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Límite de la potestad de autoorganización de los partidos políticos y libertad de expresión.

A colación de los últimos acontecimientos en el ámbito político resulta interesante la lectura de la Sentencia del Tribunal Constitucional de 226/2016 por la que un partido político acuerda la expulsión temporal de un afiliado por la manifestación pública de opiniones que afectan a la imagen pública del partido. El debate se centra en la colisión del derecho de asociación del partido y el derecho a la libertad de expresión del afiliado, estableciendo los límites de su proyección en el marco de los partidos políticos.  Para analizarlo haremos un recorrido por las diferentes instancias judiciales.

 

Demanda de juicio ordinario en materia de protección civil de los derechos fundamentales aduciendo la lesión de su derecho a la libertad de expresión del articulo 20 CE, la cual fue desestimada por la Sentencia del Juzgado de 1º Instancia Nº 4 de Oviedo, que concluye que la actora menoscabó la imagen de los cargos públicos e instituciones socialistas y construyó una actuación contraria a los acuerdos válidamente acordados de los órganos de dirección del partido, las cuales son susceptibles de ser calificadas como faltas muy graves, además de constituir una actuación contraria a un acuerdo válidamente adoptado por los órganos competentes del partido, no es en modo alguno arbitraria ni irrazonable”. 

 

Audiencia Provincial. Declara nulo el acuerdo de suspensión de la militancia adoptado por la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE, por considerar lícita la crítica, no sólo en el ámbito interno, sino también externo o público, con finalidad de llegar al conocimiento de otros asociados o afiliados de Oviedo y Asturias. Así, añade que el funcionamiento democrático a que alude el artículo 6 CE, obligaba a los órganos del partido a extremar y favorecer el derecho a comunicar púbicamente las opiniones, incluso divergentes. Considerando, por tanto, que existió una exacerbación o exceso en el límite impuesto en su libertad de expresión, dado que, una vez adoptados los acuerdos por la Comisión Federal de Listas, ninguna otra crítica pública se conoce citada. De esta manera la Audiencia Provincial valora la vulneración del derecho fundamental partiendo de los acuerdos válidamente formados en el marco de los órganos internos del partido, y no se extiende al aspecto material sino meramente formal del mismo.

 

Tribunal Supremo. El PSOE interpone recurso de casación, aduciendo infracción de los artículos 20.1 a) y 22.1 CE en relación con el artículo 6.  En este caso, entiende que se han empleado términos que resultan injuriosos y que no guardan relación directa con la crítica efectuada con un sentido objetivo de menosprecio, considerando que se trata de expresiones susceptibles de provocar en los lectores una imagen distorsionada por las connotaciones negativas que las declaraciones en sí mismas conllevan, susceptibles de crear dudas específicas sobre la honorabilidad de este”.  En este caso, la Sala 1º difiere del criterio seguido por la AP, por entender que el canon de enjuiciamiento no es la libre expresión de ideas, opiniones o pensamientos, sino la conformidad o no con las disposiciones legales-o estatuarias- que regulan la decisión adoptada”.

 

Tribunal Constitucional. Por su parte, el TC admite el recurso de amparo por considerar que el asunto presenta trascendencia constitucional y aprecia la necesidad de matizar su doctrina al respecto. Para ello hay que estructurar el contenido refiriéndonos separadamente al derecho fundamental a la libertad de expresión, libertad de asociación y el control jurisdiccional sobre la potestad disciplinaria de los partidos políticos

 

El TC recuerda que la libertad de expresión comprende, junto a la mera expresión de juicios de valor, la crítica de la conducta de otros, aun cuando sea desabrida y pueda molestar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática. En este mismo sentido, se pronuncia el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, desde la Sentencia en el asunto Handyside c. Reino Unido, de7 de diciembre de 1976 que, sobre la base del artículo 10.1 CEDH constituye uno de los fundamentos esenciales de una sociedad democrática y una de las condiciones primordiales de su progreso.

 

Si bien, este derecho fundamental está sujeto a límites constitucionales, quedando en extramuros de la protección las frases y expresiones ultrajantes y ofensivas sin relación con las ideas u opiniones que se expongan y, por tanto, innecesarias a este propósito”. En este caso la delimitación de su ámbito protegido debe estudiarse en atención a la opinión pública indisoluble unida al pluralismo político. Es por eso que el juicio de ponderación se hace en atención al interés general o la relevancia pública de las manifestaciones, ideas o expresiones exteriorizadas por el afiliado, finalidad de las mismas, si esta favorece al funcionamiento democrático de las asociaciones políticas y la propia naturaleza de las manifestaciones en cuánto a su carácter ofensivo.

 

En relación con el derecho de asociación, hay que partir de la especial condición constitucional que corresponde a los partidos políticos, a pesar de su consideración como organizaciones privadas, ya que presentan una particular posición y relieve constitucional a los partidos políticos por la importancia decisiva de tales organizaciones por la trascendencia política de sus funciones y servir de cauce fundamental para la participación política, tal como establece el artículo 6 CE

 

Es por eso, que entiende el TC que los artículos 6 y 22 deben interpretarse conjunta y sistemáticamente, sin separaciones artificiosas y, en consecuencia, debe reconocerse que el principio de organización y funcionamiento interno democrático y de los derechos que de él derivan integran el contenido del derecho de asociación cuando éste opera sobre la variante asociativa del partido.

 

Por tanto, para determinar los límites específicos del derecho fundamental a la libertad de expresión en el seno de los partidos políticos hay que tomar en cuenta las obligaciones dimanantes de la pertenencia a una asociación política que puedan operar como límite externo a la misma. Este tribunal entiende que la potestad de autoorganización comprende la posibilidad de incluir en los Estatutos las causas y procedimientos por los que podría proceder la expulsión temporal o definitiva de un afiliado por adoptar conductas que son valoradas en el marco del Estatuto como lesivas a los intereses sociales, afectando por tanto al derecho de asociación de la persona afiliada en su vertiente de libertad de adscripción a asociaciones ya creadas”.

 

De esta forma, el  reconocimiento de una potestad disciplinaria en los términos apuntados puede acarrear un efecto restrictivo […] de la libertad de expresión, en cuanto a la expresión interna o pública de las opiniones que puedan reputarse perjudiciales para los intereses del partido, y es por ello para determinar si tal restricción es  conforme con los parámetros constitucionales y con la  exigencias de una estructura y funcionamiento democrático o, al contrario, pudiera operar como disuasoria del ejercicio de crítica interna,  requiere analizar cada caso concreto atendiendo a tales criterios.

 

Y es que, como indica el TC, la afiliación a un partido político lleva consigo una serie de derechos y deberes referidos en la LOPP que implica no sólo un vínculo jurídico entre los socios, sino también una solidaridad moral basada en la confianza recíproca y en la adhesión de fines asociativos. Más concretamente, se remite al artículo 8.5 LOPP que señala como obligación de los afiliados colaborar con el partido, respetar lo dispuesto en los estatutos, acatar y cumplir los acuerdos válidamente adoptados por los órganos directivos, etc.

 

En todo caso, la adhesión a un partido político conlleva una serie de obligaciones y especialmente la relativa a la exigencia de una colaboración leal, que como señala el TC puede traducirse en una obligación de contención en las manifestaciones públicas incluso para los afiliados sin responsabilidades públicas, tanto en manifestaciones que versen sobre la línea política o el funcionamiento interno o política general. Señala como límites específicos el ejercicio de la libertad de expresión cuando este resulte gravemente lesivo para la imagen pública o lazos de cohesión interna, atendiendo fundamentalmente al tipo e intensidad de las obligaciones que dimanen de la relación voluntariamente establecida. Y en consecuencia, determinadas actuaciones o comportamientos que resulten claramente incompatibles con los principios y fines de la organización pueden acarrear una sanción disciplinaria. Ahora bien, si considera amparado por el derecho a la libertad de expresión en el ámbito de los partidos políticas aquellas que promueva un debate público de interés general, críticas a las decisiones de los órganos directivos que estimen desacertadas, siempre que no perjudiquen gravemente a su autoorganización, imagen asociativa o fines que le son propios.

 

En relación con el supuesto de hecho concreto,  el TC considera que el PSOE no se ha extralimitado en el ejercicio de su potestad disciplinaria, considerando la sanción de expulsión legítima y acorde con los exigencias constitucionales ya que las expresiones vertidas por la parte actora son consideradas como hirientes y provocativas (“espectáculo lamentable”, califica la decisión de “arbitraria, torpe y absurda”…) , aun teniendo relación directa con las ideas u opiniones que se exponen, ya que la intensidad de esta no justifica que se utilicen expresiones que puedan legítimamente considerarse atentatorias contra la imagen externa del partido y de quienes lo dirigen, y que induzcan a la opinión pública a considerar que la propia organización no respeta el mandato constitucional de responder a una organización y funcionamiento democrático. Concluye por tanto que se infringió por parte de la actora su deber de lealtad al partido y las expectativas legítimas de respeto en el ejercicio de la crítica, afectando, por tanto, a su imagen pública.

