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La mala regulación cuesta (mucho) dinero

Acabamos de conocer la sentencia del Tribunal Constitucional en la que, por unanimidad, se declaran inconstitucionales determinadas medidas del Impuesto sobre Sociedades introducidas por el Real Decreto-ley 3/2016, de 2 de diciembre.

El Real Decreto-ley introducía determinadas disposiciones dirigidas a “la consolidación de las finanzas públicas y otras medidas urgentes en materia social”. La extraordinaria y urgente necesidad, requerida para legitimar el uso del Real Decreto-ley, venía justificada por el hecho de que las autoridades comunitarias habían solicitado a España que adoptase medidas para remediar la situación de déficit público excesivo.

Se trataba de tres medidas que establecían para las grandes empresas límites más severos para la compensación de bases imponibles negativas (llegando, por cierto, al límite más estricto de los países de nuestro entorno), así como un nuevo límite para la aplicación de las deducciones por doble imposición y, obligaban a integrar automáticamente en la base imponible los deterioros de participaciones que hubieran sido deducidos en ejercicios anteriores. Las medidas se cuestionaron por atentar contra la capacidad económica y la seguridad jurídica e incluso por su dudoso respeto a los Convenios para evitar la doble imposición.

Pero la causa de la declaración de inconstitucionalidad no ha sido la idoneidad de las medidas sino el instrumento legislativo por el que se adoptaron: el Real Decreto-ley. Es decir, se trata de una cuestión de correcta técnica legislativa, de buena técnica jurídica ya que el Tribunal “considera que la aprobación de dichas medidas por Real Decreto-ley ha vulnerado el art. 86.1 CE, pues mediante dicho instrumento normativo no se puede “afectar a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I”. En concreto, estima afectado el deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos que establece el art. 31.1 CE.” Tal como declara la nota de prensa del propio Tribunal.

Por lo tanto, el problema no es otro que el que se viene denunciando continuamente en distintos foros y desde distintas instituciones: una perversión de la utilización del Real Decreto-ley, que se ha convertido en un instrumento “ordinario” para legislar, con el consiguiente menoscabo del papel del Parlamento.

Las cifras hablan por sí solas, durante el Gobierno del presidente Rodriguez Zapatero se adoptaron un total de 109 decretos-leyes frente a 307 leyes, durante el gobierno del presidente Rajoy el número fue de 106 decretos-leyes frente a 186 leyes y, finalmente, en lo que lleva de gobierno el presidente Sánchez, el número de decretos-leyes ha superado al de leyes: 142 decretos-leyes y 139 leyes. Por si fuera poco, hay que tener en cuenta que una gran parte de estas leyes son la convalidación de los decretos-leyes anteriormente adoptados.

El Real Decreto-ley que nos ocupa, era complementario de otro, el 2/2016, por el que se establecía un importe mínimo para los pagos fraccionados en el Impuesto sobre Sociedades calculado sobre el resultado contable, en lugar de sobre la base imponible del periodo, sobre el cual debería calcularse en buena técnica tributaria.

Desde el principio, las medidas de ambos decretos-leyes planteaban serias dudas de constitucionalidad, tanto por considerarse que podían atentar contra la capacidad económica y la seguridad jurídica, como por el instrumento jurídico por el que se habían introducido. Consciente de esta circunstancia, el Gobierno procedió a incorporar la medida regulada por el Real Decreto-ley 2/2016 mediante la Ley de Presupuestos Generales del Estado de 2018. De esta forma, se pretendía dar rango legal a la modificación, si bien nuevamente, no se acudió a la tramitación ordinaria, sino que se utilizó otro atajo: la Ley de Presupuestos Generales del Estado, para la que también imperan ciertos límites a la hora de modificar leyes tributarias, tal como ha señalado, en una jurisprudencia consolidada, el propio Tribunal Constitucional.

Por este motivo el Tribunal Constitucional en su sentencia del 7 de julio del 2020 declaró inconstitucional y nulo el Real Decreto-ley 2/2016 pero en este caso la declaración solo tuvo efectos para los ejercicios 2016 y 2017, ya que con posterioridad operaba la modificación legislativa introducida por Ley. En cualquier caso, el asunto no ha quedado zanjado ya que sobre la norma siguen pesando dos amenazas de inconstitucionalidad: el uso de la ley anual de Presupuestos y la posible vulneración del principio de capacidad económica.

La cuestión es porque no se introdujeron mediante una ley las disposiciones que ahora se anulan cuando, desde el principio, hubo dudas de su constitucionalidad y estas dudas se convirtieron prácticamente en certezas una vez que se dictó la sentencia anulando el Real Decreto-ley 2/2016.

Cabe recordar que el Real Decreto-ley que ahora se anula se convalidó por el Parlamento con los votos a favor del Partido Popular en el gobierno como del Partido Socialista. Posteriormente, ni durante los siguientes dos años de gobierno del presidente Rajoy, ni durante los seis que llevamos de gobierno del presidente Sánchez, se ha adoptado una ley para salvar la más que probable tacha de inconstitucionalidad de las medidas, advertida incluso por el denominado Libro Blanco sobre la Reforma Tributaria encargado por el Gobierno al denominado Comité de Personas Expertas.

Es difícil entender porque esta situación no se subsanó cuando la sentencia que ahora conocemos estaba clara sobre todo desde el año 2020. Sea por lo que fuere, la situación a día de hoy es lamentable ya que el tesoro público tendrá que devolver al contribuyente las cantidades indebidamente abonadas junto con los intereses de demora, la factura es milmillonaria.

En este sentido, probablemente lo más discutible de la sentencia haya sido la limitación de efectos, ya que la sentencia declara que no son situaciones susceptibles de ser revisadas aquellas obligaciones tributarias devengadas que, a la fecha de dictarse la sentencia, hayan sido decididas definitivamente mediante sentencia con fuerza de cosa juzgada o mediante resolución administrativa firme y, tampoco, aquellas liquidaciones que no hayan sido impugnadas a la fecha de dictarse la sentencia, ni las autoliquidaciones cuya rectificación no haya sido solicitada a dicha fecha. Se limitan así sus efectos, en los mismos términos que hizo el Tribunal en la sentencia de 26 de octubre de 2021, sobre la plusvalía municipal.

La limitación de efectos es muy cuestionable, como bien plantea, en su voto particular, el magistrado Enrique Arnaldo Alcubilla ya que, la declaración de la nulidad de una disposición debe suponer “la definitiva y total eliminación de esa norma del ordenamiento jurídico, como si nunca hubiera existido”, por lo que no se deberían de limitar los efectos de la declaración de nulidad salvo en casos excepcionales. Acertadamente señala el magistrado que “la limitación de efectos de la sentencia es la consecuencia que esta asocia a aquel contribuyente que cumplió con la norma, confiando en su presunción de constitucionalidad”.

Es decir, esta jurisprudencia del Tribunal obliga al ciudadano, al contribuyente, a desconfiar del Estado ya que, en el supuesto de que la norma se declare nula, no va a verse beneficiado salvo que haya impugnado su propia declaración, obligándole a litigar con el consiguiente aumento de la conflictividad (y los costes derivados, tanto para la administración como para las empresas), y lo que es peor, a desconfiar de que el Estado repare su situación cuando fue indebidamente afectado por una norma que vulneraba la Constitución.

Pero es que adicionalmente, no parece que la limitación de efectos vaya a tener muchas consecuencias, ya que las empresas, a la vista de la sentencia sobre la plusvalía municipal, en su gran mayoría habían impugnado sus autodeclaraciones. El principal inconveniente de impugnarlas es que se interrumpe la prescripción, pero los afectados, en su mayoría grandes empresas, están siendo continuamente inspeccionadas lo que también tiene el efecto de interrumpir las prescripciones, así que, ante la duda, la mayoría han impugnado sus autodeclaraciones ya que no pierden gran cosa.

El impacto de la devolución va a ser enrome, según se estimó en su momento, las medidas introducidas pretendían aumentar la recaudación en el año 2017 en 4.220 millones de euros, a lo que hay que multiplicar por los años transcurridos añadiendo los intereses de demora.

Es decir, tal como afirmó rápidamente en redes sociales la Ministra de Hacienda, va a costarle mucho dinero a la hacienda pública, “el dinero de todos los contribuyentes” acusando al gobierno anterior, con ninguna autocritica ni reconocimiento de su responsabilidad.

Y las consecuencias no se limitan a las devoluciones, sino que la recaudación del impuesto sobre sociedades se va a ver seriamente afectada. Al ejercicio 2023, que se va a declarar este año, no se le aplican las medidas anuladas ya que está devengado, por lo que cualquier modificación legislativa para introducirlas sería retroactiva y habrá que ver, si se pueden introducir cambios para los próximos ejercicios, dada la actual composición del Parlamento que complica extraordinariamente cualquier tramitación de ley.

Podemos concluir señalando que lamentablemente nos tenemos que enfrentar a una situación evitable, derivada de una mala legislación, que va a suponer devoluciones millonarias y que la recaudación del impuesto sobre sociedades del ejercicio 2023, y veremos los siguientes, se vea seriamente comprometida.

La importancia de no fraccionar la AEAT: Una reflexión personal sobre el aspecto financiero de los acuerdos de investidura

En estos últimos días estamos asistiendo desde el patio de butacas de nuestra sociedad a un espectáculo representado en un escenario que proyecta la versión más triste de España. 

La obra se organiza en varios actos que reproducen escenas en las que los actores se separan en dos grandes bloques: por una parte, están los actores que conocen bien el papel que interpretan y que, por lo tanto, siguen al pie de la letra lo escrito por el creador porque son leales y fieles al papel original. 

Por otra parte, se encuentran el resto de actores que pretenden hacer una obra nueva, con un guion inventado, que poco o nada tiene que ver con la que el autor ha escrito. Las razones de esta desviación son diversas: su actuación, piensan en su foro interno, es demasiado brillante como para ponerla a la altura de aquellos que pretenden seguir lo que el literato ha dejado por escrito. Su originalidad supera con creces la del resto de los actores y su soberbia nubla su entendimiento de tal manera que, al final de la representación el patio de butacas emite conjuntamente carcajadas y llantos ante el lamentable espectáculo que allí se está ofreciendo. 

Pues bien, como si de una obra de teatro mal representada se tratara, en España estamos asistiendo en estos últimos tiempos a una triste exhibición que elimina todo atisbo de razón, dejando paso libre al atropello.  

El atropello al que quiero referirme para explicar cómo terminará esta obra si la actuación sigue adelante, tal como parece que se va a producir si ningún apagón de luces de escena lo impide, se centra en la separación, y en las consecuencias que dicha separación conlleva desde el punto de vista financiero, de una de las regiones que forma parte de la unidad nacional que es España. 

La llamada “cuota de la solidaridad” (absolutamente insolidaria), demandada por un sector de la política fuertemente conservador y que desea la separación de una parte de nuestra nación, de hacerse realidad, implicaría un paso atrás en el sistema de financiación de las 15 comunidades autónomas a las que se aplica el llamado “régimen común” y la conculcación de los principios tributarios fundamentales sobre los que se asienta nuestro actual sistema tributario español: generalidad, capacidad económica, igualdad, eficiencia y justicia tributarias se verán pisoteadas a cambio de unos pocos votos. 

