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Oración fúnebre por Alejandro Nieto, nuestro maestro

Escribió con autoridad sobre derecho, sobre historia, sobre casi todo lo importante que pasaba en el mundo. Con pluma galana y sobre todo con pluma crítica, ácida a veces, pasándolo todo por el cedazo de su excepcional inteligencia, rumiando mucho lo que iba a poner por escrito y diciendo al cabo lo que pensaba, sin componendas ni artimañas que engañaran al lector. Prosa limpia, prosa cuidada y prosa combativa.

Alejandro Nieto ha sido un jurista y un ensayista vinculado a su tiempo, deudor de su tiempo, testigo insobornable de su tiempo, por eso su mirada era extensa, luminosa y rebelde. Debelador de falsedades y trampantojos, narrador de los ocasos de todo aquello que hay pintado en las paredes corroídas de la sociedad, que es mucho y que a él le irritaba. Y como le irritaba quería borrarlo con el lanzallamas de su pluma sin saber, por su ancha y vigorosa humanidad, que la realidad tramposa es indiferente a las llamas y a la insubordinación de quienes, como Alejandro, pretenden zaherirla enseñando sus vergüenzas.

Alejandro Nieto deja en sus libros, en sus innumerables reflexiones, recetas para mejor organizar el porvenir. Para organizarlo con honestidad. Hay que leerle, ahora más, como homenaje a su vida.

De Alemania, de la Universidad de Göttingen, la que había tenido en sus aulas al díscolo poeta Heinrich Heine, se trajo en su juventud lo más sólido del pensamiento jurídico que allí se fabrica para trasladarlo, despojado de sus mayores severidades, a los estudiosos que hemos ido detrás de él y ofrecérnoslo así liberado de arideces y de la pesadez de los sistemas altivos y cerrados. Allí conoció a Erna Koenig, quien sería su esposa y madre de sus hijos Julia, Bárbara y Matías.

Nieto ha sido un sublevado que no combate los molinos de viento sino el viento mismo, el viento que arremolinan las gilipolleces sociales.

Gastó durante muchos años boina. No una boina cualquiera, sino una boina barojiana. Era gran admirador de don Pío, leía con delectación los tomos de sus Memorias, y le gustaba componerse con el atrezzo que le acercara a él. Con la mala leche del escritor vasco es obligado emparentar a Nieto, un “respondón” como fue Baroja, indócil y provocador.

Un gran profesor que obtiene su primera cátedra en La Laguna, gracias a la ayuda y al magisterio fecundo y siempre generoso de Eduardo García de Enterría, y allí se fue a enseñar y a investigar y allí congregó discípulos, algunos de los cuales son hoy distinguidos especialistas, para alentarles en sus inicios académicos, también para espabilarlos y airearlos, en excursiones domingueras, a las arrogantes montañas de Tenerife, lo más parecido a unos jardines colgantes.

Tenía en el cuerpo, como sucede con todos los grandes, una cantidad inextinguible de broma. Contaba sucedidos con gracia burlesca que él adornaba con detalles nuevos en cada ocasión produciendo un regocijo aplaudidor en quienes le escuchaban. Más que describir lances y personajes, los tallaba con el verbo de sus frases hilarantes. Hay muchos tipos de humor,  el de Alejandro Nieto era un humor estilizado por el adjetivo y la certeza expresiva, un humor salpimentado por sus imágenes caústicas y su verso libre de mordaz conversador.

Era nuestro profesor un castizo castellano que paseaba el cosmopolitismo de sus muchas estancias en el extranjero, de sus lecturas en varios idiomas, de sus conferencias en países lejanos. A veces se vestía de mendigo pero de mendigo elegante, como para ir a misa el domingo.

Quien quiera leer libros en que se mezclan el rigor jurídico y la minucia de la observación aguda debe leer  “Bienes comunales” (1964), “La Burocracia” (1976) o el inmenso “Derecho Administrativo sancionador” (1994 y sucesivas ediciones). Y no dejar en el cajón las cartas que se contienen en “El Derecho y el revés” (1998) cursadas con Tomás Ramón Fernández Rodríguez.

Nieto es quien más tempranamente empieza a ver los desconchones de la España democrática y por eso sufrió persecución por parte de personajes que llevan hoy falsa careta de progresistas. Ahí están “La organización del desgobierno” (1984), “España en astillas” (1993), “Corrupción en la España democrática” (1997), “Balada de la Ley y el Derecho” (2002) y “El desgobierno judicial” (2005).

Para juristas versados pero igualmente para estudiantes son recomendables “Crítica de la razón jurídica” (2007), “Testimonios de un jurista 1930-2017” (2017) o “Una introducción al Derecho” (2019) donde podemos leer: “en estas páginas se ofrece algo distinto y aun contrario, en lugar de certidumbre, dudas; mera plausibilidad en lugar de verdades absolutas; hipótesis y no tesis; negaciones más que afirmaciones; inquietudes y no tranquilizantes; sembrar la desconfianza y sospechar de todo; no recibir nada sin pasarlo por la aduana de la crítica propia; no recibir herencias sino ganarlo todo con un esfuerzo personal”.

Para estudiosos de la Historia son imprescindibles “Los primeros pasos del Estado Constitucional” (1996), “La rebelión militar de la Generalidad de Cataluña contra la República” (2014), “Responsabilidad ministerial en la época isabelina” (2022). Y un libro muy entrañable para él: “Tariego de Riopisuerga. Microhistoria de una villa castellana” con Carmen Nieto (2005).

Y así podríamos seguir hasta llenar un voluminoso cuaderno.

En Tariego, y con la piragua por el Canal de Castilla, pasó su infancia y adolescencia y muchos años de su madurez alta y de su ancianidad. Un lugar para él irreemplazable donde solía burlar los despropósitos de la humanidad  gozando de los azules de un cielo, juguete de luces, mientras él ejercía de monje que ora y medita en las soledades.

En fin, como testimonio de un sabio y testamento de un genio recomendamos “El mundo visto a los noventa años” (2022) donde deja escrito: “creemos estar en un laberinto y lo que sucede es que andamos con los ojos cerrados o, peor aún, con ellos tapados por una erudición estéril”.

Un gran prosista con una gracia lúcida y diabólica, un porte de gran señor cosmopolita, provinciano y lugareño que nació en Valladolid en 1930, fue funcionario del ministerio de Agricultura, enseñó en Canarias, Barcelona y Madrid, presidió el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (1980-1983), obtuvo el premio nacional de ensayo (1997) y ocupó un sillón de la Real de Ciencias Morales y Políticas donde sus intervenciones dejan una huella preciada y profunda.

