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Manifiesto por la mejora institucional: el poder legislativo

Un Estado de Derecho consiste en que todos, incluso el poder, están sometidos a unas Leyes de origen democrático que se aplican de forma objetiva, y en que los distintos poderes se controlen unos a otros. Por eso es fundamental que el Parlamento funcione adecuadamente, pues no solo es quién crea las leyes sino que también tiene encomendado el control del ejecutivo. Sin embargo, se trata hoy de una de las instituciones más claramente en crisis.

La prueba de ello es la degradación de la calidad de las leyes, cada vez más numerosas pero también más complejas y contradictorias (ver aquí). De esto hay muchos ejemplos: leyes que tienen el efecto contrario al deseado como la llamada Ley del sí es sí; anécdotas como la publicación en el mismo BOE de dos redacciones distintas de un mismo artículo; o engendros legislativos como el Decreto Ley 5/2023, compendio de todos los vicios que aquejan a nuestra legislación (es un Decreto Ley, trata infinidad de materias diversas y modifica casi 50 leyes, generando una enorme inseguridad jurídica).

Lo extraño es que nuestro sistema prevé un procedimiento legislativo exigente: se parte de un proyecto que elabora el Gobierno, que se somete a consejos asesores (Consejo de Estado, Consejo General del Poder Judicial, Consejo Económico y Social). La tramitación parlamentaria se dirige por una comisión con diputados de distintas formaciones en general con experiencia en la materia de la Ley; en la misma pueden participar expertos e implicados en esa materia; se establecen plazos que permiten una reflexión detenida, y una deliberación parlamentaria pública que facilita también la implicación de la opinión pública y de otros expertos.

¿Como hemos llegado hasta aquí? En primer lugar, porque el Decreto Ley se ha convertido en las últimas legislaturas en la manera ordinaria de legislar (se aprueban más decretos ley que leyes). Pero aún cuando se sigue el procedimiento parlamentario se abusa de los procedimientos de urgencia, abreviando los plazos para la emisión de informes, los de enmiendas, reduciendo la posibilidad de participación pública. También se ha utilizado abusivamente el procedimiento de proposición de Ley por los grupos del Gobierno -en lugar del Proyecto de Ley- para evitar los informes, que en ese caso no son preceptivos.

Por todo ello hacemos varias propuestas en relación con el procedimiento legislativo.

– Restringir el uso de decretos-leyes a los supuestos previstos en la Constitución. Dado que el Tribunal Constitucional ha admitido un concepto amplísimo de urgencia, solo nos cabe exigir lealtad institucional al Gobierno y también a los parlamentarios, de manera que limiten las situaciones de urgencia a las reales. Exigimos que no se alegue urgencia cuando ésta deriva del retraso en la adopción de normas, como se está haciendo de manera sistemática en la tardía transposición de Directivas. Como lo excepcional no puede ser la regla, entendemos que cualquier proporción de Decretos Leyes superior al 20% de las leyes (más o menos la que hubo hasta 2010) debe considerarse abusiva.

– Evitar los procedimientos de urgencia en la tramitación de las Leyes por el Parlamento. Tardar más para hacer una Ley mejor supone un enorme ahorro de costes para los ciudadanos.

– Evitar las leyes omnibus que acumulan decenas de materias e impiden un estudio adecuado

– Exigir los informes preceptivos también para las proposiciones de Ley, como sucede en algunas normativas autonómicas.

También exigimos la revitalización de las sesiones de control parlamentario. Los debates parlamentarios se han convertido en una mezcla de tertulia y mitin, con los diputados convertidos en meros palmeros de su grupo. Debemos exigir a los parlamentarios que recuerden que su mandato es representativo y no imperativo, de manera que debe mantener su propio criterio en la defensa del bien común, sin tener que plegarse ni al partido ni a las instrucciones de sus electores. En la actualidad eso no se respeta, siendo tachado el que no vota con su partido como traidor, cuando la realidad es la contraria: lo que hoy se está traicionando es la función deliberativa del Parlamento y el mandato representativo.

Exigimos también un proceso legislativo más transparente (ver este post), Deben ser públicos todos los informes y las comunicaciones de expertos. En particular los informes del Consejo de Estado deberían publicarse en la web de esta institución desde que se emiten y se transmiten al Parlamento, sin que la opinión pública deba esperar meses a conocerla a través del BOE. .

Para la adecuada transparencia del proceso es necesario también que se regulen los lobbies. Desde 2015 la UE ha instado a los Estados miembros a regular los lobbies, y aunque hay alguna ley autonómica no existe una nacional. Esto no solo perjudica a los ciudadanos en general sino también a la sociedad civil organizada que debe poder exponer sus puntos de vista a los parlamentarios de una forma transparente y fiscalizable. La ausencia de la normativa facilita el lobby informal y por tanto perjudica a los más serios. Es necesario exigir una huella normativa, es decir un documento de trazabilidad de la actividad de los lobbies y las reuniones y contactos con grupos de interés, que ya se exige en las legislaciones autonómicas de Aragón, Navarra y Valencia.

Finalmente no es suficiente con que se hagan las leyes, es necesario que se evalúen. De nada sirve que se redacte una Ley si no hay medios para aplicarla, y no tiene sentido reformarla si no se ha medido el resultado que ha tenido. Los estudios demuestran que cuantas más leyes se hacen, menos empresas se crean. La multiplicación y la inestabilidad de las leyes impone enormes costes directos de adaptación, e indirectos por el aumento de la inestabilidad regulatoria. Por ello la obligación de los poderes públicos es regular y cambiar solo lo que se ha probado que ha de ser modificado, y evaluar los efectos de la regulación. Existen diversas iniciativas europeas sobre la mejor regulación (better regulation) que es necesario no tanto adoptar formalmente sino aplicar de forma efectiva.

 

Hacia un ordenamiento jurídico completamente enladrillado

El Ordenamiento jurídico puede ser definido como conjunto de reglas, principios y valores que regulan la organización del poder, las relaciones con los ciudadanos y las garantías de los derechos y las relaciones entre estos, así como ordenan las políticas públicas en beneficio del interés general. Hay otras muchas definiciones, pero a los efectos que ahora interesan, me vale ésta. Por otra parte, y como bien dice la Exposición de Motivos de nuestra Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa, “utilizar únicamente lo establecido en las leyes para medir la validez de los actos o disposiciones administrativas «equivale a incurrir en un positivismo superado y olvidar que lo jurídico no se encierra y circunscribe en las disposiciones escritas, sino que se extiende a los principios y a la normatividad inmanente en la naturaleza de las instituciones”. 

Sin embargo, estamos asistiendo a una especie de “inundación” de nuestro Ordenamiento Jurídico por disposiciones con rango de Ley (ya sea “qua talis” o mediante Decretos Leyes) que pretenden regular todos los aspectos de nuestras vidas. Desde lo más íntimo y personal (como es la familia o el género) hasta nuestras relaciones más diversas, comenzando por el propio ocio, pasando por la forma en que debemos expresarnos y terminando por nuestro trabajo. Dicho de un modo gráfico, nuestro Ordenamiento Jurídico se está “enladrillando”, dejando cada vez menos espacio a las técnicas de interpretación, aplicación e integración del Derecho, lo cual equivale a decir que se está volviendo más y más rígido.

Lejos, muy lejos quedan los tiempos en los que el Digesto o los glosadores podían ser citados como muestra de “buen Derecho”, porque no es bueno que todo o casi todo quede definido por las normas (y mucho menos, si tienen rango de Ley no dejando espacio para el desarrollo reglamentario). Al fin y al cabo, las normas no dejan de ser meras pautas generales de conducta, en donde muchas veces tiene difícil cabida el caso concreto, para lo cual resulta indispensable acudir a las técnicas de interpretación razonable de lo escrito para llegar a una solución justa y adecuada a cada supuesto. Dicho de otro modo, los denominados “operadores jurídicos” (tanto los institucionales -jueces- como los no institucionales -abogados y juristas en general-), resultan de todo punto necesarios en nuestro Ordenamiento. Ellos (los operadores jurídicos) son quienes dan los pasos necesarios para pasar de la previsión general de la norma a su aplicación al caso concreto, con lo cual se convierten en una parte muy importante de cualquier sistema jurídico.

Pero, como digo, la producción de leyes parece no cesar, en un peligroso afán por dejarlo todo “atado y bien atado” al gusto del legislador actual, porque las últimas novedades en este sentido tienen un marcado y peligroso sesgo político. Además, demasiada regulación en todos los órdenes ata a las personas a la letra de las normas, lejos de proporcionar mayor libertad que debería ser el pilar fundamental sobre el que se edificase cualquier norma. La Ley de Memoria democrática, la Ley Trans, la del Si es Sí, la Ley de Familias o la Ley Animalista son recientes ejemplos claros de cómo no se debe legislar “enladrillando” nuestro Ordenamiento jurídico con normas que, para colmo, son contradictorias entre sí e, incluso, con otras ya existentes (a las que, además, no derogan por ser heteromórficas).

Ante semejante desquiciado panorama son varias las preguntas que no ceso de hacerme sin encontrar respuesta adecuada. ¿Para qué servimos los juristas en este pantano normativo en donde todo parece encontrarse regulado? Porque el legislador ha actuado como si no existiesen los “operadores jurídicos” y las normas se aplicasen por sí solas. Además … ¿resulta éticamente admisible que se pretenda escribir la historia mediante una Ley? ¿Con qué derecho se inmiscuye el Gobierno en mi vida familiar y la forma que pueda tener de concebirla? O ¿Dónde queda la presunción de inocencia en la Ley del Sí es Sí? No oigo ninguna respuesta (al menos desde el poder) ante todas estas preguntas, lo cual muestra hasta qué punto nos encontramos ante una proliferación y aceleración normativa, sin precedentes en nuestra historia, que a nada bueno puede conducir.

Y lo que quizás resulte más inquietante ante esta proliferación normativa sesgada … ¿Qué pasará si un Gobierno y Parlamento distintos deciden derogar estas normas? ¿Alguien se da cuenta de la tremenda situación de incertidumbre jurídica ante la que vamos a encontrarnos? Me temo que no, y que nuestra clase política seguirá viviendo en el “día a día” sin pararse a pensar en el mañana (que puede estar a la vuelta de la esquina).

