Entradas

Trump vs los monopolios azules: ¿Quién decide lo que se puede publicar?

La pandemia y ahora la nieve no nos ha dejado ver la magnitud de lo que ocurrió hace meses en el senado norteamericano. En octubre pasado comparecieron los principales actores ya no sólo del mundo digital, si no del mundo económico. Por allí pasaron propietarios como Bezos, Dorsey y Zuckerberg o empleados como Sundar Pichai. Todos ellos se escudaron en la famosa sección 230 para “filtrar” el contenido en Internet.

La suspensión de la cuenta de Donald Trump en Twitter y Facebook deja a la luz cuestiones de muy diversa índole: que una cuenta personal pueda tener una audiencia mayor (y mucho más influencia) que un medio de comunicación, que se rige por guías éticas y normas legales de larga trayectoria, que los dueños de estas plataformas de comunicación tengan el poder de silenciar determinada cuenta (más allá de entrar en una opinión, si censuran a una pueden hacerlo con otra), que no exista una competencia real que me garantice la autorregulación de este ecosistema de comunicación ( y empresarial) o que las leyes para regularlas estén obsoletas.

En USA la “Communications Decency Act (CDA)” de 1996 y en Europa la Directiva sobre la regulación de la sociedad de la información de 2000, edificaron la expansión de las redes sociales sobre la ausencia de responsabilidad de las webs, blogs, y redes sociales respecto de lo que publiquen sus usuarios. Con ello, dejaron campo libre a que esas plataformas determinen qué puede o no publicarse en ellas, lo que supone una delegación del poder del Estado en esas plataformas sobre cómo definir algo tan sustantivo como la libertad de expresión y opinión por los ciudadanos. En USA se centra sobre la sección 230 de la DCA y en Europa con la “Digital Services Act package”, que se compone de dos normas [Digital Services Act (DSA) and the Digital Markets Act (DMA)].

La absoluta eficiencia empresarial de estos gigantes hace que cada día crezcan más y más. No son infalibles, pero machacan en la cancha a los actores tradicionales día tras día, ya sean importantes medios de comunicación, gigantes del retail o empresas de telecomunicaciones. Las empresas tradicionales llevan años pregonando que debe ponerse coto a estos gigantes; eso sí: aunque se escudan que es por protegernos, es por recuperar el status quo que han perdido. Estos gigantes de Internet han mejorado la vida de las personas más que todos los dinosaurios empresariales juntos.

Soy partidario del libre mercado, y estas empresas han cumplido de manera eficiente las reglas del mercado. Pero como bien dice Peter Thiel en su libro “Zero to One”, ¿es razonable regular el “monopolio” de Google que la misma empresa ha creado? Han creado soluciones (océanos azules) que no existían anteriormente, mejoran la vida de las personas día a día, … ¿Regularlas no es el fin de la innovación y el libre mercado? Las regulaciones siempre nacieron de mercados donde había empresas públicas que se privatizaron: energía, teléfono, luz, agua, etc.

Pero al debate de la regulación de estos gigantes se suma algo en mi opinión más importante: los sesgos políticos y sociales de los dueños de estas plataformas. Estas empresas, que son libres de aceptar o rechazar usuarios, son empresas privadas, no violan la primera enmienda, no pueden aplicar censura gubernamental como bien dice Cory Doctor. Siguiendo este hilo de argumentos, debería darnos igual que una u otra plataforma censure a Trump o que las tiendas de apps como Apple y Google bloqueen una red como Parler. Si no nos gustan sus decisiones, podremos irnos a otras plataformas o tiendas de apps. El problema es que no hay otras. No hay competencia.

¿Puede mañana Mark Zuckerberg convencer a los americanos de que él es el mejor candidato a presidente posible? ¿Puede convertirse en aquello que ahora censura? Es decir, ¿puede manipular a los usuarios de sus plataformas? Tiene los medios técnicos; el tamaño, también. Solo Facebook, incluyendo Whatsapp  e Instagram, cuenta con 63 millones de usuarios en España, más que todos los televidentes y los oyentes que tienen todas las televisiones y radios de España. David Von Drehle no lo ha podido expresar mejor: “No quiero vivir en un mundo en el que la línea está trazada por una autoridad central, como en el nuevo Hong Kong. Tampoco me gusta un mundo en el que la línea sea dibujada por titanes corporativos, como Facebook y Twitter se sintieron obligados a hacer con Trump”.

El problema es la competencia, la falta de ella, que mina el libre mercado y la libertad de expresión. EEUU, la UE o Japón, que deberían dejar de imponer multas y tomarse en serio de una vez sus leyes antimonopolio y sus comisiones de la competencia. Y lo que sí deberíamos ver en 2021 es un nuevo modelo de regulación, pues no tiene sentido someter a reglas del siglo XX a negocios del XXI.

Aunque es cierto que la aplicación de medidas contra los monopolios u oligopolios debe ser siempre prudente, puesto que los mercados competitivos premian al que innova y una excesiva regulación puede desalentar invertir, no es útil en los mercados de las Big Tech imponer únicamente multas. Como ya conoció Microsoft en su día con el caso del Internet Explorer y que tiene tantas similitudes con el caso Google, la imposición de medidas que obliguen a desagregar empresas dentro de un mismo grupo para que vendan a terceros con el fin de actuar en el mercado de forma independiente (Facebook vs WhatsApp), separar herramientas dentro de una empresa para venderlas a terceros (Chrome vs Search), pueden ser remedios más eficaces que la imposición de multas, por muy significativas que sean.

Pero lo ocurrido estos últimos días nos debe hacer pensar en que necesitamos un nuevo tipo de medidas (reglas de juego, normas, leyes) capaces de proteger a los consumidores, la libertad de expresión, el mercado y la democracia liberal al mismo tiempo. Entre otras cosas, para que alguien que quiere dejar Twitter por permitir la amplificación de populistas como Trump o Maduro tenga plataformas a donde ir.

La orden contra la desinformación y el Ministerio de la Verdad

La nueva orden del Gobierno contra la desinformación genera muchas dudas. Por esa razón urge comprobar si se trata de una norma peligrosa o, por el contrario, un instrumento eficaz para combatir las llamadas fake news. En este sentido, la propia norma describe la desinformación en los mismos términos que lo hace la Comisión Europea: «información verificablemente falsa o engañosa que se crea, presenta y divulga con fines lucrativos o para engañar deliberadamente a la población, y que puede causar un perjuicio público». Por consiguiente, la orden actuaría contra esa desinformación que, aunque en ocasiones relacionada con el covid-19, también afectará a otras temáticas. En consecuencia, la norma sostiene que ayudará «a mejorar y aumentar la transparencia con respecto al origen de la desinformación y a la manera en la que se produce y difunde, además de evaluar su contenido».

En relación con lo anterior, a mi juicio, lo preocupante es esa “evaluación del contenido”, lo cual implicaría que unos órganos identifiquen una información como falsa y actúen en consecuencia. ¿Esto qué supone? La posibilidad de ejercer una censura que, aunque no sea previa tal y como prohíbe el artículo 20 de la Constitución Española, se haría sin ningún tipo de control judicial. Al respecto, cabe señalar que para el secuestro de publicaciones, del apartado quinto de este mismo artículo, sí se exige una resolución judicial. Por tanto, ¿esta orden, a pesar de su ambigüedad, podría emplearse para limitar el derecho de libertad de expresión?

Hay dos objetivos del procedimiento de actuación que invitan a pensar que esto pueda suceder. Uno es el que persigue establecer los niveles de prevención, detección, análisis, respuesta y evaluación; y otro, el que busca definir la metodología para la identificación, análisis y gestión de eventos desinformativos. Por ello, quizá debería haberse respetado la reserva de ley que el artículo 53 de la Carta Magna establece para regular el ejercicio de los derechos de su Título Primero.