La aplicación del sistema tributario en este territorio, hasta ahora encomendada en sus grandes figuras tributarias a la Administración General del Estado, se dividirá y quedará en manos exclusivas de la administración de esa región, quedando fraccionada y probablemente herida de muerte la Agencia tributaria que desempeña una labor importantísima de servicio a nuestros ciudadanos. Los inspectores de Hacienda somos plenamente conscientes de las consecuencias que todo esto implicará en materia de gestión y recaudación de impuestos, de comprobación y de lucha contra el fraude fiscal y de la función que tiene este organismo como eje vertebrador de determinadas ayudas sociales del Estado. 

La Agencia tributaria se asienta en tres grandes principios que cabe recordar de vez en cuando para no olvidar el importante papel que desempeña en nuestra sociedad: 

En primer lugar, la Agencia tributaria es la caja única que gestiona los impuestos más importantes del Estado (IRPF, IVA, IS) y tiene encomendada la gestión y el control de las retenciones y de los pagos fraccionados, por lo que en caso de dividirse los más afectados serán, sin duda alguna, los ciudadanos, que verán, entre otras cosas, retrasadas sus devoluciones en estos impuestos.  

En segundo lugar, la Agencia tributaria dispone de una magnífica y bien organizada base de datos única que, de romperse, provocaría problemas gravísimos a la hora de poder realizar las actuaciones de comprobación investigación que tiene encomendadas este organismo en la lucha contra el fraude. Sería del todo ineficiente actuar con varias bases de datos a las cuáles habría que solicitar la información pertinente, con lo que ello conlleva en materia de retrasos y de conocimiento de la realidad de las operaciones y falta de transparencia, en última instancia, en las actividades que se están investigando. 

En tercer lugar, esa lucha contra el fraude fiscal se verá gravemente dificultada. Estamos hartos de escuchar cómo nuestros políticos se enorgullecen de las altas cifras que se logran año a año en este ámbito y, sabiendo lo importante que es ser eficaz y actuar con una unidad de criterio, ¿Vamos a permitir que haya una fragmentación absolutamente infundada del órgano que logra todos estos éxitos? ¿en qué lugar queda la justicia tributaria?

Pero, además de todo lo anterior, no podemos olvidar que la Agencia tributaria también gestiona eficazmente otro tipo de prestaciones, ajenas al ámbito tributario, pero de gran relevancia para la economía y la sociedad, como son la deducciones en el IRPF, como las ayudas para las madres trabajadoras, las destinadas a las familias numerosas, o la gestión del mínimo vital que perciben determinados ciudadanos, las cuales han demandado para su aplicación de la estructura organizativa de la AEAT y de su capacidad de atención en toda España.

Así, de llevarse a la realidad todo lo que parece que se está demandando en este ámbito, se estarán traspasado unas líneas rojas que acabarán, sin duda alguna, generando desigualdades entre todos los españoles quienes vivirán entre lamentos y sollozos, una situación que difícilmente podrá revertirse. 

Resulta paradójico que en un mundo caracterizado por la globalización, la interdependencia y la universalización e integración de todos los aspectos de la vida del ser humano, tengamos que observar cómo un pequeño grupo de personas busca la diferenciación pero sin ánimo de pretender el enriquecimiento cultural, histórico o lingüístico que conlleva la belleza que representa la diversidad en la unidad, sino el enriquecimiento exclusivamente en lo económico, a costa de otras personas que, sin  haber sido consultadas (¿es eso democracia?), lo pagarán bien caro. 

Decía Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote (1914): “Yo aspiro a poner paz entre mis hombres interiores y los empujó hacia la colaboración”. 

Pues bien, el desenlace final de esta obra que estamos contemplando desde el patio de butacas de nuestra vida política de estos días, no parece que vaya a terminar con la paz y la colaboración que, entre españoles de bien, nuestra histórica y gran nación se merece. 

 

La tragedia de la tributación conjunta en el IRPF

“Consejos por justa ley

Tiene el Rey, pero Dios no:

Y así el amor se llamó

Siempre Dios y nunca Rey;

Dando á entender, en bosquejos

Y sombras, que ha de tener

Amor, como Dios, poder,

Y no, como rey, consejos”.

Gustos y disgustos no son más que imaginación

(Esc.º 3.ª, J.ª.2.ª).

Calderón de la Barca.

 

Es sabido que el Gobierno accedió a los fondos europeos de recuperación bajo la premisa no de una drástica reducción del gasto público superfluo, no, sino con el compromiso de subir directa e indirectamente los impuestos a los ciudadanos.

Lógicamente, en orden a amortiguar el previsible desgaste político y coste electoral doméstico que dicha subida injustificada iba a conllevar, se elaboró, en diferido, un argumentario justificativo de la necesaria reforma a los efectos de su publicidad institucional.

Es el caso, por ejemplo, de la tributación conjunta en IRPF, beneficio fiscal valorado en unos 2.400 millones de euros al año que afecta a más de cuatro millones de contribuyentes y unas dos millones de familias, según datos de la propia Administración (una media anual de algo más de 3 millones de declaraciones  conjuntas).

La coartada-representación ha tenido, cronológicamente, tres actos claros:

  • Como avanzadilla, mediante el Estudio “Spending Reviews publicado en Julio de 2020 por la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal, en el que, a pesar de validar el objetivo que se buscaba con el establecimiento del régimen de tributación conjunta y que dicha aspiración resultaba perfectamente colmada, sin embargo, se recomendaba su derogación por suponer una traba a la igualdad de género. Efectivamente, en la página 28 de dicho escrito se decía textualmente lo siguiente: “…genera un desincentivo a la participación laboral del 2º perceptor de renta (mayoritariamente mujeres) acentuando los problemas de brecha de género en la economía española”, por lo que se proponía por una lado “acelerar su paulatina desaparición mediante el establecimiento de un régimen transitorio para no perjudicar a las familias con menor capacidad de adaptar sus decisiones de participación a la nueva situación” conjuntamente con buscar “compensar el efecto negativo que continuará teniendo con nuevos incentivos a la participación laboral de las mujeres que disminuya la brecha de género”.
  • Seguidamente, el propio plan económico enviado por La Moncloa a Bruselas en abril de 2021 para recibir los NGEu (conocido con el bucólico nombre dePlan de Recuperación, Transformación y Resiliencia), en su Anexo IV (página 341) replicaba literalmente la justificación de brecha de género que había vertido la AIReF unos meses antes. Algo que, por cierto, fue negado cristianamente hasta en tres ocasiones por la Vicepresidenta económica del Gobierno, Sra. Calviño, atribuyéndolo a “una errata”.
  • Finalmente, el Informe de la Comisión de Expertos designada ad hoc por el Gobierno para justificar el sablazo, despachado hace unos días, completaba el argumentario de la eliminación del precitado beneficio fiscal en la inteligencia de que era un mecanismo con finalidades “extrañas a un impuesto individual[i], como pretende serlo el IRPF” y valorando estudiar su posible sustitución por un “mínimo” (pág. 135).

Por tanto, y contando con esta legitimación científica, a la Tributación Conjunta ya solamente le queda la estocada que le atestará el Gobierno (vía Decreto-Ley, como no podía ser de otra manera). Un triste final para una modalidad de tributación que ha tenido sus días de rosas pero también de pistolas (Welcome to the Jungle).

Qué tiempos aquéllos en los que se diseñó para gravar indiscriminadamente a las “familias conyugales”, como única y obligatoria modalidad de tributación (vía Ley 44/1978); agravio que tuvo que deshacer el Tribunal Constitucional en sentencias 209/1988 y 45/1989.

Cómo olvidar que la Ley 18/1991 si bien en un ejercicio de resignación abrazó la modalidad conjunta como voluntaria no menos cierto es que estableció una tarifa diferenciada para cada modalidad la cual… .

Incluso en la actualidad, y como corolario lógico del diseño de la modalidad, optar por la tributación conjunta conlleva la solidaridad de todos los miembros al pago del tributo (arts. 86.4 LIRPF, 35.7 y 58 LGT); un ensanchamiento en toda regla de los obligados tributarios principales para amarrar bien los dineros públicos.

Lo cierto es que, salvo algún que otro aspecto conflictivo[ii], los cuatro mecanismos correctores para atenuar la progresividad de la acumulación de rentas funcionan francamente bien, siendo el de la reducción específica en base imponible (3.400 € o 2.150 €, según el tipo de unidad familiar[iii]) un auténtico bálsamo para el bolsillo de las familias afectadas.

Ahora bien, ¿la brecha de género laboral viene motivada por la existencia de un beneficio fiscal anudado a una declaración tributaria conjunta?; ¿en serio se está señalando a la precitada reducción como LA causa de la no incorporación de la mujer al mercado de trabajo?.

Digámoslo de otro modo: ¿de verdad se piensa que la derogación del beneficio va a fomentar la contratación femenina?. Es cuanto menos sonrojante que en el análisis de la situación se hayan obviado otros evidentes condicionamientos sociales, personales, laborales e incluso generacionales, que son los que en verdad pueden llegar a condicionar la situación.

Por otro lado, ¿qué otros beneficios fiscales se les proponen a las familias para compensar el sablazo que les va a suponer, con el agravante que son precisamente los miembros de las familias afectadas los que también mayor grado de desempleo sufren?.

¿Qué cobertura se le deparará a los mandatos constitucionales del 39.1 y 31.1 de nuestra Carta Magna, así como a lo dispuesto en la L.O. 3/2007, 22 Marzo?.

La derogación del beneficio ha de ser compensada o bien con algún modelo de splitting efectivo o bien vía actualización automática del mínimo familiar, como “mínimo”. Pero ya hemos visto que de este tipo de propuestas nada de nada.

En definitiva, faltan muchas explicaciones, se echan en falta soluciones mitigadoras del impacto fiscal y el “words blow away” gubernamental no es más que una simple cortina de humo encubridora de una mayor tributación sobre las rentas precisamente más exiguas.

Si lo que se quiere es sacar dinero debajo de las piedras para contentar a Europa  (incluso a costa de personas y situaciones más vulnerables) que se diga abiertamente, pero no caigamos en la falacia de la brecha de género que produce el beneficio fiscal de la tributación conjunta, porque no es más que eso, una falacia absoluta.

Como dice el refranero: “dos andares tiene el dinero: llega a mí despacio, y a Hacienda se va ligero”. 

 

NOTAS

[i] Igual de extraño es la individualización fiscal de rendimientos civilmente gananciales en el contribuyente que los genera, en vez de dividirlos por dos, y ahí sin embargo el Comité no sólo no ve problema alguno sino que ni siquiera se plantea que pueda haberlo.

[ii] No parece razonable la “oportunidad” que se le brinda legalmente al contribuyente que no presentó la declaración de renta de optar por la modalidad que considere oportuna con ocasión de un procedimiento de comprobación, en contraposición con el que sí presenta la declaración y se equivoca “optando” por la modalidad que más le perjudica económicamente, al que se le deniega por ley esa posibilidad.

[iii] Es curioso que se hable de brecha de género cuando la tributación conjunta engloba también a las unidades familiares monoparentales, es decir, aquellas integradas también por la madre (soltera, viuda, separada legalmente o divorciada) y todos los hijos menores o mayores incapacitados que convivan con ella.

Y se hizo la luz… Tributos abre la mano y alivia la fiscalidad de la extinción de condominio

Decía Jean Jacques Rousseau que “El hombre es, de todos los animales, el menos capaz de vivir en rebaño.” Quizá por ello, nuestro Código Civil siempre ha previsto que “Ningún copropietario estará obligado a permanecer en la comunidad. Cada uno de ellos podrá pedir en cualquier tiempo que se divida la cosa común” (artículo 400). Pues bien, lo cierto es que las operaciones de extinción de comunidad, o extinción de condominio, son hoy en día muy habituales. Y a ello coadyuva la beneficiosa fiscalidad que, en el ámbito del Impuesto de Transmisiones Patrimoniales (ITP), suelen tener estas operaciones.