Dejen ya, por tanto, de “enladrillar” con tanta Ley nuestro Ordenamiento jurídico, porque el día menos pensado va a estallar, y no será en beneficio de nadie; que el tiempo y el espacio normados no son infinitos en una sociedad democrática que pretende basarse en la libertad. De modo que, como el Derecho se encuentra enladrillado, el desenladrillador que lo desenladrille buen desenladrillador será …

Y es que, algo así aconsejó Don Quijote a Sancho para el buen gobierno de la ínsula prometida allá por el 1605: “No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieres, procura que sean buenas y, sobre todo, que se guarden y cumplan. Que las pragmáticas que no se guardan, lo mismo es que si no lo fuesen: antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas, no tuvo valor para hacer que se guardasen”. También Descartes (1596-1650) advirtió que “los Estados mejor organizados son los que dictan pocas leyes, pero de rigurosa observancia”.

Y mire usted que han pasado años, pero no hay forma. No hemos aprendido nada. La profusión legislativa que nos preside sigue siendo un mal endémico, abocada al incumplimiento …y si no, al tiempo …

Una comisión frente a la crisis

Fue el jueves 9 de abril cuando en su comparecencia ante el Congreso de los Diputados el presidente Sánchez lanzó la idea de una Mesa de partidos políticos en la que fraguar los Pactos de la Moncloa del siglo XXI. La idea era convertir ese gran pacto en el motor fundamental con el que hacer frente, desde la unidad política, a la que el mismo Presidente calificó como la crisis económica y social de nuestras vidas, la pandemia derivada del COVID-19. Puede afirmarse que con ello no hacía sino recoger lo que ya entonces emergía como un clamor social.

Ha pasado un mes y la posibilidad de ese gran pacto parece haber muerto antes incluso de ver la luz. Primero, por exigencias del PP, aquella idea inicial se transformó de Mesa de partidos liderada por el Gobierno en una Comisión parlamentaria; luego, los que inicialmente acordaron su constitución, PP y PSOE, ni siquiera fueron capaces de promoverla conjuntamente. Finalmente su andadura se inició el pasado jueves 7 de mayo con la celebración de su sesión constitutiva; eso sí, sin privarnos de la correspondiente batalla sobre quién debiera presidirla y, al parecer, con ideas muy distintas sobre sus objetivos. En todo este tiempo se han seguido tomando decisiones de enorme calado en medio de los habituales acordes y desacuerdos, sin que hayamos sabido de una sola reunión o escuchado una propuesta sustantiva sobre el contenido de ese gran pacto.

Y no es porque el marco elegido no sea el adecuado: al contrario, sin duda es un acierto que sea el Congreso de los Diputados la sede de estos Pactos por la Reconstrucción Social y Económica (fatalista denominación elegida por PSOE y Podemos). Nuestro modelo constitucional de Estado, la Monarquía parlamentaria, reconoce como única sede de la voluntad ciudadana a las Cortes Generales, representadas por Congreso y Senado (art. 66 CE) y es precisamente del Congreso de donde surge la legitimidad del Gobierno, mediante el otorgamiento de la confianza precisa para llevar a cabo su programa. En nuestro caso el programa de un Gobierno, nacido con fórceps apenas dos meses antes de declararse la pandemia, que ha quedado completamente desbordado por la realidad. De ahí que no resulte nada desdeñable el efecto de recuperar la centralidad del Parlamento, en un momento donde urge afianzar la legitimidad democrática de nuestras instituciones, máxime una vez prorrogados los poderes extraordinarios que acumula el Ejecutivo con el estado de alarma.

El instrumento parlamentario elegido ha sido una Comisión Parlamentaria no permanente de las recogidas en los artículos 51 y 53 del Reglamento del Congreso. Son aprobadas por la Mesa de la Cámara, tras escuchar a la Junta de Portavoces, se crean para un trabajo concreto y se extinguen a la finalización del mismo. En este caso los promotores conjuntos han sido el Grupo Parlamentario del PSOE y Unidos-Podemos, su propuesta fue aprobada de forma unánime por la Mesa el pasado 28 de Abril. En el texto de su iniciativa, de forma escueta y genérica, se fijan como objetivos de la Comisión: la recepción de propuestas, la celebración de debates y la elaboración de conclusiones sobre las medidas a adoptar para la reconstrucción económica y social, como consecuencia de la crisis del COVID-19”.

La concreción de sus siguientes pasos se difiere a un plan de trabajo que a estas alturas aún no se ha aprobado, a ello está emplazada la Comisión en una próxima sesión.

Según el borrador filtrado por sus promotores, se habla de crear en su seno una serie de comisiones que aborden cuatro bloques temáticos: 1) El reforzamiento de la sanidad pública; 2) La reactivación de la economía y la modernización del modelo productivo; 3) El fortalecimiento de los sistemas de protección social, de los cuidados y la mejora del sistema fiscal; y 4) la posición de España ante la Unión Europea. Los resultados de esos cuatro bloques se refundirían en un documento de conclusiones que tras ser votado favorablemente en la Comisión se elevaría al Pleno para su aprobación definitiva. Ese dictamen serviría como orientación de las futuras políticas de reconstrucción económica y social con las que afrontar la crisis. Muchas de esas propuestas deberían traducirse en acciones del Ejecutivo, pero la mayoría de las reformas que se acuerden deben transformarse en proyectos o proposiciones de ley (desde luego la primera de todas la Ley de Presupuestos) cuyo debate y aprobación tendrá que recorrer nuevamente la vía parlamentaria.

El plazo establecido para el desarrollo de los trabajos de la Comisión es de dos meses, debería acabar su función a finales del mes de junio con la remisión de sus conclusiones al Pleno, aunque cabe su prórroga. Más allá de que esa suerte de comisiones dentro de otra comisión, a modo de matrioshkas rusas, no tienen acomodo en las normas reglamentarias, que sí recogen la creación de subcomisiones y ponencias; lo cierto es que la propia dinámica de todas las comisiones parlamentarias hace extremadamente difícil el cumplimiento de ése plazo, máxime cuando ya se ha perdido un mes en los prolegómenos y el desacuerdo ha presidido sus pasos hasta la fecha. Y sin embargo la magnitud de los propósitos de ésta Comisión quedó expuesta en las palabras del presidente de la Comisión, Patxi López, al ser elegido: “Esta Comisión tiene que ser la manifestación de un esfuerzo colectivo para buscar juntos una salida global, económica y social a nuestro país. Con la que superar las rencillas desde la convicción de que si fracasa la vida de los españoles será peor”.

Ante tan altas aspiraciones sólo cabe asegurar que pocas veces fue tan necesario evitar el fracaso de una comisión parlamentaria. Esos propósitos, sin embargo, chocan con lo limitado de sus márgenes de actuación. Tal parece que se quisiera escenificar nuevamente el desacuerdo o una suerte de impotencia parlamentaria que deje vía libre a caminos ajenos a nuestro modelo constitucional, más próximos quizás al presidencialismo o a la “democracia aclamativa” de la que hablaba Carl Schmitt.

Lo cierto es que esta Comisión no puede ser un instrumento más de la polarización política, otra oportunidad para imponer mecánicamente escuálidas mayorías según bloques predefinidos. Ni tampoco un foro duplicado, una mera coartada con la que validar acuerdos alcanzados al margen de la propia institución parlamentaria. Porque lo cierto es que, mientras transcurren los días, las decisiones políticas de transcendencia y que condicionan el futuro y el posible pacto no se detienen. Como ejemplo, el acuerdo sobre la prórroga de los ERTEs anunciado a bombo y platillo hoy por Gobierno, patronal y sindicatos. O los datos que vamos conociendo sobre la Renta Mínima Vital, que parece de inminente aprobación. Si no se quieren compartir las decisiones, ¿para que se promueve una Comisión de este tenor? Para este viaje no hacen falta alforjas; si esas son las intenciones, mejor se emplazaban ya, Gobierno y oposición, a la negociación presupuestaria sin mayores dilaciones, no hay tiempo que perder: ¿qué fue de aquellos objetivos de estabilidad presupuestaria y deuda pública tan trabajosamente pactados por la ministra Montoro con los nacionalistas, apenas dos semanas antes de decretarse el estado de alarma?

Pero si de verdad se pretende cumplir con los altos designios con los que nace esta Comisión, que por supuesto comparto, será preciso conjugar agilidad, rigor, eficacia y flexibilidad. Y para eso un cambio en el modelo elegido puede ayudar: sería necesario transformar la que ahora es una Comisión no Permanente, en una Comisión Permanente Legislativa de las recogidas en el art. 46.1 del Reglamento. Veamos los efectos que se producirían:

  • En primer lugar, esto permitiría ampliar su horizonte de duración a toda la Legislatura. Ese cambio facilitaría priorizar sus trabajos, sin tener que descartar cuestiones importantes en aras a atender sólo lo urgente.

La totalidad de las Comisiones del Congreso, excepto la que nos ocupa, tienen, a fecha de hoy, el carácter de Comisiones Permanentes, es decir, durarán lo que dure la actual XIV Legislatura. ¿Acaso hay alguna otra prioridad política para lo que reste de mandato que no pase por proteger la salud de los ciudadanos y defender nuestro tejido productivo, reduciendo al mínimo posible el impacto social de la crisis?. Y si eso es así, ¿no merece ese objetivo tener una Comisión Permanente en el Parlamento? Esta ampliación de horizontes haría posible compatibilizar tres objetivos ahora excluyentes: a) El debate urgente e inmediato sobre ese pacto de reconstrucción económica y social que no admite demora; b) La evaluación y rendición de cuentas sobre la gestión de la crisis, después; y c) El seguimiento y valoración de la implementación de las medidas y reformas que en su caso se acuerden, como corolario imprescindible de toda política pública.

Cada cosa a su debido momento, si, pero sin renunciar a ninguna de ellas. Es posible conciliar objetivos a corto y medio plazo, facilitando un espacio para que todos los partidos, al menos a los que se invoca para el gran pacto, encuentren acomodo a sus pretensiones y no se vean excluidos de inicio. De no conciliar estos objetivos, seguramente que asistiremos al preludio de un acuerdo menor, lo suficientemente genérico y rápido como para contentar a la mayoría que gobierna, pero inservible para sumar un solo apoyo más. Paralelamente se abriría un frente de batalla más, al que llegarían pronto las peticiones de Comisiones de Investigación con la correspondiente letanía de reproches mutuos, mientras se ensancha la grieta entre los españoles y sus representantes.

El PP ya propuso el 11 de marzo crear una “Comisión de seguimiento del Covid-19” que materializase el control parlamentario sobre la gestión de la crisis desde una óptica multidisciplinar. Entendiendo, y no le faltaba razón, que eran totalmente insuficientes las comparecencias del ministro de Sanidad en la comisión correspondiente; en tiempos de crisis sanitaria, estado de alarma y acumulación de poderes extraordinarios en el Ejecutivo, una democracia sana no puede rebajar el control parlamentario, en todo caso aumentarlo.

