiene esto de progresista? 

Es muy grave que el acuerdo lo firme el PSOE, el partido -de los existentes- que más ha contribuido a la Transición y la institucionalidad democrática nacida en 1978. Si un partido que ha construido y defendido el sistema está dispuesto a malbaratar el Estado de Derecho por alcanzar el Gobierno todos estamos en grave peligro. Es urgente la movilización de la ciudadanía, y especialmente de los simpatizantes del PSOE para evitar la deriva a una democracia populista, en la que todo está permitido para que no gobiernen “los otros”. La respuesta cívica debe realizarse con escrupuloso respeto a la ley y a las instituciones. Es necesario que cada autoridad e institución esté en su lugar: ni se puede pedir a la Casa Real que se salga de la estricta neutralidad institucional, ni se pueden retorcer las normas ni abusar de los procedimientos, ni mucho menos recurrir a cualquier tipo de violencia. El fin no justifica los medios en ninguna dirección. Como primera medida, desde Hay Derecho, les animamos hoy a unirse a nuestra petición de que no se apruebe la amnistía

 

Corrupción democrática

Este artículo es una reproducción de una Tribuna de El Mundo.

Se acerca ya el final del año y podemos hacer un primer balance del acelerado deterioro institucional que estamos viviendo y que empieza a parecer irreversible. Hemos constatado como el PP y el PSOE, incapaces de ponerse de acuerdo en nada que afecte a los intereses generales de los ciudadanos (ahí tenemos como botón de muestra la gestión de una pandemia mundial, politizada hasta el extremo, como todo lo que tocan nuestros partidos políticos) no tienen ningún problema en repartirse los cromos en las instituciones de control y contrapeso del poder, degradándolas hasta extremos que hubieran parecido imposibles no ya cuando se aprobó la Constitución, sino hace unos pocos años. No es sólo que el reparto partidista y su justificación resulta de un cinismo insoportable -nos lo venden como un gran pacto de Estado nada menos que para regenerarlas y despolitizarlas- o que los candidatos sean afines a un partido u otro: es que, como lógico colofón, algunos de ellos carecen totalmente de la capacidad, formación y experiencia que son necesarias para el puesto. Como botón de muestra, pueden echar un un vistazo a los perfiles profesionales de algunos de los elegidos para el Tribunal de Cuentas. Pero, lo que es peor, no faltan tampoco los que carecen de las mínimas credenciales de honestidad e integridad necesarias para ocupar cargos de esta relevancia. Que por el camino se desvanezca la legitimidad y la autoridad de instituciones claves para nuestra democracia como el Tribunal Constitucional, convirtiéndolas en una especie de terceras cámaras sometido a los mismos vaivenes partidistas que el Congreso y el Senado no parece preocupar demasiado a nadie. Ya tendremos ocasión de lamentarlo.

Hemos visto, también en estos últimos días, cómo varios Consejeros del Govern catalán manifiestan abiertamente que no piensan cumplir sentencias firmes de los Tribunales de Justicia. Es cierto que hay demasiados casos en que las propias Administraciones no ejecutan voluntariamente las sentencias que no les gustan, o intentan dilatar o bloquear su ejecución incluso mediante la aprobación de leyes que lo impiden; pero quizás la novedad (puesto que, desgraciadamente, desacreditar o tachar de franquistas o fachas a los jueces que las dictan ya no lo es) consiste en proclamar a los cuatro vientos la voluntad de desobedecerlas con una mezcla de argumentos ideológicos, políticos o de puro y simple ejercicio del poder: no cumplo porque puedo no hacerlo. Con independencia de la cuestión de fondo (en este caso, la inmersión lingüística en las escuelas catalanas) lo que conviene es advertir que cuando los poderosos se pueden permitir desobedecer las sentencias que les desagradan -y nada hay más poderoso que un Gobierno o una Administración pública- los ciudadanos tenemos un problema muy grave. Efectivamente, nuestras Administraciones están constitucionalmente obligadas a actuar “con objetividad al servicio de los intereses generales” y “con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”. Por esa razón, disfrutan de una serie de privilegios materiales y procesales que la convierten, como decían los administrativistas clásicos, en una “potentior persona”, es decir, una persona con mucho más poder que un particular.  Por eso, recordando a Cicerón, si queremos ser libres necesitamos que no solo nosotros sino también nuestras Administraciones y nuestros Gobiernos sean esclavos de las leyes.