En efecto, en estos casos de extinción de condominio se considera que no hay transmisión gravable en el ITP. Y ello, independientemente de que uno de los copropietarios se adjudique la totalidad del inmueble, compensando a los otros en metálico. Ello se debe a que la extinción de condominio, tan solo supone la especificación o concreción de los derechos que los copropietarios ya tenían antes, cuando estaban en copropiedad. No hay por ello compraventa, sino una mera especificación de derechos. Y así lo declaró el Tribunal Supremo en su conocida sentencia de 28-6-1999 (recurso 8138/1998). Tampoco hay un exceso de adjudicación (que tributaría en el ITP), por el hecho de que solo uno de los copropietarios se quede con todo el inmueble. En teoría, este copropietario recibiría mucho más de lo que le correspondía, atendiendo a su cuota o participación en la comunidad.

Sin embargo, en el caso de los inmuebles, la decisión de adjudicar el bien a uno solo de los comuneros es consecuencia de la indivisibilidad de dicho bien. O del hecho de que el inmueble, si se dividiera, desmerecería mucho de su valor. Por ello, la compensación en metálico que se entrega al resto de copropietarios no es una compraventa, sino el necesario respeto a la equivalencia en las adjudicaciones. Por tanto, en estos casos no hay tributación en el ITP sino, tan solo, en la modalidad de Actos Jurídicos Documentados (AJD), por la cuota gradual (sensiblemente inferior al tipo impositivo del ITP). Cuestión distinta es la tributación de estas operaciones en el IRPF, que está pendiente de revisión por el Tribunal Supremo, y que ya analicé en una entrada anterior de este blog.

El infierno fiscal de la extinción de condominio

Pues bien, a pesar de lo anterior, lo cierto es que, en los últimos tiempos, las operaciones de extinción de condominio se han convertido en un auténtico infierno fiscal. Ello ocurre, especialmente, cuando existen varios inmuebles a repartir entre los comuneros. En estos casos, el principal temor de los contribuyentes es que la Administración Tributaria pueda considerar que el reparto de inmuebles, y las adjudicaciones llevadas a cabo por los copropietarios, no son equivalentes, y existen excesos de adjudicación. Y es que ello dinamitaría la beneficiosa tributación en el AJD, y abocaría a los contribuyentes a tributar por estos excesos en el ITP, como si de una compraventa se tratara.

Como veremos, existe un escenario peor. Éste es que Hacienda considere que en realidad no existe una única comunidad de bienes entre los mismos copropietarios, sino varias. Y que los comuneros que han intercambiado cuotas de distintas comunidades, en realidad han llevado a cabo una permuta de cuotas, por la que cada uno de ellos debe tributar, en el ITP, por las adquisiciones verificadas. En definitiva, un atraco.

El talmud tributario de la dirección general de tributos

Toda esta incertidumbre se debe a que, en los últimos años, la Dirección General de Tributos ha ido tejiendo una suerte de “Talmud tributario” que, en paralelo al texto legal, exige a los contribuyentes una serie de requisitos de casi imposible cumplimiento, para llevar a cabo una extinción de condominio, y que ésta no se califique como exceso de adjudicación, o de permuta de cuotas. Exigencias tributarias, a las que sería bien aplicable la crítica que nuestro Señor dirigió a los doctores de la Ley (Lucas, 11:46): “Ay de vosotros también, porque cargáis a los hombres con cargas que no pueden llevar, pero vosotros ni aun con un dedo las tocáis”.

Así, por ejemplo, si varios familiares son propietarios en común de un conjunto de inmuebles, y planean extinguir la situación de comunidad, deben tener en cuenta, como antes se ha apuntado, que es probable que no exista una única comunidad de bienes, sino varias. Ejemplo de ello es la resolución dictada por la Dirección General de Tributos, en respuesta a consulta V0551-21, entre otras. Dichas resoluciones vienen estableciendo cuál es el catálogo de comunidades de bienes por origen, en las que puede verse sumido el perplejo contribuyente:

“Aunque dos o más bienes, muebles o inmuebles, sean propiedad de dos o más titulares, ello no determina automáticamente la existencia de una única comunidad de bienes, sino que podrá haber una o más comunidades en función del origen o destino de la referida comunidad. Así sucede cuando los bienes comunes proceden, unos de una adquisición hereditaria y otros por haber sido adquiridos por actos inter vivos, o cuando, aun habiendo sido adquiridos todos los bienes a título hereditario, procedan de distintas herencias. En tales casos, puede entenderse que concurren dos comunidades, una de origen inter vivos y otra de origen “mortis causa”, o las dos de origen “mortis causa”, pero sobre distintos bienes, sin que en nada obste a lo anterior que los titulares de las dos comunidades sea las mismas personas. Por otra parte, también cabe considerar la existencia de una única comunidad sobre una universalidad de bienes, como es el caso de la comunidad de bienes que realice actividades económicas, ya se haya constituido por actos “inter vivos” o se haya originado por actos “mortis causa”; a ellas se refiere el artículo 22 del TRLITPAJD. También es una única comunidad de bienes la llamada comunidad hereditaria en general –aunque no realice actividades económicas–, es decir, la originada por la adjudicación en proindiviso del caudal relicto a los herederos. En el supuesto de que se trate de dos condominios, su disolución supondrá la existencia de dos negocios jurídicos diferentes que, como tales, deben ser tratados, no solo separada, sino, lo que es más sustancial, independientemente.”

La cosa es todavía más rocambolesca en el caso de adquisiciones por herencia. Así, los bienes heredados de los padres, y adjudicados a los hijos en proindiviso, pese a lo que pueda parecer, tampoco forman una sola comunidad de bienes, sino varias. A si lo dejó bien claro la Dirección General de Tributos, por ejemplo, en la resolución dictada en respuesta a consulta V2901-18:

“En el supuesto planteado existen dos comunidades de bienes de origen mortis causa pero sobre distintos bienes inmuebles, aunque los comuneros sean los mismos. En efecto, una comunidad de bienes que se constituyó en abril de 2009 como resultado de la adjudicación de bienes de la herencia de la madre de ambos partícipes y con efectos desde la muerte del causante, que es el momento al que se retrotraen los efectos de la adjudicación de la herencia y otra comunidad de bienes que se constituyó en mayo de 2009 como resultado de la adjudicación de bienes de la herencia del padre. En consecuencia, la futura disolución del condominio sobre comunidades constituye negocios jurídicos diferentes, y como tales, deben ser tratados separadamente. Cada comunidad de bienes se debería disolver sin excesos de adjudicación y sin compensar con inmuebles que forman parte de otra comunidad; en caso contrario nos encontraríamos ante una permuta y, como tal, tributaría como transmisión patrimonial onerosa.”

Como puede verse, en esta consulta, Tributos distingue la comunidad de bienes que comprende los inmuebles heredados de la madre, de los que se heredan del padre, que formarían parte de otra comunidad. En definitiva, vemos cómo las apariencias engañan a los contribuyentes. Y que situaciones en las que parece que solo existe una única comunidad de bienes, en la práctica dan lugar a la existencia de varios proindivisos.

Y no es ésta una cuestión baladí. Y es que, si, al extinguir el condominio, los contribuyentes intercambian cuotas de participación sobre bienes inmuebles pertenecientes a proindivisos distintos, Hacienda viene considerando que, en realidad, están realizando una permuta de cuotas, gravada en el ITP para cada adquirente, como antes se ha indicado.

Tributos rebaja su doctrina, obligada por el Tribunal Supremo

Afortunadamente, el Tribunal Supremo ha puesto fin a parte de este dislate. Y ello, en sentencia de 30-10-2019 (recurso 6512/2017). En dicha resolución, el Alto Tribunal llega a la conclusión de que lo relevante es que se hagan lotes lo más proporcionales y equivalentes posibles, siendo las diferencias de adjudicación existentes, consecuencia de la propia indivisibilidad de los bienes. A partir de ahí, el Tribunal Supremo liberaliza la forma de llevar a cabo las compensaciones necesarias para mantener la equivalencia en las adjudicaciones. Así, la compensación puede realizarse en metálico. Pero también asumiendo deudas hipotecarias, o adjudicando bienes mediante dación en pago.

Para el Supremo, la clave para mantener la tributación en el AJD, es que estos bienes que se adjudiquen no sean privativos, sino que ya estuvieran previamente en situación de condominio. Si así se hace, no se producirá transmisión alguna, sino que se considerará que estamos ante una disolución de comunidad con especificación de derechos. Esta doctrina ha sido asumida por la Dirección General de Tributos. Ejemplo de ello es su respuesta a las recientes consultas V1901-21, de 17 de junio, y V2889-21, de 17 de noviembre.

En ellas, el órgano consultivo declara que “En definitiva, el Tribunal Supremo considera que, cumpliéndose los requisitos de indivisibilidad, equivalencia y proporcionalidad, la disolución simultánea de varias comunidades de bienes sobre inmuebles de los mismos condóminos con adjudicación de los bienes comunes a uno de los comuneros que compensa a los demás, deberá tributar por la cuota gradual de actos jurídicos documentados, documentos notariales, por resultar aplicable el supuesto de no sujeción regulado en el referido artículo 7.2.B); y ello, con independencia de que la compensación sea en metálico, mediante la asunción de deudas del otro comunero o mediante la dación en pago de otros bienes. En este último caso, en opinión del Tribunal Supremo, solo tributaría por la modalidad de transmisiones patrimoniales onerosas la transmisión de bienes privativos de un comunero al otro, pero no la de bienes que ya estaban en condominio, pues en tal caso no se produce transmisión alguna, sino disolución de una comunidad de bienes con especificación de un derecho que ya tenía el condómino que se queda con el bien.”

Conclusión: ¿qué ha cambiado?

Por tanto, Tributos sigue manteniendo la posible existencia de varias comunidades de bienes, por origen, a pesar de que pudiera parecer que estamos ante un único condominio. Y para el órgano directivo persiste también la obligación de realizar el reparto y las adjudicaciones, respecto a cada comunidad individual e independientemente considerada, mediante la formación de lotes lo más equivalentes posibles.

El principal cambio es, por tanto, la forma de realizar las necesarias compensaciones para respetar dicha equivalencia. Así, si antes solo se permitía la compensación en metálico, Tributos se ve obligada ahora a abrir la mano, y a autorizar casi cualquier forma de compensación, como es la asunción de deudas hipotecarias del otro comunero, o la entrega de otros inmuebles (dación en pago). Esta última posibilidad permite compensar el exceso en las adjudicaciones que se produzca al disolver cada comunidad (inevitable, obviamente), mediante la entrega de inmuebles. Si estos ya estaban en alguno de los condominios, no habrá transmisión ni permuta alguna, y la operación tributará en el AJD, cuota gradual. Por el contrario, si se trata de inmuebles privativos de uno de los comuneros, si habrá transmisión gravable en el ITP.

En definitiva, no debe haber confusión entre las distintas comunidades por origen, a la hora de su extinción. Pero sí puede haber confusión para llevar a cabo las necesarias compensaciones. Ello permitirá aportar inmuebles de otras comunidades que se estén extinguiendo simultáneamente, en lugar de metálico. Y ello, para salvaguardar la tan manida equivalencia en las adjudicaciones.

