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La sostenibilidad del sistema español de seguridad social: un reto más

De entre los múltiples y complejos retos institucionales, sociales y políticos a los que se enfrenta España actualmente, el de la sostenibilidad futura de nuestro sistema de seguridad social, no es precisamente el menor.
Las diversas estructuras que conforman lo que se denomina estado del bienestar, surgieron en Europa, como con cierta perspectiva histórica señala IAN KERSAHW, gracias al favorable caldo de cultivo de una prolongada prosperidad económica, el boom demográfico y un equilibrio geopolítico derivado de la existencia de dos grandes potencias que se dio durante la segunda mitad del siglo XX. Este estado de bienestar sin duda ha contribuido a la enorme estabilidad social de los países europeos y a su capacidad de resistir los embates de las diferentes crisis económicas que han acontecido a lo largo de estos años. En la actualidad, ese entorno ha dejado de ser tan favorable y la perdurabilidad de nuestros modelos de previsión social requieren consolidar los cimientos y compensar los crecientes desequilibrios.
Así pues, estas estructuras, aunque consolidadas y fuertemente arraigadas, debido a su complejidad, requieren el mantenimiento una serie de equilibrios que permitan su sostenibilidad a lo largo del tiempo. Además de la sostenibilidad demográfica y financiera del sistema -que son las tratadas con más frecuencia por los estudiosos- es necesario también tener en cuenta su sostenibilidad social y jurídico/administrativa.
La sostenibilidad demográfica implica que la base sobre la que se recaudan los recursos del sistema sea lo suficientemente amplia como para que cada prestación pueda ser financiada por un número suficiente de cotizantes. Así, por ejemplo, una caída de la natalidad puede ser compensada, al menos parcialmente, con políticas migratorias que atraigan talento extranjero al mercado laboral interno.
La sostenibilidad financiera supone que los cálculos actuariales sobre los cuales se calculan las prestaciones están directamente relacionados con los recursos del sistema. En un régimen de reparto como el español, esto supone una constante observación y, en su caso, reajuste a través de reformas paramétricas y estructurales, que garanticen el equilibrio entre los ingresos y gastos del sistema.
La sostenibilidad social viene determinada por la amplitud del respaldo que en la sociedad tenga el sistema, en la medida en que, a menor respaldo, más posibilidades hay de que surjan y triunfen opciones políticas que propugnen modelos distintos de previsión social (tal y como sucedió en Chile en los años 90). Esta falta de respaldo puede venir provocada por varias razones, como la insuficiencia real de las prestaciones para subvertir situaciones de necesidad, la falta de proporcionalidad entre el esfuerzo a realizar durante la vida laboral para el sostenimiento del sistema en relación con las expectativas que se esperan de él, o la pérdida de confianza en el futuro del sistema.
La sostenibilidad jurídico administrativa implica la existencia de una seguridad jurídica, entendida como la conciencia por parte de los operadores del mercado de trabajo de que existen unas reglas claras que no van a cambiar con cada cambio de gobierno; una aplicación rigurosa y objetiva de la regulación existente sin corrupción ni arbitrariedad en la asignación y reconocimiento de las prestaciones, previsibilidad en los plazos de resolución de los procedimientos y en la percepción de que existe una razonable eficacia en la lucha contra el fraude.
En el momento presente, casi todos los equilibrios sobre los que descansa nuestro sistema se encuentran descompensados.
Así, la abrupta caída en el número de nacimientos de hijos provocada por el final de la edad fértil de las mujeres del boom demográfico solo se ve parcialmente compensada por la llegada de inmigrantes que, en muchos casos, no se corresponden en su cualificación con las necesidades de nuestro mercado laboral.
El incremento en el coste de las prestaciones derivadas del aumento en el número de jubilados, una mayor pensión media y el vigente compromiso en la actualización de las pensiones con el IPC, no se corresponde con las capacidades de recaudación del sistema, y ello a pesar de las nuevas medidas introducidas, como la creación del “mecanismo de equidad intergeneracional”, el aumento de la base máxima de cotización y de las bases mínimas mediante la subida regular del salario mínimo interprofesional.
La pérdida de confianza en la futura suficiencia de las prestaciones, el creciente, en la práctica, cariz redistributivo del modelo frente a su carácter contributivo original, el desequilibrio entre la carga que se hace recaer sobre los salarios de los activos para garantizar las prestaciones de los pasivos derivada del menor número de trabajadores sobre los que descansa cada prestación, y la posible percepción de desigualdades entre los ciudadanos en razón de su lugar de residencia o de otras circunstancias, afecta la sostenibilidad social.
Finalmente, en cuanto a la sostenibilidad jurídico administrativa, el fin del consenso básico que dio lugar al Pacto de Toledo, los cambios contradictorios de orientación de las reformas dependiendo del gobierno de turno, la perdida de capacidades de la administración de la seguridad social, que ha pasado de ser un modelo cuyo éxito se estudiaba en las escuelas de función pública extranjeras, a ser una administración envejecida y obsoleta, rematan el actual desequilibrio general que de manera directa afecta a la seguridad jurídica del sistema.
Durante la anterior legislatura, el planteamiento oficial, centrado en los elementos demográfico y financiero, consideraba que nos encontramos ante un desequilibrio meramente temporal, no más de unos veinte años, y que durante ese tiempo, los esfuerzos en el incremento de la recaudación y la lucha contra el fraude, unido al recurso a la deuda pública para cubrir los déficits será suficiente para superar ese periodo en el que existirá una descompensación entre el número de pensionistas y de trabajadores sobre los que descanse el sistema.
Sin embargo, las nuevas “reformas” que se barruntan fruto de los pactos que sustentan el actual gobierno, no solo inciden en alguno de los desequilibrios ya apuntados, sino que parecen ir más allá, previéndose un fraccionamiento territorial de la gestión del sistema e, incluso, la desaparición en la práctica del principio de “caja única”, por la vía del traspaso de funciones y servicios en esta materia a Cataluña y el País Vasco, abriéndose a la posibilidad de que la intensidad de las prestaciones pueda ser diferente en función de la comunidad autónoma donde se resida. La espita abierta en su día por la STC 239/2002 se convertiría así, en una auténtica brecha en los muros del sistema.
En resumen, la sostenibilidad futura de nuestro sistema de seguridad social se está convirtiendo en todo un reto realmente complejo de superar. Nos va mucho en ello pues, aunque constitucionalmente el artículo 41 de la Constitución se configura tan solo como un principio rector de la política social y económica, el desarrollo alcanzado por nuestro sistema de seguridad social y su capilaridad, hacen que su existencia y suficiencia no solo sea un requisito para la estabilidad social y el crecimiento económico del país, sino que se ha convertido en un elemento esencial para la vigencia de nuestro “estado social y democrático de Derecho” tal y como lo define el artículo primero de nuestra Constitución.