 

MODIFICACIÓN DE DOCTRINA RESPECTO DEL CONTROL JUDICIAL. Esta modificiación de doctrina resulta especialmente interesante habida cuenta de los pronunciamientos en instancias anteriores. Y es que el TC modifica su anterior doctrina y establece una mayor intensidad en el control judicial de las sanciones disciplinarias impuestas por los partidos políticos a sus afiliados, precisando que ese control de la regularidad de la expulsión, en particular, cuando esas causas puedan entenderse como límites al ejercicio de un derecho fundamental del afiliado en el seno del partido político. Por ello, debemos reconocer ahora que el control jurisdiccional de la actividad de los partidos puede adentrarse en la conformidad constitucional de ciertas decisiones de la asociación que impliquen injerencia en un derecho fundamental, en particular cuando se trata del ejercicio de la potestad disciplinara y esta se proyecta en zonas de conflicto entre el derecho de asociación del partido y la libertad de expresión del afiliado, siendo ambos igualmente derechos fundamentales.

 

CONCLUSIÓN.

 

En resumen, es más que evidente que los partidos políticos no son órganos del Estado, por lo que el poder que ejercen se legitima sólo en virtud de la libre aceptación de los estatutos y, en consecuencia, sólo puede ejercerse por quienes, en virtud de una opción libre personal, forman parte del partido.  Es reiterada la doctrina del TC en la que afirma que la trascendencia política de sus funciones no altera su naturaleza, aunque explica la exigencia de una estructura interna y funcionamiento democráticos (STC 19/1983, FJ 3º).

 

Al margen del debate inconcluso y problemático sobre la naturaleza de los partidos políticos y la posible consideración de sus miembros como funcionarios públicos a efectos penales, dada la intervención y gestión pública que tienen encomendada, y su cada vez más notoria presencia en todas las instituciones del Estado, tal y como se plantea su organización en el ámbito constitucional,  los partidos son organizaciones privadas que limitan considerablemente la intervención jurisdiccional en la resolución y ponderación de la posible afectación de los derechos fundamentales en el ejercicio asociativo de los mismos, especialmente la libertad de expresión.

 

 

 

 

 

Declaraciones políticas de las Universidades, autonomía universitaria y derechos fundamentales

La garantía de libertad en la Universidad exige desterrar la absurda idea de que hay una libertad de la Universidad. Por el contrario, la autonomía de la Universidad (en ningún caso libertad, porque las Administraciones públicas no tienen libertades) es, simplemente, el medio para que, en el seno de la institución universitaria, se garantice la libertad de sus miembros, a fin de que puedan prestar y recibir adecuadamente el servicio público de enseñanza superior. Una libertad que se proyecta en un haz de derechos y libertades, como son la libertad ideológica, la libertad de expresión, la libertad de ciencia y de investigación, la libertad de creación o el derecho al estudio y a la educación. De hecho, cuando las Universidades han tratado de justificar su pretendida libertad para posicionarse sobre cuestiones políticas ajenas al ámbito de sus competencias, han acabado vulnerando los derechos fundamentales de los miembros de la comunidad universitaria.

Esta ha sido la posición sostenida recientemente de forma contundente por nuestro Tribunal Supremo en su sentencia núm. 1536/2022, de 21 de noviembre de 2022 (Sala de lo Contencioso, Sección Cuarta, ponente Requero Ibáñez), que ha confirmado la nulidad del acuerdo de 21 de octubre de 2019 del Claustro de la Universitat de Barcelona (UB), celebrado en sesión extraordinaria, por el que se aprobó una resolución contra la conocida como “sentencia del procés” con el título de “Manifiesto conjunto de las Universidades catalanas de rechazo de las condenas de los presos políticos catalanes y a la judicialización de la política”.

Vale la pena detenerse en el contenido del citado Manifiesto para comprender su alcance y posibles implicaciones sobre los derechos fundamentales de los miembros de la comunidad universitaria. El texto de la resolución aprobada se autocalificaba como “texto de protesta y de llamada a la movilización pacífica, cívica y democrática” ante la excepcional gravedad de “la situación creada a raíz de la sentencia [del procés]” en la que “los poderes del Estado han forzado el ordenamiento jurídico”, por lo que “lo que está amenazado no es solo el soberanismo catalán” sino “la integridad de las libertades y derechos fundamentales”. En consecuencia, declaraba que “no hay margen para el silencio de la institución universitaria ante la situación actual de represión y la erosión de las libertades y los derechos civiles”, exigiendo “la inmediata puesta en libertad de las personas injustamente condenadas o en prisión provisional y el sobreseimiento de todos los procesos penales en curso relacionados, y el retorno de las personas exiliadas”.

Tras su aprobación, diversos miembros de la UB (entre ellos, un miembro del Claustro) decidieron recurrir el acuerdo ante la jurisdicción contencioso-administrativa. Entendían que cuestiones ideológico-políticas como las señaladas no podían ser objeto de discusión en un órgano de gobierno y representación universitario, por situarse claramente extra muros de la competencia de una Universidad pública. Y que esta, en tanto que Administración pública, debía someterse a los principios de vinculación positiva al ordenamiento y de neutralidad ideológica. Al no hacerlo y aprobar una resolución con el contenido antes reproducido, la Universidad identificaba a todos sus miembros con una determinada posición ideológica y partidista y, con ello, vulneraba sus derechos a la libertad ideológica (artículo 16 CE), de expresión (artículo 20.1.a CE) y a la educación (artículo 27 CE).

Precisamente por entender que estaban en juego derechos fundamentales, los recurrentes optaron por el procedimiento para la protección de los derechos fundamentales de la persona (artículo 114 y ss. LJCA), lo que dio lugar a un pronunciamiento relativamente rápido por parte del Juzgado de lo Contencioso núm. 3 de Barcelona. Esta primera sentencia (núm. 137/2020) estimó íntegramente el recurso presentado, declarando nula la resolución del Claustro por vulnerar los mencionados derechos fundamentales y condenando a la UB en costas por “no presentar el caso serias dudas de hecho o de derecho”. Pese a la contundencia de este pronunciamiento, la UB apeló ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, quien de nuevo confirmó la vulneración de derechos fundamentales, desestimando el recurso mediante su sentencia núm. 3028/2021.

Ante esta segunda desestimación, la UB interpuso recurso de casación, pues rechazaba que se hubieran vulnerado los derechos fundamentales de los recurrentes. Por un lado, entendía que el manifiesto era una mera opinión de la mayoría del Claustro que no imponía obligación alguna a sus miembros ni al resto de la comunidad universitaria en él representada. Por otro lado, consideraba que el Claustro de una Universidad pública puede pronunciarse sobre temas de trascendencia social, universitaria y de interés general al amparo de su derecho a la autonomía universitaria, lo que además constituía, en su opinión, una práctica constante y expresión de la Universidad como instancia de libre debate intelectual. El Tribunal Supremo admitió el recurso al entender que concurría interés casacional objetivo para la formación de jurisprudencia.

El punto de partida del TS en su sentencia 1536/2022, que recoge la esencia de las dos sentencias previas, es que las Universidades públicas, en tanto que Administraciones públicas (“administraciones públicas institucionales” es la expresión utilizada por el TS), no son sujeto activo sino pasivo de las libertades ideológica y de expresión. Ello significa, en última instancia, que como poder público son garantes del ejercicio de tales libertades por parte de los individuos, pero no titulares de ellas. Por ello les incumbe, por un lado, la obligación de no interferir en la esfera de libertad individual (vertiente negativa de los derechos fundamentales) y, por el otro, la obligación de tutelar y proteger aquella esfera de intromisiones e injerencias ilegítimas, procurando los medios y las vías necesarias para hacer realidad las libertades y derechos de los individuos (vertiente positiva de los derechos fundamentales).

Cuanto se acaba de indicar constituye una afirmación tan básica desde la perspectiva de la arquitectura del Estado de Derecho que la UB no llegó nunca a discutirla abiertamente, prefiriendo basar su oposición en su autonomía universitaria, en virtud de la cual se consideraba legitimada para debatir asuntos de relevancia social o política y adoptar acuerdos al respecto. El planteamiento de la UB anteponía un pretendido derecho fundamental del poder público a los derechos individuales de los ciudadanos, olvidando que si se le ha reconocido aquel (el derecho a la autonomía universitaria) lo ha sido únicamente como medio para la garantía y consecución de estos, dado el carácter vicarial de toda Administración pública.