Por otra parte, como existe la posibilidad de que se limite la libertad de expresión, es imprescindible analizar los órganos que llevarán a cabo las funciones antes descritas. Sin embargo, antes de continuar, cabe recordar que el Plan de Acción contra la Desinformación de 2018, aprobado por la Unión Europea, establece en su punto octavo que los Estados miembros deben apoyar la creación de equipos de verificadores de datos e investigadores independientes. Esa independencia es indispensable, puesto que esos verificadores deben actuar libremente, de tal forma que toda limitación del derecho en cuestión solo se lleve a cabo cuando sea absolutamente necesaria y atendiendo a estrictos criterios técnicos y no políticos. Con todo, la orden teje una enmarañada red de órganos competentes que es necesario examinar para observar si se cumple esa independencia.

Empero, antes de ese análisis hay que mencionar que el punto que los regula, el tercero, comienza con esta llamativa declaración: «Acorde con los órganos y organismos que conforman el Sistema de Seguridad Nacional, se establece una composición específica para la lucha contra la desinformación». De esta manera, se busca equiparar la lucha contra la desinformación con los asuntos de Seguridad Nacional, lo que puede servir para intentar justificar precisamente ciertas restricciones de derechos. La explicación radica en que, a veces, la desinformación puede provenir de terceros países. Ahora bien, esto no tiene por qué ser siempre así y, dada la antes mencionada ambigüedad de la orden, dichos órganos dispondrán de un considerable margen de actuación.

Una vez expuesto todo lo anterior, los aspectos esenciales de los órganos son los siguientes:

  1. El Consejo de Seguridad Nacional: En esencia es una comisión delegada del Gobierno, tal y como se recoge el artículo 17 de la Ley 36/2015, de 28 de septiembre, de Seguridad Nacional. Su finalidad es la de asesorar al presidente del Gobierno sobre materias de Seguridad Nacional. Su composición se determina en el artículo 21 de esta ley, la cual además de ser objeto de desarrollo reglamentario, incorporará obligatoriamente al Presidente, Vicepresidentes y varios ministros. Debe destacarse que el artículo siete de la Ley de Seguridad Nacional también dispone que las Cortes Generales son competentes en materia de Seguridad Nacional, pero no han sido tenidas en cuenta para la orden que nos ocupa.
  2. El Comité de Situación: Participa en el denominado Nivel 3. Lo destacable es que es un órgano de apoyo del Consejo de Seguridad Nacional, tal y como se recoge en el segundo punto de la Orden PRA/32/2018, de 22 de enero, por la que se publica el Acuerdo del Consejo de Seguridad Nacional, por el que se regula el Comité Especializado de Situación. Su composición se determina en el punto sexto de dicha orden, estando presidido por el Vicepresidente del Gobierno y vicepresidido por el Director del Gabinete de la Presidencia del Gobierno y Secretario del Consejo de Seguridad Nacional. En lo relacionado con sus vocales se sigue una tónica parecida.
  3. La Secretaría de Estado de Comunicación: Es una secretaría de Estado que depende de Presidencia. Lógicamente es clave en la política informativa del Gobierno y la orden le sitúa como autoridad pública competente, junto a Presidencia, el CNI y los distintos gabinetes de comunicación de los Ministerios y otros órganos.
  4. Comisión Permanente de Desinformación: La crea la norma objeto del artículo, la cual detalla su funcionamiento y actuaciones. Se encargará de llevar a cabo una coordinación interministerial. Según el anexo II de la orden, su coordinación será asumida por la antes mencionada Secretaría de Estado de Comunicación, mientras que la presidirá el Director del Departamento de Seguridad Nacional. El resto de su composición abarcará varios organismos provenientes de varios ministerios como el de defensa, interior, exteriores, etc. Entre sus competencias puede destacarse que actuará en conjunto con la Secretaría de Estado, correspondiéndole varias funciones importantes como la elaboración de informes agregados para apoyar la valoración de amenazas; elevar al Consejo de Seguridad Nacional recomendaciones y propuestas; y, quizá la más importante, la elaboración de la propuesta de la Estrategia Nacional de Lucha contra la Desinformación al Consejo de Seguridad Nacional.

Posteriormente, en el punto quinto se recogen las autoridades públicas competentes, ya nombradas, mientras que el apartado sexto está dedicado a la sociedad civil y el sector privado. Dicho apartado afirma asignarles un «papel esencia en la lucha contra la desinformación». ¿Qué tipo de papel esencial? Veámoslo: «con acciones como la identificación y no contribución a su difusión, la promoción de actividades de concienciación y la formación o el desarrollo herramientas para su evitar su propagación en el entorno digital». Así es que ese “papel esencial” es cuestionable.

Pero, al margen de eso, es criticable que no se prevea un foro donde los actores de la sociedad civil discutan estos temas con la clase política, ni tampoco se contemplen mecanismos de participación real. Eso sí, las autoridades competentes podrán solicitar la colaboración a organizaciones cuya contribución se considere oportuna y relevante, lo que probablemente lleven a cabo organizaciones afines al Gobierno de turno

En conclusión, la norma establece un batiburrillo de órganos para actuar en los cuatro niveles previstos y cuya característica común es que, aunque por distintos caminos, todos dependen del Gobierno. De modo que, pese a que se afirme respetar las instrucciones de Europa, no se cumple con la exigencia de constituir equipos de trabajo independientes. Asimismo, es llamativo que la palabra «lucha» aparezca hasta veinte veces en la orden. Da la sensación que la misma incorpore una retórica pseudo-belicista, lo que podría terminar dando pie a que los sujetos que, supuestamente, elaboren informaciones falsas, sean presentados como “enemigos”. Por tanto, hay que sopesar si está justificado que este conjunto de órganos, de naturaleza casi endogámica, pueda limitar la libertad de expresión o si, por el contrario, ésta debería gozar de una mayor protección. En estos tiempos, deben tomarse especialmente en cuenta reflexiones como esta que hizo, hace tantos años, John Stuart Mill: «Dondequiera que hay una clase dominante, una gran parte de la moralidad del país emana de sus intereses y de sus sentimientos de clase superior».

Los bulos y las “fake news” no son delictivos

Los bulos, per se, no son delictivos. Mentir, tampoco. Ni tampoco las noticias falsas, ni las declaraciones falsas de los políticos o periodistas. Solo son delictivas aquellas conductas que en Código Penal se recogen como tales, y la mentira, en sí misma, no se recoge.

Naturalmente que hay conductas en las cuales la mentira o la falsedad se hacen necesaria para realizar una conducta delictiva: en la estafa, la mentira del estafador es nuclear. Pero eso es otra cosa; el hecho de mentir no es lo que se castiga, sino el perseguir un fin prohibido por la ley a través de la mentira, o del rumor falso o de la falsedad. Además, el estado de alarma no autoriza a acordar ninguna limitación sobre la libertad de expresión o sobre la libertad de información.

Sin embargo, en este estado de cosas, mucha gente se ha sorprendido ante la constatación de una serie de actos en los aledaños del poder político que parecen indicar que los bulos van a ser objeto de castigo; eso sí, solo los bulos o mentiras que no provienen del Gobierno o de altos funcionarios del mismo.

Así, hace unos días se publica en la prensa que la Unidad de Criminalidad Informática de la Fiscalía había incoado unas diligencias de investigación sobre la propagación de bulos durante la crisis sanitaria a raíz de una denuncia de Podemos por “simulación de peligro, calumnias e injurias a altas instituciones del Estado y organización criminal” derivadas de informaciones falsas. Días después, también la Fiscalía comunicó a la prensa un documento –desaparecido en la web de la Fiscalía- bajo la rúbrica “tratamiento penal de las fake news”. Ese documento provocó la sorpresa de no pocos fiscales (alguno, con larga experiencia de servicios en el Tribunal Constitucional, consideraba incomprensible esta actuación de la Fiscalía). Y es que el documento en cuestión recogía una relación de delitos que podían ser cometidos a través de las noticias falsas, entre ellos delitos de odio, estafas, desórdenes públicos, además de los naturalmente derivados de excesos en la libertad de expresión como calumnias e injurias.