La abogacía de a pie y Juan de Mariana.

Observando y viviendo en primera persona las noticias aparecidas últimamente en medios de comunicación y redes sociales relacionadas con la abogacía, me ha venido a la cabeza la obra de Juan de Mariana, insigne teólogo jesuita español de nuestro Siglo de Oro.

Me refiero en primer lugar a las movilizaciones de la plataforma denominada Movimiento #J2, generada de manera espontánea (sic), con el loable objetivo de tratar de garantizar una jubilación adecuada al colectivo. El problema afecta de manera especial a la parte más vulnerable –desde un punto de vista económico- de los casi 70.000 abogados autónomos que, en su día, no causaron alta en el Régimen Especial de Trabajadores Autónomos de la Seguridad Social (RETA) sino en la Mutualidad General de la Abogacía, Mutualidad de Previsión Social a Prima Fija (Mutualidad de la Abogacía), entidad aseguradora de previsión social, comúnmente denominados mutualistas alternativos.

El detonante de la situación ha sido la comunicación del plan de actuación de la Mutualidad para adecuar los sistemas de cotización de los mutualistas alternativos a la normativa vigente, en concreto al Real Decreto-ley 13/2022, de 26 de julio, por el que se establece un nuevo sistema de cotización para las personas adscritas al RETA, basado en los rendimientos netos de su actividad; cuestión en apariencia inocua que ha hecho tomar conciencia del problema de fondo, que es la insuficiencia, para muchos de los afectados, de la pensión prevista de jubilación.

En esencia, muchos de los mutualistas alternativos advierten ahora:

-que la alternatividad de la Mutualidad con respecto al RETA no significa equivalencia, pues se trata de dos sistemas no comparables de manera automática;

-que un sistema de capitalización individual (Mutualidad de la Abogacía desde el año 2005) frente a un sistema de reparto (Seguridad Social) difumina el carácter mutual de la entidad (¿debíó cambiar de nombre?) e implica la existencia de un capital concreto en el momento de la jubilación, fruto de las cantidades aportadas por el mutualista, que evidentemente ni se revaloriza ni se encuentra bajo la tutela del Estado;

-que las aportaciones a la Mutualidad no son stricto sensu cotizaciones;

-y que, al haberse establecido en un 80% de las fijadas en el RETA (requerimiento legal impuesto en 2013 a las entidades de previsión para seguir siendo alternativas al sistema público), son más ventajosas en un primer momento pero escasamente competitivas si no son complementadas.

Terreno abonado para que aflorara este movimiento existía y es que, junto al problema de la previsión social, la precarización en el ejercicio libre de la abogacía está alcanzando cotas casi impensables hace algunos años. A las dificultades derivadas de la pandemia se han unido este año las consecuencias de las reivindicaciones y acciones de protesta de fedatarios judiciales, jueces, fiscales y funcionarios. Sin entrar a valorar la legitimidad de dichas protestas y/o su conveniencia, perjuicios a la ciudadanía también aparte, lo cierto es que la inactividad de los Juzgados rayana en el colapso del sistema ha dañado aún más si cabe la maltrecha economía del abogado de a pie que asiste con turbación y sin posibilidad de reacción a la suspensión de juicios, señalamientos y demás trámites judiciales.