Es importante reiterar esta idea, en la que el TS se detiene pormenorizadamente: el reconocimiento de la autonomía universitaria como derecho fundamental (artículo 27.10 CE) lo es, únicamente, como un medio que se otorga a las Universidades para que estas puedan desarrollar sus funciones, lo que se concreta en una serie de potestades y competencias que la ley les otorga a tal fin. En efecto, esta autonomía universitaria constitucionalmente garantizada ha de permitir que las Universidades cumplan con su función, que no es otra que la de prestar el servicio público de educación superior, siendo preciso, para ello, que “la Universidad sea un lugar de libre debate sobre cuestiones académicas o científicas; también de aquellas otras de relevancia social o, incluso, con la forma o formato adecuado, hasta de debate político, todo lo cual es admisible y deseable si se ejerce desde la lealtad institucional, esto es, a sus fines” (FJ 3.8 6º). Pero este libre debate no se garantiza cuando “un órgano de gobierno adopta acuerdos presentados como la voluntad de la Universidad, tomando formalmente partido en cuestiones que dividen a la sociedad, que son de relevancia política o ideológica ajenas a los fines de la Universidad”. Precisamente porque la autonomía universitaria debe garantizar que la Universidad sea un lugar de libre debate, la Universidad debe abstenerse de posicionarse política e ideológicamente. Dicho en otras palabras: el libre debate en la Universidad excluye la (mal llamada) libertad de la Universidad para posicionarse y tomar partido.

La sentencia del Tribunal Supremo niega, así, que entre las funciones del Claustro se encuentre la de pronunciarse sobre cuestiones políticas. Idea en la que también incidió expresamente la ejemplar sentencia de primera instancia, señalando que las Universidades públicas no tienen como función “la articulación de la participación y de la representación política” (FJ 5), lo que determinaba la existencia de un vicio de manifiesta incompetencia en la adopción del acuerdo. Si, además, esta actuación ultra vires consiste en adoptar una visión ideológica o política partidista, en materias que dividen a la ciudadanía, entonces esa actuación también vulnera el principio de neutralidad ideológica, cuyo anclaje constitucional encuentra apoyo en el más genérico principio de objetividad del artículo 103 CE. Las Administraciones públicas, y entre ellas las Universidades públicas, “sirven con objetividad los intereses generales”, lo que excluye que puedan expresar como propia una determinada posición política o partidista mediante una resolución que aspire a ser la voluntad de la institución; tampoco, por cierto, a través de banderas no oficiales o de símbolos partidistas de cualquier tipo. Un deber de neutralidad que, lógicamente, no rige solo -como a veces se ha querido sostener absurdamente- durante los periodos de campaña electoral, sino siempre que actúa el poder público, tal y como recalca la sentencia del TS (FJ 3.8 3º).

Por todo lo dicho, el Tribunal Supremo confirmó que la resolución de la UB, al exceder las competencias propias de las Universidades públicas y vulnerar el principio de neutralidad, conllevó irremediablemente una vulneración de la libertad ideológica y de expresión de todos los integrantes de la comunidad universitaria, a los que se impuso como propia una determinada posición ideológica y se les comprometió políticamente. Este encuadramiento ideológico-político obligatorio de los miembros de la comunidad universitaria, a través del posicionamiento del Claustro, dificultó el desarrollo integral de alumnos y profesores, lo que, a su vez, afectó al derecho a la educación y, quizás, también a la libertad de cátedra (FJ 3.8. 4º y 5º).

Nuestro legislador debiera leer con atención este pronunciamiento antes de la aprobación definitiva de la proyectada Ley Orgánica del Sistema Universitario. El pasado 19 de diciembre, el Congreso de los Diputados aprobó el Informe de la Ponencia del Proyecto de Ley, cuyo artículo 45.2 (Claustro universitario) se ha visto modificado como resultado de una enmienda transaccional del grupo socialista y del grupo confederal de Unidas Podemos-En comú Podem-Galicia en común, a petición de ERC, Junts y Bildu. En concreto, a las ya previstas funciones del Claustro se añade una letra g) consistente en “analizar y debatir otras temáticas de especial trascendencia”. A nadie escapa que esta modificación legislativa pretende sortear la jurisprudencia del TS; de hecho, así lo han dicho públicamente sus promotores en el debate parlamentario. Parece que estamos, de nuevo, ante otro ejemplo de esa práctica consistente en modificar una norma con el único y declarado objetivo de evitar el cumplimiento de decisiones judiciales.

Sin embargo, la incorporación de esta nueva función de los Claustros universitarios debe reputarse inconstitucional, pues limita de forma injustificada y desproporcionada los derechos fundamentales de los miembros de la comunidad universitaria. La autonomía universitaria del artículo 27 CE no ampara limitaciones de este tipo a la libertad ideológica o de expresión de los miembros de la comunidad universitaria para garantizar una pretendida libertad de expresión de la que las Universidades carecen. De hecho, en esta dirección apunta la propia sentencia del TS cuando, de modo premonitorio, afirma que cualquier actuación de las Universidades, también aquellas realizadas en el ejercicio de sus competencias y potestades, debe hacerse siempre “con respeto al principio de neutralidad y sin imponer a la comunidad universitaria una opción política o ideológica” (FJ 4.4).

Libros de texto, censura y adoctrinamiento

Hace algunas semanas se planteó una nueva batalla en la guerra cultural en la que también venimos enfangando a nuestra tullida educación. Este último episodio se desató cuando primero la Presidenta de la Comunidad de Madrid, y luego la Consejera de Educación de Murcia, declararon que iban a movilizar a las inspecciones educativas para acabar con los “contenidos sectarios” de los libros de texto, velando porque no haya “adoctrinamiento”.

Si nos aproximamos a esta polémica con las lentes del jurista, la primera preocupación es saber a quién corresponde elegir los libros de texto y si un Gobierno autonómico puede realizar una labor de supervisión del contenido de los mismos. Pues bien, la respuesta a estas preguntas se encuentra en la Disposición Adicional Cuarta de la LOE. Su primer inciso reconoce que serán los órganos de coordinación didáctica de los centros públicos los que seleccionarán los libros de texto y demás materiales en ejercicio de su autonomía pedagógica. Sin que ello pueda sujetarse a autorización administrativa previa, como aclara el segundo inciso.

Ahora bien, este precepto prescribe que los materiales docentes “deberán adaptarse al rigor científico adecuado a las edades de los alumnos y al currículo aprobado por cada Administración educativa. Asimismo, deberán reflejar y fomentar el respeto a los principios, valores, libertades, derechos y deberes constitucionales, así como a los principios y valores recogidos en la presente Ley y en la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, a los que ha de ajustarse toda la actividad educativa” (llama la atención, por cierto, que el legislador haya incluido que se respeten también los principios de la Ley de violencia de género, poniéndolos al mismo nivel o como si no estuvieran ya presentes entre los valores constitucionales…).

En cualquier caso, en lo que ahora interesa, el apartado 3º de esta disposición le encomienda a la Administración educativa entre sus facultades de inspección “la supervisión de los libros de texto y otros materiales curriculares”, velando por “el respeto a los principios y valores contenidos en la Constitución y a lo dispuesto en la presente ley”.

Por tanto, prima facie, ¿está habilitada la Administración educativa para realizar estas labores de supervisión frente a contenidos “adoctrinantes” que potencialmente se puedan recoger en libros de texto? Parece que sí, sobre todo porque, como se ha dicho, de acuerdo con la ley la labor inspectora de la Administración no se limita a controlar el rigor científico de los materiales y su adecuación al currículo, sino también que los mismos respeten los principios y valores constitucionales. Y el Tribunal Supremo ya nos recordó en relación con la asignatura de educación para la ciudadanía que uno de los límites de la configuración de los contenidos educativos es la prohibición de adoctrinar, sobre todo allí donde estemos ante “planteamientos ideológicos, religiosos y morales individuales, en los que existan diferencias y debates sociales”, pero sin que ello impida que el Estado pueda informar sobre el pluralismo de nuestras sociedades (STS, Sala 3ª, de 11 de febrero de 2009).

Ahora bien, de aquí también se extrae una pauta clara para la Administración educativa: no puede considerar adoctrinamiento aquello que sea explicación de la diversidad de planteamientos morales y sociales que hay en una sociedad plural como la nuestra. Por tanto, por mucho que la Administración educativa esté habilitada para supervisar los libros de texto, este control en ningún momento podrá legitimar un juicio censor, basado en valores o ideales distintos a aquellos que se deducen de forma estricta del texto constitucional. Pesa, a mi entender, un estricto deber de neutralidad por parte de la Administración en este punto. De manera que sólo podrá reaccionar frente a casos extremos, en los que resultara evidente que se ha abandonado cualquier pretensión educativa para entrar en un ámbito puramente ideológico (adoctrinador) que no resulte conforme con los valores constitucionales (porque, además, adoctrinar en estos ideales -es decir, en el respeto y el cultivo de los valores constitucionales- sí que resulta legítimo). Fuera de esos supuestos excepcionalísimos, según dijimos, es a los centros a los que corresponde seleccionar los materiales que consideren adecuados en ejercicio de su autonomía pedagógica, que es concreción de la libertad educativa y de la propia libertad de cátedra de la que disfrutan los profesores.

Más allá, este debate jurídico no puede esconder el gran elefante que tenemos en la habitación: como he comenzado señalando, hemos convertido la educación en un campo de batalla para las guerras culturales que alimentan la polarización política. Trágico.

Polarización política y redes sociales

Las librerías españolas se han llenado en los últimos meses de libros sobre el proceso de polarización en que se encuentra inmersa la política y la sociedad en las democracias liberales, muy en particular en Estados Unidos y en Europa. Thomas Friedman acuñó el pasado mes de septiembre el término de “virus de tribalismo” para describir la infección de “división y tribalismo” que sufren la mayoría de las democracias occidentales.