Descanse en paz.

 

José Luis Alvarez, Jurista y Político. In memoriam

Hace poco más de un mes falleció mi padre, José Luis Álvarez Álvarez. No quiero hacer un  in memoriam enumerando sus éxitos y cualidades sino  llamar la atención sobre algunos aspectos de su vida que tienen mucho que ver con lo que hacemos en Hay Derecho: por su doble condición de jurista y político y por lo que revela de conciencia cívica, uno de nuestros objetivos. Creo que también es momento para llamar la atención sobre lo que hizo -y como lo hizo- una generación que desaparece. Tiene especial sentido ahora que buena parte del espectro político español denosta la Transición, que ha sido uno de los casis más admirados internacionalmente de paso de una dictadura a una democracia plena, como todavía es la española.

Empecemos, por seguir un orden cronológico, con su vertiente como jurista. Es la primera persona de su familia en estudiar en la Universidad: estudia Derecho en la Complutense, donde obtuvo Premio Extraordinario de Licenciatura y Primer Premio al mejor expediente académico. Este estudio profundo durante la carrera le permite aprobar la oposición de notario con el número 1, teniendo 23 años. Tras otra oposición (también con el número 1) obtiene plaza en Valencia y tras otra más en Madrid con 28 años. Pero las oposiciones no le quitan las ganas de seguir estudiando, ni de compartir sus conocimientos. Es profesor de Derecho Civil en la Complutense y presenta su tesis en 1967. Elige un tema polémico en esa época: “El estatuto de la  mujer soltera  o  viuda en el Derecho privado español”. La tesis critica la legislación de entonces y defiende la igualdad que adoptaría la normativa civil posterior.

Su conciencia cívica le lleva en los primeros setenta a plantearse cuestiones más allá del Derecho Civil. Junto con otras personas de su generación, funda el grupo Tácito, un conjunto de profesionales que, preocupados por la situación política, se reúnen para publicar un artículo semanal donde van planteando las bases de un sistema democrático. Todos tenían claro que España tenía que convertirse en una democracia equiparable a las europeas y que la vía pacífica era no solo deseable sino también posible. Cuando la Ley de Reforma Política dio la señal de salida de la transición, estas personas que llevaban años diseñando el proceso y que influyeron decisivamente en él, dieron otro paso adelante. Junto con Pío Cabanillas y José María Areilza fundó el primer Partido Popular (que no es el PP actual, que adoptó ese nombre tras su refundación muchos años después). Este partido se integró en la federación de partidos Centro Democrático, y después se integró en UCD. Su interés por servir a España y su extraordinaria capacidad de trabajo y organización se combinaban con una falta de ambición política personal y una cierta incapacidad para comprender la lucha partidista, como demuestra esta anécdota que me contó, ya mayor. Tras ganar UCD las primeras elecciones, en el 77, un amigo y compañero de partido le dijo que Suarez le iba a llamar y le preguntó qué puesto le iba a pedir.  Mi padre le dijo que ninguno, que él solo había participado para ayudar al cambio de sistema y que no tenía interés en seguir en política. “ – ¡Pero José Luis, ¡no puedes decir eso! – ¿Por qué, si es la verdad?  – Pues porque no lo va a entender,  va a pensar que el puesto que quieres…  es el suyo”.  Lo cierto es que efectivamente no participó en ese primer Gobierno. Pero seguía dispuesto a ayudar y más adelante aceptó el nombramiento de Alcalde de Madrid de forma transitoria hasta las primeras municipales, dejando su notaría. Desempeñó el cargo con una ilusión y energía juvenil, trabajando sin cesar y desarrollando iniciativas nuevas, desde la creación de decenas de pequeños parques de barrio, al día de la bicicleta o la primera maratón. Se hizo también el primer Plan Especial de protección y conservación de los edificios y conjuntos de interés histórico-artístico de la Villa de Madrid, salvando así parte del patrimonio cultural que en la época anterior no tuvo ninguna protección. Fue el candidato más votado en aquellas elecciones, aunque el pacto entre PSOE y PCE dio la Alcaldía a Tierno Galván. Fue después Ministro de Transportes con Adolfo Suarez, una época también de intenso trabajo y difícil tanto por la violencia de ETA como por los problemas políticos y económicos. A pesar de ello, yo le recuerdo siempre entusiasta y optimista. Ese verano decidió que debía pasar al menos dos semanas en compañía de su mujer y sus cinco hijos adolescentes, que tan poco veía en aquella época. Tras tres días de “convivencia” -me contó años después- llegó a la conclusión de que se había equivocado: un hijo no aparecía a comer, otros llegaban tarde a cenar, todos desayunaban a deshora -alguno de vuelta directamente de salir…-. Más que conversaciones tranquilas lo que había eran discusiones, contestaciones y ausencias. Había llegado, pensaba, el momento de volver al Ministerio donde tenía montañas de cosas que hacer. Sin embargo, durante un paseo de repente comprendió que su vida real era esa, no la del Ministerio donde todo el mundo le decía que sí a todo. Y decidió quedarse a sufrirnos dos semanas más. Esta anécdota, que parece ensalzarle, es más bien una advertencia a quién ostente un cargo. Si él, que tenía mucho sentido común y ninguna ambición política sufría de esa disociación al poco tiempo de ser Ministro, está claro que el peligro es grande para cualquiera… Con Calvo Sotelo fue Ministro de Agricultura y Pesca, y pasó su peor momento cuando, en contra de su opinión -y la de muchos- y en los momentos más bajos de UCD, su Presidente decidió convocar las elecciones, lo que le llevó a dimitir.

La caída de UCD fue un gran disgusto que no afectó a su voluntad de servir a su país y consolidar la democracia. Como diputado de la oposición pudo aportar sus conocimientos jurídicos y su amor por el Arte y la Cultura a la elaboración de la Ley de Patrimonio Histórico. Sin duda su competencia técnica y su capacidad de diálogo contribuyeron a que esa Ley siga vigente sin apenas cambios casi 40 años después. Son reveladoras -no solo de su carácter sino también de una idea de hacer política- las palabras que dijo en el Congreso la presentación de esa ley, dirigiéndose al entonces Ministro de Cultura Javier Solana : “Quiero hacer un reconocimiento público del trabajo realizado en Ponencia y Comisión, que ha servido para enriquecer y mejorar el contenido del proyecto, porque es la primera vez en esta legislatura en que se ha tratado de examinar a fondo las enmiendas sin considerar de dónde venían. Si esta actitud se extendiera a otros proyectos, repercutiría en beneficio de nuestras leyes”. En este momento en que se legisla para sacar un titular y nadie parece entender la función de la deliberación parlamentaria, estas palabras suenan más actuales que nunca.