Lejos de ser transitoria, la problemática es estructural. Los motivos son variados pero me quiero referir aquí particularmente a la regulación de la asistencia jurídica gratuita. La vocación de servicio y disposición hacia el necesitado sin recursos ha sido tradicional y constante entre quienes nos dedicamos a este noble oficio. Lo que a mi juicio no resulta de recibo es que los parámetros económicos requeridos para ser beneficiario del derecho a la asistencia jurídica gratuita lo desnaturalicen cuando, a su vez, no van acompañados de una indemnización por el servicio (usando la terminología del artículo 30 de la Ley 1/1996, de 10 de enero, de Asistencia Jurídica Gratuita) en consonancia. El problema es sangrante en provincias con escaso tejido empresarial y con la mayor parte de la población viviendo de la mamandurria pública; en ellas, el control del turno de oficio supone de facto el control de la profesión. La Ley de 1996 ha creado una suerte de funcionarios ex lege, casi por obligación, que desempeñan su trabajo de manera impecable pero que cobran poco, tarde y mal, al menos en buena parte de España.

 Con estos mimbres no se puede hacer más que este cesto, sin olvidar factores endógenos, que por supuesto que los hay, en una profesión cuyos miembros se dedican a resolver los problemas de los demás pero que se despreocupan de los suyos propios y que tradicionalmente ha sido renuente al ejercicio de manera colectiva, sobre todo en localidades pequeñas, por poner sólo un ejemplo.

Con estos antecedentes, insisto, piensen en un abogado de a pie tipo que ingrese algo menos de 20.000 €uros al año, que es el montante que reciben alrededor del 60% de los mismos, según fuentes extraoficiales. De dicha cantidad ha de detraer la parte correspondiente a su previsión social, que corre por su cuenta, como autónomo que es.

Un trabajador por cuenta ajena que gane algo más del salario mínimo interprofesional supone para la empresa en la que trabaja un coste (salarios, cotizaciones a la Seguridad Social y demás) en el entorno de los 25.000 €uros.

No es de extrañar, por tanto, el aumento de la presencia de abogados en candidaturas electorales (a los no habituales me refiero) o su reinvención en profesiones próximas como la administración de fincas o la llevanza de la protección de datos personales, a modo de sálvese quien pueda.

Por su parte, la llamada abogacía institucional (Colegios de la Abogacía, Consejos Autonómicos y Consejo General, que son, a su vez, socios protectores de la Mutualidad de la Abogacía) tal vez haya sido demasiado complaciente y poco combativa, al menos si nos atenemos a la beligerancia de los representantes de los operadores jurídicos antes aludidos con respecto a sus reivindicaciones de carácter estrictamente pecuniario.

El descontento, la crispación y la indignación son comprensibles para el profesional de la abogacía de a pie ante un porvenir poco halagüeño de presente (en ejercicio) y de futuro (jubilado) frente a un sistema que cuenta con todas las bendiciones y con el que, o no genera, o pierde poder adquisitivo.

Decía al principio que toda esta situación, a modo de interpretación libre bienintencionada, me recordaba a Juan de Mariana. Espero que la referencia lleve a algún lector del presente post, si es que lo hay, a ahondar en la obra de este ilustre miembro de la Escuela de Salamanca y saque sus propias conclusiones.

Ingreso Mínimo Vital: primeras consideraciones del Real Decreto-ley 20/2020 (parte II)

Este artículo continúa el análisis con las primeras consideraciones en torno al nuevo ingreso mínimo vital en los términos del Real Decreto-ley 20/2020, de 29 de mayo, que en estos momentos está pendiente de tramitación por el Congreso de los Diputados.

Si la primera parte se centraba en la naturaleza y los requisitos de acceso al IMV, en esta segunda se consideran otros aspectos de esta prestación: su régimen de incompatibilidades, los efectos de su diseño sobre la búsqueda y el acceso al empleo de sus beneficiarios, las medidas para favorecer la inserción social y laboral y el encaje del IMV con otras prestaciones públicas, sobre todo con las rentas mínimas de inserción de las Comunidades Autónomas.

Incompatibilidades de la prestación e integración de la asignación económica por hijo o menor a cargo

En lo que respecta al régimen de incompatibilidades, la norma establece que no podrán ser beneficiarias del IMV las personas usuarias de una prestación de servicio residencial, de carácter social, sanitario o sociosanitario, con carácter permanente y financiada con fondos públicos, salvo que se trate de mujeres víctimas de violencia de género o víctimas de trata de seres humanos y explotación sexual, así como otras excepciones que se establezcan reglamentariamente (art. 4.2, RDL 20/2020). El IMV tampoco es compatible con la asignación económica por hijo o menor a cargo (art. 16, ibíd.). Sí lo es con salarios sociales, rentas mínimas de inserción o ayudas análogas concedidas por las Comunidades Autónomas (arts. 8.2, 18.1.e).1º, ibíd.), cuestión que, como se señalará más adelante, constituye otra potencial  fuente de conflictos en cuanto al encaje del IMV con estas prestaciones.

En relación con la prestación por hijo o menor a cargo, de hecho, la norma da un paso más al prever la integración de esta prestación en el supuesto de hijo o menor sin discapacidad o con una discapacidad inferior al 33 por ciento, estableciendo que no se podrán cursar nuevas solicitudes en este supuesto y quedando a extinguir las que hubieran sido reconocidas con anterioridad (DT 7ª, ibíd.). Esta integración se acompaña de un régimen excepcional de reconocimiento del IMV de oficio a las personas beneficiarias de la asignación económica por hijo o menor a cargo hasta el 31 de diciembre de 2020, con derecho a partir de esta fecha de mantenerse en el IMV o reanudar el percibo de la asignación, siempre que se cumplan los requisitos exigidos en cada caso (DT 1ª, ibíd.).