Bonus track: el nuevo valor de referencia de catastro, otra pieza a tener en cuenta en el rompecabezas de la extinción de condominio

Como no podía ser de otra forma, el nuevo valor de referencia de Catastro, del que ya hablé en una entrada anterior de este blog, también afectará a la extinción de las comunidades de bienes. Y es que este valor es la nueva base imponible mínima del AJD, en el caso de operaciones gravadas por esta modalidad, que afecten a inmuebles. Ello, siempre que éstos tengan asignado valor de referencia. Así se desprende del artículo 30.1 del Real Decreto Legislativo 1/1993, cuando en su último inciso dispone que “Cuando la base imponible se determine en función del valor de bienes inmuebles, el valor de estos no podrá ser inferior al determinado de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 10 de este texto refundido.” Y dicho valor del artículo 10, para los inmuebles, no es otro que el de referencia de Catastro.

Ello puede provocar problemas a la hora de cuadrar los lotes y adjudicaciones. Y es que, es posible que inmuebles que tienen aparentemente un valor similar, presenten considerables diferencias en su valor de referencia. Pensemos, por ejemplo, en dos inmuebles cuyo valor se considera equivalente, pero que tengan asignado, respectivamente, un valor de referencia de Catastro de 200.000 y 275.000 euros. Como puede verse, esta diferencia en la valoración, no solo afectará a la propia cuota a pagar del AJD, sino también a las compensaciones a llevar a cabo, para evitar la existencia de excesos de adjudicación.

En definitiva, una pieza más en el rompecabezas de la extinción de condominio, que habrá que encajar antes de cerrar cualquier operación de este tipo. Y ello, para evitar que la misma devenga inviable. Ello puede suponer, en algún caso, más de un quebradero de cabeza. Pero no será en balde. Y es que, como afirmó el economista británico John Maynard Keynes, “Evitar los impuestos es el único esfuerzo intelectual que tiene recompensa”.

Plusvalía municipal, o cómo vulnerar la Constitución puede acabar saliendo (casi) gratis

Decía Montesquieu que La ley debe ser como la muerte, que no exceptúa a nadie.” Pues bien, recientemente, hemos conocido el texto oficial de la sentencia de 26-10-2021 del Tribunal Constitucional, que ha declarado inconstitucional el impuesto de plusvalía municipal. Ello, al considerar que el sistema objetivo de cálculo de este impuesto, vulnera el principio de capacidad económica. La sentencia reconoce que en los últimos años se ha exigido este impuesto de forma ilegal a los contribuyentes. Pero, sin embargo, limita sus efectos al máximo, para evitar que los Ayuntamientos tengan que devolver el dinero injustamente cobrado. Con ello, se vende el peligroso mensaje de que vulnerar la Constitución acaba saliendo gratis, o casi gratis. Y que la ley hace excepciones, y no se aplica por igual a Administraciones, y ciudadanos.

Para los que todavía no sepan muy bien qué es lo que ha ocurrido, cabe indicar que el impuesto ha sido declarado inconstitucional, básicamente, porque su fórmula de cálculo no tiene en cuenta si ha existido incremento de valor del terreno en la transmisión, ni cuál ha sido su importe. Se trata, por tanto, de un gravamen ficticio, que se exige a los contribuyentes sin tener en cuenta cuál ha sido la capacidad económica puesta de manifiesto con motivo de la transmisión.

El Constitucional se lleva las manos a la cabeza, ahora, por la forma de exigir este impuesto. Sin embargo, hasta hace muy poco (sentencias 59/2017 y 126/2019), este mismo Tribunal venía defendiendo que “es plenamente válida la opción de política legislativa dirigida a someter a tributación los incrementos de valor mediante el recurso a un sistema de cuantificación objetiva de capacidades económicas potenciales, en lugar de hacerlo en función de la efectiva capacidad económica puesta de manifiesto. Se trata de un radical cambio de doctrina, que se justifica pobremente, con vagas referencias a la crisis económica y a la volatibilidad del mercado inmobiliario. Ello, como si dichas circunstancias no concurrieran ya en 2017 o 2019.

Sin embargo, la parte más polémica de la sentencia es la relativa a la cláusula de limitación de efectos introducida en la misma, y cuya finalidad es reducir éstos a la mínima expresión, para hacer inviables las reclamaciones que puedan iniciar los contribuyentes.

Así, declara la sentencia que “no pueden considerarse situaciones susceptibles de ser revisadas con fundamento en la presente sentencia aquellas obligaciones tributarias devengadas por este impuesto que, a la fecha de dictarse la misma, hayan sido decididas definitivamente mediante sentencia con fuerza de cosa juzgada o mediante resolución administrativa firme. A estos exclusivos efectos, tendrán también la consideración de situaciones consolidadas (i) las liquidaciones provisionales o definitivas que no hayan sido impugnadas a la fecha de dictarse esta sentencia y (ii) las autoliquidaciones cuya rectificación no haya sido solicitada ex art. 120.3 LGT a dicha fecha.”

En definitiva, se pretende que la declaración de inconstitucionalidad solo afecte a aquéllos que, a la fecha en la que se dictó la sentencia, hubieran reclamado la devolución del impuesto, y todavía mantengan “vivo” su recurso. Esto exige varias matizaciones.

En primer lugar, se “condena” a los contribuyentes que no recurrieron una liquidación del impuesto, o solicitaron su rectificación, antes de que se dictara la sentencia (26 de octubre). Y ello, como si dicha decisión de no reclamar viniera motivada por la mera desidia o dejadez de estos contribuyentes, que tengan que pagar ahora la penitencia por su pereza.

Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Hay que tener en cuenta que el Tribunal Supremo, en sentencias de 27-3-2019 (recurso 4924/2017), y de 18-5-2020 (recurso 1417/2019), avaló la fórmula de cálculo del impuesto, por ser la prevista en la Ley, mientras no fuera declarada inconstitucional. Y que el Tribunal Constitucional, en sentencias número 59/2017 y 126/2017 dio el visto bueno al sistema objetivo de cálculo de este impuesto, y a la fórmula prevista en la Ley, considerándola perfectamente constitucional.

Del mismo modo, el Tribunal Supremo, en sentencia de 9-7-2018 (recurso 1163/2018), y posteriores, declaró que el impuesto solo era inconstitucional en supuestos de transmisiones en pérdidas, que tenían que ser acreditadas por el contribuyente. Fuera de estos casos, el impuesto era plenamente exigible y legal. Posteriormente, en sentencia número 126/2019, el Constitucional declaró que el impuesto tampoco podía exigirse, cuando resultara confiscatorio.

En definitiva, si muchos contribuyentes no recurrieron este impuesto, o no solicitaron su rectificación, antes de que se haya declarado definitivamente inconstitucional, ha sido, sencillamente, porque los propios Tribunales, con sus sentencias, y con el riesgo de imposición de costas, hicieron inviables, y desaconsejables, tales recursos.

No tener en cuenta esto, y “castigar” a estos contribuyentes que no recurrieron, es lanzar el mensaje de que hay que recurrirlo y reclamarlo absolutamente todo, para poder beneficiarse de una futura e hipotética declaración de inconstitucionalidad. En definitiva, el Constitucional fomenta la práctica de una litigiosidad preventiva, que colapse las Administraciones y los Tribunales de Justicia, sin más fundamento que el de mantener “vivos” los derechos procesales del reclamante.

Lo mismo cabe decir de los contribuyentes que reclamaron, y vieron desestimado su recurso en vía administrativa o judicial. Poco más pudieron hacer para combatir la plusvalía. En muchos casos, han tenido que pagar el impuesto, e incluso las costas judiciales. Sin embargo, se les deja de lado, avocándoles a las complicadas vías de la revisión de oficio, o de la responsabilidad patrimonial, de incierto resultado.

Sí podrán acogerse a la declaración de inconstitucionalidad los que reclamaron antes del 26-10-2021, fecha en que se dictó la sentencia. Sin embargo, no se lleven a engaño. Estos contribuyentes que ya tenían el recurso o la rectificación presentada antes de dicha fecha son, mayoritariamente, los que transmitieron en pérdidas, o a los que se exigió un impuesto confiscatorio. Y es que, como antes se ha indicado, pocos son los contribuyentes que, tras las sucesivas decisiones judiciales antes comentadas, siguieron reclamando el impuesto fuera de estos supuestos.

Por ello, se beneficia a estos contribuyentes que son, precisamente, los que más posibilidades tenían de obtener la devolución del impuesto por otra vía, de acuerdo con los precedentes judiciales existentes.

Por último, la sentencia recorta, de manera injustificada, y sin motivación de ningún tipo, los derechos procesales de los contribuyentes. Ello, con posible vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva, previsto en el artículo 24 de la Constitución. Y llama la atención que dicha posible vulneración del derecho fundamental citado, haya sido perpetrada, precisamente, por el Tribunal Constitucional.

Así, a contribuyentes que están en plazo de recurso frente a una liquidación, o con posibilidad de rectificar una autoliquidación, se les niega tal derecho. Considero que podrán solicitar rectificación, o recurrir la liquidación, por otros motivos, pero no invocando la inconstitucionalidad declarada en esta sentencia.

Y, por si lo anterior no fuera suficiente, dicho recorte de derechos procesales se anticipa al 26 de octubre, fecha en la que se dictó la sentencia, pero en la que aún no tenía efectos, por no haber sido publicada en el BOE (artículo 38.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional). Recordemos que dicho precepto dispone que Las sentencias recaídas en procedimientos de inconstitucionalidad tendrán el valor de cosa juzgada, vincularán a todos los Poderes Públicos y producirán efectos generales desde la fecha de su publicación en el Boletín Oficial del Estado.”

Se anticipan por tanto los efectos de la sentencia al 26 de octubre, como se ha indicado, pero no para beneficiar a los contribuyentes, sino para perjudicarles, y recortarles sus derechos procesales. Y ello, nuevamente, sin motivación o justificación de ningún tipo.

En definitiva, contribuyentes que están en el plazo de un mes para recurrir una liquidación (artículo 14.2, Ley de Haciendas Locales), o en del cuatro años para solicitar rectificación de una autoliquidación (artículo 120.3, Ley General Tributaria), ven cercenado su derecho a la tutela judicial efectiva, por una sentencia del Tribunal Constitucional que ni siquiera se ha publicado en el BOE, y que por tanto no tiene efectos.

Se pretendía con ello reducir el aluvión de reclamaciones, algo que no se ha conseguido, ya que son muchos los contribuyentes que están reclamando antes de que se publique la sentencia en el BOE, para dejar la puerta abierta a combatir, todavía con más fundamento, la limitación de derechos procesales que la misma supone.

En definitiva, estamos ante días grises, en los que parece que los poderes públicos gozan de total impunidad para saltarse la Constitución, y ver cómo, además, les sale gratis, negando a los contribuyentes las principales vías para resarcirse del pago de un impuesto inconstitucional.

Decía el Marqués de Sade que La ley solo existe para los pobres; los ricos y los poderosos la desobedecen cuando quieren, y lo hacen sin recibir castigo porque no hay juez en el mundo que no pueda comprarse con dinero.”

Personalmente, no estoy de acuerdo con una percepción de la justicia tan negativa. Sin embargo, sentencias como la que hemos comentado, con una limitación de efectos tan descaradamente favorable a la Administración, afectan a la visión que la ciudadanía tiene del máximo intérprete de nuestra Constitución, y lo desprestigian enormemente. Con ello, se hace un flaco favor a nuestro estado de Derecho, del que todos salimos perdiendo.

