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Del reconocido prestigio al intencionado desprestigio

La sentencia 1611/2023 del Tribunal Supremo que considera inidónea a Magdalena Valerio para el cargo de Presidenta del Consejo de Estado por no reunir el requisito de ser jurista de reconocido prestigio supone un hito jurídico por el que la Fundación Hay Derecho en general y muchos de los componentes del patronato en particular hemos recibido encendidas felicitaciones.  Por supuesto, una parte de esas felicitaciones se reciben porque el que las hace se siente feliz con cualquier cosa que pueda poner en entredicho los actos del gobierno actual, no especialmente devoto del Estado de Derecho. Y algunas críticas –e incluso ataques personales- provienen de quienes se sienten agraviados con cualquier cosa que desmerezca el prestigio del gobierno, a su entender último baluarte contra el fascismo. No merece la pena detenerse en esto último, pues ya estamos curados de espanto.

Sin embargo, sí me interesaría precisar alguna cuestión que ciertos políticos, las redes y algunos medios han puesto en duda: en primer lugar, la cuestión de la competencia en este tipo de nombramientos y su relación con la separación de poderes; en segundo lugar,  la de la excesiva subjetividad del concepto de “reconocido prestigio” y su carácter incontrolable.

En cuanto al primer aspecto, algunos han señalado que no debe ser decidido por los jueces sino por la sociedad. El conocido profesor de derecho constitucional, Joaquín Urías, dice en X: “Pensar que el reconocido prestigio de un jurista lo decide el Supremo es un modo de que sean las élites, y no la sociedad democrática quien fije el modelo ideal de jurista”, con ese deje populista que da a entender que todo sería mejor si se vota -quizá incluso hasta las operaciones de riñón- aunque lo que se vote vaya en contra de la ley, que es precisamente lo que trata de evitar el concepto de Estado de derecho. Lamentablemente, ese toque populista no alcanza sólo a algunas capas de la sociedad, sino que afecta a las más altas cargos políticos, como lo prueban las declaraciones del ministro Bolaños al poco de saltar la noticia, o las más recientes de Pilar Alegría, que ha espetado: “es la primera vez en la Historia que la Justicia invalida un nombramiento realizado por el gobierno, y además a petición de una denuncia de una institución privada. Lo reitero. Máximo respeto, pero esto tampoco es un ejemplo de la separación de poderes”. Aparte de que no es cierto que sea la primera vez (recuerden la anulación del nombramiento de Eligio Hernández como fiscal general), es simplemente asombroso –y una irresponsabilidad- que una ministra realice semejantes asertos sin percatarse de que, precisamente, que el Supremo anule un nombramiento del gobierno es una manifestación de la separación de poderes, de esos “check and balances” en que consiste un Estado de derecho y una democracia avanzados: dividir el poder para que nadie lo tenga en su totalidad y, con ello, evitar el riesgo del abuso de poder, en que tan fácil incurre quien no tiene límite ninguno en el ejercicio de sus potestades. No, hacer nombramientos que exigen por ley ciertos requisitos no es una cuestión sólo política, sino también jurídica y sujetos por ello a control. Como apuntaba André Gide: “Todo está ya dicho- pero como nadie atiende, hay que repetirlo todo cada mañana”. Pues eso.

En el segundo lugar, algunos han apelado a la idea de que no puede determinarse con claridad qué es el reconocido prestigio, pues es un concepto jurídico indeterminado, y que la sentencia pasa por encima de este asunto sin fundamentar su decisión. Pero es que las sentencias no son ensayos jurídicos ni posts de divulgación: las sentencias deciden sobre lo que les preguntan y conforme a Derecho. Y en este caso no profundiza en la cuestión del reconocido prestigio porque la literalidad de la norma es clara y los hechos también: Valerio es alguien con experiencia en asuntos de Estado –y seguramente buena persona- pero no jurista de reconocido prestigio. De la sentencia resulta que el abogado del Estado solo subsidiariamente y con la boca pequeña defiende el reconocido prestigio de Valerio, pues su estrategia principal es intentar convencer al Tribunal de que, en realidad, la experiencia en asuntos de Estado y el ser jurista de reconocido prestigio deben valorarse conjuntamente, de manera que el exceso de uno pueda compensar la falta del otro, a lo cual, obviamente, el Tribunal indica que la ley es clara y que son dos requisitos perfectamente separables. Por tanto, no se dirime el concepto de prestigio porque no se plantea y porque ha sido objeto de numerosa jurisprudencia previa, como por ejemplo la sentencia del Supremo de 9 de mayo de 2011, que señaló que el reconocido prestigio que se predica de la condición de jurista implica, al menos, un ejercicio profesional desplegado durante el tiempo necesario para que se haya producido ese reconocimiento que, al no indicarse por quien ha de ser prestado, deberá entenderse que ha de proceder de la comunidad jurídica, del conjunto de los profesionales del Derecho. No debe entenderse cumplida por la mera ostentación del título de licenciado en Derecho, sino que exige una amplia trayectoria profesional ligada al Derecho y por tareas que la ponen de manifiesto de una forma pública y externa (sentencias, dictámenes, actividad en el foro, conferencias, docencia, publicaciones, pertenencia a consejos de redacción o editoriales de revistas o blogs especializados, o a organismos jurídicos como Reales Academias, etc).

No es, por tanto, este concepto la clave del asunto. Lo más interesante es la legitimación activa de una fundación dedicada a la defensa del Estado de Derecho para impugnar un nombramiento realizado por el Consejo de Ministros, pues el recurso contencioso-administrativo es muy restrictivo y excepcionalmente admite la acción pública. La sentencia argumenta con extensión distinguiendo aquellos supuestos en los ha considerado la existencia de un interés legítimo para ello y aquellos en los que no, ya sea por falta de conexión de su objeto con el asunto o por tener la entidad impugnante algún interés político o partidista.  Pero entiende que la Fundación Hay Derecho, por su trayectoria y objeto, tiene legitimación para impugnar una aplicación incorrecta de la Ley Orgánica 3/1980, que es la que regula el asunto.

Todo ello es muy importante, porque refuerza la posibilidad de que la sociedad civil pueda reaccionar ante actos de gobierno que contrarían la ley, por mucho que hayan sido aprobados por mayoría por un poder legítimo. La democracia no es el simple poder de la mayoría: es el poder de la mayoría cumpliendo la ley.

Este artículo se publicó previamente en VozPopuli

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