La procedencia de esta integración de la asignación económica por hijo o menor a cargo es otra cuestión que ha suscitado un vivo debate, todavía pendiente de resolución. A fin de cuentas, ambas prestaciones persiguen fines distintos y, por tanto, atienden a hogares con necesidades no necesariamente iguales. Por un lado, el IMV busca prestar una garantía de ingresos mínimos que permita dar cobertura a las necesidades básicas de los hogares en situación de pobreza severa para prevenir su exclusión social. Por otro, la asignación por hijo o menor a cargo pretende prestar un apoyo económico que permita una atención adecuada a las necesidades básicas de la infancia a hogares en situación de pobreza relativa para garantizar la igualdad de oportunidades de todos los niños y niñas. De ahí que el requisito de carencia de ingresos de la asignación económica por hijo o menor a cargo, con la norma previa, fuese menos estricto que el ahora exigido para el IMV. Por esa razón, aunque esta integración pueda parecer natural para las personas beneficiarias del IMV, no sucede lo mismo para aquellas que, sin poder serlo, con la norma anterior podían beneficiarse de la asignación por hijo o menor a cargo y que ahora quedarían en virtud de esta integración excluidas de cualquier protección social.

Ajustes de diseño para facilitar la transición al empleo

Un aspecto que ha estado desde el primer momento, ya en el plano teórico, en el centro del debate ha sido la preocupación por los efectos sobre el empleo de una política estructural como el ingreso mínimo vital. Precisamente con la pretensión de evitar posibles desincentivos en la búsqueda y acceso al empleo de sus beneficiarios, el diseño de la prestación presenta algunas peculiaridades.

De este modo, se establece que la percepción del IMV será compatible con la obtención de rentas de trabajo o de actividades económicas por cuenta propia tanto por la persona titular como por las beneficiarias de la misma unidad de convivencia, en los términos y dentro de los límites conjuntos que se determinen reglamentariamente (art. 8.4, ibíd.). En todo caso, la obtención de estas rentas de trabajo o de actividades económicas conllevaría el ajuste de la cuantía de la prestación, por cuanto ésta viene determinada por la diferencia entre la cuantía de la renta garantizada, en función de la tipología de la unidad de convivencia, y el conjunto de todas las rentas e ingresos de la persona beneficiaria (art. 10, ibíd.).

En este sentido, aunque no figure como tal previsto en la norma, desde el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones se ha expresado su intención de que el desarrollo reglamentario de este precepto se produzca de modo que el ajuste de la cuantía derivado de una modificación de las circunstancias económicas del beneficiario, como sería el acceso a un empleo por cuenta propia o ajena (art. 13, ibíd.), se produzca sin desincentivar el trabajo.

De tal forma, siguiendo experiencias positivas como la de la Renta Garantizada de Ingresos del País Vasco, se plantea que en estos supuestos la cuantía de la prestación se reduzca en una proporción menor a la del incremento de los ingresos del trabajo o de actividades económicas. Por ejemplo, para una persona que perciba un IMV anual de 5.538 euros que acceda a un trabajo por cuenta ajena a tiempo parcial por el que perciba 3.000 euros, con el mecanismo propuesto, la cuantía se reduciría en una proporción menor a la exacta, pongamos, hasta los 3.000 euros, de modo que al final el beneficiario quedaría con unos ingresos totales de 6.000 euros, más que si no trabaja. El objetivo último, sea cual sea la ratio de ajuste que se decida, es que para la persona beneficiaria siempre le salga a cuenta trabajar en lugar de no hacerlo y quedarse simplemente percibiendo la prestación a que tenga derecho.

¿Itinerarios de inserción social y laboral?

Una de las diferencias más notables entre el ingreso mínimo vital y las rentas mínimas de inserción autonómicas se da en su condicionalidad. Así, la percepción de estas rentas autonómicas en todos los casos se condiciona a la participación de las personas beneficiarias de un itinerario de acciones dirigidas a favorecer su inserción social y/o laboral, atendiendo a su perfil personal.

No sucede así con el IMV, aludiéndose la imposibilidad de establecer esta condicionalidad por carecer el Estado de competencias en materia de servicios sociales. No está muy claro el alcance de este argumento, dado que el Estado tampoco posee competencias en materia de políticas activas de empleo y eso no parece impedir que la norma condicione la percepción de la prestación al requisito de figurar inscrito como demandante de empleo, ni tampoco, al margen de esta prestación en sí, impide que desde una norma estatal se configure un marco integrado de actuación en materia de empleo, sin perjuicio de su posterior desarrollo y ejecución material por las Comunidades Autónomas (RDL 3/2015, de 23 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Empleo).