En ese documento se recogían una serie de obviedades que no parece que obedecieran al propósito de ilustrar a los fiscales o a la Fiscal General sobre la conveniencia o el modo de perseguir penalmente bulos.  Hemos dicho que las noticias falsas no son delito por si mismas, aunque pueden ser el medio para cometer delitos, de la misma forma que la posesión de un medicamento o de una cuerda no es punible, aunque pueden servir para cometer delitos si se utilizan con esa intención. Tampoco se hacía referencia en ese informe a ninguna conducta que estuviese sometida a investigación por la Fiscalía, por lo que lógicamente podíamos entender que se trataba de un peculiar aviso a navegantes, comunicando la Fiscal General, unos días después, a las asociaciones de fiscales que se trataba de un documento de trabajo interno de la Fiscalía General.  Pero en ese caso, no se entiende porqué se difundió en los medios de comunicación.

Si solo hubiera sido eso, diríamos que bueno, un borrón lo tiene cualquiera, y no tendría mayor importancia. Pero es que, en fechas próximas a aquello, el CIS incluyó una curiosa pregunta en su barómetro de abril que invitaba a pensar que las noticias falsas estaban en el objetivo; y por último, una desafortunada declaración del General de la Guardia Civil José Manuel Santiago parecía confirmar las sospechas de que esto no era un error sino una estrategia, desatándose otra vez una nueva ácida polémica política.   Entre unas cosas y otras, quedan malas sensaciones.

Sé que hay muchas personas que consideran que en las circunstancias particulares en las que los españoles vivimos ahora, encerrados en nuestras casas durante muchas semanas, muchos de nosotros habiendo sufrido en nuestras carnes o familias la mordedura del virus y tal vez el fallecimiento de personas queridas, la publicación constante de mentiras, de fotografías, de mensajes, de grabaciones anónimas o con identidades suplantadas, dirigidas a lanzar avisos falsos, a generar animadversión u hostilidad entre adversarios políticos, debería merecer algún reproche penal.

Personalmente, creo que hay que tener cuidado con eso, porque entiendo que la libertad de expresión es quizá el principal baluarte de una democracia y hay que preservarlo. Es más, siendo sincero, creo que hay demasiados delitos de opinión en nuestro Código Penal y que debería empezarse a revisar la existencia o al menos la gravedad de varios de ellos. Quizá, y hablo como pura especulación, las más graves y más reprochables mentiras en época de pandemia pueden ser las que provienen del poder que nos informa, nos dirige, nos alecciona y nos protege en esta situación por los poderes extraordinarios que le hemos dado.

Mascarillas que no son necesarias, se vuelven imprescindibles un mes después.  La vida “que nos va” en asistir a manifestaciones masivas cuando comienzan los contagios.  Falsas tranquilidades que nos daban sobre la real virulencia de la enfermedad en momentos en que ya fallecía gente y estaban los hospitales bajo una enorme presión. Explicaciones sobre material sanitario defectuoso puesto en circulación que puede causar graves daños a la salud y a la vida de nuestros sanitarios.

Esas, además obviamente de averiguar que ha ocurrido con nuestros ancianos en las residencias, podrían algunas de las líneas de investigación que debería asumir la Fiscalía –órgano que debe promover con imparcialidad la acción de la Justicia en defensa de la legalidad – por si se llegara a apreciar una relación de causa a efecto de las mismas con la propagación del virus, con la multiplicación de los enfermos, con el ingente número de fallecidos, con la contaminación de sanitarios y también con la necesidad de confinarnos a todos con la limitación de varios de nuestros derechos constitucionales, en la línea de lo que viene apuntando el fiscal Juan Antonio Frago desde hace algún tiempo. Para poder afrontar esa tarea la Fiscalía va a necesitar de voluntad, coraje y de credibilidad. Y no debería dilapidarse el crédito de la institución en mensajes para navegantes que resultan controvertidos e inanes desde un punto de vista procesal.

En fin, yo creo que, más allá de que la difusión de falsedades que padecemos en estos tiempos pueda mostrar lo bajo que pueden llegar a actuar algunas personas u organizaciones, debemos aceptar que es un precio que hay que pagar por gozar de una sociedad democrática en lo que se refiere a la libertad de expresión.  No quiero olvidar además que la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen ofrece posibilidades de resarcimiento a quienes se consideren perjudicados por la difusión de informaciones; y eso debería ser suficiente.

¿Los políticos que bloquean a los ciudadanos en las redes sociales vulneran su derecho a la libertad de expresión?

En los últimos años, las redes sociales se han convertido en una extensión de la vida de los ciudadanos, un hábitat en el que se informan, comparten, critican y defienden sus ideas. Así, Facebook o Twitter, se han convertido en un termómetro, más o menos fiable, del estado de la opinión pública en nuestro país, con más de 23 millones de usuarios el primero y casi 5 millones el segundo.

Muchos de esos ciudadanos han visto las redes sociales como una oportunidad para interaccionar de manera directa con los diferentes servidores públicos, para loar su buena gestión o para reprobar sus actuaciones. Para evitar esto último, algunos políticos deciden bloquear a los detractores y algunos han acudido a los tribunales por considerar que esta conducta no se ajusta a Derecho y han obtenido una respuesta favorable.

Una de las Cortes de Apelaciones de Estados Unidos dictó sentencia en verano de 2019 indicando que la actitud del presidente Donald Trump, bloqueando a los ciudadanos en twitter, era contraria a la Primera Enmienda, referida a la libertad de expresión.

La defensa de Donald Trump señaló que se trataba de una cuenta privada y que la facultad de bloquear podía utilizarla cualquier usuario, asegurando, además, que el presidente creó la cuenta en 2009, antes de ocupar un cargo público. Sin embargo, la Corte rechazó este argumento, dejando claro que (i) Twitter es un foro público en el que los políticos pueden controlar el espacio interactivo que se corresponde con su cuenta, (ii) que está abierta en general y (iii) que Trump excluía a determinados usuarios por sus críticas. Según esta sentencia, para que una cuenta sea calificada de foro público no solo tiene que ser usada por alguien que desempeña un cargo público, sino que tiene que publicar información relacionada con ese cargo.

Los abogados de la parte demandada negaron que la libertad de expresión se viera afectada ya que los ciudadanos podrían acceder a la información a través de Google o crearse una nueva cuenta, puntualizando la Corte que “cuando el Gobierno discrimina a un interlocutor debido a su punto de vista, la posibilidad de iniciar otra discusión no subsana esa infracción desde el punto de vista constitucional”. Recientemente, el recurso contra esa sentencia ha sido inadmitido.

Después de esa sentencia pionera, han sido varios los casos en el que los políticos han tenido que rectificar antes demandas similares por parte de usuarios que fueron bloqueados, como la política Ocasio-Cortez y más allá de Estados Unidos, el alcalde de Ottawa.

¿Y qué sucede en Europa? El artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos señala lo siguiente: “Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o de comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber injerencia de autoridades públicas y sin consideración de fronteras.” Si bien el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no se ha pronunciado sobre este asunto en concreto, ha asegurado que Internet es el principal medio para ejercer el derecho a la libertad de expresión y de información, ya que en ese espacio se encuentran herramientas esenciales de participación en actividades y debates relativos a cuestiones políticas o de interés público. De la lectura del artículo 10 del CEDH y de la jurisprudencia parece deducirse que los políticos que bloquean a los ciudadanos en redes sociales debido a sus críticas están conculcando uno de sus derechos fundamentales, ya que en esas cuentas existe información de interés público.