Terminada aquella legislatura, volvió a su notaría con la misma dedicación de siempre. Volvía a lo que era su profesión y uno de los fundamentos de su felicidad. Siguió estudiando, sobre todo sobre el Derecho del Patrimonio Histórico, y escribió un libro sobre la Ley de Patrimonio Histórico que se ha convertido en un clásico. Colaboró como experto con la Unesco y el Consejo de Europa y no dejó nunca de mostrar su preocupación por la cosa pública, a través ahora desde la sociedad civil y la prensa. De su etapa de político salió sin enemigos ni amargura. Sus amigos siguieron siendo los de antes. Creía haber contribuido al gran éxito de la transición, y nunca le pesó haber sacrificado ingresos, vida familiar y tranquilidad para participar en la aventura. Había hecho lo que creía que debía hacer, con la máxima ilusión y el máximo esfuerzo.

No puedo dejar de decir que fue ejemplar en los dos aspectos que él consideraba centrales en su vida: su familia y su profesión. Precisamente por considerar la política como un servicio público importantísimo, pero temporal y accesorio en su trayectoria, lo fue también como político. Es de justicia decir que en la Transición ese fue el caso de muchos otros y que después también ha habido profesionales de prestigio que se han dedicado a la política unos años con vocación de servicio público y desinterés personal– aunque menos-. No se trata solo de honrar la memoria sino de tomar ejemplo para el futuro.

 

 

Severo Bueno, in memoriam

Por mi condición de Abogado del Estado de Barcelona, de su misma promoción y de la cosecha del 67, me piden que escriba unas breves líneas que destaquen el perfil profesional y personal de Severo Bueno, Abogado del Estado Jefe en Cataluña. El honor es inmenso, tanto como el privilegio de haber compartido más de media vida, en la juventud y la madurez, con una persona entrañable y bondadosa, como su curioso nombre indica.

A modo de resumen, y si se me permite el juego de palabras, creo no equivocarme si afirmo que era Bueno con los demás, con todos, y Severo, mucho, en la defensa de la legalidad y del Estado de derecho. En el plano profesional, resulta imposible glosar o intentar resumir en este momento sus múltiples logros, tanto en la defensa judicial como en la función consultiva a diversas entidades estatales del sector público.

En todo caso, sus actuaciones siempre se han sustentado sobre la base de dos grandes pilares: el respeto a la legalidad y la defensa a ultranza de las libertades, individuales o colectivas. Por ello, no es de extrañar que sus intervenciones más conocidas –a veces incomprendidas o, peor aún, calificadas injustamente como de “azote del independentismo”- no hayan obedecido a otra causa que la simple defensa de la legalidad o de las libertades o derechos fundamentales; ni el litigio que ganó como padre de familia contra la Administración autonómica para preservar el derecho fundamental de su propia hija a recibir la enseñanza en su lengua vehicular (en un centro docente concertado, por cierto) ni su defensa del colectivo policial que, en los desgraciados sucesos del 1 de octubre de 2017, se limitó a dar cumplimiento a un mandato judicial, son fruto de una postura tendenciosa o de una cruzada personal para azotar a nadie. En absoluto. Es un ejemplo de rigor en la aplicación de la ley, lo que no permite tibiezas ni titubeos. Requiere ser Severo, y mucho.

En lo personal, nos conocimos con 12 o 13 años, no recuerdo bien, dando clases de tenis en el Club de Polo de Barcelona. Aún nos reíamos hace poco de aquella experiencia tan fugaz como ilustrativa. Digo lo de ilustrativa porque ya entonces y en el marco de una actividad lúdica en la que nuestro talento era más bien justito, Severo mostraba una muy temprana búsqueda de la justicia, corrigiendo, ante el estupor de propios y extraños, las instrucciones del profesor, motivando adecuadamente por qué las reglas o las instrucciones impartidas en el golpeo de la pelota o los turnos de descanso de los alumnos no le parecían justas o lógicas. Por suerte para el tenis español, ni él ni yo perseveramos demasiado en el intento. Pero ya desde entonces se estaba perfilando un marcado carácter que orientó toda su vida, la personal y la profesional: la admirable firmeza, casi dogmática, que tenía sobre sus propias convicciones, lo que le permitió ser valiente y le granjeó el respeto, que no sumisión, de todos cuantos hemos trabajado con él.

Y este es otro detalle fundamental pues, además de la potestad derivada de la jefatura, siempre atesoró un liderazgo que, ya en aquél momento, era un valor que escaseaba, máxime, como él decía siempre, en un colectivo en el que todos tienen o les reconocen el extraño título de “listos oficiales”. Severo siempre fue, hasta el final, un “primus inter pares”, el primero entre iguales, no por el hecho del nombramiento –lo que solo confiere ciertas facultades de dirección- sino por el reconocimiento explícito de todos los que hemos trabajado con él. Una autoridad en toda regla, sin duda. No es casual que un antiguo y brillante Secretario general de la Abogacía General del Estado, también fallecido, me confesara un día que “si Severo no existiera, habría que inventarlo”. Pues eso, toca reinventarse; no será fácil, pero disponemos del molde ejemplar que nos deja Severo.

Mucho tiempo después, ya licenciados en Derecho ambos, coincidimos unos días en la academia de preparación en Barcelona, antes de que yo me fuera a Madrid para seguir con mis estudios. Recuerdo como si fuera ahora, en la sala de espera, una imagen inédita de Severo, con coleta, vestimenta no muy adecuada y la pierna enyesada. Lo de la coleta, en aquellos tiempos, ya denotaba un carácter especial, dicho sea de paso. Pero lo más sorprendente fue cuando, preguntado por el preparador (guía espiritual al que los opositores seguimos con una fe inquebrantable y al que, en ocasiones, obedecemos por temor reverencial) sobre el motivo de la caída o del accidente, Severo espetó, con total displicencia, que había tenido un accidente fortuito mientras bailaba en no sé qué discoteca la noche anterior. Sí, la noche anterior, cuando se supone que debía estar estudiando. Se hizo un silencio sepulcral ante semejante aseveración, a la espera de la fulminante reacción del preparador. Las carcajadas del resto de opositores y del propio preparador abortaron, afortunadamente, mis peores presagios. Era muy fácil haber puesto una excusa cualquiera, una mentira piadosa. Severo no era así. No mentía nunca, siempre decía lo que pensaba, aun si la verdad, la suya, podía perjudicarle. Era un hombre íntegro, sin dobleces.