En cualquier caso, lo cierto es que la norma elude abordar el diseño de este marco para la inserción social y laboral de los beneficiarios del IMV, optando en su lugar por su remisión a un posterior desarrollo mediante la cooperación y colaboración institucional entre el Gobierno de España, las Comunidades Autónomas, las Entidades Locales y el Tercer Sector de Acción Social (art. 28.1, ibíd.). Asimismo, se prevé expresamente que tanto los efectos del ingreso mínimo vital como la eficacia de las estrategias para la inclusión social y laboral de sus beneficiarios serán objeto de evaluación por la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (art. 28.3, ibíd.).

Las únicas previsiones concretas para favorecer la inserción laboral de las personas beneficiarias del IMV previstas en la norma hacen referencia a la consideración de las mismas como colectivo prioritario de las políticas de empleo (art. 28.2, ibíd.), la creación de un Sello de Inclusión Social para las empresas que contribuyan al tránsito al empleo ordinario de estas personas o la consideración de las beneficiarias que sean contratadas como personas en riesgo de exclusión para valorar el desempate de ofertas en licitaciones públicas (DA 1ª, ibíd.). Resulta llamativo, no obstante, que la norma no abunde en este tipo de incentivos, sea en el ámbito de la contratación pública o bien por medio de bonificaciones al empleo.

Encaje con otras prestaciones estatales y autonómicas

Por último, aunque desde luego no menos importante, un aspecto que sigue generando verdaderos quebraderos de cabeza es el del encaje del nuevo ingreso mínimo vital con otras prestaciones públicas, en particular las rentas mínimas de inserción autonómicas.

Ya en la propia fase preliminar de diseño del IMV, una de las principales disyuntivas era cómo abordar la realidad prestacional preexistente a la hora de articular esta prestación. ¿Era mejor apostar por la creación de una nueva prestación dentro del sistema de la Seguridad Social, adicional a las ya existentes tanto de competencia estatal como autonómica, aun a riesgo de que se produjesen duplicidades o solapamientos? ¿O en su lugar era preferible intentar buscar una armonización de las rentas mínimas ya existentes, siguiendo un modelo similar al que supuso la creación del Sistema para la Autonomía Personal y Atención a la Dependencia con la aprobación de la Ley 39/2006, de 14 de diciembre? El Gobierno finalmente se decantó por la primera opción y, además, amparado por el contexto de crisis ocasionado por la COVID-19, lo hizo sin reunir –quizá sin buscar– el deseable concurso de las Comunidades Autónomas.

Esta indefinición en torno a la subsidiariedad del IMV con las rentas mínimas de inserción autonómicas –esto es, qué prestación complementa a cuál- ha generado una dinámica de competición en la que, de momento, los incentivos parecen alinearse a favor de que el IMV prevalezca como prestación básica, sin perjuicio de que pueda ser complementada por las prestaciones que a tal efecto aprueben las CCAA, en su caso, que resulten de la modificación de sus actuales rentas mínimas de inserción. De hecho, así ha sucedido en los casos de Aragón, Baleares, Cataluña o Comunidad Valenciana.

En todo caso, el papel de las Comunidades Autónomas no se agota en la determinación de esta complementariedad entre el IMV y sus correspondientes rentas mínimas de inserción. En ese sentido, si bien la competencia para el reconocimiento y control del IMV corresponde al Instituto Nacional de la Seguridad Social (art. 23.1, ibíd.), la norma prevé que se pueda habilitar para la incoación del expediente, e incluso de para su tramitación hasta la resolución, mediante el oportuno convenio, a las Comunidades Autónomas y/o a las Entidades Locales (art. 23.2, ibíd.).

Asimismo, de manera excepcional, la norma contempla la atribución de las competencias del INSS a las CCAA del País Vasco y Navarra en sus respectivos ámbitos, mediante convenio, produciéndose hasta su celebración el ejercicio de tales competencias mediante una fórmula de encomienda de gestión (DA 5ª, ibíd.). Esta atribución competencial ha sido fuente de numerosas polémicas, ya que rompe injustificadamente el principio de igualdad de trato de manera directa entre las CCAA, e indirecta entre los propios ciudadanos en función de su lugar de residencia. De hecho, el argumento esgrimido por la norma, el que las Administraciones forales disponen de sus propias Haciendas, parece bastante endeble, por cuanto ninguna Administración tributaria ejerce competencia alguna ni en el reconocimiento, ni en la gestión ni en el control del IMV, ni desempeñan ningún papel salvo la obligada colaboración con el INSS a la hora de facilitar la información sobre los beneficiarios que le sea requerida por dicho organismo, algo que afecta por igual y sin ningún hecho diferencial tanto a la Administración tributaria estatal como las forales. Más parece que se trata de una cesión de naturaleza política, motivada por la necesidad de recabar apoyos concretos para la aprobación de la norma, que por razones técnicas o de funcionamiento.

Por otra parte, las Comunidades Autónomas desempeñan asimismo un papel relevante, aunque aún por explotar, en la puesta en marcha y posterior desarrollo del ingreso mínimo vital.

Primero, en lo que respecta al intercambio y puesta en común de información sobre el IMV y sobre otras prestaciones de su competencia a través del Registro de Prestaciones Sociales Públicas (DA 2ª, ibíd.) y, seguidamente, de la nueva Tarjeta Social Digital, cuya creación se contemplaba en la Ley de Presupuestos Generales de 2018 y que se confirma en esta norma (DF 5ª, ibíd.).