Por otro lado, si algo tiene esta crisis es que afecta a prácticamente todas las áreas de la sociedad, ya sean del sector público o privado; un momento disruptivo de ésta magnitud necesita una Comisión específica en el Congreso que aborde sus efectos más allá de los dos próximos meses y desde un enfoque integral y no meramente coyuntural.

  • En segundo lugar, dotar de competencias legislativas a ésta Comisión elevaría su rango, la dotaría de mayores instrumentos de actuación y permitiría ganar en agilidad a la hora de tramitar los proyectos o proposiciones de ley que recojan los contenidos de los posibles acuerdos.

Como ya señalamos, la función de una Comisión no Permanente como la creada es sólo elaborar un dictamen, una propuesta de actuación, más o menos detallada, sin duda de gran calado e importancia política, pero la iniciativa legislativa subsiguiente recae en el Gobierno o si acaso en los Grupos Parlamentarios. En todo caso, cuando esos proyectos legislativos lleguen al parlamento seguirán los cauces parlamentarios habituales, y esa Comisión, en cuyo seno nacieron, no intervendrá en su tramitación, para entonces estará disuelta. Lo que seguramente hará que se dupliquen los debates, dilatando la entrada en vigor de muchas de las medidas.

Cosa distinta es que estuviésemos ante una Comisión Permanente Legislativa, aquellas que tienen precisamente como núcleo de actividad la función legislativa derivada del art. 66.2 de la Constitución, es decir la aprobación de proyectos o proposiciones de ley, mediante el procedimiento conocido como “aprobación con competencia legislativa plena”. Un procedimiento en el que después del debate de totalidad o de toma en consideración por el Pleno, es la Comisión correspondiente la que se ocupa de la tramitación hasta la aprobación definitiva. En el Congreso funciona casi de forma automática (arts. 148 y 149 RC), ya que existe una presunción a favor de la aplicación de esa técnica cuando las iniciativas no afecten a materias constitucionalmente indelegables. En ese caso podría ser la Comisión encargada de tramitar muchos de los proyectos legislativos y reformas consecuencia del pacto fraguado en su seno, lo que les dotaría de mayor agilidad y coherencia.

Todo esto unido a que dispondría también de los mecanismos para desarrollar las otras dos funciones típicamente parlamentarias: la función de control al Gobierno (comparecencias de miembros del Gobierno, autoridades, funcionarios, expertos, solicitud de información, preguntas orales, tramitación de Proposiciones no de Ley…) y la función de representación institucional como interlocutor con la sociedad civil; sin duda reforzaría su papel.

Puede objetarse que las Comisiones Permanentes Legislativas suelen coincidir con la estructura ministerial que adopta el Gobierno, y es cierto. Pero admite excepciones, cada vez más, prueba de ello fue el caso de las Comisiones de Estudio del Cambio Climático y la de Políticas Integrales de Discapacidad durante la XII Legislatura (2016-2019). Inicialmente ambas se crearon también por la vía del art. 53 del Reglamento, como Comisiones no Permanentes, pero finalmente se procedió por el procedimiento habitual de una proposición de ley tramitada en lectura única, procedimiento rápido y sencillo, a la modificación del art. 46.1 del Reglamento para reconocerlas como Comisiones Permanentes Legislativas.

Nuestro sistema parlamentario no atraviesa un buen momento; curiosamente, una vez que se han cuarteado las mayorías y nos hemos instalado en la pluralidad, lo que debiera haber supuesto un aggiornamento y revitalización de nuestros parlamentos, ha provocado un efecto contrario, mas bien la huida de las instituciones representativas. Un desequilibrio evidente a favor del Poder Ejecutivo que va ocupando espacios e imponiendo su control. Como muestra el abusivo uso de los Decretos Leyes del que han hecho gala los últimos gobiernos de PP y PSOE, ambos han convertido un instrumento excepcional en el modo ordinario de legislar. Asusta comprobar cómo el último Proyecto de Ley aprobado en nuestras Cortes data del 13 de diciembre de 2018. Por el contrario, en el 2020 llevamos ya 17 Decretos Leyes; en el 2019 fueron 18; y en el 2018, 28.

Otra muestra de cómo se deprecian las instituciones representativas fue el bochornoso espectáculo de la Comisión General de Comunidades Autónomas celebrada en el Senado la semana pasada para tratar las medidas contra el coronavirus: sólo asistieron cinco presidentes autonómicos y la ministra de Administración Territorial. El presidente Sánchez ha decidido sustituir ese debate en el Senado por las multiconferencias dominicales desde su despacho, como si una cámara de representación territorial fuese poco más que un cable óptico y una pantalla plana. Luego hablarán de federalismo.

Para terminar, y ante una Comisión que inicia su andadura y a la que se ha cargado con el imponente nombre de “Comisión no Permanente para la Reconstrucción Económica y Social”, en tiempos duros y con tendencia a empeorar, sería conveniente que aquellos que la van a manejar recuerden éste párrafo del profesor Manuel Aragón Reyes a propósito de la polémica clásica entre Kelsen y Schmitt: [1]

“Tampoco en esto hay nada nuevo, puesto que resulta sobradamente conocido que, en el poder democrático, la legitimidad por el origen ha de ir acompañada, necesariamente, de la legitimación por el ejercicio. Hoy, ante lo que algunos llaman crisis del constitucionalismo democrático, resulta necesario insistir en ello.

En estos tiempos en los que la democracia constitucional está asediada por populismos, nacionalismos o fundamentalismos, que son el nuevo rostro del totalitarismo, conviene insistir en que la democracia no suele morir por la fuerza de sus enemigos, sino por la desidia o vileza de sus amigos, esto es, por la corrupción de las propias instituciones democráticas, que pierden, así, su capacidad de resistencia, dejando el campo libre a quienes pretenden destruirlas.”

 

 

Sesiones parlamentarias telemáticas: posibilidad y realidad.

Son numerosas las voces que desde la declaración del estado de alarma reclaman, por la epidemia del coronavirus, la posibilidad de que se generalice la celebración de reuniones telemáticas de los plenos de distintos órganos constitucionales y administrativos, con el fin de salvaguardar el ejercicio de las funciones que les corresponde, así como la seguridad y salud de quienes se verían involucrados en la celebración presencial de dichas reuniones. Reclamo planteado desde el mundo periodístico al académico, así como en el seno de distintas formaciones políticas, la posible celebración de plenos telemáticos es una cuestión que requiere un análisis sosegado, que se torna en delicado cuando afecta al Pleno del Congreso de los Diputados, quizás el caso más mediático de cuantos se plantean.

Lógicamente, queda fuera de toda discusión que la situación actual obliga a las instituciones —como así han hecho los particulares— a un ejercicio de adaptación. La imprescindible ponderación de la seguridad sanitaria y de la no interrupción del funcionamiento de las Cortes Generales, como predica el art. 116.5 de la Constitución, obliga a tomar ciertas medidas, siendo pertinente el planteamiento de hipotéticas sesiones telemáticas.

En esta línea debemos recordar, antes de abordar el particular caso de la Cámara Baja, que la declaración del estado de alarma ha desencadenado dos reformas legislativas que han permitido la celebración de reuniones telemáticas del Consejo de Ministros, con la nueva disposición adicional tercera de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno (introducida por el Real Decreto-Ley 7/2020), y de los órganos colegiados de las Entidades Locales, con el nuevo apartado 3 del artículo 46 de la Ley de Bases de Régimen Local (tras la aprobación del Real Decreto-Ley 11/2020). Son dichas modificaciones, en ambos supuestos, el cauce necesario para que, con plenas garantías jurídicas, una forma de reunión previamente imposible jurídicamente pueda pasar a celebrarse bajo unas condiciones y ante ciertas circunstancias.

La especificidad parlamentaria requiere, sin embargo, una cierta reflexión. Primero, el art. 79.1 de la Constitución exige para la adopción de acuerdos que las Cámaras estén “reunidas reglamentariamente y con asistencia de la mayoría de sus miembros”. Más detalladamente, el Reglamento del Congreso, en su art. 70.2, parece dejar poco espacio a la flexibilidad interpretativa: “Los discursos se pronunciarán personalmente y de viva voz. El orador podrá hacer uso de la palabra desde la tribuna o desde el escaño”. En este sentido, el Tribunal Constitucional ha reforzado el carácter exclusivamente presencial de las sesiones plenarias, al afirmar la STC 19/2019, que “el ejercicio de las funciones representativas ha de desarrollarse, como regla general, de forma personal y presencial”, valorando incluso que la decisión del voto pueda surgir “de la interrelación directa e inmediata entre los representantes”, por lo que, sigue el Tribunal Constitucional, “es preciso que los parlamentarios se encuentren reunidos de forma presencial, pues solo de este modo se garantiza que puedan ser tomados en consideración aspectos que únicamente pueden percibirse a través del contacto personal”. Es cierto que esta sólida afirmación del Tribunal Constitucional ha de enmarcarse en el recurso que resolvía —la hipotética investidura de Carles Puigdemont como Presidente de la Generalitat de Cataluña por vía telemática— y que dista de las circunstancias en las que desgraciadamente ahora nos encontramos.

Segundo, a diferencia del Consejo de Ministros, o, incluso, de otras reuniones telemáticas de órganos colegiados, como es el pleno del Tribunal Constitucional u otros órganos constitucionales, en el caso de las Cortes Generales, algo extensible a las asambleas autonómicas, entra en juego el respeto al derecho fundamental a la participación política, que el art. 23 de nuestra Constitución proclama. Así, recordemos que la asistencia a las sesiones parlamentarias es un derecho, y un deber, de nuestros parlamentarios, y, además, supone el ejercicio del art. 23.2, en su vertiente del ius in officium, es decir, como conjunto de derechos que se atribuyen al diputado en el ejercicio de tal condición. Por lo que, yendo más allá, supone el ejercicio de dicho derecho por todos y cada uno de los ciudadanos, toda vez que, a resultas de la jurisprudencia constitucional, son los diputados ejerciendo sus funciones los que permiten que los ciudadanos ejerzan el derecho a la participación política por medio de representantes. Por ello, además de las previsiones reglamentarias que regulen posibles incidencias, han de existir unos requisitos técnico-logísticos que impidan que un diputado se vea privado de la asistencia telemática, y de las consecuentes prerrogativas: hacer uso de la palabra o pedir turno de alusiones, entre otras. Ejemplos recientes, como el de la Asamblea de Madrid, que el pasado 23 de abril no pudo celebrar su primer pleno telemático por problemas técnicos, demuestran que, en estos casos, sería especialmente gravoso que por una deficiencia técnica —una mala conexión a la Red, un problema informático, etc.— se privara a un diputado de presencia telemática, o, lo que sería peor, de votación, lo cual afectaría directamente a la formación de la voluntad de la Cámara.