Por tanto, cuando este poder se usa en contra o al margen del ordenamiento jurídico, el riesgo para el ciudadano se multiplica: esto es lo que sucede cuando se incumplen las sentencias judiciales firmes que garantizan la aplicación de las leyes democráticas vigentes y, con ellas, nuestros derechos y libertades. Se trata de una deriva autoritarita muy fácil de identificar en países de nuestro entorno con gobiernos nacionalistas xenófobos y conservadores; el que cueste tanto hacerlo en España con un gobierno nacionalista de las mismas características es, como es sabido, una peculiaridad española difícil de explicar y no sólo por la situación de un Gobierno minoritario necesitado del apoyo de partidos independentistas y/o populistas que demuestran todos los días su desprecio por el Estado de Derecho y la democracia representativa liberal. Creo que también tiene que ver con una concepción de la política radicalmente presentista, de la que participan por igual todos los partidos, en la que sólo cuenta el momento actual, el mantenimiento en el poder (o su consecución) y el tuit o el slogan. No hay nunca tiempo ni ganas de consideraciones institucionales de más largo alcance. La consecuencia es la débil respuesta desde el Estado a los desafíos que se van sucediendo y que convierten en papel mojado el ordenamiento jurídico democrático. Insisto: si las sentencias no se cumplen, sólo se respetarán las leyes y los derechos de los ciudadanos (o de algunos de ellos) cuando así lo tengan a bien los poderes públicos, de forma graciable y no obligada. Se trata de una regresión a épocas que creíamos felizmente superadas, en las que el respeto de los derechos y libertades depende más del favor del gobernante de turno que de los mecanismos de tutela de que dispone el Estado de Derecho. Ya decía Burke que no hay poder arbitrario que conceder en una democracia.

Pero no se trata sólo de un problema de los nacionalismos periféricos, de gobiernos en minoría o de oposiciones irresponsables; tenemos otros muchos ejemplos de la gravedad de nuestra enfermedad institucional que se mueven en otras coordenadas y que convendría no ignorar. Recientemente hemos visto como en la Fiscalía General del Estado se abren (y no se cierran) de forma cuanto menos sospechosa expedientes disciplinarios a fiscales que llevan casos de corrupción muy mediáticos en los que interviene el despacho de la pareja de la actual Fiscal General, y ex Ministra de Justicia del Gobierno socialista. Para evitar las explicaciones, se invoca nada menos que el secreto y la confidencialidad de las actuaciones en las que han intervenido fiscales que actúan como su mano derecha. La conclusión es demoledora: si esto le puede ocurrir a un fiscal especializado en tramas de corrupción ¿qué puede esperar un simple funcionario o empleado público denunciante de corrupción?

Por si esto fuera poco, ya no se respetan mínimamente los procedimientos legalmente establecidos: así, se convoca formalmente un proceso de selección en el BOE para cubrir las vacantes de Presidente y adjunto en la Agencia Estatal de Protección de Datos días después de que se hayan anunciado los nombres de las personas seleccionadas por los partidos. Una auténtica tomadura de pelo, especialmente para otros posibles candidatos que consideren que reúnen los requisitos y que podrían interponer un recurso ante los Tribunales de Justicia muy fácilmente. Efectivamente, la minuciosa regulación de ese proceso de selección se encuentra recogido en el Real Decreto 389/2021, de 1 de junio, recientemente aprobado por el Gobierno, por el que se aprueba el Estatuto de la Agencia Española de Protección de Datos. Se establecen unas bases de la convocatoria y un Comité de selección (eso sí, controlado por el Ministerio de Justicia) y hasta un posible Consejo asesor. ¿Todo esto para refrendar a los candidatos que ya han sido elegidos por los partidos? Me pregunto si a nuestros políticos les importa algo lo que dicen las normas que ellos mismos aprueban. También me pregunto por la humillación que supone formar parte de un Comité de selección títere de los partidos. Da todo mucha vergüenza.

Cierto es que esta forma de proceder no es poco habitual y se usa también para cubrir vacantes en las Administraciones con “fieles” elegidos a dedo, justificándolo después mediante un proceso de selección “ad hoc”.  Pero estos casos, si son llevados a los Tribunales de Justicia, acaban normalmente con la anulación de los nombramientos. Lo llamativo es que, cuando se trata de puestos mucho más relevantes, nadie se escandalice: hasta tal punto se ha asumido la lógica perversa de que son cargos a repartirse por los partidos que quedan al margen de las reglas del ordenamiento jurídico.

La pasividad de la sociedad frente a estos escándalos institucionales hace el resto. Unas veces por desconocimiento, otras por desistimiento, nos vamos acostumbrando a un tipo de episodios que, sencillamente, degradan nuestra democracia y nos llevan hacia el iliberalismo, en la misma dirección de otros países europeos o incluso latinoamericanos.

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