Segundo, en lo relativo al seguimiento, evaluación y mejora de la gestión del IMV a través de la participación de las Comunidades Autónomas de la mano del Gobierno de España en la Comisión de seguimiento del ingreso mínimo vital, que tiene entre otras funciones la evaluación del impacto del IMV como instrumento para prevenir el riesgo de pobreza y exclusión social, la cooperación institucional en la definición de objetivos e indicadores de inclusión y la evaluación y el análisis de las estrategias y políticas para la inclusión de las personas beneficiarias de esta prestación (art. 30, ibíd.). La labor de esta Comisión se complementa, por cierto, con la creación de un Consejo consultivo del ingreso mínimo vital con la participación del Tercer Sector de Acción Social y los agentes sociales (art. 31, ibíd.).

 

 

Ingreso Mínimo Vital: primeras consideraciones del Real Decreto-ley 20/2020 (parte I)

Después de semanas de expectación y debate, por no hablar de las discusiones en torno a la paternidad de la medida, el Gobierno daba luz verde al Real Decreto-ley 20/2020, de 29 de mayo, por el que se crea el ingreso mínimo vital (IMV) como nueva prestación de naturaleza no contributiva del sistema de la Seguridad Social. La aprobación del ingreso mínimo vital supone toda una revolución en el sistema de protección social español, por cuanto constituye la primera política estructural de garantía de ingresos frente a la contingencia de riesgo de exclusión social de ámbito nacional.

Precisamente por su trascendencia, son muchos los interrogantes que todavía se suscitan en torno a esta nueva prestación, que, de momento, han solicitado casi 350.000 hogares y que ya ha sido reconocida de oficio a cerca de 75.000. ¿Qué pasará con las rentas mínimas de las Comunidades Autónomas que hasta el momento cubrían a las personas ahora beneficiarias del IMV? ¿Cómo debe ser diseñada la prestación para no desincentivar el acceso al empleo? ¿Qué medidas de intervención deben acompañar la percepción del IMV para promover la inclusión social y laboral de beneficiarios?

En estos momentos el RDL 20/2020 se encuentra en tramitación parlamentaria después de su convalidación, por lo que todavía es pronto para responder con propiedad a muchas de estas preguntas. No obstante, más allá de los posibles cambios que se produzcan, ya es posible extraer algunas consideraciones sobre el nuevo IMV atendiendo a la redacción actual de su norma reguladora.

Dada la extensión del análisis, de forma excepcional, esta entrada se dividirá en dos partes. En la primera, que sigue a continuación, analizaré la naturaleza y los requisitos de acceso al ingreso mínimo vital, mientras que en la segunda parte me centraré en otros aspectos de esta prestación, como su impacto sobre la búsqueda y el acceso al empleo, las medidas para favorecer la inserción social y laboral de sus beneficiarios o su encaje con otras prestaciones públicas.

Naturaleza del ingreso mínimo vital

El ingreso mínimo vital, como reza la exposición de motivos, “nace con el objetivo principal de garantizar, a través de la satisfacción de unas condiciones materiales mínimas, la participación plena de toda la ciudadanía en la vida social y económica, rompiendo el vínculo entre ausencia estructural de recursos y falta de acceso a oportunidades en los ámbitos laboral, educativo, o social de los individuos”.

Entre los antecedentes más directos al IMV, la norma hace referencia a la Iniciativa Legislativa Popular con la finalidad de establecer una prestación de ingresos mínimos impulsada por los sindicatos Unión General de Trabajadores y Comisiones Obreras, así como al estudio titulado «Los programas de rentas mínimas en España» elaborado por la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) –de la que era presidente el actual titular del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones– y publicado el 26 de junio de 2019.

La elección de articular el IMV dentro del sistema de la Seguridad Social, como prestación económica en su modalidad no contributiva, al igual que hicieron los sindicatos con la propuesta análoga en su ILP, viene justificada esencialmente por razones de índole competencial. En efecto, la exposición de motivos alude al “mandato que el artículo 41 de la Constitución Española otorga al régimen público de Seguridad Social para garantizar la asistencia y prestaciones suficientes ante situaciones de necesidad, asegura un determinado nivel de rentas a todos los hogares en situación de vulnerabilidad con independencia del lugar de residencia”.

Teniendo todo esto presente, el IMV se configura como un derecho subjetivo a una prestación económica de naturaleza no contributiva (art. 2, RDL 20/2020) de carácter subsidiario y diferencial (art. 3.a), ibíd.), duración indefinida aunque condicionada a la vigencia de los requisitos para su reconocimiento (art. 3.c), ibíd.). Es inembargable e intransferible (art. 3.e), ibíd.).