Otro ejemplo imborrable del carácter de Severo fue cuando aprobamos, en marzo de 1996, y teníamos que elegir destinos. En aquel entonces existía la llamada prestación social sustitutoria del servicio militar y, Severo, después de múltiple prórrogas por estudios, había optado por la prestación social que, ante la sorpresa de todos, decidió cumplir en la Abogacía del Estado de Tarragona, ejerciendo funciones de personal auxiliar y durante casi un año. Un ejemplo de responsabilidad y de acatamiento de la ley, pues lo lógico hubiera sido extender el régimen de prórrogas hasta cumplir los 30 años, que entonces era causa eximente del servicio militar. Severo no entendía de estrategias ni de tácticas, y menos si un camino más corto generaba desigualdades o tratos de favor.

Una vez cumplió escrupulosamente la prestación asumió la jefatura de Tarragona, pero con una ventaja competitiva frente a todos: conocía y respetaba profundamente las funciones del personal auxiliar, colectivo al que ha defendido numantinamente durante toda su trayectoria profesional en la jefatura (rectius, liderazgo) en la Abogacía del Estado Barcelona, primero, y en la Comunidad Autónoma, después. Su respeto y protección máxima al personal, que trabaja vocacionalmente en la abogacía con niveles muy inferiores al de otras unidades, es otro de los perfiles de su carácter: la bondad. No es por casualidad que en el tanatorio desfilaran multitud de funcionarios de la abogacía del Estado, algunos jubilados, como muestra de gratitud y de respeto, lo que él siempre predicó para ellos en justa reciprocidad. Tan es así que, repetidamente, cuando se repartía el trabajo o las materias con el ingreso de nuevos abogados, Severo siempre primaba la organización y coordinación entre los auxiliares, en detrimento de las preferencias que le insinuábamos los compañeros.

Severo era, además, un hombre singularmente austero y humilde. No probaba el alcohol, no fumaba, no bebía café (era un enamorado de la limonada en invierno y de la horchata en verano) y rara vez acudía a las reuniones multitudinarias. No era timidez ni lo que vulgarmente se podría denominar como un carácter antisocial. Bien al contrario, yo creo que simplemente cedía el protagonismo a otros, intentando no coartar ni limitar la espontaneidad de los demás. No era un simpático profesional pero el trato con él era de una gran cordialidad y, con la confianza debida, destilaba un humor británico muy sugerente.

Condecorado merecidamente hasta la saciedad (ya en 2017 recibió la Cruz de San Raimundo de Peñafort de Primera Clase y ahora, en el mes de agosto, la de Honor), nunca hizo ostentación de nada ni luchó por el reconocimiento de los demás. Es más, si el interés general aconsejaba eso de “ponerse a un lado”, término muy nuestros días en la jerga política, lo hacía sin ningún problema. Recientemente, ante las intrigas e insidias que tuvo que sufrir en una entidad que la Abogacía del Estado asesora por vía de Convenio, Severo supo ceder su puesto en el Consejo a otro compañero, por el bien común. Es, quizás, la única vez que le he visto ceder ante presiones ajenas; no por doblez o tibieza, sino por una causa de mayor calado: el beneficio del colectivo y del interés general.

Pero el Severo íntegro, bueno, leal, responsable tenía, como todo ser humano, dos grandes debilidades: su familia y el Atlético de Madrid.

Lo de la familia numerosa debe ser, como en mi caso, una inclinación propia de los hijos únicos, una querencia natural hacia lo desconocido. Recuerdo cuando conoció y se enamoró de Susana, una chica encantadora de Valladolid que acababa de aprobar las oposiciones de Fiscal. Lo primero que hizo fue presentarla con orgullo en el bar de la esquina de la abogacía a todos los compañeros. Poco tiempo después se casaban y formaron una familia ejemplar, con tres niñas y, como decía Severo, “otro hijo único”, Vicente, que nació bastantes años más tarde. Su apego familiar era muy intenso; idolatraba a su padre médico (también llamado Vicente), fallecido mucho tiempo antes, amaba a su madre y adoraba su esposa e hijos.

Lo del fútbol es otra historia. No tenía antecedentes ni ascendentes conocidos sobre esta extraña afición por un equipo que ni era de su ciudad ni tampoco destacaba demasiado en sus logros deportivos; más bien al contrario. Aunque hay diversas interpretaciones sobre la cuestión, recuerdo que un día me comentó que el origen se remonta a la final de la Copa de Europa de los años 70 que el Atleti perdió con el Bayern de Múnich. En eso coincidimos, pues desde el mes agosto, por razones de infausto recuerdo, yo también soy más del Barça gracias al Bayern. Desde entonces, desde una derrota dolorosa, me decía Severo que sintió la necesidad de seguir a un equipo sin suerte, desamparado y que sobrevivía ante las opulencias y abuso de posición dominante de su vecino metropolitano. Redoblar esfuerzos, luchar contra los elementos, no dar nada por seguro y competir partido a partido han sido pautas de comportamiento que han guiado su actuación personal y profesional. Lamentablemente, no verá realizado en esta vida su gran sueño, y eso que, como comentábamos hace pocos días, este año parecía propicio. Maldito Leipzig.

En fin, las anécdotas darían para un libro.

Una última reflexión, algo más trascendente. Siempre que nos deja un ser querido la sensación de vacío y de incomprensión es muy intensa. En el caso de Severo tengo personalmente la sensación de que nos quedaba una conversación pendiente para habernos dicho, por ejemplo, lo mucho que nos queríamos. No parece tan complicado, pero lo cierto es que vivimos la vida de manera absurda, atropelladamente, sin decir lo que pensamos ni pensar, a veces, lo que decimos. Y obviando, por implícitas, muchas confesiones y sinceridades que deberían aflorar con mayor naturalidad. Por eso, por esas omisiones involuntarias, cuando un amigo se va, sentimos que todos nos morimos un poco con él, que algo se muere en el alma, como dice la sevillana.

Quiero destacar finalmente, por si no ha quedado claro, que Severo era por encima de todo -y de todos- un hombre bueno, muy bueno. Pocas veces un apellido identifica tan fidedignamente a una persona.

Gracias por el inmenso legado que dejas. Descansa en paz, Severo Bueno, ser humano excepcional, compañero de verdad y amigo para siempre.

In Memoriam. Jaime Carvajal Hoyos, un español comprometido.