La libertad de expresión tiene diferentes vertientes (artística, musical…) pero la que debe gozar de una mayor protección es precisamente la libertad de opinar sobre temas políticos, que se constituye en pilar fundamental de la democracia. Tal y como indica el profesor de Oxford Jacob Rowbottom, la protección de este derecho puede apoyarse en un enfoque basado en el emisor, por un lado, o en los receptores de esa información, por otro. Al evaluar el problema que nos concierne tiene una mayor importancia este segundo enfoque, ya que la comunicación que se realiza en los medios de masas sigue el patrón one-to-many, de manera que los políticos se encuentran en una posición favorable respecto a los ciudadanos de a pie, ya que sus ideas gozarán de mayor difusión. Las cuentas que los políticos crean en las redes sociales les permiten expresarse libremente, pero su verdadero valor está en que ese contenido sirve para informar a un número indeterminado de ciudadanos.

Además, el TEDH ha afirmado que las restricciones a esa libertad de expresión tienen que ser necesarias para la subsistencia de una sociedad democrática y tienen que respetar el principio de proporcionalidad. Restringir a un ciudadano el acceso a un foro público por sus críticas ni es necesario para la subsistencia de la democracia (más bien lo contrario) ni resulta proporcional.

¿Y qué ocurre en España? Al igual que en el resto del mundo, aquí también hay políticos aficionados a esa práctica del bloqueo, sin embargo, los afectados no han interpuesto demandas y no existen pronunciamientos sobre el asunto. No es descartable que, si el asunto llega al Tribunal Constitucional, este pueda fallar en un sentido similar a la Corte de Apelación estadounidense. Tal y como indica Boix Palop: “A efectos de lograr emplear las redes sociales como un agente dinamizador del pluralismo conviene perfilar límites a la expresión que se realiza en las mismas que actualicen, adaptadas al nuevo entorno social y tecnológico, los principios constitucionales que informan nuestro sistema.”

Es decir, en un momento en el que las redes sociales se han convertido en una extensión de los debates públicos, que son utilizadas durante las campañas electorales a partir del targeting político, tiene que protegerse la posición del ciudadano en aras a una mayor transparencia. De lo contrario, estos foros dinámicos de discusión se acabarán convirtiendo en cámaras de eco cada vez más grandes, en las que los políticos y los ciudadanos solo escucharán retumbar sus propios argumentos.

Como su propio nombre indica, estamos hablando de redes, que también son sociales. Algunos políticos se centran excesivamente en el primero de los términos, tejiendo con un ingenio equiparable al de Aracne: una red impoluta en la que no haya tachaduras ni voces disonantes.

Libertad de expresión, relatos y actitud

Vivimos tiempos excepcionales, sin duda, pero aunque estemos en estado de alarma hay que recordar que el derecho fundamental a la libertad de expresión no se encuentra ni limitado ni suspendido por el estado de alarma. Y el derecho a la libertad de expresión precisamente está para expresar aquello que puede molestar al Poder, ya sea el estatal, el autonómico o el local o el económico o social. Por eso el que por las redes o los whatsapp circulen mensajes ofensivos o incluso bulos, el que muchos políticos o periodistas o simples ciudadanos manifiesten sus opiniones contrarias a la gestión del gobierno con mayor o menor acierto, el que medios críticos se opongan a la versión oficial de los hechos, el que los ciudadanos más enfadados se desahoguen a su manera en chats y conversaciones orales o escritas, todo ello está amparado por la libertad de expresión. Que está para amparar precisamente lo que no nos gusta oír, o para ser más exacto, lo que no le gusta oír a los que mandan en cada momento. De ahí que sea uno de los primeros derechos fundamentales en ser atacado en un régimen autoritario o iliberal; y una situación excepcional como la que vivimos puede ser una excusa muy tentadora para recortarlo o “monitorizarlo” con la excusa de perseguir delitos de odio, calumnias, injurias o simples mentiras.

Algunos pensarán que estamos exagerando y que en España no ocurre hoy nada parecido. Y realmente es así a día de hoy, pero más vale prevenir, porque estamos viendo en los últimos días demasiados “lapsus” o, si se quiere, indicios preocupantes. Desde la pregunta del CIS de Tezanos sobre el posible respaldo popular a una “verdad oficial” en una pregunta burdamente manipulada que tanto desprestigia a una institución que merece mejor suerte que la de ser un juguete roto en manos del PSOE. Desde las afirmaciones del Ministro del Interior que van desde manifestar que no hay nada de que arrepentirse en la gestión de la crisis a hablar de “monitorizar las redes” en búsqueda de supuestos delitos. Desde las querellas por esos mismos supuestos delitos entre partidos políticos que cualquier jurista sabe que no llegarán muy lejos, pero empozoñarán un poco más todavía el debate público. Hasta, por último, las afirmaciones vertidas ayer mismo en rueda de prensa por un alto mando de la Guardia Civil que habla de minimizar las críticas a la gestión del Gobierno que han levantado, con razón, una tormenta de críticas y de preocupación en las redes. Y es que, aunque hayan sido desmentidas tajantemente, sacadas de contexto y tachadas de “lapsus”, lo cierto es que llueve sobre mojado.

¿Cuál es el problema de fondo? Que da la impresión de que el Gobierno desea preservar a toda costa un “relato oficial” que tiene tentaciones de convertir en la verdad oficial suprimiendo otras alternativas. Recordemos que este es el Gobierno del relato, y su Presidente y su “spin doctor” unos maestros en dicho arte con el que les ha ido francamente bien. El problema, claro está, en que este relato (“fuimos los primeros”, “no se podía prever lo que después supimos”, “tenemos la mejor Sanidad del mundo”) no cuadra con la realidad y con los datos que vamos teniendo. Lamentablemente, somos el segundo país con más muertos por millón de habitantes del planeta, sólo superados por Bélgica (desde el pasado jueves). Esto pueden explicarlo muchos factores, sin duda, pero hay uno que destaca sobre todo cuando se compara la gestión de nuestro gobierno con la de otros gobiernos (de izquierdas o de derechas por cierto, con mejor o peor sanidad, con más o menos recursos): el mantenimiento de la vida normal, incluida la autorización de acontecimientos multitudinarios masivos cuando ya existía un número de infectados importante, lo que los especialistas llaman “una bomba biológica”, que descontroló la trasmisión comunitaria. A esto hay que unir -en común con otros muchos gobiernos- la falta de previsión y de planificación con respecto al acopio de material sanitario suficiente. Además tenemos el problema de la descoordinación autonómica como hecho diferencial. Otros países con curvas muy preocupantes, como el Reino Unido o USA han cometido errores similares y probablemente los paguen de igual forma. Otros incluso lo pueden hacer peor: el Brasil de Bolsonaro es claramente un país con todas las papeletas. Pero también hay muchos otros países que no los han cometido o los han cometido en menor medida. Y esto se traduce en una gran diferencia en infectados y fallecidos.

Y por supuesto se trata de errores y de falta de previsión; si la magnitud del desastre se hubiera conocido, las decisiones habrían sido muy distintas. Probablemente todas o muchas de ellas. En nuestra opinión reconocerlo con humildad sería crucial para recuperar la dañada confianza en el Gobierno en estos momentos. Mucho más importante que cualquier tentación de controlar las críticas a la mala gestión que solo pueden avivar el fuego, además de dañar nuestra democracia. Sencillamente, habría que cambiar el relato oficial y acercarse más a la realidad. Y acercarse más a los críticos (sobre todo si son constructivos) y a la oposición para tenderles la mano; nada produce tanta confianza en alguien como el reconocer una equivocación en tiempos como los que vivimos. Pedir ayuda y consejo también tiende puentes. Y se puede hacer.