La cuantía del IMV en cada caso se determina por la diferencia entre la renta anual garantizada por la prestación y el conjunto de las rentas e ingresos de la persona beneficiaria y de las demás personas que formen parte de la misma unidad de convivencia (art. 10.1, ibíd.). La renta anual garantizada para una persona beneficiaria individual es el 100 por 100 del importe anual de las pensiones no contributivas fijado anualmente en la Ley de Presupuestos Generales del Estado (art. 10.2.a), ibíd.). Para el ejercicio 2020, la cuantía anual de renta garantizada para una persona beneficiaria individual asciende a 5.538 euros (art. 10.5, ibíd.). En el caso de unidad de convivencia, la cuantía anterior se incrementará en un 30 por ciento por cada miembro adicional hasta el límite máximo del 220 por ciento (art. 10.2.b), ibíd.). En caso de unidad de convivencia monoparental, a este último incremento se le sumará un complemento del 22 por ciento sobre la cuantía inicial (art. 10.2.c), ibíd.).

Las personas beneficiarias del IMV están sujetas durante su percepción a una serie de obligaciones, incluido el deber de comunicar cualquier cambio en las circunstancias que motivaron su concesión, reintegrar las prestaciones percibidas de forma indebida o también presentar anualmente la declaración del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, incluso aunque legalmente no estuvieran obligadas a ello por la normativa reguladora de dicho tributo (art. 33, ibíd.).

El incumplimiento de estas obligaciones conlleva la aplicación del régimen sancionador previsto en la norma (arts. 34, 35 y 36, ibíd.). Con carácter general, como suele ser habitual en este tipo de prestaciones, las sanciones consisten en la suspensión del derecho a la prestación, por un periodo en función de la gravedad de la infracción, previéndose su extinción sólo en supuestos de falsedad o fraude.

Requisitos de acceso: determinación de la unidad de convivencia y de la situación de vulnerabilidad económica

Podrán ser beneficiarias del ingreso mínimo vital las personas que formen parte de una unidad de convivencia o vivan solas y que, reuniendo los requisitos de acceso previstos en la ley, se encuentren en situación de vulnerabilidad económica (art. 4, ibíd.). A estos efectos, la situación de vida independiente deberá acreditarse durante al menos los tres años anteriores a la solicitud del IMV, salvo en el supuesto de que la persona solicitante sea víctima de violencia de género que haya abandonado su domicilio habitual o haya iniciado los trámites de separación o divorcio (art. 7.2, ibíd.), mientras que, para el caso de las personas que formen parte de una unidad de convivencia, ésta deberá haber estado constituida de forma continuada durante al menos el año anterior a la solicitud (art. 7.3, ibíd.).

Las personas beneficiarias deberán, además, tener residencia legal y efectiva en España y haberla tenido de forma continuada e ininterrumpida durante al menos el año inmediatamente anterior a la fecha de la solicitud, salvo en el supuesto de menores incorporados a la unidad de convivencia por nacimiento, adopción, guarda con fines de adopción o acogimiento, de víctimas de violencia de género o de víctimas de trata de seres humanos o de explotación sexual (art. 8.1.a), ibíd.). Para su reconocimiento, será igualmente requisito que las personas beneficiarias hayan solicitado previamente a la solicitud del IMV las demás pensiones y prestaciones vigentes a las que pudieran tener derecho, exceptuando los salarios sociales, rentas mínimas de inserción y ayudas análogas concedidas por las Comunidades Autónomas (art. 8.1.c), ibíd.), y que, en el caso de ser mayores de edad o menores emancipados y estén en desempleo, figuren inscritas como demandantes de empleo (art. 8.1.d), ibíd.).

A estos efectos, se entiende por unidad de convivencia la constituida por todas las personas que residan en un mismo domicilio unidas entre sí por vínculo matrimonial o como pareja de hecho, o por vínculo de parentesco hasta el segundo grado de consanguinidad, afinidad, adopción, y otras personas con las que conviva en virtud de guarda con fines de adopción o acogimiento familiar permanente (art. 6, ibíd.).

Asimismo, se considera que concurre el requisito de vulnerabilidad económica cuando el promedio mensual de ingresos y rentas computables de la persona que vive sola o del conjunto de miembros que integran la unidad de convivencia, correspondientes al ejercicio anterior, sea inferior a la cuantía mensual de la renta garantizada por el IMV según la tipología del hogar, al menos en 10 euros (art. 8, ibíd.). No se considerarán en situación de vulnerabilidad económica, sean cuales sean sus ingresos o rentas, las personas o unidades de convivencia cuyo patrimonio supere un determinado umbral, ni tampoco las que sean administradoras de derecho de una sociedad mercantil (art. 8.3, ibíd.), aspecto este último que suscita dudas fundadas sobre su carácter discriminatorio.

Que los ingresos o rentas que se toman como referencia para valorar la situación de vulnerabilidad económica sean los del ejercicio anterior no ha estado exento de polémica, por cuanto puede llevar a situaciones incongruentes con los fines del IMV. Así, puede suceder que la persona que solicite el IMV en 2020 haya carecido de ingresos suficientes durante todo 2019 –el ejercicio anterior- pero haya encontrado un empleo estable para el momento en que efectúa la solicitud. Atendiendo a la norma, no obstante, esta persona tendría derecho a la prestación, aunque objetivamente no la necesite. Por el contrario, una persona que en 2019 haya tenido ingresos suficientes, pero que en el momento de solicitar el IMV en 2020 lleve seis meses en paro, por la misma razón no tendría derecho a la prestación.