El miércoles día 3, a través de un grupo de whatsapp que tenemos varias personas de la sociedad civil que trabajamos juntas por reformar nuestro país y mejorar nuestras instituciones recibí la  tristísima (y al principio increíble noticia) del fallecimiento repentino de Jaime Carvajal Hoyos, uno de nuestros líderes más activos en esta siempre difícil y pospuesta tarea.  Nos quedamos consternados no sólo por la enorme pérdida personal que supone -en particular, claro está, para su familia y sus amigos más cercanos- sino también por  la enorme pérdida para el país. Pero quizás para que nuestros lectores entiendan esto mejor hay que explicar quien era Jaime Carvajal y sobre todo qué hacía, dado que muchas veces lo que mejor nos explica son nuestros actos. Aunque Pelayo Primo de Rivera ya nos ha dejado en este blog un sentido tributo a su amistad, aquí quería añadir la perspectiva desde la sociedad civil en general y desde Hay Derecho en particular.

Jaime era, ante todo, un hombre de bien. Esto no es algo que podamos dar por sentado, desgraciadamente, incluso en personas que se dedican a la defensa de los intereses generales y a la cosa pública. Pero, además, era una persona con una increíble capacidad de trabajo y de entusiasmo, capaz de generar sintonía y simpatía entre grupos de personas muy diferentes desde todos los puntos de vista. Por otra parte, dada la posición que ocupaba en el mundo empresarial y social tenía acceso a gente procedente de mundos muy diversos y muy complementarios.  Y estaba empeñado, como muchos de nosotros, en mejorar España. Y en buscar a las personas más adecuadas para ayudar en la tarea, siempre manteniendo él mismo -tan importante en todos los sentidos- un perfil bajo y una actitud humilde. De su tejer callado y eficiente en defensa del interés común podemos dar fe muchos de los que trabajamos en organizaciones de la sociedad civil, empezando por la Fundación Joan Boscá y terminando por la que él mismo presidía y estaba empezando a transformar, con el expresivo nombre de “Juntos Sumamos”.

Yo querría resaltar también que Jaime podría haber vivido mucho más cómodamente sin ocuparse de nada de esto, como hacen tantos otros españoles de su misma posición económica y social. Tenía todo lo necesario para despreocuparse de lo común, de España y de sus problemas, que a veces, de tanto arrastrarse, parecen irresolubles cuando no lo son. Nunca lo hizo, todo lo contrario, movilizaba a todos los que podía, que eran muchos, porque era difícil resistirse a su encanto personal y a su generosidad y altura de miras.  Era, además, un hombre ilustrado y con inquietudes intelectuales, lo que a mi juicio es imprescindible si se quieren abordar con seriedad debates importantes para el futuro de nuestro país. En fin, no era sólo un gran ejecutivo, un gran  financiero, un gran hombre de negocios, una persona con muchas conexiones sociales y familiares importantes: era mucho más. Tenía una fibra moral sin la cual no es posible pertenecer de verdad a una élite digna de tal nombre. Era, en definitiva, una persona importante para España. Y no estamos sobrados de gente como él.

Creo que el mejor homenaje que le podemos hacer dependerá no tanto de nuestras palabras como de nuestros actos. Para mí al menos la muerte de Jaime debe de ser una llamada a la acción en estos momentos  de desánimo que no faltan en unos días tan tristes y tan inciertos como los que estamos viviendo.  Ha caído uno de los mejores, pero los demás tenemos la responsabilidad de seguir en la brecha para estar a la altura de lo que él quería conseguir: un país mejor, tolerante, unido, moderno, donde juntos sumamos todos.

 

A mi querido y admirado Jaime (Carvajal Hoyos)

Conocí a Jaime (o Jauma, como le llamaba cariñosamente desde que aprendió catalán) cuando empezábamos a tener vida propia, allá por finales de los 70.  Cuando España aún se debatía con su recién estrenada democracia, que nuestros padres, Jaime y Miguel, ambos senadores reales, contribuyeron a recuperar para España.

Jaime era un excelente estudiante, obteniendo una las mejores notas de selectividad de Madrid. Pero no era el típico empollón. Tuvo una juventud muy completa llena de deporte, vida social e intereses muy amplios siempre dirigidos a conocer más cosas y de forma más profunda.

Estudio Físicas en Princeton, la universidad en la que Einstein acabo su vida profesional como profesor. Tras su paso por Lehman Brothers, donde se curtió como banquero de inversión, volvió a España a trabajar en Private Equity, cuando aquí aun no se sabía casi ni como se pronunciaba. De esta época recuerdo bien sus continuos viajes a Zaragoza para gestionar una empresa de juguetes.  Me parecía sobrehumano el esfuerzo y la dedicación que requería pasar toda la semana viajando a un polígono industrial en una ciudad lejana y desconocida.  Pero si hay algo que a Jaime no le asustó nunca fue el trabajo duro, y nunca se le caían los anillos.  Se remangaba como el que más.

Posteriormente se fue a trabajar para el Banco Mundial a Washington bajo el mandato de Wolfenshon. En esa etapa creció como ejecutivo global en el mundo de las inversiones, lo que junto a su paso por el Banco Sabadell, donde aprendió catalán, le permitió montar Arcano, lo que fue siempre su sueño. Crear una empresa y dirigirla. Y hacerlo desde la excelencia y con ese espíritu arcano, reservado, cauteloso y discreto, como era Jaime.

Jaime era una persona ambiciosa, pero no solamente buscando el éxito personal y el enriquecimiento justo. Su ambición era holística, como gusta decir ahora. Incluía mejorar España en todos sus frentes. Hay quien pensaba que era un cruzado utópico, ya que buscaba siempre solucionar problemas imposibles. En 2017 me convenció para que me sumara a uno de esos sueños suyos, la fundación JUNTOS Sumamos. En ese momento, la deriva secesionista en Cataluña estaba llegando a unos niveles insostenibles y nos parecía que la sociedad civil española tenia que hacer algo para solucionarlo. Había alguna iniciativa semejante como la Sociedad Civil Catalana, que tenía como objetivo defender a los catalanes que querían seguir formando parte de España.  Nuestro fin tenía que ser distinto si queríamos aportar valor, algo que Jaime nos recordaba siempre. Decidimos entonces que lo que debíamos ser era una Fundación que ayudara a acercar a las dos Cataluñas y a los secesionistas con el resto de España.

Ahora me viene a la cabeza alguna de las múltiples reuniones que tuvimos, cuando dudábamos sobre el éxito de nuestra fundación, y cómo nos consolábamos mutuamente diciendo que, si no teníamos éxito, al menos de mayor podríamos contar a nuestros hijos que dedicamos una parte de nuestras vidas a luchar por la unidad de España. A sus hijas, os garantizo que vuestro padre lucho como nadie por conseguir ese fin. Le indignaba tanto que alguien quisiera destrozar España que las pocas veces que le veías enfadado era cuando alguien osaba dar algún tipo de justificación a tal deriva, o si se caía en el error de la equidistancia.  Sin embargo, tenía claro que la única forma de solucionar el problema era no rompiendo los puentes que existen entre los españoles.