Esto último nos permite conectar con una derivada, menos comentada, pero quizá más relevante, como es la votación en las sesiones plenarias. La menor complejidad logística en aquellas sesiones sin votación —comparecencias del Gobierno, preguntas o interpelaciones— facilitaría la celebración de sesiones telemáticas, al ser el debate en sí el fin de dichas sesiones. Sin embargo, en las sesiones en las que pueda haber votación, la complejidad aumenta. En este supuesto, el Tribunal Constitucional, en la misma sentencia arriba citada, deja claro que solo cabe excepcionar este principio de voto presencial cuando así lo prevea el reglamento, debiéndose siempre garantizar “que [se] expresa la voluntad del parlamentario ausente y no la de un tercero que pueda actuar en su nombre”. Así, en el caso del Congreso de los Diputados, el art. 82 del Reglamento solamente recoge como posibles supuestos de voto telemático los “casos de embarazo, maternidad, paternidad o enfermedad grave”, que además supone que esos diputados, no presentes, pero autorizados a votar telemáticamente, sí computan como si estuvieran en el Salón de Sesiones.

Antes de plantear la posibilidad de que se celebren estos plenos telemáticos, resulta ilustrador detallar la solución que se está dando actualmente en el Congreso. Partiendo de la conocida flexibilidad del Derecho Parlamentario, en la Carrera de San Jerónimo se han mantenido los plenos presenciales, con una asistencia reducida de diputados —en torno a 50 diputados por sesión— y con una extensión del voto telemático a aquellos que siguen la sesión telemáticamente. Es, en realidad, una solución híbrida pero que es el límite legal al que se podía llegar. No caben plenos íntegramente telemáticos y la solución ha pasado por que la Mesa del Congreso de los Diputados extienda el voto telemático a todos aquellos diputados que así lo deseen, ampliando las razones que antes lo permitían. Ahora se admite en un caso aún más excepcional, como es la actual epidemia, lo que ha supuesto que en torno a 300 diputados de media emitan su voto por vía telemática, con el fin, por un lado, de que se eviten desplazamientos y sus consecuentes riesgos, y, por otro lado, de que el Congreso ejerza sus funciones con una cierta normalidad.

Negar la posibilidad de celebrar un pleno telemático en el Parlamento español no responde a una rigidez institucional, provocada por una acérrima defensa de algo que, efectivamente, es inherente al hecho parlamentario, como es el debate presencial o la deliberación. Es, en realidad, un celo de que toda adaptación, por necesaria y urgente que sea, se concrete mediante una adecuación reglamentaria previa, que sustente jurídicamente tal adaptación. Dicho de otro modo, asegurar que toda modificación sustancial del funcionamiento del Parlamento no se haga con carácter arbitrario o sin el necesario apoyo legal, que es la vía que lo protege, como ha ocurrido en las Entidades Locales. No pretendemos entrar a valorar si las razones que motivan esta posible excepción al carácter presencial del debate parlamentario son suficientes para impulsar dicho cambio, sino aclarar que los plenos telemáticos solo podrán llegar a nuestra escena parlamentaria mediante una reforma reglamentaria ad hoc, para lo cual es imprescindible voluntad política.

 

Sobre el control a los gobiernos durante la crisis del coronavirus (I): del Gobierno Central

Cuando hablamos de Estado de derecho, la mayoría de ciudadanos entienden por ello una suma difusa de separación de poderes e imperio de la ley; esto es, que los poderes públicos estén sometidos en su ejercicio a la ley, lo que sólo puede lograrse dividiendo el poder en diferentes instituciones de acuerdo a las funciones a realizar: legislar, ejecutar, juzgar. Sin embargo, con demasiada frecuencia esta separación se concibe como división absoluta, olvidando la condición por la que dividir el poder efectivamente ayuda a garantizar dicho imperio de la ley: que los poderes se vean obligados a colaborar en el desarrollo de sus acciones entre sí y que, de esta y otras maneras, tengan capacidad para hacerse rendir cuentas. Esto es, que existan mecanismos de control mutuo y que ningún poder se vea excesivamente disminuido; lo que en inglés se ha denominado “checks and balances”: controles y equilibrios. La tradición occidental de pensamiento político lleva más de dos milenios sosteniendo ideas similares de uno u otro modo [1]. Estos controles y los enfrentamientos que los ponen en marcha, como han señalado numerosos teóricos de la democracia deliberativa, tienen la ventaja de obligar al poder a justificar públicamente sus decisiones; a darnos razones para obedecer.

Todo este entramado de mecanismos tiene como objetivo último compatibilizar la libertad con la autoridad; con la política (tristemente necesaria según los liberales, espacio de realización colectiva para los republicanos). Y, evidentemente, hace la toma de decisiones más lenta en su garantismo; en ocasiones, incluso, la imposibilita. No sorprende por tanto que el propio derecho contemple que, en circunstancias excepcionales y sin salirnos del derecho, algunos de estos mecanismos se aligeren.

Esta regulación de la excepcionalidad también tiene una larga tradición, como recordarán quienes estudiasen derecho romano y la figura del “dictador”, palabra que en un primer momento careció de connotación negativa. En tales circunstancias de emergencia, el poder se acumula en un centro y se confía en la buena disposición para devolverlo (y en los mecanismos para forzar esta devolución) pasado el momento de crisis, que es la única fuente de legitimidad de esos poderes.

Siempre, por tanto, debe ejercerse este poder extraordinario dentro de las fronteras establecidas por el derecho mismo, limitado en su ejercicio por el fin que lo justifica, con la buena disposición de devolverlo y, por supuesto, de forma temporal. Cuando estas condiciones están ausentes, la crisis se convierte en mera excusa para el avance del autoritarismo, y la libertad perece bajo la sombra de la emergencia.

Este parece ser el caso ahora mismo en Hungría, por desgracia. Pero por lejos que esté Hungría, conviene que los españoles no nos descuidemos. Los ciudadanos haríamos bien en dedicar tiempo no sólo a seguir y lamentar las luctuosas noticias o a proponer medidas que palien la dura crisis que resultará de frenar la actividad social para no desbordar a nuestro sistema sanitario; también debemos velar porque las garantías de nuestra libertad no se vean sacrificadas más allá de lo imprescindible, tanto material como temporalmente. Como desde la opinión pública somos más eficientes señalando los problemas a modo de “alarma antirrobo” que haciendo análisis globales, voy a centrarme en una cuestión sobre la que estamos oyendo bastante estos días: el control parlamentario y mediático a los gobiernos.

Para empezar, debe recordarse que la propia Constitución española especifica en su artículo 116.5 que el funcionamiento de las Cámaras legislativas, “así como el de los demás poderes constitucionales del Estado, no podrán interrumpirse durante la vigencia de estos estados” de alarma, excepción o sitio. Por ello, si no estuvieran en periodo de sesiones, quedarían “automáticamente convocadas”. Tal es el celo que nuestra Constitución pone para que el control sobre el Gobierno se extreme en estas circunstancias. De hecho, los poderes excepcionales que otorga el estado de alarma pueden ejercerse por 15 días sin contar con el Congreso, pero es necesaria su aprobación parlamentaria para prorrogarlo. Mayores aún son las cautelas con otros estados de excepcionalidad.

Sin embargo, la principal y más mediática forma de hacer rendir cuentas al Gobierno desde el Parlamento quedó suspendida en los primeros días de la crisis. Me refiero a las sesiones de control. De acuerdo con lo acordado por la Junta de Portavoces, y a propuesta de la presidenta Meritxell Batet, el 12 de marzo se suspendió la actividad parlamentaria (excepto la Comisión de Sanidad) durante dos semanas. Como explica la presidenta en la página web del Congreso: “El Congreso mantiene abierto su registro, a disposición de sus miembros y de todos los ciudadanos para el ejercicio de sus derechos, y continúa con toda su actividad escrita, que canaliza buena parte de las posibilidades de control al Gobierno”. El motivo alegado es minimizar la actividad de la Cámara para evitar los contagios por una pandemia que, precisamente, es el motivo que explica el estado de alarma; el cual, irónicamente, exige el mencionado celo sobre el control al gobierno. A esta suspensión se opusieron PP y Vox, habiendo anunciado este último un próximo recurso al Tribunal Constitucional.

Debe tenerse en cuenta, no obstante, que el Gobierno sigue compareciendo en la comisión de sanidad, donde nuestro ministro (y filósofo-rey por sorpresa) trata de dar explicaciones de su gestión: así lo ha hecho, por ejemplo, el jueves 2 de abril y el miércoles 8 de abril. También es cierto que, para poder prorrogar el estado de alarma, el Gobierno se ve obligado a recabar el apoyo del Congreso; según ha manifestado el propio presidente, seguirá pidiendo prórrogas de 15 días, aun sabiendo que la crisis se extenderá más allá, con el fin de evitar acusaciones en este aspecto. Vemos así cómo funciona nuestro sistema: el mero miedo a que la oposición le acuse de querer saltarse al Parlamento le fuerza a comparecer quincenalmente.

Además, nuevas comparecencias son necesarias -aunque agrupables con las anteriores- para convalidar los decretos leyes. Por otro lado, y aunque con menor visibilidad mediática, los Diputados pueden seguir recabando los “datos, informes o documentos” que estimen de las Administraciones Públicas (Art. 7 del Reglamento del Congreso de los Diputados) y el Gobierno seguirá teniendo que responder a las preguntas por escrito (Título IX de dicho Reglamento), mientras las orales y las interpelaciones se han ido acumulando. Finalmente las sesiones de control se retomarán el miércoles 15 de abril, terminando con este periodo de suspensión.

La oposición, en este sentido, tiene muchas ocasiones para el control parlamentario desde el Congreso de los Diputados, especialmente intenso dada la precariedad de la mayoría que sostiene a este Gobierno. Y no puede decirse que el Gobierno haya aprovechado la ausencia de las sesiones de control para tomar sistemáticamente decisiones al margen del Parlamento en cuestiones diferentes a aquellas vinculadas a la crisis del coronavirus, por mucho que su reactivación de los indultos y la apertura de la comisión sobre el CNI para Pablo Iglesias encendieran todas las alarmas inicialmente.

En todo caso, puede entenderse la desconfianza: no sólo porque nuestros sistemas políticos cuentan con ella para ejercer la debida rendición de cuentas, sino porque el Gobierno ha mostrado signos preocupantes en el pasado con respecto a esta cuestión. Además de su tendencia a recurrir a reales decretos-leyes para cuestiones de dudosa urgencia, hay un menoscabo del Parlamento que merece la pena no olvidar: el cambio de los Consejos de Ministros de los viernes a los martes. Dado que la sesión de control se celebra los miércoles y esto no se ha modificado, ello deja apenas unas horas para que los grupos parlamentarios presenten preguntas relacionadas con los temas lanzados por el Gobierno a la opinión pública en su comparecencia pública más importante. Poco importa que los grupos de la oposición antes hicieran un pobre uso del tiempo entre el uno y la otra [3], o que puedan reconducir el debate en las réplicas; es una traba a la labor del Parlamento ciertamente criticable.