Por eso queremos acabar con una imagen positiva radicalmente distinta: la libertad de expresión y la discrepancia ideológica no se oponen a lealtad y al acuerdo. La conversación pública de hace un par de días entre el alcalde de Madrid Martínez Almeida y la representante de Más Madrid, Rita Maestre, ha producido sorpresa y esperanza. Dos personajes públicos que se reconocen en las antípodas ideológicas son capaces de ser corteses y de entender que, en determinadas cuestiones, no es que no ayuden los planteamientos ideológicos, es que probablemente son absolutamente innecesarios porque las opciones ideológicas de actuación en una emergencia son muy reducidas y el tiempo escaso. Quizá lo más asombroso es la declaración de la representante de la oposición de que confía en las intenciones del Alcalde y de que están seguros que lo único que pretende es salir de la pandemia, valorando su espíritu de colaboración.

Y es asombroso porque parece descontarse por la opinión pública un precio al parecer inevitable: la única forma de obtener poder es el de la agresividad, el insulto y la descalificación. Y no cabe duda de que en política es imprescindible diferenciarse, reivindicarse y llamar la atención para obtener votos. Pero, más allá de la ética y de otras limitaciones que puedan ponerse a la ambición, ¿está científicamente demostrado que esa es la única vía? ¿el ciudadano español sólo valora la bronca? Es de suponer que los expertos en ciencia política y opinión pública lo tendrán bien estudiado y deben de considerar que la polarización es lo que toca, pero no es tan claro que en este momento sea así.

Esa idea de colaboración no es algo nuevo o extraño. Incluso en situaciones de normalidad es absolutamente necesario cuando se trata de sociedades muy divididas por criterios ideológicos, nacionales, religiosos o étnicos, en las que las decisiones no puede basarse en la regla de la mayoría porque, en ese caso, alguna minoría importante puede verse excluida, perdiendo legitimidad de todo el sistema político. Arend Lijphart ha defendido, desde los años setenta, en este tipo de sociedades la idea de una democracia consociativa en la que sólo compartiendo el gobierno pueden todas las minorías estar representadas sin imponerse ninguna a la otra por escasos porcentajes.

Y si ello puede ser así en situaciones ordinarias por cuestiones prácticas, qué decir de momentos como el actual en que la gravedad de la situación no permite demasiados histrionismos y no hay riesgo de que nadie quede excluido, sino más bien de que quedemos excluidos todos. En estos casos es absolutamente exigible la colaboración, y estamos convencidos de que el ciudadano va a saber valorar muy positivamente esa actitud y que ello va a ser también recompensado en la dura y poco compasiva lucha política. Aprendamos de lo negativo pero también de lo positivo.

 

Las denuncias de delitos en los medios de comunicación. ¿Hacia una nueva forma de hacer justicia?

Desde hace tiempo, la denuncia pública de los atropellos cometidos desde el poder ha sido una poderosa manera de buscar justicia. Así Voltaire denunció públicamente el empapelamiento e ignominiosa ejecución de Jean Calas, un buen hombre contra quien se formuló una acusación de homicidio seguramente porque era protestante en una Francia católica. Otro autor francés, Emilie Zola también publicó una carta abierta al Presidente de la República francesa en el diario L´Aurore, en la que bajo el título J´Accuse denunció el error cometido en el proceso judicial seguido contra el Capitán Dreyfus, que llevó a este militar de ascendencia judía a cumplir condena en la Isla del Diablo.

Sin embargo, nuestros tiempos de posverdad han generado también una nueva tipología de denuncias en los medios de comunicación contra delitos y atropellos. Frente a la tradicional denuncia contra el poder público y sus excesos, el grueso de las acusaciones públicas que hoy en día se están produciendo tiene por objeto comportamientos privados respecto de los que los denunciantes entienden que la acción de la justicia no es efectiva, es tolerante o simplemente es ineficiente. Asistimos así a una proliferación de denuncias de mujeres que han sido objeto de ataques de naturaleza sexual o a la filtración en prensa de miles de documentos privados procedentes de despachos fiscales en paraísos fiscales. Estos dos supuestos son, por supuesto, muy distintos y tienen dinámicas propias, pero presentan también puntos comunes en un entorno de gran receptividad de los medios de comunicación a colaborar en hacer justicia por medio de su publicación. En este modesto artículo no hay ni ápice de crítica a estas denuncias públicas, especialmente a las protagonizadas por mujeres contra los agresores sexuales, sino por el contrario un apoyo claro a las mismas. Solamente he querido hacer intento de explicar los efectos provocados por las mismas en la persecución de los delitos y en la singular dinámica que están imprimiendo para terminar con ignominiosas situaciones de larga impunidad.

Las denuncias de abuso sexual en medios de comunicación están alcanzando en este último año una intensidad sin igual, en una brecha iniciada por la denuncia de abuso sexual lanzadas por varias actrices contra el productor estadounidense Weinstein, aunque esta tendencia tiene desde luego antecedentes muy anteriores. La denuncia contra Weinstein ha roto aparentemente un dique de contención, puesto que a esta primera le ha seguido una riada de posteriores denuncias de abusos sexuales contra el mismo productor y contra otras personas de marcada proyección pública. El movimiento #metoo, que es un canal que permite publicar y compartir estas denuncias de acoso sexual en las redes sociales, está alcanzando una extraordinaria influencia y está siendo, a la vez, replicado en diversos países. Ni Suecia, modelo en occidente de tolerancia y reconocimiento de igualdad, ha podido sustraerse a este huracán, pues más de 700 cantantes de ópera han hecho público el abuso sexual sufrido en aquel país, abuso del que tampoco se ha librado ni la distinguida Academia de los Premios Nobel, que también tiene su propio caso de denuncia pública protagonizada por 18 mujeres. La magnitud de este proceso de denuncia pública está permitiendo a la opinión pública entender la entidad del problema, que hasta ahora nunca había sido manifestado tan obvia y crudamente. Gracias a la utilización de la palanca de la opinión pública por este movimiento de denuncias, se ha conseguido poner a los poderes públicos ante la necesidad de actuar más eficazmente.

España no ha sido ajena a este movimiento. Una distinguida paciente sevillana tuvo el arrojo superar el sentimiento de humillación y denunciar en Facebook el acoso sufrido ejercido por su psiquiatra, denuncia que dio lugar a otras sucesivas y a la apertura de investigaciones que hasta ahora habían dormido el sueño de los justos. Tres profesoras también en Sevilla denunciaron los abusos sufridos por un catedrático, que fue condenado por estos hechos seis años más tarde. Una última sentencia del Tribunal Supremo ha devuelto a la actualidad la denuncia pública realizada por varias gimnastas españolas contra el seleccionador nacional por ataques sexuales, caso que curiosamente se parece al que también ha protagonizado el médico de la selección norteamericana de gimnasia, Larry Nassar, condenado por abusos inferidos a unas trescientas mujeres.

Con orígenes y fines muy distintos, pero formando igualmente parte de la catarata de denuncias que desde los medios de comunicación se vierte sobre la opinión pública, se encuentran las denuncias sobre ricos y famosos que ocultan sus fortunas en paraísos fiscales para eludir sus obligaciones fiscales o, peor, para encubrir otros delitos. Primero fue la noticia de que en 2006 Falchiani había sustraído información del banco suizo en el que trabajaba y, con ánimo de monetizar este desliz, la vendió a cambio de dinero. Los compradores de la información fueron Estados que podían exigir las correspondientes responsabilidades tributarias. Posteriormente, los casos de los Papeles de Panamá en 2016 y de los Papeles del Paraíso en 2017, esta vez gracias a un presunto y desinteresado denunciante anónimo, se han vertido en prensa miles de documentos sobre corruptelas económicas y fiscales a lo largo de todo el globo. La información difundida había sido previamente robada a dos despachos de abogados. No obstante, las apelaciones hechas por esos despachos sobre la ilegal sustracción de tales documentos quedaron silenciadas y desatendidas en medio del entusiasmo y morbo del gran público, que pudo acceder desde su ordenador personal a los secretos de camilla de muchos famosos y políticos.