Además de la Fundación, que aún presidía, estaba metido en veinte mil fregados. Coincidimos también en la fundación Hay Derecho, donde me consta que hace pocos días comenzó a empujar una nueva iniciativa por la unidad de España, una de sus obsesiones. Eso sí, siendo siempre una persona de centro, liberal y tremendamente respetuoso con todas las opciones políticas del espectro constitucional.

También recuerdo muy bien una cena reciente en un restaurante nuevo de Madrid. A Jaime le encantaba comer bien. No comía mucho ni fumaba ni bebía, excepto vino; y si era de Griñón, mejor. Durante esa cena, me contó lo orgulloso que estaba de Arcano, de la excelente relación que tenía con sus socios, del tiempo que habían dedicado a construir bien los cimientos de la compañía para que fuera una empresa sólida y duradera. Ante todo, poniendo por delante a las personas que trabajarán allí. Era conocedor de todo lo que me relataba de primera mano; Jaime no me estaba vendiendo ninguna moto. Sentía como propio lo que decía y, como nos conocíamos de toda la vida, además sabía que a mi no me iba a engatusar.

Recordaré siempre el viaje que nos hicimos con Bruno Entrecanales a la costa Oeste de EE. UU. Tras su paso por Princeton y Nueva York, Jaime tenía verdadera admiración por ese país y tenía obsesión por conocer la PCH, una de las carreteras más majestuosas del mundo.  Alquilamos un descapotable de esos que habíamos visto en las películas y nos lanzamos a la aventura. Recuerdo que en el primer desayuno en un hotel de San Francisco nos encontramos con Jaime leyendo muy preocupado las noticias sobre la invasión de Sadam Hussein de Kuwait y sus posibles repercusiones. Por eso me acordaré siempre de que fue el 2 de agosto de 1990, hace ahora 30 años, un día antes de su cumpleaños.

El pasado martes hablé por teléfono con Jaime un buen rato sobre su verano que había sido maravilloso, y muy familiar como todos los años. Le vi lleno de vida, muy descansado tras un año difícil con el fallecimiento de su suegro y la enfermedad por COVID de un familiar muy cercano.

Las personas no mueren, desaparecen sus cuerpos. Las personas, sobre todo si son grandes como Jaime, sobreviven en nuestra memoria muchos años. Por eso he querido dejar escritas unas palabras sobre mi relación con Jaime, a quien consideraba no solamente un gran amigo, sino un referente y un ejemplo de vida.

Ignacio Echeverría y la razón práctica

Summum crede nefas animam praeferre pudori

et propter vitam vivendi perdere causas.

(Juvenal, Sátira VIII)

 

Ante la grandeza absoluta cualquier palabra que uno intente pronunciar resulta insignificante, superflua y hasta impertinente. Parece mucho mejor permanecer respetuosamente callado. No obstante, aunque estoy seguro de que lo que voy a decir no va a mejorar apenas el silencio, me atrevo a infringir el imperativo de Wittgenstein (“de lo que no se puede hablar hay que callar”). Y ello precisamente porque el asunto al que me voy a referir supone –a mi juicio- una clara muestra del error que subyace a ese imperativo: la idea de que no existe discurso racional más allá de las proposiciones de las ciencias naturales y de la tautología matemática. Una idea que puso en circulación hace ya cerca de un siglo el célebre filósofo vienés y que ha llegado a convertirse en una de las señas de identidad de nuestro tiempo.

La noche del pasado 3 de junio Ignacio Echeverría volvía con dos amigos de patinar en un parque de Londres cuando, al pasar por la zona del Borough Market, se topó con la escena del apuñalamiento indiscriminado de transeuntes por unos terroristas islamistas. En ese momento es de suponer que Ignacio debió de pensar que se trataba de unos delincuentes comunes que habían intentado perpetrar un robo cuya víctima se había resistido. Sobre la marcha decidió acudir en auxilio de la persona agredida en vez de salir corriendo (o más bien pedaleando, porque los tres amigos iban en bici). Y también debió de pensar que el skate que llevaba consigo era un objeto lo suficientemente contundente como para emplearlo como arma con la que enfrentarse con éxito a los agresores.

Analizando este pensamiento de Ignacio -reconstruido de esta forma hipotética- en el breve instante que precedió a su involucración en la acción, podemos constatar que en esos segundos o incluso décimas de segundo realizó tres juicios que implicaban tres usos diferentes de su razón, tres formas de racionalidad perfectamente distinguibles.

El primero de ellos fue un juicio sobre la realidad de los hechos que estaban acaeciendo. Ante la escena que le presentaban sus sentidos, su mente avanzó una interpretación: una persona estaba siendo atacada por otras, y además se trataba de una situación de violencia real. Creo recordar que en las cercanías del Borough Market existe un museo sensacionalista dedicado a los crímenes de Jack el Destripador. Por tanto, bien podía haberse tratado de una performance para los turistas, o también de una confusa reyerta de borrachos. Sin embargo, Ignacio interpretó correctamente los hechos: no como una ficción sino como algo real y donde se podía distinguir una parte agresora y una parte agredida y necesitada de ayuda. Es posible, sin embargo, –como he anticipado e indica el testimonio posterior de uno de los amigos que le acompañaban- que no enjuiciase correctamente el tipo de violencia callejera con el que se habían tropezado, que considerase a los agresores como delincuentes comunes y no como fanáticos terroristas islámicos.

En cualquier caso, este enjuiciamiento de los hechos es algo propio de lo que se conoce como “razón teórica” o “científica”, un uso de la razón cuyo objeto es el conocimiento de la verdad de las cosas y los hechos. También podría ser objeto de este uso de la razón la explicación causal de este acontecimiento: qué causas psicológicas, ideológicas, económicas, sociales, culturales o de cualquier otro tipo fueron las que llevaron a estos individuos a perpetrar semejante tipo de acción (como también la propia acción de Ignacio y la de sus amigos podría intentar ser objeto de una explicación causal o “conductista” semejante, como algo determinado necesariamente por unas concretas causas).