Los análisis son bastante coincidentes y certeros. Por destacar alguno, “Why we´re so polarized” de Ezra Klein, detalla la evolución de la política norteamericana, y de los partidos demócrata y republicano en los últimos 20 años, hasta convertirse en dos bloques irreconciliables. El libro muestra una política en la que se ha perdido el espíritu de colaboración y cualquier atisbo de respeto por las reglas no escritas que permitían el desarrollo con éxito de una democracia liberal. El análisis es certero, pero las soluciones propuestas dejan una amarga sensación de desesperanza por su falta de convicción y escasa operatividad.

Para buscar soluciones conviene recordar el diagnóstico de Jonathan Haidt, al que ya habíamos mencionado en alguna ocasión en este blog. Haidt fue de los primeros en identificar el problema en su libro “La mente de los justos” mostrando una realidad que conviene no olvidar: el problema reside en nosotros mismos. Nuestro cerebro está diseñado para reaccionar positivamente a la polarización, entendida como una tribalización de la sociedad y la política. Estamos diseñados para una justicia grupal, para sentir la necesidad de integrarnos en una tribu, sentirnos aceptados por la tribu y sentir que aportamos a la cohesión y al éxito de la tribu. Los experimentos que recoge Ezra Klein en su libro muestran hasta qué punto, incluso en las cosas más nimias, los seres humanos, establecen “tribus o equipos” y favorecen y defienden de forma irracional los intereses de su tribu: defender a los nuestros antes que defender la verdad. Esta realidad es la base del éxito del nacionalismo, el movimiento woke, y de todas las religiones civiles que proliferan en nuestros días, socavando las bases de la democracia liberal. Todos son movimientos que explotan el espíritu tribal del ser humano. Obviamente esto tiene una explicación en la evolución humana: la tribu y el espíritu de cooperación y defensa de la tribu ha sido la base de la supervivencia y el éxito de la especia humana, y ese modelo ha sido privilegiado por la evolución. Nada de eso ha cambiado en nuestros días.

El problema es que este diseño de nuestra mente no es demasiado compatible con el modelo de democracia liberal. Preservar la democracia liberal exige poner coto al sesgo humano que privilegia las tribus frente al bien común que abarca la diversidad de “tribus” que componen cualquier sociedad. Y eso no es sencillo.

Asumir esto es empezar a poner las bases de una solución al problema. Ignorarlo es caminar hacia el fracaso. La pregunta interesante no, es por tanto, por qué sucede la polarización en la política actual, sino por qué se ha agravado la situación en los últimos 10 años. Es interesante observar que en los momentos de la historia en que se ha producido un alto grado de polarización en la vida política resulta sencillo identificar el aspecto sobre el que la sociedad estaba polarizada: podía ser la guerra de Irak, o algún aspecto ligado a derechos y libertades (sufragio, aborto, divorcio…). Lo singular de nuestro tiempo es que no es sencillo identificar lo que nos está llevando al actual grado de polarización. Hagan la pregunta a cualquiera de los más exaltados y le sorprenderá la diversidad de respuestas. Lo singular, por tanto, es que tiene que haber otro factor desencadenante.

Muchos identifican las redes sociales como ese factor desencadenante. Y todo apunta a que son en gran parte responsables. Haidt señala dos hechos en los años 2009 y 2012: cuando Facebook incorpora el botón “Me gusta” y Twitter incorpora la funcionalidad de “retuit”. A partir de ahí la espiral ha sido imparable. Podríamos pensar que antes el mundo virtual de las redes sociales, y el mundo real, aún mantenían cierta ligazón en aspectos de principios y comportamiento. A partir de esos años esa relación se empieza a perder: a partir de los años 2012-2013, cualquier creencia o moral puede desarrollarse en una comunidad, alejada completamente de la realidad. Podemos hablar del florecimiento de las innumerables teorías de conspiración, o de la deriva de la cultura woke hacia la destrucción de cualquier institución en la que penetra, especialmente en el ámbito universitario.  Las recientes declaraciones de Frances Haugen, ex empleada de Facebook, corroborando que los algoritmos de las redes sociales privilegian los extremos porque atraen más usuarios y más tiempo de interacción, no ha hecho sino expresar en voz alta lo que parecía obvio. En términos de negocio, explotar el sesgo tribalista de los seres humanos es el camino más sencillo para lograr la interacción y el éxito en las redes sociales. Los algoritmos no han hecho sino descubrir y explotar una de las debilidades de la mente humana, y lo han hecho realmente bien.

Parar y cambiar esta situación no es sencillo. Con una perspectiva voluntarista en los últimos meses se habla del control y moderación de los contenidos que incitan al odio como parte de la solución. Yo soy escéptico sobre esta solución por la escasa operatividad de las propuestas. Pensemos en la situación de algo relativamente más sencillo, como es el delito de odio en España. Algo tipificado en el código penal siempre despierta recelos según el bando al que afecte: ¿incluir en una canción una arenga para que asesinen a alguien es delito de odio o libertad de expresión? ¿y el homenaje a un terrorista? Según la tribu la respuesta será diferente. Y estamos hablando de un delito. Imaginen algo con una tipificación mucho más ambigua. Tampoco hay que imaginar mucho, podemos observar el comportamiento de las redes sociales cuando tienen que bloquear una cuenta por incumplir las normas de comportamiento, y los debates que ello suscita. ¿Vamos a encontrar ahí la solución? Parece muy voluntarista y poco efectivo.

Y sin embargo precisamos una solución. El mundo de la publicidad y el marketing hace mucho tiempo que descubrió sesgos de la mente humana que le permitía vender más y mejor. Muchos de ellos se utilizan en las campañas publicitarias, pero algunos son considerados poco éticos, y no se permite o se acepta su uso. Eso nos evita tener nuestras pantallas llenas de campañas basadas en reclamos sexuales o gastronómicos. Las prevenciones en el mundo del marketing y la publicidad son igualmente necesarias en el ámbito de la política, muy en particular de las redes sociales.

Haidt incide en dos propuestas no muy complejas:

  1. Primero, impulsar reformas en el funcionamiento de los parlamentos que obliguen a la colaboración y penalicen el bloqueo. Podemos pensar en reformas en aspectos como la elección del presidente del gobierno, en las reglas para la aprobación de presupuestos, y en las implicaciones que pudieran tener para todos los partidos el no alcanzar acuerdos. Imaginen, por ejemplo, que no lograr acuerdos en presupuestos o en la elección del gobierno conlleve la convocatoria de elecciones, pero que, si esta situación se repite, los candidatos implicados no pueden volver a presentarse. Pueden pensarse muchos otros incentivos o penalizaciones, lo que es imprescindible es romper la dinámica de bloques, incompatible con el saludable funcionamiento de la democracia liberal.
  2. E igualmente importante, regular las redes sociales. Para que sea algo sencillo Haidt propone la obligación de incorporar 2 filtros:
    • uno permitiría filtrar a aquellos perfiles que no muestren una mínima capacidad de aceptar matices; si el mundo solo es blanco o negro es un mundo imposible de gestionar.
    • el segundo filtro permite establecer un nivel máximo de agresividad.

Con la tecnología actual los dos filtros, que estarían a disposición de cualquier usuario, no son sencillos, pero sí factibles, y desde luego más sencillos que la moderación de contenidos, que se muestra como una labor realmente compleja. Los dos filtros restarían poder a los extremos, siempre los más activos y ruidosos en las redes sociales.

Es un comienzo. Podemos disentir, pero lo que deberíamos tener claro es que la salvación de las democracias liberales empieza por introducir mecanismos en las redes sociales que controlen la espiral de polarización a la que nos abocan irremediablemente.

El discurso de Meritxell Batet sobre los límites parlamentarios de la libertad de expresión y la elevada polarización afectiva en España

A finales de septiembre, la presidenta del Congreso de los Diputados, Meritxell Batet, pronunció en el hemiciclo una sucinta pero fecunda diatriba sobre los límites parlamentarios de la libertad de expresión. Sus palabras no se dirigieron en exclusiva a reprender a aquellos que, amparados por las prerrogativas reconocidas en el artículo 71.1 de la CE, emplean en sus intervenciones parlamentarias constantes improperios y descalificaciones hacia los contrarios. Pretendiendo, así mismo, que los diputados fueran plenamente conscientes de la imagen que proyectan en la sociedad española, especialmente, en los más jóvenes.

En concreto, al inicio de la sesión parlamentaria, Meritxell Batet hizo constar que “todos (los diputados) deben tener la libertad de expresar las posiciones políticas que defienden”, pero remarcando que “los insultos y las ofensas” deben quedar fuera del juego parlamentario para garantizar “el buen funcionamiento (…) y la buena representación del Parlamento”.