¿Qué tienen que ver las legítimas denuncias de abusos sexuales y las revelaciones de los pecados fiscales de los poderosos del mundo? Pues nada en cuanto a su origen, y mucho en su forma de hacer justicia en los medios de comunicación. Las mujeres han encontrado en estas denuncias públicas una forma de reaccionar frente a delitos muy difíciles de probar, socialmente estigmatizantes y generadores de sentimiento de culpa en la víctima. De ahí viene el “me too” norteamericano. El paso adelante dado por una mujer incentiva a que otras víctimas del mismo depredador hagan lo mismo, por razón de que el ejemplo de la primera denunciante permite a las posteriores recuperar la confianza de que su denuncia valdrá para perseguir los delitos sufridos. Este legítimo movimiento ha generado una concienciación en el público y en los poderes públicos sobre el abuso sexual, que ninguna acción previa había producido hasta ahora. Por el contrario, las denuncias anónimas de los paraísos fiscales tienen unos orígenes y finalidades más oscuras. A su vez, los perjudicados en estos delitos no son otros ciudadanos sino los Estados, que no pueden tener acceso a la información de los defraudadores más sofisticados, que amparan sus fortunas al amparo de las legislaciones de paraísos fiscales. En estos casos, son anónimos denunciantes quienes hacen pública una información previamente sustraída en despachos de paraísos fiscales. ¿Estamos realmente ante Robin Hoods desinteresados que roban la información para dársela a la opinión pública, o nos enfrentamos con sofisticados intereses que ponen en manos de las autoridades fiscales informaciones a las que éstas no podrían acceder por otros medios, incluida la cooperación internacional?. Cuando me hago esta pregunta me viene a la memoria la frase que he oído pronunciar varias veces a Antonio Garrigues, según el cual “no hay nada más sospechoso que una persona desinteresada”.

El punto de común de todas las denuncias es el carácter público del sujeto afectado por la denuncia. La proyección pública del denunciado es, por un lado, lo que provoca un efecto devastador en las denuncias públicas de las mujeres abusadas. De igual forma, las revelaciones de los paraísos fiscales solo adquieren sabor periodístico si los afectados son personajes del famoseo, en otro caso solo interesarían a nuestro probo inspector de hacienda de cabecera. De toneladas de información de los Papeles de Panamá, solo acceden a los periódicos las informaciones “noticiables”, es decir las que suscitan interés en el público. Por ello, no todo delito es denunciable con eficacia, sino solamente aquel que se refiere a sujetos de reconocida proyección pública, en otro caso la denuncia no tiene más salida que su presentación en la ventanilla de la comisaria de guardia.

El efecto de la publicidad de la denuncia pública es adrenalina para el sistema. Cuando se hacen públicos los casos de ataques sexuales se reactivan inmediatamente expedientes policiales largamente dormidos y, desde ese momento, es la autoridad pública quien tiene que buscar el favor del público que pide acción y medidas ejemplarizantes. Hecha esta primera denuncia, otras víctimas suman a la misma, facilitando así a los abogados de la acusación unos testigos de cargo de los que jamás habrían conocido ni siquiera su existencia. Gracias a las denuncias públicas de mujeres, se han desenterrado largas situaciones de abuso, amparadas por el silencio cómplice y por un rosario de intereses en los que a los sabedores del problema no les interesaba enemistarse con una personalidad poderosa. La denuncia pública se ha revelado como el mejor disolvente para liquidar las complicidades más enquistadas. Por otro lado, expuesta la información de los defraudadores fiscales en la plaza pública, el espectador deja de cuestionarse matices tales como su ilícita sustracción por un oscuro denunciante, y pasa a embelesarse en la lectura de ingentes listados buscando las infamias de conocidos famosos y políticos. El impacto público legitima la sustracción de los documentos y dirige la atención el denunciado expuesto. Se produce entonces una inversión en la defensa del caso, de forma que será el denunciado quién públicamente deba responder de la información filtrada y no el filtrador, a quien se le dispensa de explicar el irregular origen de los datos difundidos. Por otro lado, el funcionario de Hacienda se encuentra en su mesa con una información que ni en sus mejores sueños esperó poder llegar a recibir de las poco cooperantes autoridades de los paraísos fiscales.

La denuncia pública de los delitos provoca, según los criminólogos, una distorsión en la percepción por parte de la opinión pública sobre los delitos. En concreto, el público tiene más miedo de los delitos publicados y las encuestas de opinión reflejan más preocupación respecto de los mismos. Esto produce una cierta divergencia entre la realidad reflejada por la estadística criminal y la percibida por la opinión pública. Los delitos que no se denuncian públicamente no preocupan y, por lo tanto, no generan opinión que deba tenerse en cuenta por los poderes públicos. No obstante, la denuncia pública puede provocar el afloramiento de problema hasta entonces no suficientemente valorados, por ejemplo sobre la magnitud y preocupante extensión de los abusos sexuales. Pero no quiere decir que la llave de paso del de la denuncia pública esté exclusivamente en manos de los medios de comunicación, puesto que éstos, a su vez, solo pueden publicar las denuncias noticiables y no las referidas a un triste delito sufrido por un desconocido. Es la diferencia entre hacer un canal de actualidad con éxito de audiencia o un canal historia.

Finalmente, debemos dar una última pincelada en este dibujo de las denuncias en medios de comunicación. Tal pincelada, de trazo firme, quiere poner de manifiesto que los tribunales de los países occidentales, lejos de mirar estas denuncias con prevención, están sentando una doctrina que permite darles virtualidad. Dicho en otras palabras, la jurisprudencia está amparando decididamente la eficacia jurídica de estos procesos de denuncia. En España, en sentencia recientísima de 12 de enero de 2018, el Tribunal Supremo ha reconocido que cuando las gimnastas denunciaron públicamente a su entrenador por abusos sexuales hicieron uso de la libertad de información, constitucionalmente reconocida. Lo más relevante, es que el Tribunal Supremo ha señalado que el test de veracidad que estas denunciantes tienen que superar no puede ser tan riguroso que llegue a impedir una denuncia pública. Por el contrario, el Tribunal Supremo sostiene que tal test de veracidad tiene que dulcificarse en atención a la gran dificultad de prueba de las agresiones sexuales, doctrina que indudablemente es un espaldarazo a este tipo de denuncias. De igual forma, el Tribunal Supremo en la sentencia de 17 de enero de 2017 ante la tesitura de si Hacienda podía usar la información que le había caído del cielo gracias a Falchiani, resolvió, siguiendo la llamada jurisprudencia norteamericana del fruto del árbol envenenado, que tal información se podía utilizar para las correspondientes actuaciones de revisión tributaria. Es decir, Hacienda no puede pagar a un tercero para que sustraiga de un despacho de abogados información de posibles delitos fiscales, pero si tal información le cae en su mesa porque fue sustraída por un tercero, Hacienda puede utilizarla y proceder en consecuencia. Para Hacienda los frutos del árbol envenenado ya no son venenosos, sino tiernos y digestivos.

Seguramente, Voltaire y Zola verían con extrañeza que los medios de comunicación se dediquen ahora a denunciar delitos cometidos por personas privadas, como medio para conseguir que los poderes públicos actúen en la persecución del delito. Nos encontramos ante la utilización por privados de la opinión pública para conseguir la justicia material e, incluso, una reparación moral. ¿Qué falla en el sistema de justicia del mundo occidental para que las victimas tengan que organizarse para suplir, al menos en su origen, la inacción de la justicia?; ¿se ha encontrado una forma de orillar las garantías con las que el derecho internacional protege a los clientes de despachos de abogados asentados en el territorio de otro Estado, aunque sea un paraíso fiscal?.