A esto hay que sumar la forma en que el Gobierno ha limitado la libertad de información de los ciudadanos al filtrar las preguntas de los periodistas entre los dedos del Secretario de Estado de Comunicación, impidiendo de paso las repreguntas. Que tal método haya decaído ante las protestas de los medios, así como el ejemplo de otros países, demuestran la arbitrariedad de esta medida, únicamente entendible como una vía más por la que el Gobierno ha tratado de reforzarse en momentos difíciles.

Quedará a juicio del votante, eso sí, si tales medidas de restricción de la libertad en favor de la autoridad quedan justificadas por ese contexto. No debe olvidarse ni la gravedad de la situación ni la debilidad estructural de este gobierno, como tampoco la existencia de nutridas fuerzas radicales de todos los colores en el Parlamento y su efecto centrífugo sobre otras más moderadas. También tendrá que evaluar el lector  hasta qué punto estas medidas han podido resultar contraproducentes en su relación con la oposición: por un lado, porque han dado razones para la desconfianza que estos manifiestan. Por otro, porque alimentaban su sed de atención mediática, que además nuestros periodistas tan sólo saben otorgar al conflicto, por vacuo que sea. Se promueve así el exabrupto, el oponerse a todo por sistema en torno a la acusación de antidemócrata. Y también el reparto de culpas. Todo ello, precisamente cuando más necesitamos debates propositivos y estratégicos. En tal situación, sobra decir, las llamadas a la unidad son pura quimera… aunque, justo antes de negociar, a uno siempre le conviene mostrarse más radical, acercando el punto medio a su sardina.

En todo caso, lo cierto es que el control parlamentario, por otras vías, no ha decaído. Se han tomado medidas desligadas de la situación que nos acucia, pero apenas notables. Y, aunque el control mediático directo fue entorpecido, el contexto sometió al Gobierno al máximo escrutinio. No puede decirse lo mismo, eso sí, de todas las Comunidades Autónomas. A ello, sin embargo, convendrá dedicar en exclusiva una futura nueva entrada… (ya disponible en el blog). [4]

 

NOTAS

[1] Es un principio que encuentra su formulación moderna más lúcida dentro del canon de autores clásicos en el trabajo de Locke (aunque un Montesquieu aún anclado en la sociedad estamental suela llevarse el mérito). No puede tampoco olvidarse el papel de los padres fundadores de Estados Unidos a este respecto. Sin embargo, pueden rastrearse ideas similares desde mucho antes en la tradición occidental; en particular, entre aquellos que abogaron por un gobierno mixto, de Aristóteles a Maquiavelo. Permítaseme que, por una cuestión de espacio, no entre a matizar la diferencia que presenta este control en sistemas presidenciales y sistemas parlamentarios, donde el gobierno depende de la confianza de la cámara para subsistir.

[2] Véanse como ejemplos el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal general o la reiteración electoral producida por la presentación de sus candidaturas ante unas Cortes de las que previamente no había recabado el suficiente apoyo.

[3] Según el diario El País, la posibilidad de modificar preguntas tras el Consejo de Ministros sólo se había utilizado en 5 ocasiones desde 2008.

[4] Entre los varios confidentes a los que agradezco me ayuden a pensar estas cuestiones, quiero expresar especialmente esa gratitud a Carlos Fernández Esquer por sus comentarios, sin que ello en ningún caso suponga que pueda atribuírsele ninguna de estas opiniones.

 

La combinación ministerial

“A la mañana siguiente, Sagasta llevó a la Reina la lista del Gobierno, con mi nombre. ¡Por fin Ministro!”

(Conde de Romanones, Notas de una vida, Marcial Pons, p. 139).

Cuando llega la hora de conformar Gobierno, innumerables expectativas se abren entre quienes  abrigan la notoriedad y la púrpura del poder. Curiosa ambición, pues las prebendas materiales no parecen ser demasiado jugosas, aunque para algunos represente besar la “tierra prometida”. La adoración del poder es uno de los peores tipos de idolatría humana (Popper). Hay extrañas fuerzas que empujan a los mortales a sumarse a un carro cuyo viaje será probablemente penoso y, en cualquier caso, (casi) nunca reconocido. Siempre bajo escrutinio y nada complaciente. Más duro aún si en vez de un Ministerio te cuelan de rondón una Jefatura de Servicio con apariencia de departamento ministerial, que serán unas cuantas (y la mayor parte para el eslabón débil de la cadena). Pero esto de ser presidente, vicepresidente o ministro hay que ser conscientes de que a muchas personas les pone. Aunque –como también expuso Karl Popper- “la fama histórica solo puede alcanzar a unos pocos”, puesto que al resto de mortales, tengan iguales o mayores méritos, “siempre les aguardará el olvido”. Hay que estar en el lugar adecuado y en el momento preciso. O pasar por allí y que te vean.

En España, ese momento tan singular, siempre ha sido conocido históricamente con el nombre de combinación ministerial, si  bien ha caído en desuso tal expresión. Y no estaba mal escogido el término, pues para combinar adecuadamente los nombramientos de ministros hay que hacer equilibrios, muchas veces complejos, partiendo en trozos minúsculos antiguos Ministerios, casando intereses contrapuestos  (cuotas de género y territoriales o confluencias, cuando no distintas sensibilidades), así como complaciendo a quienes conforman la cohorte de aduladores que siempre pululan a la sombra del poder. Lo expuso magistralmente el Barón d’Holbach: “De todas las artes la más difícil es la de trepar”. Aunque ahora, con esa nueva casta de cortesanos, parece haberse facilitado ese singular tipo de “movilidad social”.

La frustración, sin embargo, anidará en todos aquellos que no entren en la danza de las designaciones y queden fuera calentando escaño, expulsados de las mieles del poder o que deban seguir dedicándose a sus actividades profesionales cotidianas, cuando ansiaban el cielo. A tales abandonados, siempre les quedará la “pedrea” de los altos cargos para ver si les cae algo: una Secretaría de Estado o una Secretaría General, que están libres de condicionantes funcionariales. O si no una Dirección General (“desfuncionarizada”), alguna dirección de empresa pública o cargo institucional en instituciones de control que nada controlan, pues aquí no están para eso. Una canonjía, vamos. El presupuesto lo aguanta todo: si antes había 17 Ministerios, pueden transformarse en 20 o más, para hacer, así, asamblea, mejor que colegio. La gobernabilidad se convertirá en laberíntica y las decisiones costosas. Pero a quién importa, si al fin le  dan mando en plaza, aunque sea devaluado en sus atribuciones o vaciado de éstas. España siempre ha sido un país de apariencias. También ministeriales.

Los líderes siempre tienden a rodearse, en su círculo inmediato, de personas de su confianza o de sus amigos políticos, cuando no de familiares. La singularidad del presente momento gubernamental radica en que se trata del primer gobierno de coalición que, en el ámbito central, se forma con la Constitución de 1978. Y, por tanto, hay que atender al reparto de cromos entre las distintas fuerzas políticas que lo componen. Los equilibrios entonces se hacen más complejos. Y el funcionamiento interno derivará pronto en diabólico, fruto también, aunque no solo, de la fragmentación gubernamental y los costes de coordinación que ello conlleva. Sobre todo con dos gobiernos paralelos o incluso con una bicefalia de liderazgo, con apariencia de ser uno solo. Así, en ese complejo contexto, se echará mano de “la mejor estrategia política” que, como también recordaba Romanones, no era otra que “saber elegir en cada momento el flanco débil del adversario”, aunque viva unido umbilicalmente por el abrazo del oso. Y así se hará. No será fácil compartir Gobierno por dos culturas institucionales tan distantes y distintas, si es que hoy en día queda algo de eso, salvo las cenizas, de lo que Hugh Heclo denominara como pensamiento institucional.  Las instituciones son tal vez, como indicó Giorgio Rebuffa, shifting things, siempre sometidas al albur de las circunstancias, pero no kleenex usados, por mucho que algunos se empeñen.

La política de partido,  en palabras de Carl Schmitt, siempre dominará en un espacio tan propio de la relación amigo/enemigo como es “la concesión de puestos políticos y sinecuras”. Lo singular de esta coalición es que, además, las dos fuerzas políticas que la integran compiten por el mismo espacio electoral. Y ello no es baladí, sino existencialmente importante en política. Por tanto, ambas intentarán ir siempre más lejos que la otra, para satisfacer a un mayor número de sus potenciales electores, que son coincidentes o colindantes.  Y alguien saldrá dañado o, peor aún, muerto o medio muerto de tal combate. Esa es, a mi juicio, la gran incógnita que abre la actual Legislatura: qué partido coaligado sacará el mayor rédito por el uso o mal uso que se haga del poder. Y qué armas se utilizarán en tan singular batalla. Eso de que el pez grande se come al chico no es una regla en política, menos aún cuando al pequeño se le abren de par en par las puertas del cielo y se le ofrecen Ministerios, siquiera sean residuales, pero una fuente de acceso al presupuesto, un generoso reparto del botín de cargos y asesores, así como sobre todo una plataforma magistral de comunicación que, con buen tino y mano apropiada, se le puede sacar mucho provecho. Un Gobierno con apoyos parlamentarios cogidos con pinzas y con un listado de demandas elevadas en sus pretensiones, cuya vida presumiblemente será breve. La llave la tendrá siempre el Presidente, que dispone del comodín principal que atribuye el gobierno parlamentario: pues “tiene siempre el poder de destruir a quien le ha investido” (Bahegot); esto es, de disolver el Parlamento y convocar elecciones. Nada menor. Será un Ejecutivo aparentemente cohesionado al inicio y, al poco tiempo, plagado de batallas fraticidas. Salvo increíbles sorpresas. Que todo puede pasar. En política nada es lo que parece. Todo cambia. Ya lo hemos visto, por cierto sobradamente.

¿Pactos postelectorales o barreras electorales? La tentación de Fifi

Mi perra se llama Phoebe. Es una cosa de los millenials de casa, cuyo mundo mítico gira en torno a la serie Friends. Yo la llamo Fifi, con un elegante toque francés. Nuestra perra es un Beagle. Tienen estos perros un olfato y un instinto tan fuerte que normalmente no se pueden resistir a las tentaciones. El otro día, con la mesa preparada pero sin estar sentados a ella, Fifi se levantó sobre sus patas traseras y se llevó un trozo de rape de mi plato. Eso sí, distinguen el bien del mal y ella misma se castiga ingresando voluntariamente en el cuarto de baño, habilitado a veces como prisión canina.