Acto seguido, lanzó con firmeza las siguientes preguntas retóricas a la Cámara Baja: “¿Somos conscientes de lo que proyectamos hacia afuera? (…) ¿Somos conscientes de lo que estamos trasladando especialmente a los más jóvenes?”. Cuestiones a las que respondió con total rotundidad: “Si se hacen esa reflexión, no dudo de que todos ustedes llegarán a la conclusión de que no estamos manteniendo los debates en los términos adecuados en absoluto, ni estamos proyectando lo que queremos para nuestra sociedad, una sociedad que sea capaz de escuchar al otro, que sea capaz de comprender las posiciones del otro, que sea capaz de relacionarse con aquellos que piensan distinto, y nosotros debemos empezar dando ejemplo en esta casa”.

Para finalizar su intervención, Batet recordó el deber de la Presidencia de la Cámara de llamar al orden a aquellos que con sus expresiones afecten al decoro o dignidad de la Cámara o de sus miembros (artículo 103 del Reglamento del Congreso de los Diputados), solicitando encarecidamente “más respecto y más educación a la hora de tomar la palabra”, dado que hasta la “dureza parlamentaria es perfectamente compatible con la buena educación”.

Indudablemente, el discurso de la presidenta del Congreso pone de manifiesto una perjudicial realidad que no solo afecta a nuestros representantes políticos en el Estado, en las Comunidades Autónomas y en las Entidades Locales, sino a toda la sociedad española en su conjunto: el problema de la elevada “polarización afectiva”. Cabe definir el rimbombante término como el “mayor apego hacia los partidos, líderes y votantes con los que nos sentimos identificados y una mayor hostilidad hacia los partidos, líderes y votantes con los que no compartimos dicha afinidad” (Luis Miller). Esta subespecie de polarización política prescinde de la racionalidad del ciudadano, y apela directamente a cuestiones emocionales, sentimentales e identitarias. Es decir, los votantes y representantes de un determinado partido político no valoran al resto de partidos (y a sus votantes) por las medidas que proponen (las concretas políticas públicas), sino que fundamentan sus juicios en prejuicios o estereotipos basados en esquemas ideológicos preconcebidos.

Algunos estudios señalan a España como líder mundial indiscutible entre los países occidentales en lo que a polarización afectiva respecta (“How Ideology, Economics and Institutions Shape Affective Polarization in Democratic Polities”; Noam Gidron, James Adams y Will Horne). Reforzando lo anterior, Andrés Rodríguez-Pose, profesor de Geografía Económica en la London School of Economics, apunta que una de las principales causas del rápido crecimiento de la polarización afectiva en España ha sido la irrupción de nuevos partidos políticos antisistema a ambos lado del espectro ideológico, lo que se ha traducido en un cambio de posición de los partidos tradicionales, que se han escorado hacia los extremos, tratando de delimitar con mayor ferocidad “sus ideas” para evitar ser castigados en las urnas por su indefinición.

Añade el citado autor, en referencia a los efectos nocivos de la elevada polarización afectiva sobre la salud democrática de los Estados, que “la polarización está afectando, de manera muy importante, a nuestra capacidad como sociedad para alcanzar consensos y tomar decisiones (…) y puede incidir en que haya cada vez menos confianza en el sistema en general y en la capacidad de los gobiernos a cualquier nivel para afrontar retos y encontrar soluciones a los mismos”.

Entre otras causas explicativas del fenómeno, Héctor Sánchez Margalef, investigador del CIDOB, destaca que la desigualdad creciente y los altos niveles de desempleo, frutos de la pasada crisis financiera de 2008 y de la presente crisis del COVID-19, son factores capitales que explican la elevada polarización afectiva en la nación española: “Los que se quedan atrás culpan al sistema (…) Cuando no están cubiertas las necesidades materiales. Entonces te refugias en lo más cercano, en tu identidad”, tesis que también sostienen Víctor Lapuente, catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Gotemburgo y Luis Miller, científico titular del CSIC.

Por su parte, Xavier Peytibi, prestigioso consultor en comunicación política señala que al fenómeno de la polarización afectiva no sólo contribuyen los partidos políticos, sino también la propia ciudadanía: “Sin políticos incendiarios no habría tanta polarización, pero si usan mensajes polarizantes es porque saben que hay seguidores que sí ven la política como una guerra abierta con buenos y malos, blancos y negros (…) No hay adversarios sino enemigos”. Además, subraya el hecho de los que los partidos políticos obtienen rédito de la polarización afectiva: “Esas declaraciones incendiarias consiguen visibilidad, y llaman la atención de los medios, y movilizan votantes, que deben elegir en qué punta del cleavage político quieren situarse”.

Analizadas las principales causas y consecuencias de la polarización afectiva, cabe plantearse qué soluciones existen para frenar su pernicioso avance. Precisamente, la fundamental baza para hacer frente a esta realidad se puede encontrar entre las acertadas palabras pronunciadas por la presidenta del Congreso en aquella intervención a la que se ha hecho referencia al principio del post: construir “una sociedad que sea capaz de escuchar al otro, que sea capaz de comprender las posiciones del otro, que sea capaz de relacionarse con aquellos que piensan distinto”.

Y sin duda alguna, en este necesario proceso de edificación de una sociedad donde se juzgue a los proyectos políticos ajenos desde el prisma de sus concretas medidas, y no con base en superfluas (y obsoletas) identidades ideológicas, los representantes políticos son los que deben poner la primera piedra, manteniendo las formas y el máximo respeto hacia los adversarios y sus ideas, con independencia del foro donde tomen lugar los debates. Pues como bien sostuvo la presidenta de la Cámara Baja: hasta la “dureza parlamentaria es perfectamente compatible con la buena educación”.

Una ley contraria a principios básicos de nuestro derecho

Una vez que el proceso de vacunación ya ha alcanzado el 70% de la población, el Gobierno ha retomado su agenda política. Así, el pasado 31 de agosto, el Consejo de Ministros aprobó el plan normativo del Gobierno para lo que resta de 2021. Entre las normativas que el Ejecutivo quiere aprobar está el Anteproyecto de Ley General de Comunicación Audiovisual para el que ya ha solicitado dictamen al Consejo de Estado. Esta normativa no solo afecta al sector audiovisual, sino que tiene impacto en otros sectores por las restricciones que establece en materia publicitaria.

El Anteproyecto de Ley General de Comunicación Audiovisual sirve de instrumento normativo para la transposición de la Directiva de Comunicación Audiovisual que se aprobó en 2018. Entre los objetivos del Anteproyecto están la actualización y modernización del marco regulatorio audiovisual mediante una regulación que sea más acorde con la era digital; conseguir que la prestación del servicio de comunicación audiovisual y del servicio de intercambio de videos a través de plataforma sean llevados a cabo con mayor seguridad, garantía y flexibilidad, y garantizar mejor los derechos de los usuarios –tanto de los menores como del público en general-, de manera que se pretenden mantener y reforzar las medidas de protección existentes.

Sin embargo, me gustaría detenerme, por sus consecuencias jurídicas, en un apartado del Anteproyecto que establece regímenes jurídicos distintos para la publicidad de bebidas alcohólicas en función de su graduación y que, en mi opinión, va en contra de principios básicos de nuestro ordenamiento jurídico como son la libertad de expresión, la libertad de empresa o la unidad de mercado.

En este sentido, el establecimiento de regímenes distintos para un mismo producto es contrario al derecho de libertad de expresión. A este respecto, quiero destacar que la legislación española admite que se puedan adoptar medidas restrictivas en la comunicación publicitaria de los mencionados productos, pero siempre que se encuentren debidamente justificadas, conforme a criterios de idoneidad y proporcionalidad, algo que no está justificado en el propio Anteproyecto de Ley.

Además, un régimen jurídico de estas características afectaría a la libertad de empresa del artículo 38 de la Constitución, en la medida en que rompería el principio de igualdad en lo que atañe a las condiciones básicas de competencia en el mercado, provocando una discriminación entre competidores, que podría ser sometidas a los cánones de constitucionalidad y legalidad del propio Tribunal Constitucional, en relación con las medidas legislativas, de nivel reglamentario y administrativo que puedan implicar una limitación de derechos fundamentales.

Al mismo tiempo, las restricciones en la publicidad, respecto de aquellas bebidas alcohólicas que superen la graduación expresada, generan de forma inequívoca una ventaja competitiva significativa en favor de las que no la alcanzan, de manera que se pueden distorsionar, por un lado, las condiciones básicas de competencia en el mercado de los productos alcohólicos, y también, por otra parte, la propia unidad de mercado interno a nivel nacional, con la eventual afectación ilegítima de los principios atinentes al mismo y que quedan expresados en la Ley 20/2013, de 9 de diciembre de Garantía de la Unidad de Mercado.

En este punto quiero destacar que la libertad de competencia es la principal y primera manifestación de la libertad de empresa y que no hay economía de mercado sin libertad de empresa y no hay libertad de empresa sin mercados abiertos a la competencia económica. Esta discriminación que estamos abordando en este artículo afecta especialmente a las bebidas alcohólicas superiores a 20 grados que, según el Anteproyecto de Ley, sufren una discriminación frente a las inferiores a esa graduación puesto que solo podrán anunciarse en televisión en horario de 01.00 a 05.00 frente al horario de 20.30 a 05.00 de las inferiores a esa graduación. Esa misma restricción horaria les aplica a las bebidas superiores a 20 grados en radio y plataformas de intercambio de vídeos frente al resto que no tienen restricciones horarias en este caso.