La denuncia pública se ha convertido en una cierta forma de restitución al ciudadano del poder para hacer justicia, especialmente en los supuestos en los que el poder público no es capaz de actuar con eficacia. Vistos los grandes avances que la denuncia pública está teniendo en la erradicación de los abusos sexuales y en la creación de un clima social contrario a los mismos, no se puede negar que este movimiento ha sido más que positivo. Pero no todo son luces en este nuevo panorama, pues el entusiasmo de los denunciantes al empuñar estas novísimas armas creadas para la consecución de la justicia entraña indudables peligros. De un lado, la denuncia en medios de comunicación es una forma de justicia privada que se ejerce contra el denunciado sin el previo e imparcial control de un juez, por lo que pueden cometerse excesos y producirse linchamientos mediáticos que provoquen una injusta muerte civil del denunciado. En este entorno, la ética periodística adquiere una mayor importancia, hasta el punto de que la misma se convierte en el último filtro previo ante un linchamiento injusto. Solo con ética de los medios, evitaremos convertir la atmosfera en irrespirable. Por otro lado, si el denunciante traspasa ciertos límites, que no siempre son claros, puede acabar siendo victimizado por segunda vez por su agresor, esta vez por medio de la estimación de una demanda de daños al honor, injurias o calumnias interpuesta por el destinatario de la denuncia. Los abogados de las víctimas tienen un importantísimo papel que jugar en este nuevo y complejo terreno de juego.

HD Joven: La batalla (constitucional) entre el Real Madrid y Televisió de Catalunya

El Fútbol es un deporte que mueve pasiones, dinero, poder… ¡y ahora también genera conflictos jurídicos en relación con los derechos fundamentales!

Hace unos días, el Tribunal Supremo reabrió el viejo debate existente entre la ponderación en la aplicación del derecho al honor y la libertad de expresión, reconocidos en los artículos 18.1 y 20 de la Constitución, respectivamente. La Sala de lo Civil, en su Sentencia de 19 de enero de 2017, analiza un caso concreto, pero análogo a lo que nos encontramos en la sobremesa televisiva cada día: humor llevado al extremo para unos; desprestigio infundado para otros.

Más concretamente, a nuestra corte suprema le ha tocado juzgar el conocido litigio existente entre el Real Madrid y el programa de televisión “Esport club”, del canal Esport 3, cuyos hechos se remontan a principios de 2013. La televisión catalana elaboró un video-montaje en el que comparaba la violencia con la que juega el Real Madrid en el terreno de fútbol con animales depredadores cazando en manada, o Hannibal Lecter, conocido personaje de la película “El silencio de los Corderos”, todo ello aderezado con la banda sonora del mítico programa televisivo “El hombre y la tierra”. La polémica quedó servida.

Y es que, hoy en día, este deporte cada vez cobra más importancia fuera del campo, que dentro. Ello ha dado pie a que los medios de comunicación utilicen el fútbol como arma de captación masiva de audiencia. Así es como, en pocos años, los informativos de deportes se han convertido en auténticos shows que nada tienen que envidiar a un programa del corazón.

Ante esta situación, el Real Madrid interpuso una demanda, días después de la emisión de ese video, contra Televisió de Catalunya y los responsables del programa. La demanda se basaba en que el video “constituía una vulneración de su derecho al honor a través de la publicación de una información falsa y no contrastada, con analogías visuales de animales salvajes y futbolistas del Real Madrid, recuerdo de una acción desafortunada de un jugador emblemático del club, ya fallecido, y la comparación de otro jugador con uno de los psicópatas más famosos del mundo de ficción, de modo que la combinación de imágenes resultaba insultante, vejatoria y lesiva para la imagen del Real Madrid”, solicitando asimismo que se condenara a los demandados a indemnizarle con la cantidad de 6.000.000,00-€.

Tras una anecdótica estimación parcial de la demanda en primera instancia, la Audiencia Provincial desestimó íntegramente las pretensiones del Real Madrid. El club madrileño decidió interponer recurso de casación, dando pie a que el Tribunal Supremo se pronunciase sobre el conflicto que hoy analizamos: derecho al honor vs. libertad de expresión.

En la sentencia, el tribunal desgrana los siguientes puntos clave:

  • Que para que el prestigio profesional se considere protegido, el ataque al mismo debe revestir cierto grado de intensidad. Una simple crítica sobre la actividad o pericia profesional no constituye per se una afrenta al honor personal.
  • Que el derecho al honor también afecta a las personas jurídicas, pero su ámbito se encuentra jurisprudencialmente delimitado. La sentencia matiza que el honor es un valor que debe referirse a personas físicas individualmente consideradas, al derecho a la propia estimación o al buen nombre o reputación y que, además, en caso de que el ofendido sea una persona jurídica ha de tomarse en consideración la menor intensidad de la protección del derecho al honor (ponderando la libertad de expresión).
  • Que no es fácil delimitar las diferencias entre una crítica, opinión o idea, y una comunicación informativa. La expresión de una opinión necesita apoyarse en el relato de unos hechos, y viceversa, ya que resulta casi impensable la narración de hechos sin ningún elemento subjetivo o valorativo. Dice literalmente: “comparar a un jugador con un personaje sanguinario de ficción (…) es (…) realizar una crítica, mediante el recurso a la comparación hiperbólica y a la fábula”.
  • Cada caso lleva aparejado una serie de circunstancias concretas, que afectan directamente en la ponderación del derecho sobre la libertad, o al revés. En este caso, se tiene en cuenta que las opiniones y críticas tienen relevancia pública, y que no se han empleado expresiones insultantes o denigrantes.
  • Que puede disminuirse el grado de ofensa en determinadas circunstancias. Añade: “Además, los usos sociales que delimitan la protección del derecho al honor (…), hacen que expresiones que, aun aisladamente ofensivas, al ser puestas en relación con la opinión que se pretende comunicar o con la situación en que se produce, experimentan una disminución de su significación ofensiva”.
  • Que el ejercicio de la libertad de expresión por parte de los medios de comunicación refuerza la aplicabilidad de tal libertad frente al derecho al honor.

Finalmente, y aplicado al caso concreto, la Sala considera que los hechos se encuadraban en un tratamiento crítico, sarcástico y humorístico de la rivalidad entre el Real Madrid y el Barcelona, y de la polémica sobre la agresividad del juego de los futbolistas del Real Madrid, tanto los actuales como los que lo fueron en épocas pasadas, que, pese a su carácter provocador, teniendo en cuenta el contexto en que se produjo, no excede de los límites admisibles por los usos sociales en este tipo de programas deportivos.

Y es esta última afirmación del Tribunal Supremo la que seguro dará cancha a esos programas sensacionalistas, referidos al inicio de este artículo, los cuales avanzarán un par de casillas en el juego del espectáculo mediático. ¿Se avecina una avalancha de carnaza? Juzguen ustedes mismos.

Quizás sea que no le quedaba otra opción a nuestro más alto Tribunal, después de conocer el fallo del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo sobre el polémico caso Jiménez Los Santos–Gallardón, a favor de la libertad de expresión. Recordemos que, en este caso, el periodista español sostuvo que Alberto Ruiz Gallardón había demostrado que “no quería investigar el 11-M” o que le era indiferente que hubiese “200 muertos con tal de llegar él al poder“. Además, le calificó como “alcaldín“, “traidor” y “farsante redomado“, llegando incluso a decir que “no miente más, porque no tiene tiempo“.

Más allá de la polémica que generan las pasiones futboleras, en mi opinión incrementadas debido a la actual situación socio-económica, estos litigios polémicos ponen peligrosamente en tela de juicio la limitación de la parcela reservada a uno de nuestros derechos fundamentales: la libertad de expresión. ¿Acaso alguien puede pensar que, en pleno siglo XXI, nuestro más alto tribunal sentaría una doctrina limitativa de este derecho, por lo más parecido a una pelea de patio de colegio?