EL VALOR DE REFERENCIA EN LA LEY ANTIFRAUDE 11/2021. ¿UNA SUBIDA ENCUBIERTA DE IMPUESTOS?

Como es sabido, la Ley 11/2021 de 9 de Julio, de medidas de prevención y lucha contra el fraude fiscal y de transposición de la Directiva (EU) 2016/1164, ha introducido importantes novedades, entre ellas el denominado “valor de referencia” como criterio para determinar la base imponible en el impuesto de Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados, en el impuesto de Sucesiones y Donaciones, y en el impuesto sobre el Patrimonio.

En los dos primeros, se modifica la base imponible del impuesto, sustituyendo el valor real (criterio vigente hasta la fecha) por el “valor de referencia” fijado por la Dirección General del Catastro. La medida supone un cambio drástico en la liquidación de ambos impuestos, cuya base imponible pasa a ser un valor determinado a priori por la Administración Tributaria, salvo que el declarado por los interesados sea superior.

La Jurisprudencia del Tribunal Supremo venía considerando que no existe un “valor real” entendido como predicado ontológico, asimilando a dicho concepto el valor de mercado. En recientes pronunciamientos, entre ellos la sentencia 843/2018 de 23 de mayo, se puso de manifiesto que el método de comprobación de valores por coeficientes multiplicadores del valor catastral no es idóneo, por su generalidad y falta de relación con el bien concreto, exigiendo que la actividad de la Administración se complete con una comprobación directa y singular de cada  inmueble en concreto, incluso con visita del inmueble, (exigida entre otras sentencias del TS en la por la 5306/2015), lo cual dificulta enormemente la facultad de comprobación de la Administración Tributaria.

Así, la propia exposición de motivos de la nueva ley afirma que precisamente en “aras de la seguridad jurídica, en el caso de los inmuebles, se establece que la base imponible es el “valor de referencia” previsto en el texto refundido de la ley del Catastro Inmobiliario”. A tal fin, la Dirección General del Catastro establecerá un valor de referencia, diferente del valor catastral, que pretendidamente será un valor objetivo, obtenido a partir del análisis de los precios comunicados por los fedatarios públicos en las compraventas inmobiliarias efectuadas, si bien, con la finalidad de que el citado valor no supere el de mercado, se fijará un factor de minoración mediante orden ministerial.

Por lo tanto, la Ley 11/2021 adopta de nuevo un sistema de módulos para calcular el valor de los inmuebles, en función de datos estadístico obtenidos por las comunicaciones notariales, sin tener en cuenta la singularidad de cada inmueble, o factores tales como el estado de conservación, el tipo de cultivo, la existencia o no de mejoras….etc. En suma, se instaura un sistema de valoración pretendidamente objetivo, opuesto a los recientes criterios jurisprudenciales. Será difícil que el “valor de referencia” coincida con el valor real de los inmuebles, pues calculado en base a datos estadísticos, no tendrá en cuenta la diversidad de los mismos. No obstante, el contribuyente podrá impugnar el valor de referencia, pero sólo cuando recurra la liquidación que, en su caso, realice la Administración Tributaria, la cual resolverá la impugnación previo informe preceptivo del la Dirección General del Catastro, que ratificará o corregirá el citado valor a la vista de la documentación aportada.

Estamos, por tanto, ante una subida encubierta de impuestos porque es probable que las bases imponibles se vean notablemente incrementadas en ambos impuestos al tomar como base para su liquidación el “valor de referencia”, y no el declarado por los interesados (como hasta ahora), salvo que éste sea superior. La Administración ya no precisará de la tramitación de un expediente de comprobación de valores, sino que podrá aplicar directamente el “valor de referencia” con independencia del valor declarado por los interesados.

Una importante consecuencia del nuevo “valor de referencia”, (una vez que queden establecidos por la D.G. del  Catastro), es que al excluir la comprobación de valores por los medios establecidos en el artículo 57 de la Ley General Tributaria, y entre ellos el de su apartado G, (el valor asignado en la tasación hipotecaria), la Administración ya no podrá girar liquidaciones complementarias basadas en la tasación unida a la escritura de préstamo hipotecario, tal y como viene haciendo de forma habitual cuando su importe supera el valor declarado por los interesados, ni podrá elevar la base imponible del impuesto por encima del valor de referencia basándose en cualquiera de los medios enumerados en dicho precepto. Sólo excepcionalmente, en los casos en los que no exista valor de referencia o hasta que el mismo sea determinado por la Dirección General del Catastro, la base imponible será el “valor de mercado”, (salvo que sea superior el declarado), y en tales casos, sí podrá realizarse la comprobación por parte de la Administración por los medios establecidos en el artículo 57.

La ley 11/2021 ha modificado también el artículo 10 de la Ley del Impuesto sobre el Patrimonio, al establecer que “los bienes de naturaleza urbana o rústica se computarán de acuerdo con las siguientes reglas: “Uno. Por el mayor valor de los tres siguientes: El valor catastral, el “determinado” o comprobado por la Administración a efectos de otros tributos o el precio, contraprestación o valor de la adquisición.”

La modificación, aunque puede pasar desapercibida (tan solo se ha agregado al artículo el término “determinado”), es de enorme relevancia. Hasta la fecha, los inmuebles adquiridos con mucha antigüedad eran declarados por su valor catastral, por cuanto el valor de adquisición o incluso el comprobado por la Administración en su día, son valores normalmente inferiores al catastral. Sin embargo, la nueva redacción del artículo 10 obliga a declarar los inmuebles, a partir de ahora, por el valor de referencia, es decir un valor próximo al de mercado, y muy superior al catastral. Ello ensanchará notablemente el número de contribuyentes obligados a tributar por este impuesto, y aumentará las bases de los que ya lo estaban. Por otro lado, al seguir limitada la exención por la vivienda habitual a la cantidad de 300.000 €, el nuevo “valor de referencia”, en aquellos inmuebles adquiridos hace muchos años, que por su ubicación tengan un elevado valor, puede hacer que personas mayores con pocos ingresos, que hasta ahora no tributaban por este impuesto, tengan que hacerlo en el futuro.

No se modifica expresamente la ley del IRPF, sin embargo, es probable que tenga una incidencia directa en el tratamiento de las ganancias patrimoniales, así como en el apartado rendimiento de bienes inmuebles, en los que la AEAT aplicará presumiblemente el nuevo valor de referencia. En este sentido, habrá que estar pendiente del desarrollo reglamentario de la Ley.

La ley entró en vigor al día siguiente de su publicación en el BOE, (como es costumbre últimamente). No obstante, queda por delante la ingente tarea de atribuir el “valor de referencia” a más de cuarenta millones de inmuebles catastrados en España. A partir de entonces, veremos un endurecimiento de la fiscalidad de los bienes inmuebles.

Más competencia en el mercado de generación es la vacuna contra el aumento del precio de la luz

Las últimas semanas, el precio de la “luz” acapara los titulares de los medios de comunicación junto a las múltiples derivadas de la pandemia. Antes de nada, es importante precisar que la factura de la luz está integrada por tres conceptos además de la energía que son la retribución de las redes por las que discurre; decisiones políticas a partir del año 2000, como la financiación del déficit de tarifa, originado al no trasladar a los consumidores todos los costes que se reconocieron del sistema y aplazar su pago, que agregando resultados anuales alcanzó 30.000 millones de euros en 2013; y tercero, los impuestos. Modular el precio final de la factura, se puede hacer actuando sobre cualquiera de sus componentes; pero la capacidad de los poderes públicos de influir en ellos, es desigual. La rebaja del IVA del 21% al 10%, para contratos hasta 10 kw hasta fin del año 2021, y la exención del impuesto de generación durante el tercer trimestre, decididas por el Gobierno, tienen un impacto coyuntural; pero inmediato, mientras que los efectos de cambios en el diseño o la estructura del mercado son a más largo plazo; pero también más profundos y duraderos.

La cifra redonda de 100€ Megavatio (MW) del 15 de junio, repitiendo los precios máximos de enero, durante la tormenta Filomena (el 8 de enero, el precio marginal a las 14 horas medio alcanzó 110 €MWh y el medio de aquel día los 94,45 €MWh, mientras que durante el conjunto del año 2020 se situó en apenas un 37%, unos 35 €MWh) ha disparado las alarmas y de tanto hablar de vacunas, se pide al gobierno y a la comisión nacional de los mercados y la competencia (CNMC), que provean una que los rebaje.

Se han formulado críticas a que las empresas eléctricas procuren maximizar sus beneficios y a que el Gobierno no sea capaz de controlar el precio, que me suscitan un par de comentarios. El primero, me parece lógico que las empresas intenten aumentar sus beneficios, naturalmente, dentro del respeto al marco jurídico general y a las regulaciones específicas del sector en que operan. Que no le podemos pedir al gobierno que asuma un rol que decidimos que no debía tener, es el segundo. Fue la Ley del Sector Eléctrico de 1997, la que en aplicación de directivas europeas puso en marcha el proceso de liberalización con el objetivo de que fuera el mercado, como forma más eficiente de asignar recursos escasos, el que mandara señales de precio y no el Gobierno el que, como hasta entonces, los fijara según el “Marco Legal Estable” regulado en el Real Decreto 1538/1987, de 11 de diciembre, por el que se determina la tarifa eléctrica de las Empresas gestoras del servicio.

El problema es que, para que la ecuación funcione bien, el mercado, o los mercados, han de ser competitivos. Ese es el objetivo de la liberalización y, ese sí, el encargo que deben procurar cumplir el gobierno y la CNMC. El “Libro Blanco sobre la reforma del marco regulatorio de la generación eléctrica en España” de 2005, encargado por el Ministerio de Industria, Comercio y Turismo, dice: “si no se consigue -ya sea por medio de cambios estructurales o de instrumentos regulatorios apropiados- que el mercado eléctrico funcione con unas condiciones suficientes de competencia, casi todas las principales recomendaciones que este Libro Blanco propone estarán de más.” Y ahí estamos.

Cuando el 53% de la producción peninsular la aportan tres empresas y otras dos, añaden un 10% más, estamos en unas cifras de concentración moderada (24% Iberdrola, 19% Endesa, 10% Naturgy, EDP 6%, Repsol 4%). Pero si nos fijamos en la cuota de mercado en tres de las tecnologías que garantizan la potencia firme al sistema, al no estar sujetas a la intermitencia de la eólica y de la solar, las cifras agregadas de las tres primeras empresas se disparan: la nuclear (más del 90%), la hidráulica (casi 90%) y los ciclos combinados de gas (más del 75%). Esta elevada concentración da a dichos operadores poder de mercado, capacidad de influir en los precios, al menos en determinadas horas al día y ciertas condiciones meteorológicas.