El juicio relativo a la idoneidad de un monopatín como arma y de la probabilidad de éxito de la acción individual iniciada por Ignacio pertenece a un orden de racionalidad diferente: a lo que se conoce como “razón técnica” o “instrumental”. La razón propia del ingeniero. No se trata aquí de conocer y explicar el mundo real, sino de manipularlo con éxito; dado un fin humano cualquiera –cuya bondad no se cuestiona-, el enjuiciamiento de los medios, instrumentos y procedimientos adecuados para alcanzar dicho fin. El objeto de esta razón no es la verdad, sino la eficacia, el éxito de la acción. Un saber de medios, de know-how, relativo a un hacer humano como “facere”.

Pero, en ese brevísimo lapso temporal que precedió a su participación en la lucha, Ignacio realizó un tercer tipo de juicio, que he dejado para el final porque es el más importante de los tres, tanto para él como para nosotros. Este juicio respondió a la pregunta ¿qué debo hacer en esta concreta situación? La cuestión que aquí se planteaba era de una naturaleza completamente diferente de las otras dos. En este caso se trataba de una cuestión de tipo moral o ético: ¿qué curso de acción era el correcto?, ¿permanecer quieto y a distancia?, ¿huir, como harían unos instantes después sus amigos cuando él ya había sido derribado?, ¿o intentar socorrer a la víctima enfrentándose a los agresores con los medios a su alcance?

Es muy difícil saber exactamente lo que sucedió en una situación tan inesperada como rápida y confusa, sobre todo cuando el protagonista ya no nos lo puede explicar. Pero parece razonable pensar que la implicación de Ignacio en la pelea no fue inevitable para él. Los tres amigos llegaron al lugar de los hechos en bicicleta, eran jóvenes, deportistas y se supone que dotados de esa agilidad especial que exige el deporte que venían de practicar. No parece que a Ignacio le hubiera resultado especialmente difícil huir del lugar con su bicicleta. Y sin embargo, hizo lo contrario de huir, se abalanzó blandiendo su skate contra los agresores. Es decir, justo lo contrario de la reacción más natural e instintiva de todo ser animado ante una situación de peligro (parálisis o huida).

Evidentemente, todo debió de ser muy rápido, pero necesariamente hubo un instante, por mínimo que fuera, en que Ignacio se planteó qué hacer en esa situación. Su respuesta a esta cuestión, que era una cuestión ética, un problema moral, se convirtió en la causa de su inmediata acción: su participación en la lucha.

Este juicio, que decidió su acción y su destino, aunque no deja de tener relación con ellos, pertenece a una esfera claramente distinta de aquellas a las que pertenecen los otros dos actos de juicio a que antes me he referido. En este caso, se trata de lo que Kant llamó la “razón práctica”, el uso de la razón que es propio del enjuiciamiento moral de la conducta humana. Aquí no se trata del conocimiento de la verdad de las cosas que suceden en el mundo físico, ni del éxito de nuestra interacción con el mundo, sino simplemente, de lo correcto, de lo que es bueno o malo, honesto o deshonesto, de los valores y de los fines. De lo que hay que hacer, pero no de un hacer como facere, sino como agere, del actuar humano ante las situaciones problemáticas que la vida nos va planteando a cada uno. En definitiva, de cómo conducir bien nuestra vida.

Y es algo intrínseco al ejercicio de esta razón práctica –como pone ejemplarmente de manifiesto este caso- su esencial mundanidad y temporalidad, en el sentido de que se pone en juego precisamente porque vivimos en un mundo, rodeados de circunstancias contingentes que en su mayor parte nos vienen dadas y no podemos elegir (como encontrarse precisamente la noche del 3 de junio en un determinado lugar); y porque exige de nosotros una respuesta en un momento justo, ni antes ni después. De nada sirve discernir lo correcto ex post facto, porque ni la historia general ni la nuestra individual tienen marcha atrás (siendo esta irreversibilidad lo que dota de sentido trágico y de su última relevancia a nuestra vida). La moralidad exige acertar en el tiempo oportuno, en el kairós, que decían los griegos. El caso de Ignacio fue especialmente extremo, porque apenas había tiempo material para decidir, pero la oportunidad o temporalidad en el sentido indicado es algo inherente a esta razón práctica a que me refiero.

Y ya que cito a los griegos, no puedo dejar de decir que, mucho antes que Kant, Aristóteles en su Ética a Nicómaco nos instruyó sobre la existencia de una virtud a un tiempo ética e intelectual, que llamaba frónesis (la prudentia de los latinos), que es precisamente la virtud del hombre que delibera y decide correctamente en las situaciones problemáticas o críticas de la vida humana. Una virtud, como la propia razón práctica, que la modernidad ha ido dejando de lado ante ese predominio de la razón teórica y de la razón instrumental que ha llevado consigo el desarrollo científico y tecnológico, y también como consecuencia del triunfo de una concepción sentimentalista y emotivista de la moral, hoy omnipresente entre nosotros.

Pues bien, ¿fueron acertados los juicios de Ignacio Echeverría en la noche del 3 de junio?

Su juicio teórico, según he indicado, quizá sólo fue correcto parcialmente, por cuanto no debió de percatarse de que se enfrentaba a terroristas fanáticos. Y su juicio de razón instrumental fue claramente desacertado: los cuchillos y el número de los agresores terminaron prevaleciendo sobre la contundencia del skate.

¿Y su juicio de razón práctica? Creo que todos estamos de acuerdo en que en este ámbito acertó de pleno, que hizo exactamente lo correcto. Él no fue la única víctima de esa noche asesina, pero sin duda es quien ha generado una corriente de simpatía y de reconocimiento universal, más allá de la condolencia, la consternación y la repulsa ante una muerte injusta. Inmediatamente que se divulgó la noticia de su acción y cuando todavía no se sabía que le había costado la vida, fue calificado en todos los medios como héroe. Y nada más haber certeza de su fallecimiento, el Gobierno de España se apresuró a anunciar la concesión de una medalla al mérito civil a título póstumo. Y ahora por todas partes se anuncian homenajes, y calles e institutos que se van a rotular con su nombre.

¿Y por qué héroe y mérito civil? Pues porque hizo lo que todos sabemos que es correcto y valioso en una situación completamente límite y con riesgo y sacrificio de su propia vida. E hizo lo correcto porque previamente había juzgado correctamente la situación desde el punto de vista moral, había discernido bien lo que debía hacer, cuando lo natural era que lo extremo de la situación hubiera ofuscado su juicio moral.

Pero más allá de la admiración, el reconocimiento y los homenajes –todos póstumos-, ¿fue realmente racional su conducta? Consideradas todas las cosas y en especial el final del asunto, ¿acertó en su decisión?

Para los que somos creyentes, parece que la respuesta es más sencilla: lo perdió todo, pero con toda seguridad salvó –santo súbito- lo único que importa. Desde la óptica de la “economía de la salvación”, no hay duda de su acierto.