Llama la atención las restricciones horarias a las plataformas de intercambio de vídeos que propone el Anteproyecto de Ley y que vienen a demostrar el desconocimiento existente en el regulador sobre el funcionamiento del mundo digital. Y es que aplicar restricciones horarias a las plataformas de intercambio de vídeos, es decir, al canal digital máxime teniendo en cuenta sus particularidades, es desconocer cómo funciona el mundo digital. Y más existiendo como existen hoy herramientas basadas en tecnología que impiden el acceso de un menor a determinados contenidos publicitarios, lo que se denomina “Age gating”. A lo que hay que unir las iniciativas que ya han empezado a aplicar los gigantes tecnológicos para proteger a los menores de determinados contenidos publicitarios.

Por ello, no tiene sentido aplicar a estas plataformas de intercambio de vídeo restricciones horarias. En primer lugar, porque en internet no existen horarios y, en segundo, porque ya existe tecnología para evitar que determinados contenidos publicitarios lleguen a los menores.

Por tanto, el Gobierno aún está a tiempo de subsanar estos fallos en el Anteproyecto de Ley de Comunicación Audiovisual y generar un marco regulatorio estable que respete principios básicos de nuestro ordenamiento jurídico como son la libertad de empresa, la libertad de expresión o la unidad de mercado, y que esté adaptado al contexto actual marcado por la digitalización.

Contra la censura previa: a propósito de la aprobación del Catálogo de Medidas Urgentes del Plan de Mejora y Modernización contra la Violencia de Género

A finales del pasado mes de julio, el Consejo de Ministros aprobó el Acuerdo por el que se aprueba el Catálogo de Medidas Urgentes del Plan de Mejora y Modernización contra la Violencia de Género (en adelante, Catálogo de Medidas Urgentes) con la finalidad de “avanzar en la consolidación de la respuesta institucional a la violencia machista como cuestión de Estado”.

De entre todas las medidas que vertebran el texto, la segunda ha resultado especialmente controvertida por su presunto conflicto con el artículo 20.2 de la Constitución Española (en adelante, CE), que consagra la interdicción de la censura previa en aras de garantizar el libre ejercicio de la libertad de expresión.

En concreto, en el punto segundo del Catálogo de Medidas Urgentes se dispone lo siguiente: “Promover acuerdos de colaboración con las grandes proveedoras de servicios en línea para prevenir y actuar frente a los perfiles que fomentan la discriminación y la violencia contra las mujeres. Promover el adecuado tratamiento de las noticias y de la información sobre violencia de género que se ofrece por los distintos medios de comunicación y evitar que la publicidad ofrezca una imagen «cosificadora» de la mujer”.

A su vez, dentro de la medida aludida, se pueden distinguir tres claras líneas de acción: establecer acuerdos de colaboración con las grandes compañías que gobiernan Internet (principalmente, con Google, Twitter e Instagram) para prevenir y actuar frente a aquellos perfiles que fomenten la discriminación y la violencia contra las mujeres; garantizar que los medios de comunicación, estandartes por excelencia de la libertad de expresión, traten “adecuadamente” las noticias e información sobre violencia de género; y evitar aquella publicidad que contribuya a la “cosificación” de la mujer.

El último punto al que se ha hecho referencia, a priori, no plantea problemática alguna dado que la propia Ley General de Publicidad considera como publicidad ilícita aquella que emplee a la mujer como un “mero objeto desvinculado del producto que se pretende promocionar”, y existe todo un sólido aparato represor de aquellas prácticas ilícitas, que combina eficazmente la actuación de Administración Pública, empresas, particulares y poder judicial. Por tanto, el Ministerio de Igualdad estaría potenciando actuaciones que ya se llevan a cabo (prevenir y detectar prácticas ilícitas en materia de publicidad), con especial énfasis en la publicidad “cosificadora” de la mujer. Ahora bien, podría llegarse a considerar censura previa si los poderes públicos se extralimitan de su posición actual e intervienen preventivamente los contenidos de las empresas publicitarias.

Sin embargo, la colaboración con las BigTech y con los medios de comunicación para prohibir los perfiles que fomenten la discriminación y la violencia contra las mujeres, y para garantizar que la información sobre violencia de género sea tratada de forma “adecuada”, respectivamente, podría ser categorizada como censura previa y, por ende, prohibida a tenor de lo dispuesto en el ya mencionado artículo 20.2 de la CE, con independencia de la legitimidad del fin que pretenda alcanzar la actuación censora.

Con carácter previo a la consideración de los dos puntos objeto de análisis como un indiscutible supuesto de censura previa, conviene atenerse al concepto que ofrece el Tribunal Constitucional (en adelante, TC) de tal actuación restrictiva de la libertad de expresión, siendo la STC 187/1999 la resolución del TC que por antonomasia expone y delimita el fenómeno de la censura previa. En el Fundamento Jurídico 5 de la citada sentencia, se define el concepto como: “la intervención preventiva de los poderes públicos para prohibir o modular la publicación o emisión de mensajes escritos o audiovisuales”.

Más allá de la definición expuesta, la propia sentencia explicita que pueden ser censores los poderes públicos, en especial el poder ejecutivo y la Administración Pública, no siendo considerada como censura previa (por no cumplir el presupuesto del sujeto “poder público”), entre otras, la actividad privada de autorregulación de los propios medios de comunicación para establecer corporativamente sus límites o el derecho de veto del director y editor de un medio de comunicación (STC 171/1990).

El supuesto objeto de análisis podría concebirse como un caso de censura previa si la actuación de los poderes públicos, en el sentido que expone el Catálogo de Medidas, se traduce, por ejemplo, en el ofrecimiento de un conjunto de directrices al que un grupo de empresas privadas deberá atenerse para “adecuar” la información o restringir los perfiles contrarios a esa “adecuación”, interviniendo de forma preventiva para modular la publicación de la información, sea esta publicación a través de Redes Sociales o a través de un medio de comunicación tradicional.

A pesar del empleo del término “promover” en el segundo punto del Catálogo de Medidas, verbo que parece alejar la actuación de cualquier tipo de intervención gubernativa, expresiones como “promover acuerdos de colaboración” o “promover el adecuado tratamiento de las noticias y de la información” refuerzan la tesis de que, en la práctica, se trate de un episodio de censura previa encubierto. Episodio que, inclusive y al margen de la inconstitucionalidad per se que constituye la censura previa, abre la veda a una desviación del fin legítimo pretendido para hacer caber en esa “adecuación” fines partidistas, alejados de la protección en el ciberespacio de las mujeres víctimas de violencia machista.

A juicio del autor de esta entrada del blog, la consecución del objetivo pretendido por la segunda medida, sin caer en la censura previa y en sus indeseables consecuencias para la salud democrática de un Estado de Derecho, no pasa por establecer tales acuerdos con los principales proveedores de servicios en línea y con los medios de comunicación tradicionales.

Por el contrario, lo más conforme al texto constitucional consistiría en garantizar, ex lege, vías rápidas y eficientes para que los afectados puedan reclamar ante los prestadores de servicios de la sociedad de la información y los medios de comunicación tradicionales aquellos contenidos presuntamente ilícitos, al margen de la posibilidad de acudir a la vía judicial para exigir las oportunas responsabilidades administrativas, civiles y/o penales frente a los presuntos infractores, y del propio régimen de responsabilidad al que están sometidos los proveedores de servicios en línea y los medios de comunicación.

Además de lo anterior, convendría reforzar la estrategia de la Administración Pública en Internet, mediante sus cuentas en Redes Sociales y Páginas Webs, con el objetivo de edificar sólidos canales institucionales en los que pueda confiar la ciudadanía; canales a través de los cuales se distribuya información de calidad referida a la actividad de los poderes públicos, constituyéndose, de facto, en el instrumento más eficaz frente a fenómenos como la desinformación o las noticias falsas.

En conclusión, la estrategia de los poderes públicos en su lucha contra la violencia machista en Internet no debería incluir acuerdos, en los términos analizados, con los grandes proveedores de servicios digitales y los medios de comunicación, en aras de evitar socavar la libertad de expresión, pilar indispensable para un Estado de Derecho. Máxime existiendo otras fórmulas menos restrictivas de los Derechos Fundamentales (y si cabe, más eficaces), como el fortalecimiento de los canales institucionales que emplea la Administración Pública para comunicarse con la ciudadanía en el ciberespacio, o la elaboración de leyes con el propósito de garantizar que los afectados por un contenido presuntamente ilícito cuenten con vías rápidas y eficientes para reclamar ante los prestadores de servicios digitales.