Los políticos son como los beagles. Posiblemente distinguen el bien del mal, pero lo que es seguro es que tienen un potente instinto, en su caso de poder. Tan fuerte que no se pueden resistir a su atracción, por lo que harán todo lo que sea preciso para obtenerlo. A veces incluso crímenes. Por eso me sorprende cuando la gente se lleva las manos a la cabeza, con alharaca y estrépito, cuando unos políticos pactan con cierta gente o ponen cordones sanitarios. Los políticos harán lo que haya que hacer para conseguir el poder, siempre que el remedio (el pacto o no pacto) no sea peor que la enfermedad (el rechazo en las siguientes elecciones). Ya decía el perspicaz Maquiavelo que la ciudad es algo artificial, es un artefacto, y como tal tiene sus mecanismos racionales que es preciso conocer si queremos conseguir el poder;  más que los grandes principios filosóficos o la ética, que es algo privado. De hecho, el que no tenga esa pulsión política, no use esos mecanismos y no quiera dar golpes bajos, difícilmente va aguantar en la arena pública. Que se lo digan a Ignatieff, ese buen intelectual metido a mal político (“Había dado clases de Maquiavelo, pero no lo había entendido”, dice en Fuego y Cenizas).

Además, los pactos son buenos porque producen soluciones más duraderas y muchas veces más equilibradas. De hecho nuestra democracia es todavía excesivamente formalista y alejada de estos valores de consenso y transacción. Incluso con partidos independentistas, filoetarras o ultraderechistas se puede llegar a determinados acuerdos que no comprometan los principios. Nadie recriminaría a un partido constitucionalista que pactara con otro independentista la concesión de ayudas a una zona catastrófica de Cuenca o una norma de protección de niños abandonados.

Ahora bien, quizá hay ciertos pactos que, siendo legales (“todos los escaños son legales”, dice la inefable Celaa) y hasta legítimos, son poco convenientes. El problema la mayoría de las veces no estará en el pacto en sí mismo, o en sus sujetos, sino en su objeto. Por ejemplo, si la naturaleza de las prestaciones de la transacción no es homogénea. No quiero hablar de interés general contra interés particular, porque me parece que la calificación de qué es uno y otro es más que discutible. Pero si hay algo que ha fallado en nuestro diseño democrático ha sido que ha incentivado que los partidos mayoritarios de uno y otro signo pacten con minorías, casi siempre regionales, que, más o menos explícitamente, mostraban su poco aprecio por el bien de la nación y mucho por el de su territorio de origen, fomentando concesiones a favor de dichos territorios que no constituían las lógicas transacciones entre posiciones ideológicas diferentes que desembocan en situaciones intermedias aceptables por todos, sino en privilegios indebidos de una parte del país que, por si fuera poco, no han conducido a su apaciguamiento y conformidad, sino a la exacerbación de sus reclamaciones hasta el punto de romper con el Estado de Derecho. Y lo que es peor, provocando además un anhelo de emulación por algunas Comunidades Autónomas que, con el tiempo, no puede conducir a nada bueno. Y ello cuando lo concedido no ha sido algo extracommercium o indigno, oculto bajo una capa de opacidad disimulada con alegaciones de la necesaria discreción política.

Como decía Sandel en “Lo que el dinero no puede comprar”, el poner un precio a todo ha drenado el discurso público de toda energía moral y cívica; pero, como decía al principio, no es realista pensar que lo que es recomendable para el ciudadano normal vaya a funcionar para el político. El político tiene para el poder el instinto de Fifi para la comida y, si te descuidas, se comerá tu rape.

Por ello, como se dice en Alemania, vertrauen ist gut, kontrolle ist bessen, o sea, la confianza es buena, pero es mejor el control. Así que, más que rasgarnos las vestiduras por pactos políticos que consideramos non sanctos, deberíamos hacer lo posible para que tales pactos simplemente no pudieran tener lugar. Por ejemplo, estableciendo una barrera electoral del 3 o del 5 por ciento para el Congreso de tal manera que solo pudieran acceder al mismo aquellas formaciones que tuvieran ese mínimo de votos en toda España. Actualmente existe una barrera del 3 por ciento pero sólo para la circunscripción, lo que la hace inoperante salvo en Madrid o Barcelona, que tienen un mayor número de diputados.

Considero que esta reforma tendría mayores efectos prácticos que muchas de las reformas constitucionales propuestas (bastaría modificar la LOREG) pues daría una mayor estabilidad a los gobiernos e impediría pactos poco útiles para los intereses del país. Por supuesto, esta propuesta traerá inmediatamente a la cabeza las dudas sobre su carácter democrático y adecuado a la Constitución. Conviene recordar, no obstante que todo el procedimiento democrático, de hecho la democracia misma, tiene un carácter convencional. Convenimos en que la “voluntad general” es la que resulte del voto de la mitad más uno en el Congreso y Senado; y que estos se forman con un sistema electoral que hace que no representen exactamente la correlación de voluntades individuales de los ciudadanos. Nuestro sistema es proporcional de sesgo mayoritario, y, como todos los sistemas, busca la estabilidad de un bipartidismo imperfecto que nos faltó en la Segunda República, y una adecuada representación del pluralismo político y para ello usa los instrumentos que le parecen oportunos. Y quizá en este momento deberían ser actualizados.

No hay, pues, un obstáculo teórico general. Sí lo puede haber según la forma concreta en que se haga, pues existen unos principios constitucionales que establecen en España un sistema general de proporcionalidad (art. 68 CE) que pudiera verse conculcado. Además, un sistema electoral es una compleja y sutil maquinaria cuya modificación o alteración puede producir significativos cambios de poder y de las conductas individuales y colectivas, pues afectan a la mayor o menor rendición de cuentas (más en el sistema mayoritario) o una mayor capacidad de representar el pluralismo social (más en el sistema proporcional), así como el mayor o menor peso del candidato (listas abiertas) o del partido (listas cerradas).

Quiero decir con ello que esta reforma debería tener en cuenta las consecuencias en el ámbito de la representatividad (quizá convendría potenciar el Senado como verdadera cámara de representación territorial) y establecer temperamentos que evitaran injusticias y otras modificaciones para que no se obstaculice la aparición de nuevas opciones políticas que con un mínimo a nivel nacional podrían quedar ahogadas, potenciando así el bipartidismo. Por ejemplo, es preciso recordar que el sistema de circunscripciones provinciales electorales (recogido, esto sí, en la CE) hizo que el PNV tuviera triple de escaños que IU cuando tiene menos de la tercera parte de votos y ello ha permitido a los nacionalistas ocupar una posición de bisagra frente al que pudieran representar partidos minoritarios de implantación nacional.

Las barreras existen en muchos países considerados proporcionales puros como Israel, Holanda, Dinamarca, y otros como Suecia o Alemania, aquí con correcciones. Además, nuestro Tribunal Constitucional ha legitimado las barreras electorales, entendiendo que el principio proporcional es un criterio tendencial que puede ser modulado por múltiples factores del sistema electoral (STC 75/1985, 72/1989, 193/1989 y 225/1998) y ha considerado constitucional el sistema canario que establece una barrera del 6%, pero con el temperamento del 30% de los emitidos en cada isla.

La conclusión que me gustaría quedara es que ciertos pactos son difíciles de erradicar en el ámbito político por una cuestión de ambición y porque como decía Maquiavelo la política tiene reglas en las que no siempre entra la ética en la que piensa el ciudadano común, que poco podrá hacer hasta que pasen cuatro años. En cambio, una modificación sensata de las reglas del juego podría hacer que los incentivos de los políticos corrieran más paralelos a los intereses de los ciudadanos, evitando así pactos con formaciones que la experiencia nos ha demostrado con creces no han tenido especial interés en el bien común, entendiendo por común el que comprende a todos los ciudadanos sobre los que rige la Constitución.

Reenfoquemos el debate sobre la gestación subrogada

Hace unos meses conocí personalmente a una pareja que, por problemas de salud, había decidido recurrir a la gestación por subrogación para ser padres. En ese momento, me di cuenta de que poco o nada sabía acerca de este procedimiento, por lo que mi vena jurista me llevó a hacer una búsqueda más exhaustiva en Internet. Encontré numerosos artículos de opinión acerca de la gestación subrogada, tanto favorables como no favorables, y alguna que otra noticia sobre personas que habían recurrido a ella. Sin embargo, pude constatar que casi ninguno se adentraba en analizar la legislación de los países que actualmente permiten esta modalidad de gestación.

Me llamó la atención que no se aprovechase el uso de la palabra para explicar a una persona interesada en qué consiste esta técnica. Y, sí, dense cuenta de que me refiero a la gestación por subrogación como una técnica, pues tal es el reconocimiento que le otorgan las regulaciones de los países en los que existe dicha práctica. Éste sería el caso de EE.UU. o Canadá, países donde la gestación subrogada no sólo funciona desde hace más de diez años, sino que además es valorada positivamente por la población. De hecho, es cada vez una práctica más extendida en países europeos como Portugal, Reino Unido, Grecia o en países extracomunitarios como Ucrania. Entonces y siendo éste el contexto, ¿por qué en España no somos capaces de tener un debate abierto e informado sobre este asunto? ¿Por qué el enfrentamiento político ha impedido analizar con argumentos rigurosos las propuestas y regulaciones que se han planteado? Y es que, lamentablemente, estamos viendo que los márgenes políticos están limitando el debate, llegando hasta el punto de excluir los muchos intentos por analizar posibles regulaciones o, incluso, de introducir cambios en nuestro ordenamiento jurídico.

Tal está siendo el nivel de desinformación mediática hacia aquellas personas que pudiesen mostrar interés por la gestación por subrogación, que se ha acabado desvirtuando la, hasta ahora, única proposición de Ley presentada hasta la fecha en el Congreso de los Diputados. Ésta es, la Proposición de Ley reguladora del derecho a la gestación por subrogación, inscrita por el Grupo Parlamentario Ciudadanos y registrada con el número 122/000117 a fecha 8 de septiembre de 2017. Para un correcto análisis de la misma, ésta ha de compararse con el modelo regulatorio en el que se ha basado este grupo parlamentario: la legislación de Canadá.