Pero si ponemos entre paréntesis toda noción de trascendencia espiritual y planteamos la cuestión en términos estrictamente seculares, ¿cuál es nuestra respuesta? Sabiendo cómo terminó el episodio, si un hijo nuestro se encontrase en la situación de Ignacio, ¿qué le recomendaríamos que hiciera? ¿Qué huyese y conservase su vida? ¿O que intentase ayudar y muriese? Este es un interrogante que nos interpela a cada uno de nosotros, creyentes y no creyentes, cristianos, agnósticos, ateos, budistas o musulmanes de recto corazón. Un interrogante que tiene que ver con el sentido de la vida humana, con el sentido de la vida de cada uno de nosotros. Y que deberíamos responder con absoluta sinceridad.

Desde la lógica de la moral del éxito, del placer y la satisfacción individual que impera en nuestra sociedad, es difícil dar una respuesta positiva. En definitiva, la vida es un lapso de tiempo -lo más prolongado que sea posible mientras no se vea comprometida su “calidad”- que intentamos rellenar de la mayor cantidad de momentos, experiencias o “vivencias” (palabra ésta que como pocas define al hombre moderno, como nos enseña Gadamer) placenteras, agradables y satisfactorias. Si es así, perder la vida por un acto instantáneo de rectitud no deja de ser algo absurdo, un completo sinsentido.

Salvo que pensemos –pero eso quizá nos exigiría no sólo promover homenajes sino replantearnos muchas cosas- que el sentido de la vida humana no tiene que ver con la acumulación ni de cosas ni de tiempo ni de vivencias. Que, incluso en términos estrictamente humanos, el que realizó o “vivenció” el máximo contenido, el máximo valor de la vida humana fue el propio Ignacio Echeverría, aunque fuera precisamente acortándola. Y nunca más oportuno que aquí el verso de Juvenal: propter vitam vivendi perdere causas, es decir, por el afán de preservar la vida terminar perdiendo las razones por las que merece la pena vivir. Y todo ello aunque lo peculiar y meritorio de su última y decisiva acción hubiera quedado inadvertido para nosotros, incluso si no hubiera habido ningún testigo superviviente para contárnoslo y nada de todo este jaleo y reconocimiento póstumo (que más necesitamos nosotros que él).

Y si es así, quizá nos daríamos cuenta también de que la preterida razón práctica no tiene que ver con un kantiano deber por el deber, la rectitud por la rectitud o el sacrificio por el sacrificio, sino con el sentido de la vida, con la vida buena, con la buena forma de vivir.

¿Y cómo llega una persona a un discernimiento y decisión como los que estamos aquí contemplando?

Podemos pensar que se trató de una reacción impulsiva, temperamental. Que Ignacio, además de ser un hombre de buena pasta, generoso y de gran corazón –que con toda seguridad lo fue-, era, por su carácter, un tipo decidido, echado para adelante, de reacción rápida -seguro que también-. Pero estoy convencido de que había algo más. La virtud, una virtud tan extrema, no parece que pueda ser sólo fruto de un arranque. Volviendo a Aristóteles y a su ética, la virtud no consiste en un acto aislado, sino que es un hábito. Podríamos decir que es el resultado de un entrenamiento en el bien. Algo que termina conformando la personalidad. Sólo eso es lo que –como en el deportista entrenado- permite ejecutar lo difícil, en este caso actuar correctamente, con naturalidad, repentizar una decisión como ésta como si no hubiera necesidad de pensarla. En definitiva, seguro que era una persona excepcional, pero también ha debido de haber detrás mucho de educación, de formación, tanto de educación por otros –su familia, su escuela-, como por él mismo, es decir, de autoformación, de autocultivo. No creo que al respecto sea irrelevante el dato –que ha aparecido en casi todas las notas biográficas que se han ido publicando estos días- de que Ignacio era una persona muy religiosa. Lo cual nos puede llevar a pensar que así como la religión mal entendida puede llevar a la locura más vesánica, la religión bien entendida suele estar detrás de las acciones de mayor excelencia moral. Pero, sea como sea, lo importante de esa trayectoria vital anterior es que dio como resultado eso de lo que ya nadie habla: la formación de una conciencia recta, de una conciencia formada o preparada para discernir lo correcto de lo incorrecto, para distinguir el bien y el mal. Eso que precisamente echamos en falta en tantos muy poco juiciosos protagonistas de nuestra vida política, empresarial, financiera y social en general (y no creo que sea necesario señalar).

También hay quien está interpretando su acción como un acto de amor. Esto creo que requiere también alguna precisión, porque el amor es algo que tenemos también muy mal entendido. Y ello precisamente porque lo confundimos con un sentimiento o con una emoción. Al respecto, es evidente que poco amor en este sentido sentimental podía sentir Ignacio por una persona –la víctima del ataque- a la que no conocía absolutamente de nada y cuyo rostro apenas habría llegado a entrever. Hablar -como alternativa- de amor o simpatía por la humanidad en general, de filantropía, es algo muy abstracto y me parece que ajeno a la verdadera motivación de su intervención. Sí me parece correcta la apreciación si rectificamos nuestro concepto de amor, si entendemos éste no como un simple afecto sino como voluntad, como “querer”, como “bene-volencia”. Así, querer a alguien, amarle realmente, no es tanto sentirse atraído por él y querer poseerlo, como desearle el bien y sobre todo procurárselo en cuanto está a nuestro alcance. En este sentido, por supuesto que el acto de Ignacio fue un acto de amor y del más elevado, porque implicaba el máximo desinterés precisamente por no conocer al beneficiario y por tanto por no estar mezclado con afecto alguno. Y al respecto, sí podemos hablar de un amor por la humanidad, pero no la humanidad abstracta o del concepto, sino esa humanidad concreta que se encarna en ese ser humano desconocido con el que me encuentro en una encrucijada, y al que trato no como ajeno sino como prójimo, es decir, como próximo.

El amor de Ignacio consistió en mirar la situación de una manera que le permitió reconocer al ser humano necesitado de ayuda. Lo que supuso, en definitiva, una forma de inteligencia, porque ese mirar y ver claro en la confusión de una noche de ruido y de furia le hizo discernir lo realmente esencial: esa fraternidad de esencia que le unía con la víctima y esa exigencia moral no de simple no hacer daño, sino de cuidado, de ayuda, de sentirse responsable, a cargo de ese otro que, sólo por ser hombre, no era otro.

Y si es así, lo que terminamos descubriendo en su conducta es un acto de la más profunda racionalidad, o lo que es lo mismo, de la más profunda humanidad.