Cancelación por algoritmo

Estas semanas estamos viendo una concentración de casos de cuentas cerradas, bloqueadas o marcadas como “sensibles” por distintas empresas de redes sociales. Facebook se ha cubierto de gloria con el cierre de las cuentas de Félix Ovejero y Augusto Ferrer Dalmau (tan aberrantes que la sociedad civil se ha movilizado hasta recuperarlas), Twitter ha vuelto a las andadas bloqueando la de Consuelo Ordóñez (por publicar fotos de recuerdo de atentados; recordemos que ya bloqueó la de COVITE en su día supuestamente por escribir “bomba”), y hasta Google ha metido la pata marcando como “sensible” y restringiendo el blog de Patxi Mendiburu, Desolvidar, que no podría ser menos objetable.

 Todo esto en un contexto en el que las barbaridades, insultos y difamaciones en redes no han dejado de crecer. Las “parodias” separatistas contra Inma Alcolea superan récords cada semana mientras Twitter cierra cuentas a la acosada. 

Las causas no podrían ser más sencillas ni más preocupantes. Desde que existen los foros y redes sociales, la moderación manual de textos ha sido un problema por el coste de tiempo y criterio que requieren, de modo que las empresas que impulsan su masificación actual han optado por la solución más basta del libro: la moderación automática por criterios de denuncia, con desenlace de exclusión.

Se supone que Facebook y otros usan “inteligencia artificial” para identificar los contenidos realmente problemáticos, pero eso no es más que un agravante: la IA no hace más que extrapolar sobre decisiones de moderadores en función de criterios que ella misma identifica. Es decir, va a palpo y reproduce los prejuicios de los moderadores que la entrenan. Una forma muy poco sensata de administrar algo tan serio como la pérdida de tu presencia en redes sociales, que hoy en día está muy cerca de ser un servicio esencial y que toca muy de cerca los derechos de propiedad intelectual. Quien quiera reducir esto a una cuestión interna de las empresas y sus condiciones de servicio, puede engañarse a sí mismo, pero a nadie más.

 A ese fallo de los sistemas de moderación automáticos (mal entrenados, mal preparados y demasiado poderosos para tomar decisiones de ese alcance sin supervisión) se suma un problema básico de criterio. No se puede censurar en función de lo que otros, sin cualificar, opinen de tus textos o contenidos. Lo sabe cualquiera que haya llevado foros o redes y lo sabe cualquiera que haya observado a la especie humana: es el equivalente de entregar la llave de la expresión pública a los más radicales.

Quien se moviliza contra una página web (o una película o un profesor) habitualmente no es quien respeta la opinión ajena, sino quien sólo respeta la propia. Quien denuncia a Consuelo Ordóñez por recordar a los que murieron por defender la libertad de todos no es una persona de cuyo criterio puedas fiarte. El resultado de gobernarse por el nivel de gritos que desatan tus acciones es que gobierne quien más grita; y, si bien es cierto que hay cosas que hacen gritar a la gente normal, a quienes más se oye suele ser a los extremistas.

Hay una derivada aún más grave, y es que este criterio del “gobierno por queja” ya viene usándose fuera de redes en demasiados casos -en EEUU, por ejemplo- con consecuencias conocidas. Desde antes de que le pusieran el nombre de “cancelación”, ya había puesto patas arriba la libertad de opinión, expresión y cátedra en muchas universidades, donde la búsqueda de “zonas seguras” (entornos en los que nadie se sintiera ofendido) ha tenido consecuencias funestas. La “cultura woke” no es más que eso: exigir que no sea permitido nada que resulte ofensivo para los valores de la postcorrección política, sin relación con detalles como la ley o la demostración de lasCensura, acusaciones.

En definitiva, consiste en exigir que se “cancelen” opiniones e incluso personas que alguien ha decidido que no encajan, condenando a muerte profesional y civil a disidentes académicos, o incluso actores. “Cancelar” la historia destruyendo las raíces a partir de las que hemos evolucionado (como nuestros nietos evolucionarán a partir de estas aberraciones), juzgando a personajes históricos por criterios actuales hasta eliminarles de los libros de texto, de las bibliotecas y de las plazas.

 Si algo hemos aprendido desde la Ilustración es que la libertad depende de exigir el respeto a la disidencia, a la divergencia de opinión. De poner coto a los que más gritan e incluso a la mayoría para evitar que pisoteen a los demás. Hemos aprendido que no se puede prohibir una película porque sea ofensiva para los cristianos, ni una novela porque glorifique modos de vida alejados de la moral general ni un ensayo porque cuestione la interpretación actual de un hecho histórico. El único límite es la defensa de derechos más básicos y la preservación del sistema que los garantiza: el negacionista del Holocausto es un ejemplo; la mentira o los ataques al honor son otros.

Las quejas deberían servir para alarmar, para generar una intervención cualificada, proporcionada y sensata, de la que la empresa se haga siempre responsable. No pueden servir para privar automática y ciegamente de voz y presencia a una persona en función del griterío de intolerantes, con el único recurso real de gritar más. Por el lado contrario, un sistema que se olvida de defender lo básico si no escucha quejas suficientes no va a funcionar bien nunca.

Quiero pensar que esta expansión de la “cultura de cancelación” a la red es una simple cuestión de beneficios que podrá resolverse con mejor tecnología, y no algo mucho más grave. Si realmente los gestores de las redes piensan que se puede dejar la libertad de expresión en manos de detectores de humo manipulables por los más fumadores, el problema es de fondo, y la regulación externa de las redes, una necesidad. No sólo para garantizar que no se excluye al disidente, sino para garantizar la protección de derechos básicos. En resumen, que se cumpla la ley.

 

Mientras tanto, toca redoblar la vigilancia desde la sociedad civil.

Las redes sociales como amenaza a la libertad de expresión

La libertad, en todas sus vertientes y manifestaciones, constituye una de las grandes conquistas de las sociedades modernas y una aspiración consustancial al ser humano. En concreto, la libertad de expresión se yergue como uno de los pilares de las democracias liberales o plenas, y en un elemento sine qua non para el progreso y desarrollo de los hombres. En términos similares a estos, se pronunció el Tribunal Europeo de Derechos Humanos : “la libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales de las sociedades democráticas, una de las condiciones primordiales para su progreso y para el desarrollo de los hombres” (Asunto Handysiide c. Reino Unido, de 7 de diciembre de 1976.).

Desde hace varios años, acontecimientos diferentes pero todos ellos íntimamente relacionados con la libertad de expresión, han colocado a esta figura en primera plana. Desde los enjuiciamientos de Pablo Hasél y Valtonyc, al cierre o suspensión masiva de cuentas en redes sociales, incluida la del expresidente americano Donald Trump, la libertad de expresión y sus límites están en la primera línea del debate público en todo el globo.

Si bien la libertad de expresión es una temática sumamente amplia, con multitud de aristas sobre las que merece la pena cavilar, la finalidad de este artículo es hacer una pequeña reflexión en torno a las consecuencias derivadas de la irrupción de internet y las redes sociales en el ejercicio del derecho a la libertad de expresión, y como ello ha supuesto que estas plataformas tengan a día de hoy la capacidad de limitar o impedir el ejercicio pleno de este derecho.

El punto debe partida debe situarse en la Sentencia dictada por el Tribunal Supremo de Estados Unidos en el Asunto Packingham v. North Carolina de 19 de junio de 2017.

En dicha resolución, el Tribunal Supremo estadounidense abordó por vez primera la constitucionalidad de los límites al acceso a las redes sociales. Lo interesante de la citada resolución a efectos de cuanto ahora interesa, es el papel que el Tribunal reconoce a las redes sociales para el ejercicio del derecho a la libertad de expresión, pues entiende que estas son el cauce principal en el que a día de hoy se ejercitan los derechos protegidos por la Primera Enmienda de la Constitución americana- entre los que se incluye el derecho a la libertad de expresión-. Afirma el Tribunal Supremo que internet “es el equivalente en el siglo 21 de las calles y parques públicos” (“the entirety of the internet or even just “social media” sites are the 21st century equivalent of public streets and parks”).

De esta forma tan gráfica se reconoce lo que parece ser una realidad irrefutable, que es en el ciberespacio donde hoy en día se produce el intercambio de opiniones e ideas, se accede a la información y noticias, y en definitiva, el medio a través de cual se ejerce y canaliza en última instancia el derecho a la libertad de expresión.

En la misma línea, cabe citar la resolución dictada por el Tribunal Europeo de Derecho Humanos en el Asunto Ahmet Yildirim c. Turquía, de 18 de diciembre de 2012, donde en relación a rol de Internet, se establece que: “en la actualidad el principal medio de la gente para ejercer su derecho a la libertad de expresión y de información […]”.

A mi juicio cabría incluso ir un paso más allá, y es que esta visión de Internet como un mero espacio de intercambio de información responde a una visión anticuada y desfasada de este fenómeno. A día de hoy, el ciberespacio constituye un verdadero “hábitat” pues es un lugar en el que las personas conviven y de forma consistente y plena desarrollan su vida-o al menos una parte de ella, la virtual-.

Así, las sociedades modernas se mueven y operan en dos planos, el físico y el virtual, que va ganado mayor importancia cada día.