En primer lugar, conviene precisar que en Canadá la gestación por subrogación se regula mediante la Ley de Reproducción Humana Asistida (Assisted Human Reproduction Act, “AHRA” por sus siglas en inglés), que fue aprobada en el año 2004. Dicha ley, al igual que la proposición de Ciudadanos, comienza asentando las definiciones de los principales conceptos que van a regir la normativa. De acuerdo a esto, tanto el país norteamericano como la proposición española entienden como “mujer gestante por subrogación” (surrogate mother) aquella mujer que consiente y acepta someterse a técnicas de reproducción asistida con el fin de dar a luz un hijo para otras personas. Además, la misma no aportará material genético propio, algo que resulta necesario destacar para no inducir a error acerca de la creencia según la cual la gestante tiene algún vínculo genético con el embrión. Exigiendo, de igual modo, ambas redacciones un mínimo de edad para poder ser mujer gestante, de 21 años en la normativa canadiense y mayor de 25 en el supuesto español. Así mismo, la proposición de ley de Ciudadanos incluye restricciones adicionales al establecer que la mujer debe de gozar de un buen estado de salud mental, para lo cual deberá someterse a evaluaciones psicológicas y médicas en todo momento; que haya gestado, al menos, un hijo sano con anterioridad, y que no haya sido mujer gestante por subrogación en más de una ocasión. Y, lo que es más relevante, debe disponer de una situación socio-económica, tanto individual como familiar, adecuadas para afrontar la gestación en condiciones óptimas de salud, bienestar y seguridad. Este requisito fundamental contrasta con las principales críticas que recibe la gestación subrogada, las cuales aluden al aprovechamiento y la sobreexplotación, con esta técnica, de las mujeres que pudiesen encontrarse en riesgo de exclusión social.

A la vista de los requisitos socioeconómicos exigidos, esta posibilidad quedaría automáticamente descartada, o ilegalizada llegado el caso en que la proposición de ley acabase formando parte de nuestro ordenamiento jurídico. Y no sólo esto, sino que la propuesta del partido político nacional resulta ser de naturaleza altruista, al igual que el modelo canadiense. Es decir, un eventual pago económico a la mujer gestante que excediese de todo aquel concepto considerado como compensación económica resarcitoria (gastos derivados de molestias físicas, desplazamiento, laborales…), conllevaría la imposición de una sanción por infracción muy grave. Este concepto sería extensible a otros ámbitos que pudiesen afectar a la gestante. Y es que múltiples son las críticas que han planteado que, en Canadá, es práctica habitual incluir en los contratos de gestación por subrogación cláusulas referentes al control que pueden ejercer los padres de intención sobre la mujer gestante en áreas como, por ejemplo, su alimentación. Es preciso aclarar que ni la Ley de Reproducción Humana Asistida (“AHRA”) ni las leyes provinciales canadienses contemplan en ningún caso este tipo de praxis, siendo, por lo tanto, la propia mujer gestante y los padres de intención los que deciden a través de sus abogados los acuerdos a incluir en el contrato, siempre y cuando éstos no contravengan lo dispuesto en la normativa.

Otro de los reproches que han ido apareciendo respecto a esta técnica es el referido a la posibilidad de que se creen agencias cuyo fin sea lucrarse con la gestación subrogada, de modo que éstas pudiesen acabar intercediendo económicamente entre los padres de intención (progenitores subrogantes) y la mujer gestante. Nuevamente, esta crítica carece de fundamento, pues la propuesta de normativa española, siguiendo el espíritu de la ley canadiense, pretende evitar intermediarios gracias a la creación de un Registro Nacional de Gestación por Subrogación. En este Registro se inscribirían tanto las mujeres que, cumpliendo los requisitos legales, deseasen ser gestantes por subrogación, como aquellas otras personas que pretendiesen ser progenitores subrogantes y para lo cual se les facilitaría la identidad de las mujeres idóneas para ser gestantes, previa autorización expresa de éstas.

Por último, no quisiera dejar pasar la oportunidad de disipar las objeciones respecto a la naturaleza contractual de la gestación por subrogación. Los detractores basan sus argumentos en que la firma de un contrato lleva implícita la mercantilización del bien objeto del mismo. En consecuencia, formalizar este tipo de acuerdos supondría tratar la gestación de un ser humano como una mercancía sujeta a comercialización. Este tipo de críticas llama especialmente la atención pues omiten que la finalidad de un contrato de gestación por subrogación no es el intercambio comercial, sino proteger jurídicamente tanto a la mujer gestante como a los progenitores subrogantes con base en un posible incumplimiento de sus obligaciones. De hecho, la misma proposición de ley nacional contempla que la incorporación de dicho contrato, debidamente formalizado, en el Registro Nacional de Gestación por Subrogación, es prueba necesaria para promover la inscripción de los hijos nacidos por gestación en el Registro Civil.

Tenemos la suerte de vivir en un país cuyo Estado ha ido ampliando notablemente la noción de familia, introduciendo para ello importantes cambios basados en la integración y el respeto. Si hemos sido capaces de incluir estos grandes avances sociales en la legislación, ¿por qué no permitir también la igualdad en el acceso a la gestación por parte de los diversos modelos de familia? Es más, ¿por qué limitamos las posibilidades de un debate sosegado y riguroso sobre la gestación por subrogación? Lanzo estas preguntas con la esperanza de que seamos capaces de debatir abiertamente sobre esta cuestión.

 

Imagen: Huffington Post.

 

¿Gobernar o legislar por decreto-ley?

 

“La democracia es un esfuerzo constante de los gobernados contra los abusos del poder” (Alain, El ciudadano contra los poderes, Tecnos, 2017, p. 162)

“El ritmo de los decretos-leyes expresa una particular fuerza ‘decisionista’ por parte del Ejecutivo, que interviene también más allá de los casos de extraordinaria y urgente necesidad”( Vittorio Italia, La forza ed il ritmo delle leggi, Giuffrè, 2011, p. 28).

Los decretos-leyes están de moda. Además, han entrado de lleno en campaña electoral. Hablar, por tanto, de ese instrumento normativo (en teoría) excepcional es arriesgado, puesto que por una fuerza política (la gobernante) está entronizado, otra usó y abusó de tal figura todo lo que quiso y más (con la excusa de la crisis fiscal), algún partido en liza pretende ingenuamente su supresión, mientras que el resto mira hacia otro lado, tal vez esperando algún día tirar la piedra y esconder la mano. Entre académicos y analistas la crítica al uso desproporcionado de esa legislación de excepción es, hoy en día, unánime. En el Gobierno nadie se da por enterado.

Desconozco quién ha sido la lumbrera socialista que diseñó esa imprecisa noción  de “gobernar por decreto” (en verdad, legislar por decreto-ley; que no es lo mismo). Si fue algún profesor universitario de Derecho de la nómina que puebla la bancada socialista, los altos cargos o el personal eventual, sería sencillamente para quitarle la cátedra, la titularidad o el doctorado, y mandarlo otra vez a primero de carrera. Estoy seguro que de allí no surgió semejante idea, pues bastante van a tener los pobres cuando vuelvan a las aulas: ¿Cómo explicarán, entonces, el diarreico uso de una norma de excepción en un Estado que se autodenomina como Constitucional? Ingrata tarea.

En cualquier caso, puede ser bueno refrescar la memoria. Y así preguntarse de dónde viene tan singular figura excepcional: ¿Cuál fue su origen y, sobre todo, qué circunstancias multiplicaron su (mal) uso? Aunque la cuestión es mucho más compleja, la simplificaré para el lector lego en la materia.

Tras la emergencia del Estado liberal, el Poder Ejecutivo siempre llevó mal su condición vicarial o meramente ejecutiva frente al omnipotente en sus primeros pasos Poder Legislativo (único encargado de legislar, incluso de normar); ese Ejecutivo capitidisminuido se pretendió primero emancipar con el ejercicio de la potestad normativa reglamentaria (inicialmente negada), más adelante amplió su margen de actuación normativa sobre todo aquello que no estuviera reservado a la Ley y, finalmente, comenzó a aprobar decretos de necesidad que tiempos después se transformaron en disposiciones normativas con fuerza y rango de ley dictadas en situaciones de extraordinaria y urgente necesidad. Y ello tomó carta de naturaleza, con algunos precedentes, en el período de Entreguerras. La nota principal de esta legislación de excepción consistió en que la función de legislar se reconocía anómalamente también a quien no era titular de la misma (Poder Ejecutivo), se orillaba la deliberación político-parlamentaria (dato nada menor para avalar la dignidad democrática de la Ley y su presunción de constitucionalidad frente a otros productos normativos) y tales decretos-leyes se aprobaban expeditivamente, con efectos inmediatos tras su publicación en el Boletín Oficial, sin perjuicio de su validación ulterior por el Legislativo. Cristalizado, así, ese “monstruo excepcional” en algunas Constituciones europeas (otras bien se cuidaron de no hacerlo), comenzó de inmediato su abuso. Si al poder no se le ponen frenos, siempre se pasa de la línea. Y, en tal contexto, se creó el caldo de cultivo esa tradición funesta de los decretos-leyes (como la calificó en su día el profesor Ignacio De Otto), que los regímenes totalitarios, las dictaduras y los sistemas autoritarios tomaron buena nota y los transformaron en su forma ordinaria “de legislar”; hasta el punto de que, con matices que no vienen al caso, Mussolini, el Führer o, más tarde, Franco (antes de este, Primo de Rivera), convirtieron esa figura excepcional en el instrumento ordinario normativo del Estado: así se comenzó a “gobernar o legislar por decreto-ley” y a orillar (en algunos casos hasta la eliminación) al Parlamento. Como reconoció el profesor Santamaría Pastor, fruto de ese contexto, el Decreto-ley pasó a ser “el concepto testigo de la incapacidad de un buen número de regímenes políticos para mantener los presupuestos ideológicos originales del Estado de Derecho”.

Y esa incapacidad es, cabe añadir, particularmente intensa en nuestro sistema político-constitucional. El desproporcionado uso de la figura del decreto-ley se ha convertido en regla de funcionamiento ordinario de la democracia española. Una evidente distorsión del sistema institucional ordinario reflejado en la Constitución. Desde los inicios del régimen constitucional de 1978 hasta 2015 –como estudiaron, en su día, los profesores Aragón y Martín Rebollo- los decretos-leyes alcanzaron a ser una tercera parte del total de las leyes ordinarias aprobadas por el Parlamento. Durante la etapa más dura de la crisis fiscal (2008-2015), los decretos leyes representaron el 56 % frente a las leyes ordinarias. Ya entonces, por tanto, “legislaba” más el Gobierno (Poder Ejecutivo) que el propio Parlamento (Poder Legislativo). El mundo al revés. Pero, en el año 2018 esa proporción se dispara: se aprobaron 11 Leyes ordinarias por las Cortes Generales y 28 Reales Decreto-Ley por el Gobierno; por tanto la legislación excepcional fue en ese pasado año casi tres veces superior a la legislación ordinaria. Y en lo que llevamos de 2019 ya se han aprobado 9 decretos-leyes frente a 4 leyes ordinarias. Y aún “queda partido” para seguir aprobando decretos-leyes, según el presidente del Ejecutivo español. Son datos irrefutables. Saquen ustedes mismos las conclusiones.