¿Se imaginan a los Padres de la Constitución, debatiendo, tratando de configurar el derecho al honor, con la intención de dar legitimidad a un club de fútbol para solicitar la indecente cantidad de 6 millones de euros como indemnización de daños y perjuicios por la emisión de un video de humor exagerado, que en ningún caso puede herir el honor de alguien?

Es impactante la hipocresía que existe por parte de “ofendidos” al pleitear contra medios de comunicación que generan, a causa de esas polémicas, que todos los días se publicite su negocio de manera gratuita. En pro de la sociedad civil, no podemos permitir que discusiones de bar, que solucionan el mundo en 3 minutos, afecten notablemente a la aplicación de derechos fundamentales.

Lo que resulta innegable es, y permítanme el chascarrillo, que no siempre hay ayudas arbitrales al club blanco (al menos fuera del terreno de juego).

Y, no, no soy fan del Real Madrid. Pero tampoco del Barça…

Contra las ruedas de prensa sin preguntas, o también: no le digas a mi madre que soy periodista

Periodismo: m. Captación y tratamiento, escrito, oral, visual o gráfico, de la información en cualquiera de sus formas y variedades.

Los políticos utilizan permanentemente los medios públicos y privados para confeccionar y emitir propaganda, pues no otra cosa son muchas de sus declaraciones, haciendo afirmaciones o estableciendo como datos fiables lo que en gran cantidad de ocasiones es, simple y llanamente, publicidad.  Se ha dicho por parte de asociaciones de prensa, y con razón, que son prácticas muy habituales el enviar a los medios periodísticos material previamente filtrado, la falta de transparencia, la pretensión de convertir a los gabinetes políticos en proveedores cuasi exclusivos de la información o la intención de manejar las agendas diarias, y en definitiva, la manipulación en el más amplio sentido. Todo eso es un misil en la línea de flotación de la independencia periodística, lo que implica que la información –no ya solamente la opinión- llegue al ciudadano tergiversada, alterada, disminuida, falseada.

Un ejemplo supremo de práctica lamentable en este sentido es ese engendro mal llamado ruedas de prensa en las que no se admiten preguntas. Pueden desarrollarse en su modalidad básica (yo hablo y vosotros me escucháis sin molestarme con vuestras objeciones),  modalidad mira quién pregunta  (hay preguntas pero las hace mi jefe de prensa o están previamente pactadas, que es como saberse antes las preguntas del examen), y, finalmente, la modalidad premium,  (ya ni estoy delante, me veis a través de una pantalla de plasma).

Es un espectáculo verdaderamente desolador contemplar cómo el político de turno hace un mitin en el que los espectadores silenciosos son decenas de periodistas con sus ordenadores y sus cámaras. Y lo es por varios motivos, no siendo el menos importante la imagen de subordinación del periodista al político.

Las ruedas de prensa sin preguntas son un no-sitio si se quiere ejercer la profesión periodística. El periodista es alguien que recoge la información, efectúa un tratamiento sobre ella, la ordena, analiza críticamente, contextualiza, complementa y aclara si fuere necesario, y la ofrece a sus destinatarios. Nada de esto se hace en aquéllas. El que acude se limita a trasladar una serie de datos que le proporciona alguien, en el tiempo, modo y contexto que a ese alguien le es más conveniente, y ni siquiera recoge materialmente la información, eso lo hacen las cámaras o los micrófonos. Su presencia no es necesaria.

Es realmente sorprendente y sintomático que una situación de este tipo, que tanto deteriora la imagen y el trabajo de la profesión periodística, no haya sido atacada de frente y en bloque por el estamento de prensa, planteando una negativa absoluta a acudir a estas mascaradas.  Si los políticos quieren decir algo pero sin someterse al escrutinio periodístico, que sus gabinetes remitan una nota de prensa, pero que no se les dé voz e imagen gratuitas para hacer llegar su propaganda a la sociedad, sin filtros y sin réplicas.

Lo cierto es que ya hace muchos años que los propios medios de comunicación se plantean cómo hacer frente a esta plaga, vean por ejemplo este artículo de 2004,  o esta denuncia al respecto de una asociación de periodistas en 2012, o estas declaraciones de la prestigiosa periodista Carmen de Riego en 2009, admitiendo que los periodistas son cómplices por admitirlas, o incluso hay animosas etiquetas de queja en twitter, como #sinpreguntasnohaycobertura…

…Pero, a pesar de todo, siguen existiendo. Un caso recientísimo de rueda de prensa sin preguntas se produjo el día 29 de octubre de 2016, en el que el ex secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, anunció en el Congreso  su renuncia al acta de diputado. No admitió preguntas ante una sala abarrotada de periodistas que se limitó a escucharle, pero al día siguiente apareció en el programa de televisión Salvados, de Jordi Évole, quien le hizo una entrevista amiga. Esto tuiteó al respecto Pilar Salvador, periodista de la Cadena Ser: Sánchez no acepta preguntas y mañana tiene cerrada la entrevista con Évole. Bravo por Évole. Pero así no. #investidura.

Efectivamente, así, no.

El Diccionario Oxford ha considerado que la palabra del año es postruthpostverdad, que define como una situación en que “los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”, es decir, básicamente una apelación a la irracionalidad para no aceptar en ningún caso opiniones de el otro: el otheringalgo contra lo que el periodismo serio debe combatir. Una rueda de prensa sin preguntas es, además de un oxímoron, una fuente de postverdades. Y con el uso que se hace de las redes sociales, estamos sobrados de ellas, o si no que se lo pregunten a @realDonaldTrump…

No se vea todo esto una crítica a los propios periodistas sino a los propietarios de los medios, ellos son los responsables de estas anomalías. La profesión periodística se encuentra en estos momentos en una situación de gran debilidad, peor pagada –y a veces ni eso- más inestable laboralmente que hace algunos años, sobrepasada por la frivolización de las noticias, por los clics en las webs, por los titulares de internet de usar y tirar, por tener mucho menos tiempo que antes para hacer mucho más que antes… Su labor esencial, captar y tratar la información para ofrecer un retrato veraz de los hechos, está trabada, no solamente por las dificultades propias y naturales de una tarea así, sino porque están continuamente segando el suelo bajo sus pies.

La enorme crisis económica de los medios, derivada en gran parte –aunque no de manera exclusiva – por la crisis general que empieza en 2008, provocó y sigue provocando despidos masivos en todos ellos, y una notable degradación del trabajo para los que se han quedado.  Se calcula que desde 2008 a 2015 han cerrado en España más de 350 medios de comunicación y más de 12000 periodistas han sido despedidos. Prestigiosas redacciones han quedado desmanteladas, y quienes hacen el trabajo son en muchas ocasiones autónomos o becarios mal pagados. En ocasiones se pretende que no cobren nada, que trabajen gratis porque tienen suficiente remuneración con el prestigio de escribir, o participar en general, en un determinado medio (en muchas redes sociales se ha acuñado por parte de los periodistas un lema a este respecto: “gratis no  trabajo”). Se pretende, además, que la producción de cada periodista sea muy elevada, y de asuntos muy variados.

Producir mucho, de todos los temas, muy barato y muy rápido, y bajo una gran presión laboral, es un cóctel explosivo que degrada notablemente el trabajo y el prestigio de la profesión periodística. Para denunciar y combatir este tipo de comportamientos o de prácticas es imprescindible una prensa independiente y con medios e intención de controlar al poder, sea el político, sea el económico o ambos.  Si no hay periodismo de calidad hecho por profesionales competentes, se desactiva uno de los instrumentos de control y denuncia más importantes. Y si no hay control, ancha es Castilla.

Se atribuye al periodista y escritor Tom Wolfe la frase no le digas a mi madre que soy periodista. Ella cree que trabajo como pianista en un club de alterne.  No es seguro que esos clubes necesiten aún pianistas, pero no hay nada de postverdad en decir que los ciudadanos necesitamos, más que nunca, periodismo y periodistas.

Items de portfolio