Como aclaración, el precio horario del mercado diario se fija en una subasta en donde se vende y se compra energía. Las empresas productoras, a través de sus respectivas centrales de generación (nucleares, hidráulicas, renovables, ciclos combinados, etc.), en base a sus costes variables (combustible, CO2, puesta en marcha), hacen sus ofertas para cubrir la demanda estimada que atenderán las comercializadoras con quienes tenemos contratado el suministro. En la subasta, para cada hora, se consideran primero los MW que ofertan los productores más baratos, normalmente las nucleares que necesitan varios días para parar y no pueden arriesgarse a que sus ofertas no se acepten. A continuación, se proponen las ofertas de plantas con un precio ascendente, de menos a más, generalmente eólicas y solares, con retribución regulada. Si es necesario para cubrir la demanda, se llegará a las tecnologías con costes de explotación más altos, los ciclos combinados de carbón y de gas.  A todas las centrales se les paga el precio en el que se igualan oferta y demanda, el precio de equilibrio o “precio marginal”, el de la última oferta casada.  Es un método común a la mayor parte de estados europeos y que permite que las ofertas se hagan atendiendo a costes, en el bien entendido que cada tecnología suele incorporar un coste de oportunidad con el que recupera parte de sus costes fijos (amortización), que agregado no dará, en principio, un resultado superior a los costes operativos de la siguiente en entrar, pues si lo diera, su oferta quedaría excluida. Una forma de ejercer el poder de mercado es retirar parte de la capacidad, por ejemplo, haciendo ofertas muy elevadas que no se casarán. Sin embargo, los ingresos no percibidos se compensarán con el mayor precio recibido por todas sus unidades infra marginales.

Para incrementar la competencia, el mismo Libro Blanco antes mencionado, se refiere a medidas regulatorias, como ventas virtuales de energía (así subastas de venta a largo plazo), o medidas estructurales (como ventas de activos). Hasta fechas recientes, las primeras no se han aplicado. Las segundas, están inéditas. Las subastas, precisamente, se propusieron en un estudio de 2009, como mecanismo de alcanzar competencia en el mercado a través de la competencia por el mercado. El pasado mes de enero se celebró la primera, para contratar energía solar y eólica de plantas por construir, de manera que la inversión necesaria para ello tuviera un plan de negocio viable.  El 95% del precio de la energía se estableció a largo plazo y las adjudicaciones se movieron entre 14,89 y casi 29 €/MWh. Cifras bien alejadas de las que, estas semanas, causan preocupación.

Limitar el poder de mercado es un objetivo obvio en un sistema de economía de mercado como el nuestro. En Francia, por ejemplo, donde la generación nuclear tiene un peso determinante, se estableció la obligación de que vendieran el 25% de su producción a un precio fijo de 42€ MW a las comercializadoras que quisieran contratarlo. Aplicar algo similar en España se podría hacer; pero requeriría replantear la concreción de la separación de actividades entre generadores y comercializadores con quienes tenemos contratados los suministros, ya que, actualmente, las nucleares de nuestro país venden el 80% de su producción, mediante contratos bilaterales a las comercializadoras; pero a las del mismo grupo.

La venta de activos es una medida que hay que mirar con cautela y utilizar preservando los derechos de sus titulares; pero cuyos efectos, en algunos casos, pueden lograrse por la mera aplicación de los contratos y la normativa vigentes.  En este sentido, cabe recordar que han vencido, o están próximas a hacerlo, al alcanzar los setenta y cinco años, numerosas concesiones de explotación de centrales hidráulicas que representan un porcentaje importante de la potencia hidroeléctrica total instalada (incluso si repite concesionario, la nueva adjudicación es ocasión idónea para replantear el uso de la energía generada en términos más favorables para el sistema y los consumidores).

En el Libro Blanco citado, se defendía neutralizar, por un criterio de equidad, los beneficios inesperados en tecnologías (hidráulica y nuclear) que obtenían ingresos de la imputación de unos costes (compra de certificados de emisión que traen causa del protocolo de Kioto) en que no incurrían por no emitir gases de efecto invernadero y que se incorporan al precio de casación cuando entran las que sí los han de adquirir (ciclos combinados) y repercutir. Esto que viene ocurriendo en España desde 2005, ha saltado a los titulares cuando los derechos de emisión han alcanzado un precio de 50€ Tm y, aunque el problema era el mismo conceptualmente, no preocupaba cuando el C02 cotizaba bajo (4€ Tm, en enero de 2018). El gobierno ha manifestado su intención de buscar un sistema para evitar estas rentas regulatorias o beneficios caídos del cielo. Tendremos que esperar a conocer los detalles de su propuesta para opinar; pero el diagnóstico parte de datos objetivos, se compensan unos costes que no se han soportado.

El incremento del precio de los derechos de emisión, en el origen del alza de la “luz” de mayo, es un aviso que la transición energética a una economía descarbonizada, imperativo estratégico global de esta década, tiene unos costes que irán a más. ¿Cómo repartirlos para que la transición sea justa? Es la cuestión a resolver, en que la regulación del sector eléctrico es una de las muchas piezas a mover en un puzle complicado que está en evolución permanente. No obstante, el precio de la energía eléctrica generada y sus aumentos no es hoy consecuencia, fundamentalmente, de la descarbonización sino de la estructura y diseño del mercado que, hasta la fecha, no ha alcanzado el objetivo de la liberalización de disponer de mercados suficientemente competitivos.

En los últimos tiempos, la regulación a través de medidas como las subastas de energía a largo plazo, parece orientarse a avanzar en este propósito de crear mercados con competencia. Una tendencia que hay que continuar en el tiempo y mantener o redoblar en intensidad, si se quiere un sistema eléctrico óptimo en asignar recursos para lograr el triple objetivo de: seguridad de suministro, eficiencia económica y sostenibilidad ambiental.

La revolución fiscal de Biden: una inexplicable no-noticia

Tengo sobredosis de Ayusismo, de Sanchismo, y de muchas nimiedades elegidas por los medios como supuestas “noticias”.  Parece que lo “noticiable” tiene que ser algo con caducidad a los tres días, y que necesariamente incluya una pelea, lo mas agria posible, entre dos a más contendientes. Mientras tanto se está gestando la mayor revolución fiscal de los últimos cincuenta años a nivel mundial, por supuesto sin contar, que sepamos, con España. Y sin que se le de una cobertura mediática ni la centésima parte de la que se le otorga a Rocio Carrasco.

El revolucionario, como no puede ser de otra manera, se llama Joe Biden. Sus propuestas son varias. En primer lugar, propone aumentar la carga fiscal sobre ingresos derivados del ahorro e inversión a un nivel que se acerque a la fiscalidad vigente para el producto del trabajo. En segundo lugar, y no menos importante, propone acordar con los demás países un tipo mínimo de impuesto de sociedades. Y, para que los Apple y Google de este mundo no puedan dar beneficios únicamente en paraísos fiscales y así minimizar sus impuestos, tendrían que pagar en cada país según el nivel de ingresos conseguidos en ese país. Así que asistimos a una vuelta decidida al multilateralismo, y una revolución en un sistema que en EEUU, según Saez y Zucman (2019), agregando todos los impuestos pagados, es básicamente un “flat tax”, todos desde el más pobre hasta el más rico pagando alrededor de un 28% en impuestos.  Hasta Warren Buffet ha declarado que no hay derecho que él pague menos impuestos que su secretaria.

Sabemos que los lectores de este blog tienen, afortunadamente, opiniones diversas sobre el tamaño óptimo del estado, su estructura, y la fiscalidad que lo debe soportar. Yo desde luego discrepo con Saez y Zucman en la importancia que dan a maximizar los ingresos fiscales. El foco debe ponerse más bien en asignar funciones a lo público solo cuando se hará mejor que en lo privado, en el “para qué” del gasto y en la eficiencia del gasto. Pero argumentaría que nos deberíamos alegrar de las propuestas de Biden, con independencia de nuestra visión personal.

Comencemos con la equiparación de salario y capital. La OCDE en 2010 evaluó cuatro tipos de impuesto, y concluyó que el impuesto de sociedades era el mas perjudicial para el crecimiento económico. Pero, en contra, cuando las personas jurídicas pagan pocos impuestos, hay un gran incentivo para convertir salarios en ingresos empresariales; lo cual ocurre cada vez con mayor frecuencia en los private equity, hedge funds, bufetes de abogados, consultores… El flat-tax efectivo citado arriba se produce porque el rico dirige todos sus ganancias hacía beneficios empresariales en detrimento del salario, porque fiscalmente es mucho más interesante.

¿Y el tipo mínimo de impuesto de sociedades? Hemos asistido durante décadas a una carrera entre países por rebajar este impuesto, nominalmente para atraer nuevas industrias y servicios poco sensibles a la ubicación geográfica. No deja de ser un elemento más en las decisiones de los multinacionales cuando se trata de una planta industrial o una actividad de servicios que se va a limitar al país en cuestión; pero un elemento que puede ser crucial cuando la rebaja de tipos es importante, y existen facilidades para reasignar beneficios entre países.  Lo primero es el caso con muchos paraísos fiscales, y el segundo con negocios que se basan en gran medida en intangibles (entre ellas, las tecnológicas).

Pero, ¿qué pasaría si un país se negase a incrementar su tipo hasta el mínimo?  Según el plan estadounidense, “Estableciéndose un mínimo global de un 21%, empresas estadounidenses operando en Irlanda – que son muchas – tendrían que pagar un extra de un 8,5% a su gobierno, encima del 12,5% pagado a Dublín”, según puede leerse en el texto  Janet Yellen calls for a global minimum tax on companies. Could it happen? en The Economist.  Un golpe que Dublín podría sobrellevar, pero que sería mortal (afortunadamente) para las Islas Caimán, Bermudas o las Islas Vírgenes Británicas (los tres mayores culpables del abuso fiscal corporativo, según Tax Justice Network). Por cierto, los tres siguientes son Holanda, Suiza y Luxemburgo (ver aquí taxjustice). Un resultado colateral significativo de tal medida sería lograr, al menos en cuanto al impuesto de sociedades, la “armonización fiscal” que lleva acariciando la UE desde tiempo inmemorial.

Finalmente, la medida que obligaría a ciertas empresas a pagar según su facturación en cada país. La OCDE pretende generalizar este método, pero el Plan Biden, tal vez de forma mas práctica para una implementación rápida, lo limita a las 100 mayores multinacionales.  Una vez aceptada el tipo mínimo, les sería indiferente esta medida a las empresas afectadas; pagarían lo mismo, pero en otro lugar.

Todo lo expuesto no debería ser indiferente para España y los españoles. Podría cobrar impuestos a las grandes tecnológicas en España según el negocio que hacen en España. Las empresas españolas dejarían de buscar artificios para dejar ganancias fuera de España.  Se frenaría el crecimiento de desigualdad a nivel mundial. Los alemanes y franceses salieron rápidamente en apoyo de Biden. José Ángel Gurría, Secretario General de la OCDE, habla de una oportunidad que sólo surge una vez en la vida ( An overhaul of the global tax system can wait no longer, por Angel Gurria en The Guardian). Increíblemente, debido al mucho trabajo ya realizado, sería factible llegar a acuerdos en cuestión de meses.

No esperamos encendidas defensas de estas medidas de los consultores que alumbran estructuras fiscales, pero ¿dónde están las declaraciones de los políticos españoles, de todo color, en el mismo sentido que los alemanes y franceses? ¿Y las provenientes de los sindicatos?  ¿Y la cobertura mediática?  ¿O es que los $ 427.000 millones perdidos anualmente en paraísos fiscales no tienen entidad suficiente?

Imagen de Eric Haynes con licencia de Creative Commons.

De la difícil armonización del impuesto sucesorio

El artículo 31 de nuestra Constitución nos obliga a contribuir al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con nuestra capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio.

La capacidad económica debe predicarse de cada tributo en particular, es decir, para cumplir este principio todos y cada uno de los tributos deben gravar una verdadera capacidad económica, real o potencial. La sentencia del Tribunal Constitucional de 2017 sobre la llamada “plusvalía municipal” resume claramente el contenido de este principio.