Parece obvio que la calidad de nuestro sistema institucional hace aguas, y esta es una manifestación más. Nuestra clase política muestra un enorme desapego hacia las formas. Y estas son la esencia de la democracia constitucional. No basta con afirmar cínicamente que el decreto-ley es una potestad constitucional que tiene el Ejecutivo y que, en cualquier caso, debe ser convalidado por el Congreso de los Diputados. Lo patológico es la mala práctica política (o el torticero uso que de esta figura normativa excepcional se hace) y sus pésimas consecuencias. El hecho evidente es que el sistema de controles del decreto-ley falla por todos los lados. Tal vez, lo que se deba repensar en un futuro inmediato es cómo articular un modelo de checks and balances más eficiente e instantáneo frente a tales normas de excepción. Pero, hoy por hoy, solo cabe dejar constancia de una evidencia: con estos pésimos precedentes, el mal ya está hecho. Quienes gobiernen a partir de las elecciones de abril de 2019 (si alguien lo hace), tienen ya el terreno todavía más expedito para “gobernar por Decreto (Ley)”, antesala –como hemos visto- de experiencias políticas nada halagüeñas o, en el mejor de los casos, de un deterioro aún mayor de nuestras instituciones democráticas. Hemos descubierto, finalmente, que el Parlamento apenas vale para nada cuando de “legislar” se trata. La doble ecuación función legislativa/Parlamento; función ejecutiva/Gobierno, salta ya definitivamente por los aires. La crisis del parlamentarismo, que agudamente previó Carl Schmitt, ferviente defensor de los poderes de excepción del Ejecutivo y padre del decisionismo, ha recibido una vuelta de tuerca más con esa multiplicación de la legislación excepcional. Nos estamos habituando a la excepción y quebrando la normalidad constitucional (y no es este el único ejemplo). Que sigan, por tanto, inventando en ese laboratorio de ocurrencias políticas en que se ha transformado el complejo de La Moncloa (pues en esto Ferraz, me da la impresión, no pinta nada o, al menos, eso parece).

En fin, en plena era de Internet y a las puertas de la revolución tecnológica, también el modo de legislar debe reinventarse. Hay que redefinir radicalmente los procesos y procedimientos legislativos para adaptarlos a un mundo en transformación permanente. La respuesta rápida se impone. Pero no así. Vivimos momentos de apresuramiento y precipitación, donde la aceleración política encuentra su salida natural en esta figura normativa excepcional (ya de uso ordinario) que ofrece inmediatez (a golpe de clic se inserta en el BOE), se elabora en secreto entre bambalinas (lejos de la deliberación democrática y de la transparencia, sin participación alguna de sus destinatarios en la “gran era de la Gobernanza democrática”), anima a los potenciales votantes a decir me gusta y así los captura para su causa política (otorgando dadivosamente, ahora con ese nuevo y dudoso invento en términos democráticos de los populistas viernes sociales, más derechos, más permisos, más retribuciones, y multiplicando sin medida el gasto público), y, en fin, llevando a cabo una clara “utilización para fines de manifiesto oportunismo político” de la legislación de excepción (Gomes Canotilho).

Pero lo que tal vez no son conscientes quienes promueven ese empacho de decretos-leyes es que con tal modo de operar están cavando la fosa del ya maltrecho principio de separación de poderes, que nunca gozó de buena salud en nuestra tradición constitucional. Como concluye categóricamente el politólogo de la Universidad de Cambridge, David Runciman, en su acertada censura de la expansión del Ejecutivo: “El intento de puentear a un legislativo muy dividido por el enfrentamiento entre partidos empeora ese enfrentamiento”. Y concluye: “La política democrática siempre sale malparada de los intentos de soslayarla”.

 

(*) El presente Post resume parcialmente algunas de las ideas-fuerza (e incorpora algunas otras) de otra entrada (“Genio y figura de los Decretos-Leyes: Una crítica democrático-institucional al desproporcionado uso de la legislación de excepción en el Estado Constitucional”), recogida en mi Web La Mirada Institucional (www.rafaeljimenezasensio.com); donde se puede consultar la versión original, con algunas referencias bibliográficas que aquí no se citan. También publicada en formato de artículo por el diario digital Vozpópuli. Entre tanto, se han producido nuevas reflexiones críticas (además procedentes de personas nada sospechosas de ser encuadradas en opciones precisamente conservadoras) sobre el innegable y grosero abuso de tan comentada figura normativa (los decretos-leyes). Cabe citar aquí, sin ánimo alguno de exhaustividad, los artículos de Ana Carmona (en Agenda Pública), Kepa Aulestia (en El Diario Vasco) y la de Daniel Gascón (en el diario El País), entre otros muchos. Sin duda, el decreto-ley es ya una estrella de esta incipiente y prematura primavera política.

 

Mentiras y medias verdades de Puigdemont: Europa y la inmunidad

Uno sabe que fantasea cuando hasta la CUP en el Parlament te pide que no menoscabes tu credibilidad prometiendo cosas que no podrás cumplir. Sí, ayer Natàlia Sànchez, diputada autonómica de esta formación tan utópicamente revolucionaria, le pedía al ex president que no agravara la decepción de los catalanes independentistas, en referencia a los futuros planes de tan improbable eurodiputado (ver aquí).

Horas antes, por la mañana, en una entrevista el ilustre inquilino de Waterloo prometió volver a España si era elegido eurodiputado. Con su habitual rotundidad afirmó que si España le detenía se podría aplicar a nuestro país el artículo de los Tratados para expulsarlo de la UE. Una lástima que el sagaz entrevistador del El Món a Rac1 no se tomara la molestia de preguntarle a qué artículo de expulsión de refería.

Pues bien, tal vez sorprenda, pero ni el Tratado de Unión Europea (Maastricht) ni el Tratado de Funcionamiento de la UE (Lisboa) prevén un procedimiento de expulsión de un Estado miembro. El art. 7.2 TUE prevé que:

  • a propuesta motivada de 1/3 de los Estados miembros o de la Comisión y previa aprobación del Parlamento Europeo
  • el Consejo (foro que reúne a los jefes de gobierno y, en su caso, Jefes de Estado, de la UE, en que cada Estado tiene un voto, art. 15 TUE y arts. 235-236 TFUE) podrá constatar la existencia de una violación de los valores contemplados en el art. 2 TUE, es decir, dignidad humana, libertad, democracia e igualdad, Estado de Derecho y DDHH.
  • dicha constatación debe aprobarse por unanimidad en una votación en que, por lógica y ex art. 354 TFUE, no vota el Estado miembro implicado, que goza, no obstante, de derecho a presentar observaciones.
  • si se logra la unanimidad, por mayoría cualificada el Consejo puede suspender derechos derivados de los Tratados sobre el Estado miembro. Por la misma mayoría puede levantar estas suspensiones.

Ante suspensiones de gran contundencia tal vez el propio Estado tomaría la puerta de salida vía art. 50 TUE, ya que sus obligaciones con la UE se mantienen sin importar cuántos derechos se le paralicen. Sin embargo, a efectos de lo que nos interesa, la respuesta es no, no existe un procedimiento de expulsión, sino de suspensión.

Como medida preventiva frente a futuras ocurrencias del exiliado, nunca está de más recordar las palabras del ex Presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, quien durante la crisis griega declaró que no se podía expulsar a un miembro de la Eurozona ya que iría contra los tratados (ver aquí). Españoles, tranquilos, ni de la UE ni de la Eurozona se nos puede expulsar.

Desenmascarada la flagrante mentira, analicemos ahora las medias verdades. Efectivamente, los eurodiputados gozan de ciertos privilegios e inmunidades. El art. 5 del reglamento del Parlamento Europeo se remite a Protocolo nº7 del TFUE relativo a los privilegios e inmunidades de la UE, cuyo art. 9 establece:

Mientras el Parlamento Europeo esté en período de sesiones, sus miembros gozarán:
a) en su propio territorio nacional, de las inmunidades reconocidas a los miembros del Parlamento de su país; (véase art. 71 CE)
b) en el territorio de cualquier otro Estado miembro, de inmunidad frente a toda medida de detención y a toda actuación judicial.
Gozarán igualmente de inmunidad cuando se dirijan al lugar de reunión del Parlamento Europeo o regresen de éste.
No podrá invocarse la inmunidad en caso de flagrante delito ni podrá ésta obstruir el ejercicio por el Parlamento Europeo de su derecho a suspender la inmunidad de uno de sus miembros.

En otras palabras, el miembro del Parlamento Europeo se iguala a un diputado o senador, mientras dure el periodo de sesiones que es anual (art. 229 TFUE, art. 126 reglamento del Parlamento Europeo y art. 3 del Acta de 20 de septiembre de 1976) por cada uno de los cinco años de mandado que tiene la eurocámara desde la celebración de elecciones. No es menos cierto que existe un procedimiento para suspender la inmunidad de un diputado europeo (art. 6 del reglamento del Parlamento Europeo). Aunque, para el caso que nos ocupa, igual estaría bien preguntarse en qué momento aparece plenamente la condición de miembro del Parlamento Europeo de la que depende la subsiguiente inmunidad que llega con el inicio del periodo de sesiones.

En la regulación de los pormenores electorales de la elección de los eurodiputados, el Derecho de la UE se remite a la normativa interna de cada Estado. En ese sentido arroja mucha luz el apartado 2º del art. 224 de la LO 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General

En el plazo de cinco días desde su proclamación, los candidatos electos deberán jurar o prometer acatamiento a la Constitución ante la Junta Electoral Central. Transcurrido dicho plazo, la Junta Electoral Central declarará vacantes los escaños correspondientes a los Diputados del Parlamento Europeo que no hubieran acatado la Constitución y suspendidas todas las prerrogativas que les pudieran corresponder por razón de su cargo, todo ello hasta que se produzca dicho acatamiento

Como la jura o promesa es un acto personalísimo, el señor Puigdemont no podría delegarlo en un representante. Sin este acto no sólo no adquiere la condición de miembro del Parlamento Europeo, sino que tampoco las credenciales que la propia cámara verifica, de acuerdo con el art. 3 de su reglamento. En consecuencia, el escaño pasaría al siguiente en la lista, de acuerdo con lo establecido en la propia LO española y las bravuconadas del ex President se quedarían, otra vez, en una efectista maniobra propagandística, aunque, quién sabe, si electoralmente exitosa.

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