En este escenario, las redes sociales se han convertido en verdaderas sociedades, los usuarios en ciudadanos de las mismas y los dueños de las gigantes tecnológicas, al más puro estilo de los monarcas absolutistas, en ostentadores de un poder cuasi despótico con capacidad para decidir qué puede publicarse y quien tiene derecho a acceder y permanecerse en dicha sociedad. De este modo, los responsables de estas plataformas no controlan meras compañías sino de facto uno de los dos planos en los que se mueve el mundo.

Y es que si reconocemos que existe un verdadero “hábitat virtual” en internet en general y en las redes sociales particular, en el que los individuos desarrollan una parte cada vez más significativa de sus vidas, debemos al mismo tiempo reconocer los riesgos que se derivan de la concentración de poder que ostentan los dueños de las tecnológicas. Riesgos que por otro lado no se limitan únicamente a las limitaciones ilegítimas del derecho a la libertad de expresión.

A mi juicio, episodios como la censura de determinados discursos, la suspensión temporal y/o definitiva de cuentas o perfiles de estas plataformas, son cuestiones jurídica y constitucionalmente relevantes que podrían constituir limitaciones ilegitimas al derecho a la libertad de expresión y que por ende merecen nuestra preocupación y atención.

En síntesis, la reflexión que pretendo transmitir con el presente artículo es que en la medida en la que cada vez desarrollamos una parte mayor de nuestras vidas en las redes sociales, y que estas se consolidan como el espacio por antonomasia para el ejercicio de nuestro derecho a la libertad de expresión, deberemos estar muy atentos a que estas plataformas no coarten o limiten irregularmente este derecho.

El Proyecto LibEx.es: Libertad de expresión y Derecho penal

Hace un par de años un grupo de profesores universitarios, magistrados, y letrados del Tribunal Constitucional comenzamos a trabajar en lo que ha terminado siendo el Proyecto LibEx.es. Nos unía una preocupación compartida por un número creciente de resoluciones judiciales relativas a delitos como la incitación al odio, el enaltecimiento del terrorismo, la ofensa a sentimientos religiosos, etc. que se revelaban altamente problemáticas desde el punto de vista de la libertad de expresión.

Aunque es verdad que en ocasiones nos encontramos con condenas por delitos de este tipo que resultan difícilmente compatibles con los estándares básicos en materia de libertad de expresión, nuestra impresión era que éste no era el principal problema que afrontábamos. El problema verdaderamente grave en términos cuantitativos se hallaba en los demás casos: los casos que no terminaban en condena firme, sino en absolución o incluso que no llegaban a juicio, pero en los que los acusados se veían arrastrados a un procedimiento penal.

Estas causas penales que se abren por hechos no delictivos no sólo suponían un perjuicio notable para quienes las padecían, sino que además operaban un importante efecto intimidatorio en el ejercicio de la libertad de expresión. Aquí, el refrán “bien está lo que bien acaba” no era cierto. Juzgados y tribunales estaban sirviendo para la imposición de unas penas de banquillo que, en el delicado ámbito de la libertad de expresión, causan efectos devastadores.

Nuestra primera idea fue poner a disposición de jueces, fiscales y abogados una website que les ayudase en la interpretación de un grupo de delitos consistentes en actos de expresión: aquellos que buscan proteger intereses difusos o bienes jurídicos colectivos (injurias a diversas instituciones del Estado, delito contra los sentimientos religiosos, incitación al odio, la violencia o la discriminación; negación o justificación del genocidio; enaltecimiento del terrorismo, etc.). Unos materiales jurisprudenciales exhaustivos pero fáciles de consultar y manejar que les proporcionasen las claves para una interpretación de estos preceptos en clave constitucional, conforme a los estándares que el Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos han sentado en materia de libertad de expresión.

No obstante, mientras elaborábamos esta web fuimos pensando en un segundo objetivo: el de que estos materiales también pudiesen ser accesibles a cualquier persona con interés en la materia. Esto nos planteaba el reto de expresar las complejas cuestiones que resuelven los altos tribunales no sólo con un lenguaje claro y didáctico, sino también estructurarlas de un modo que las hiciese asequibles a cualquier lector. Por supuesto, a los periodistas y demás profesionales de la comunicación, pero también a estudiantes y a cualquier ciudadano que quisiera formarse una opinión sobre una materia tan candente en el debate político.

 

¿Qué se hace con LibEx.es?

Hemos intentado que navegar por LibEx.es sea muy intuitivo. Se accede desde un inicio a un índice de temas, que son los distintos delitos “de expresión” cuya interpretación abordamos. El listado es extenso, pero no abarca todos los delitos cometidos mediante actos expresivos. Así, se han quedado fuera sobre todo las injurias y las calumnias. El motivo esencial es que se trata de delitos estructuralmente muy distintos (son atentados contra los derechos de una concreta persona, no contra intereses difusos o de titularidad colectiva), y por ello las claves constitucionales para su interpretación se separan mucho de las de los demás delitos.

En cada uno de estos temas se accede a un análisis detallado de la jurisprudencia, ordenado con un  que permite buscar los ítems más importantes: desde la exigencia constitucional, en los delitos de enaltecimiento del terrorismo, de una incitación idónea para mover a otros a cometer delitos; hasta cuáles pueden ser los colectivos vulnerables destinatarios de los delitos de incitación al odio en la jurisprudencia del TEDH; pasando por los límites del ius puniendi en materia de discurso antipolicial en los delitos de injurias a la policía, etc.

 

 

El material que se aporta no procede de opiniones doctrinales: las fuentes son extractos de resoluciones del Tribunal Constitucional o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (o bien de resoluciones de tribunales españoles que las citan). Las resoluciones citadas aparecen además enlazadas, para que se pueda acceder a ellas sólo con un clic. Al final de cada tema se aportan además ejemplos concretos de condenas y absoluciones en la jurisprudencia, un resumen de los motivos para una inadmisión o sobreseimiento y unos resúmenes de casos y extractos jurisprudenciales.

LibEx.es hace especial hincapié en la cuestión de la admisión a trámite de denuncias y querellas por delitos relativos a actos de expresión. Es un tema ya clásico la excesiva laxitud con la que se abren admiten a trámite denuncias y querellas en el ámbito penal. Sin embargo, el particular daño que se causa a la libertad de expresión cuando se abren indebidamente instrucciones penales por hechos no delictivos obliga a una contemplación detenida de la cuestión.

El artículo 269 LECrim obliga a los juzgados de instrucción a realizar un análisis preliminar sobre el carácter delictivo de la conducta, de modo que si el hecho denunciado “no revistiere carácter de delito…  se abstendrán de todo procedimiento” (de modo similar, art. 313 LECrim). Sin embargo, se ha ido asentando una praxis errónea que prescinde de este análisis preliminar y que permite que agentes querulantes instrumentalicen los juzgados para conseguir imputaciones penales por hechos que no pueden ser considerados delictivos sin merma de la libertad de expresión.

Esta praxis ha venido reforzada, en ocasiones, por una incorrecta comprensión del alcance de los derechos procesales del querellante y el denunciante. Para no vulnerar el derecho de acceso a la justicia del querellante, con frecuencia se admite a trámite la querella, se llama a declarar como imputado (ahora, “investigado”) al querellado y tras oírle el instructor concluye que la expresión no tenía “animus de ofender” a nada ni a nadie.

Esta perspectiva es enormemente problemática. Las expresiones de las que hablamos no “entran” o “salen” del ámbito de lo punible por los sentimientos o intenciones que albergase el sujeto en el momento de emitirlas: como ha dicho el Tribunal Constitucional, el criterio del animus es inadecuado para resolver esta cuestión, que debe resolverse atendiendo a si la conducta objetivamente se mueve en el marco de la libertad de expresión. Así se evita el absurdo trámite de llamar a declarar a alguien para saber si su expresión fue delictiva o no: trámite, como es sabido, que es usado de modo abusivo por algunos querellantes profesionales.

La interposición de querella o denuncia da derecho a la obtención de una respuesta fundada en Derecho; respuesta que no sólo puede, sino que en muchas ocasiones debe ser un motivado rechazo por falta de carácter delictivo. Cuando el Juzgado recibe el vídeo, el audio o el artículo en el que se contiene la expresión, debe ya sin más realizar este análisis preliminar, para el que no es necesaria ninguna diligencia de investigación adicional. En el caso de que la conducta no sea objetivamente delictiva, procede rechazar la querella, pues no procede abrir una instrucción penal para la investigación de una conducta atípica.

Precisamente por ello, en LibEx.es se ofrecen pautas jurisprudenciales para el abordaje de esta delicada cuestión de modo respetuoso con los derechos de los querellantes, pero sin producir un indebido efecto desaliento sobre quienes no han cometido delito alguno; así como ejemplos de resoluciones del Tribunal Supremo o los Tribunales Superiores de Justicia en los que se rechaza a limine la pretensión del querellante o denunciante por no revestir la expresión carácter de delito.

LibEx.es ha echado a andar y ya es una herramienta en manos de los operadores jurídicos. En manos de éstos y de cualquier ciudadano o ciudadana que desee información contrastada sobre los estándares protectores de la libertad de expresión que deben aplicarse en España.