Si queremos ver el mandato constitucional desde otro ángulo, podremos decir que el Estado está obligado a identificar todo tipo de capacidad económica, y a someterla a tributación de alguna manera. En otras palabras, no sería justo que, habiendo dos manifestaciones distintas de capacidad económica, una estuviera sometida a tributación y la otra no.

Nadie duda de que la adquisición de bienes por herencia es una manifestación directa de capacidad económica, y por eso la mayoría de los países desarrollados tienen en sus ordenamientos un impuesto que, de una u otra forma, las somete a tributación.

En España las adquisiciones lucrativas mortis causa están sujetas al Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones (ISD), que, tal como dispone la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), está totalmente cedido a éstas.

No podemos olvidar que, según dispone el artículo 156 de nuestra Constitución, las Comunidades Autónomas (CC.AA.) gozan de autonomía financiera para el desarrollo y ejecución de sus competencias, con arreglo a los principios de coordinación con la Hacienda estatal y de solidaridad entre todos los españoles, y que uno de sus recursos fundamentales está constituido, precisamente, por los impuestos cedidos por el Estado. En 2019 las CC.AA. recaudaron un total de 2.361 millones de euros por el ISD.

Dice la LOFCA que, en el ejercicio de sus competencias normativas, las Comunidades Autónomas observarán el principio de solidaridad entre todos los españoles, no adoptarán medidas que discriminen por razón del lugar de ubicación de los bienes, de procedencia de las rentas, de realización del gasto, de la prestación de los servicios o de celebración de los negocios, actos o hechos, y mantendrán una presión fiscal efectiva global equivalente a la del resto del territorio nacional.

Podemos preguntarnos si el desarrollo que las CC.AA. han realizado de sus competencias normativas en relación con los impuestos cedidos ha respetado o no este mandato de la LOFCA, especialmente si mantienen una presión fiscal efectiva global equivalente a la del resto del territorio nacional.

Nosotros vamos a centrarnos en el ISD, y analizaremos su regulación a nivel nacional, para ver si las diferencias son o no significativas.

En primer lugar, debemos decir que la LOFCA se aplica a las CC.AA. de régimen común; quedan fuera de su ámbito el País Vasco y Navarra, cuyos sistemas tributarios se rigen por el régimen del Concierto con el primero y Convenio con la segunda. Sin embargo, en ambos casos se establece la misma obligación de mantener una presión fiscal efectiva global equivalente a la existente en el resto del Estado.

Antes de entrar en este análisis, conviene decir que las CC.AA. han ejercido sus competencias normativas en el ISD fundamentalmente estableciendo sus propios beneficios fiscales o mejorando los establecidos por el Estado, en ocasiones refiriendo sus beneficios fiscales a actos, negocios, bienes o derechos realizados o localizados en sus territorios.

En casi todos los casos, los beneficios fiscales establecidos por las CC.AA. van dirigidos fundamentalmente a las adquisiciones hereditarias de los descendientes y el cónyuge, es decir, de quienes integran los grupos I y II de parentesco de los establecidos en el artículo 20 de la Ley del ISD.

A la hora de establecer esos beneficios fiscales las Comunidades Autónomas han seguido dos líneas básicas de actuación: la primera, estableciendo reducciones en base o bonificaciones en cuota cifradas en euros; la segunda, estableciendo esas reducciones en base o bonificaciones en cuota mediante porcentajes. Algunas CC.AA. han seguido las dos vías simultáneamente. Últimamente, a estas dos líneas de actuación se ha unido la de modificación de tipos de gravamen.

La primera línea beneficia básicamente a las personas físicas que reciben por herencia bienes o derechos de menor valor, mientras que la segunda línea beneficia a todos por igual en términos relativos. La primera línea ha sido seguida por las Comunidades Autónomas que han sido gobernadas por partidos de corte progresista con la idea de beneficiar sólo a quienes menos reciben por herencia, mientras que la segunda vía ha sido seguida por las CC.AA. gobernadas por partidos de corte conservador.

Un ejemplo de la primera vía lo tenemos en la Andalucía cuando era regida por el Partido Socialista Obrero Español, mientras que un ejemplo de la segunda lo tenemos en la Comunidad de Madrid, que desde 1995 está gobernada por el Partido Popular.

Así, actualmente, independientemente del valor de la porción hereditaria, los descendientes y el cónyuge apenas pagan este impuesto en Andalucía, Cantabria, Extremadura, Madrid, Murcia y País Vasco. Si el descendiente es menor de 21 años, la cuota a pagar también es simbólica en Asturias, Baleares, Canarias, Castilla-La Mancha y Galicia.

En el resto de Comunidades Autónomas los descendientes y el cónyuge pagarán más o menos dependiendo del valor de lo heredado. Así, en Castilla León (hasta abril de 2021) y la Rioja apenas tributarán si el valor de los bienes y derechos recibidos por herencia no superan los 400.000€. En Aragón se eleva el límite a 500.000€.

Si el descendiente tiene 21 años o más, el límite es de 300.000€ en Asturias. En Galicia el límite es de 1.000.000€, y a partir de esa cantidad los tipos de gravamen van del 5% al 18%, muy inferiores a los de la tarifa estatal.

Canarias y Cataluña aplican bonificaciones decrecientes según crece la base o la cuota. En la Comunidad Valenciana la bonificación es del 50%.

En Baleares la tarifa es del 1% al 20%, aplicándose el primer tipo a bases de hasta 700.000€. En Castilla-La Mancha hay bonificaciones del 100% al 80% (esta última para la base liquidable que exceda de 300.000€).

Como vemos, hay gran variedad en las modificaciones: en ocasiones se establecen bonificaciones en cuota, en otras reducciones, límites o mínimos exentos, y en otras variaciones en los tipos de gravamen, modificaciones que afectan a grupos de parentesco no siempre homogéneos. Con estos mimbres es muy difícil hacer una comparación teórica, por lo que resulta preciso poner casos tipo y calcular lo que el heredero pagaría en una u otra comunidad.

Así, si una persona soltera mayor de 21 años recibiera en herencia de su padre o madre bienes por valor de 800.000€, de los cuales 200.000€ correspondieran a la vivienda habitual del causante, la tributación por comunidades autónomas, teniendo en cuenta la legislación vigente en marzo de 2020, sería la siguiente (fuente: REAF: Panorama de la fiscalidad autonómica y foral. Marzo de 2020):

Calculando el tipo medio efectivo real después de bonificaciones, por encima de un 2% están Navarra (2,13%), Canarias, Castilla La Mancha y La Rioja (las tres, alrededor del 4%), Aragón (6,93%), Comunidad Valenciana (7,90%), Castilla y León (10,13%; esta Comunidad ha aprobado recientemente la bonificación del 99% en la cuota para cónyuges, ascendientes y descendientes) y Asturias (12,89%). Las diferencias se disparan a medida que aumenta el valor de la porción hereditaria, y disminuyen si quien hereda es el hermano o el sobrino del causante.

Ante esta situación, no hay duda de que a nivel nacional no se mantiene una presión fiscal efectiva global equivalente, y que esto solo puede conseguirse estableciendo un marco de referencia o haciendo modificaciones a la baja, como Castilla y León acaba de hacer.

En este sentido debemos recordar que, en 2014, el informe de la comisión de expertos para la reforma del sistema tributario español, presidida por el profesor Manuel Lagares, proponía, en cuanto al ISD, que fuera un impuesto proporcional con un mínimo exento igual para todos los contribuyentes, desapareciendo los coeficientes multiplicadores y la tarifa con altos tipos marginales, dando lugar a un impuesto menos progresivo pero con un nivel de incidencia más igualitario en su distribución entre los declarantes. Según esta propuesta, habría tres tipos de gravamen en función del grado de parentesco: el reducido (del 4% al 5%), el medio (del 7% al 8%) y el más elevado (entre el 10% y el 11%).

Volviendo al ejemplo que hemos puesto, suponiendo que se mantuviera la reducción por vivienda habitual de la persona fallecida (que el informe propone eliminar) solo cuatro Comunidades Autónomas (tres si descartamos a Castilla y León) exigirían una cuota tributaria superior a la propuesta.

Resulta muy difícil hacer propuestas armonizadoras en este sentido. Por un lado, hay muchas diferencias técnicas y políticas, y no cabe duda de que cualquier modificación de este impuesto debe partir de un amplio consenso entre las CC.AA. Por otro lado, el ISD no es un instrumento de política fiscal pues la reducción de su presión no dinamiza directamente la economía, y su aumento solo genera enfado y alienta el fraude.

Así las cosas, no hay perspectivas de armonización a corto plazo en un impuesto cuya recaudación es relevante. Si las CC.AA. y el gobierno central no se ponen de acuerdo, mucho nos tememos que seguirá produciéndose una subasta a la baja aprovechando los procesos electorales, como recientemente ha ocurrido en Madrid. Los ciudadanos estamos cansados de ver que la única solución que los políticos nos ofrecen es la de subir los impuestos, y Madrid es un ejemplo de cómo puede gestionarse una Comunidad Autónoma con unos impuestos razonables, especialmente cuando el hecho imponible, como ocurre en el ISD, es inevitable.

La falacia de la armonización fiscal

Con ocasión de la tramitación parlamentaria de la Ley de Presupuestos Generales del Estado para el año 2021, a instancias de un partido que hace bandera de la ruptura de España, se ha puesto encima de la mesa la necesidad de acabar con el presunto “dumping fiscal” de la Comunidad de Madrid (y alguna otra Comunidad Autónoma) y restablecer una “armonización fiscal” que, en cierto grado, homogeneice el tratamiento tributario a los ciudadanos de toda España… (perdón, de una parte de España).

Más allá de las cuestiones técnicas y de las concretas propuestas de modificación normativa, en mi humilde opinión, el debate debería centrarse acerca de qué se entiende por “armonización fiscal” y si es deseable o no.

Así, sin más, a todos se nos antoja deseable porque el término “armonía” tiene una evidente connotación positiva. Sin embargo, sugiero atender más allá de este velo semántico para conocer la verdadera naturaleza de la controversia.

Para empezar, no cabe hablar de la “armonización fiscal” como un todo, sino que deberían atenderse, como mínimo, a aspectos distintos y complementarios: la competencial-normativa, la relativa al gasto público y la vertiente de ingresos públicos.

La armonización fiscal competencial-normativa exigiría que los distintos gobiernos e instituciones políticas, así como las correspondientes administraciones, dispongan de similares competencias y atribuciones, tanto normativas como de capacidad de gestión y administración.

Es inviable predicar la armonización cuando alguno de los actores políticos tiene muy restringido su ámbito de decisión y actuación, quedando sometido a las normas y dictados de terceros. Es decir, sólo cabe hablar de armonización cuando los actores políticos gozan de un cierto grado de autonomía.

Por supuesto, esta igualdad de facultades y competencias puede dar lugar a respuestas disímiles; es habitual que el comportamiento de los actores políticos y reguladores difiera y las soluciones sean divergentes. Es inherente a nuestra condición humana.

Sucede, por ejemplo, con la regulación de la tributación de los beneficios empresariales a nivel estatal. Aparte de las diferencias entre los tipos impositivos, existen notorias discrepancias en cuanto a la estructura de los tributos, la determinación de la base imponible, las exenciones y beneficios fiscales, etc. Aunque, en casi todos los países existe alguna figura tributaria asimilable a nuestro Impuesto sobre Sociedades (Corporate Tax), no hay una regulación o marco tributario común, armonizado, pese a los infructuosos intentos en los distintos foros internacionales y multilaterales (especialmente, en la OCDE y la Unión Europea).

Sin perjuicio de lo anterior, la aspiración humana de conseguir una convivencia armónica entre iguales nos lleva a buscar marcos de referencias comunes. Pensemos en el Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA), un impuesto que podemos calificar como armonizado a nivel europeo en la medida que todos los Estados Miembros están sujetos a la misma normativa básica (Directiva 2006/112/CE y el Reglamento UE 282/2011) y con órganos comunes que tratan de garantizar una interpretación uniforme y una similar aplicación de la normativa (véase, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea).

Aun así, en aquellos aspectos en los que la normativa atribuye competencias a los Estados, estos han ido dando respuestas distintas, en función de sus conveniencias y necesidades. Por ello, a día de hoy, hay evidentes diferencias entre los tipos impositivos del IVA (del 16% de Alemania al 27% de Hungría), la aplicación de los tipos reducidos o en la determinación de las operaciones exentas.

Pero este margen de maniobra es relativo. Así, pese a que la normativa atribuye a los Estados miembros libertad para fijar el tipo impositivo, impone un gravamen mínimo: “(…) Para evitar que las diferencias entre los tipos normales del IVA aplicados por los Estados miembros provoquen desequilibrios estructurales en la Comunidad y distorsiones de la competencia en determinados sectores de actividad, debe fijarse un tipo normal del 15 % como mínimo.” (Considerando 29 de la Directiva IVA).

De nuevo en nuestro país, España, resulta que no existe un marco homogéneo en materia tributaria, sino que, existen territorios con una singularidad específica que mantienen un régimen de competencias normativas y administrativas que difieren del resto del territorio común. Así nos encontramos que, las provincias vascas y Navarra, poseen las competencias normativas y de gestión y recaudación de los tributos, sin perjuicio de coordinar e integrar su fiscalidad a las líneas generales del resto de España (artículo 3 de la Ley 12/2002, de 23 de mayo, del Concierto Económico con la CCAA del País Vasco y artículo 7 de la Ley 28/1990, de 26 de diciembre, del Convenio Económico con Navarra).

El resto de Comunidades Autónomas (irónicamente denominadas de “régimen común”) y Ceuta y Melilla (las ciudades con Estatuto de Autonomía) tienen un marco normativo y competencial igual o equivalente. En concreto, la Ley Orgánica 8/1989, de 22 de septiembre, de Financiación (LOFCA) y la Ley 22/2009, de 18 de diciembre, no sólo establecen el actual sistema de financiación de las Comunidades Autónomas (la distribución de la recaudación tributaria y la asignación a los entes autonómicos) sino que regula el reparto de competencias, así como la cesión total o parcial de los tributos.

En el caso concreto del Impuesto sobre el Patrimonio (IP) y del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones (ISD) aún siendo impuestos estatales (regulación base estatal común), no sólo se cede la recaudación, sino también parcialmente las competencias normativas a las CCAA (artículo 19 de la LOFCA y en los artículos 47 y 48 de la Ley 22/2009 de financiación autonómica).

Conviene apuntar que, atendiendo a su singularidad territorial y por motivos socioeconómicos, tanto la Comunidad Autónoma de Canarias como las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla gozan de ciertas prerrogativas diferenciadas. La principal diferencia es que, al quedar fuera del ámbito territorial del IVA (artículo 6 de la Directiva IVA), se hace preciso dotarlas de un gravamen indirecto específico (el Impuesto General Indirecto Canario y el Impuesto sobre la Producción, Servicios y la Importación en Ceuta y Melilla).

Sea como fuere, lo esencial es que este marco regulador común establece una homogeneidad de partida, en facultades, capacidades y competencias, para un mismo nivel político y administrativo (las CCAA y ciudades autónomas).

Resulta llamativo que, uno de los objetivos del actual sistema de reparto competencial fuera, precisamente, ampliar el grado de autonomía de las CCAA, entre otros, a través de la atribución de facultades para modificar y adaptar, parcial o totalmente, los tributos a las necesidades de financiación de los entes autonómicos:

“Los ejes básicos de este nuevo sistema son el refuerzo de las prestaciones del Estado del Bienestar, el incremento de la equidad y la suficiencia en la financiación del conjunto de las competencias autonómicas, el aumento de la autonomía y la corresponsabilidad y la mejora de la dinámica y la estabilidad del sistema y de su capacidad de ajuste a las necesidades de los ciudadanos.” (Exposición de Motivos de la Ley 22/2009).

Por consiguiente, en la actualidad (si obviamos los territorios forales), existe un elevado grado de armonización fiscal a nivel competencial y normativo, sin perjuicio que, atendiendo a la necesidad de respetar la autonomía y la voluntad de los ciudadanos de las distintas CCAA, se respete que los entes competentes tengan un cierto margen de decisión para que adecúen los tributos a sus necesidades de financiación y sus objetivos de política fiscal.

La armonización fiscal de los gastos públicos hace referencia a la igualación de las obligaciones y compromisos públicos por parte de los entes competentes. Es decir, qué bienes, servicios y prestaciones públicas, tanto en volumen como en intensidad, son demandados por la ciudadanía y asumidos por la administración autónoma competente.

En principio, las distintas Comunidades Autónomas tienen un marco competencial muy similar, asumiendo las principales prestaciones (Educación, Sanidad y Servicios sociales básicos) del mal llamado Estado del Bienestar.

Pues bien, para llevar a cabo su función se necesita un nivel de gasto determinado. Ahora bien, este gasto dependerá básicamente de dos variables: la demanda de servicios y prestaciones por parte de los ciudadanos y el grado de eficiencia y eficacia en la gestión de los recursos públicos.

La armonización fiscal, a nivel de gasto, exigiría que para un mismo bien, servicio o prestación pública, el gasto fuese equivalente entre las distintas CCAA (sin perjuicio de introducir algún factor corrector o de variabilidad). Por ejemplo, una plaza de residencia para la atención de una persona con discapacidad o una clase de Primaria en escuela pública deberían tener costes homologables.

Partiendo de un catálogo común de bienes, servicios y prestaciones, debería respetarse que los ciudadanos libremente escojan qué bienes y servicios públicos desean, así como qué prestaciones y ayudas están dispuestos a sufragar. Consideremos, por ejemplo, las televisiones públicas de titularidad autonómica. Si la ciudadanía elige no costear tal dispendio, entonces las CCAA podrían liberar el gasto público correspondiente bien para aplicarlo a otras partidas o bien para dejarlo en manos de sus ciudadanos.

En otro orden de cosas, si una CCAA demuestra una mayor habilidad en la gestión de los fondos y recursos, o sea, consigue un estándar de servicios y prestaciones públicas con un menor gasto de forma recurrente, ello le permite reducir las necesidades de financiación y liberaría la presión fiscal.

En el cuadro adjunto puede observarse que entre las CCAA escogidas hay notables diferencias en el gasto por habitante. Quizás uno de los debates más interesantes sería analizar con rigor a qué obedecen estas disparidades, considerando las variables que afectan en el resultado (estructura socioeconómica de la sociedad, dispersión poblacional, nivel de ingresos, prestaciones existentes, etc.). Quizás en la auditoría del gasto encontraremos alguna de las claves de la desarmonía.

 

Por último, se hablaría de armonización fiscal de los ingresos públicos cuando exista una identidad de medios y recursos para obtener los fondos necesarios para financiar el gasto público y asegurar el desarrollo de las políticas públicas.

Pues bien, a día de hoy, las CCAA tiene a su disposición básicamente los mismos instrumentos de financiación: recaudación fiscal (cesta tributaria), emisión de deuda y, en menor grado, la gestión patrimonial (venta y explotación de los bienes patrimoniales de titularidad de la administración) y la participación activa en los mercados (a través de entidades con objeto mercantil).

Si tenemos en cuenta que las dos últimas son residuales (o incluso, netamente deficitarias) y que la emisión de deuda está muy limitada, para maximizar los ingresos lo que les resta a las CCAA es ajustar el sistema tributario.

Por tanto, la cuestión es: ¿cómo incrementar la recaudación tributaria? Partiendo de la hipótesis de que no existe fraude fiscal (o mejor dicho, que la Administración tributaria autonómica es lo suficiente competente para reducirla a su mínima expresión), hay tres elementos básicos:

  • el ensanchamiento de las bases imponibles (ampliar los supuestos de hecho sometidos a gravamen, así como el importe de referencia para el cálculo del tributo);
  • el incremento de tipos impositivos;
  • el aumento de sujetos pasivos o contribuyentes.

Alguno me comentará que también se puede hacer aumentando las figuras impositivas. Correcto. Pero es que, esta opción es una combinación de las anteriores, pues implica un aumento de bases, tipos y/o sujetos pasivos, a la vez.

La cuestión es que teniendo todas las CCAA idénticos mecanismos y capacidad de decisión, mientras que la mayoría de ellas han optado por centrarse en los dos primeros asumiendo una inelasticidad del número de contribuyentes (presunción parcialmente errónea), otras confiaron en que una rebaja de bases y tipos se compensaba con creces con un engrosamiento del número de contribuyentes combinado con el efecto multiplicador de un mayor dinamismo económico. Es resumen, Laffer dixit.

La opción de la CCAA de Madrid de desmarcarse del resto aprovechando que seguían trayectorias opuestas (de mantenimiento y alzas fiscales) le facilita la atracción de “contribuyentes netos”: personas con un nivel medio-alto y/o alto de rentas (fuente de importantes ingresos públicos) pero con una reducida demanda de servicios y prestaciones públicas. La merma de recaudación en ciertos tributos se ha demostrado que se compensa con creces con el aumento en el resto de las principales figuras tributarias (IRPF, Impuesto sobre Sociedades e imposición indirecta).

* * * * *

Para ir concluyendo: el actual debate sobre la “armonización fiscal” es una añagaza que pretende esconder eventuales fracasos de diversos gestores públicos.

Si nos limitamos a la parte de España que conforman los territorios de régimen común, el grado de armonización fiscal ya es elevado; las CCAA disponen de idénticas competencias y facultades, poseen capacidades normativas iguales, tienen similares obligaciones públicas (un catálogo muy parecido de servicios y prestaciones públicas) y comparables medios de financiación.

A partir de ahí, el desarrollo y la evolución ha sido parcialmente desigual, en parte, debido a que los criterios y decisiones tomadas por los respectivos poderes autonómicos reflejan las lógicas diferencias ideológicas y de objetivos. Y esta disparidad de resultados son una bendición para los ciudadanos, porque nos permitirá contrastar y valorar las distintas alternativas de política fiscal y elegir, en consecuencia.

Pero es que, el teórico éxito de la CCAA de Madrid (y alguna otra) no se debería tanto a méritos propios como al demérito del resto. En efecto, la decisión del resto de CCAA de no moverse del tablero o de moverse en sentido contrario ha sido decisiva para agrandar la brecha y favorecer el propio atractivo de Madrid. ¿Podían haber seguido el ejemplo de Madrid? Por supuesto, pero no lo hicieron.

Quizás la idea que subyace tras la cacareada “armonización fiscal” no sea tanto aprovechar las enseñanzas de estos años de evolución del desarrollo autonómico para mejorar el actual sistema tributario, sino eliminar las diferencias programáticas e imponer una homogeneidad de políticas; “silenciar al disidente”. En definitiva, imponer una uniformidad en la mediocridad.