Sólo en este último caso, de manera extraordinaria y considerando el impacto de la crisis sanitaria ocasionada por la COVID-19, se contempla un régimen excepcional para solicitudes cursadas durante 2020, de modo que para el requisito de vulnerabilidad económica se considere la parte proporcional de los ingresos que haya tenido la unidad de convivencia durante el tiempo transcurrido del año 2020, siempre y cuando en 2019 no haya superado en al menos el 50 por ciento los límites de ingresos y de patrimonio (DT 3ª, ibíd.).

Elementos subjetivos del derecho a la prestación y exclusión de las personas con capacidad jurídica modificada judicialmente

En cuanto a los requisitos subjetivos para ser beneficiarias, en el caso de personas que viven solas, tendrán que tener al menos 23 y menos de 65 años. A estos efectos, se considerará que viven solas, aunque compartan domicilio con otras, las que no estén unidas por matrimonio o como pareja de hecho o por parentesco como para ser consideradas unidad de convivencia. No se exigirán estos requisitos a las personas que sean víctimas de violencia de género o de trata de seres humanos o explotación sexual (art. 4.1.b), ibíd.).

En cuanto a las personas beneficiarias que estén integradas en una unidad de convivencia (art. 4.1.a), ibíd.) será reconocida como como titular del derecho la que realice la solicitud, siempre que tenga plena capacidad de obrar y una edad de al menos 23 y menos de 65 años, salvo que se trate de solicitantes que sean mayores de edad o menores emancipados y que tengan hijos a su cargo. También podrá ser titular una persona mayor de 65 años cuando el resto de personas de la unidad de convivencia tengan la misma edad o bien sean menores de edad o estén incapacitadas judicialmente (art. 5.2, ibíd.).

La exclusión automática de las personas que tienen su capacidad modificada judicialmente es uno de los aspectos que más polémica han levantado de esta norma. Sobre todo cuando en estos momentos se encuentra a las puertas de su tramitación la reforma de la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su discapacidad jurídica, la cual supone un paso decisivo en la adaptación de nuestro ordenamiento jurídico a la Convención Internacional de Derechos de las Personas con Discapacidad, y que ya fue objeto de análisis en este mismo medio.

Desde luego, resulta difícil justificar esta exclusión de las personas con discapacidad, que no parece ampararse más que en la “comodidad” con la que el legislador siempre ha abordado los procesos relacionados con la toma de decisiones de estas personas, no sólo en coherencia con la nueva propuesta regulatoria antes señalada, sino también en perspectiva comparada con las normas reguladoras de las rentas mínimas de inserción autonómicas. Como ejemplo de alternativa, la norma que regula la Renta de Garantía de Ingresos del País Vasco, consciente de las mismas dificultades, no prevé sin embargo la exclusión de las personas con discapacidad del reconocimiento de la prestación, sino que en su lugar contempla que el órgano competente acordará el pago de la prestación a la persona a la que corresponda la tutela o la representación de aquellas (art. 8.3, Ley 18/2008, de 23 de diciembre). Sin ser tampoco la mejor opción –lo ideal, en coherencia con la reforma de la capacidad jurídica propuesta, sería un marco más flexible de apoyo en la toma de decisiones según las circunstancias de la persona titular–, es desde luego preferible a la mera exclusión automática prevista para el acceso al IMV.

 

La hipoteca inversa: su finalidad y posibles consecuencias

Cada año, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) elabora un “Perfil de las personas mayores en España”.  Según su Informe del pasado año 2019, las personas de 65 y más años representaban el 19,4% de la población total de España. En el año 2007, casi siete millones y medio de personas (7,41 exactamente).  Estos datos suponen casi diez puntos más que hace 50 años. Esto es, si hace 40 años uno de cada diez habitantes tenía más de 65 años, en la actualidad es casi uno de cada cinco. Asimismo, la esperanza de vida en España es una de las más altas del mundo.

Por tanto, la población española sigue experimentando un notable proceso de envejecimiento. Así, y de seguir esta tendencia, se prevé según estimaciones del Instituto Nacional de Estadística que, para el año 2066, el conjunto de personas mayores en España alcance los 14 millones de personas.  Los avances médicos y el sistema de bienestar han alargado la esperanza de vida (en la actualidad, en España se sitúa en 82 años), de tal forma que, según el Informe del Departamento de Asuntos económicos y sociales de las Naciones Unidas del año 2019 y publicado a principios de este año 2020 (World Population Ageing 2019), para el año 2050, España se situaría entre los países más envejecidos del mundo.

Teniendo en cuenta que, a principios de este año 2020, en España se situaba el número de pensionistas en 8,9 millones, que el gasto total de pensiones fue de 9.872,32 millones de euros, que en el año 2018 el déficit público español se situó en casi 30.500 millones de euros, estando el 44% de dicha cantidad su origen en las pensiones de la Seguridad Social (en noviembre de 2019, el déficit se situó en 10.987 millones) y que el panorama de las pensiones públicas preocupa, cuanto menos, respecto a su sostenibilidad  -en la actualidad, la media de una prestación de jubilación contributiva roza la cantidad de 1.500 €/mes,  mientras que la de una pensión no contributiva no alcanza los 400 €/mes-, según reiterados informes del Banco de España, una de las formas que por la que tener una mayor pensión y/o complementarla es la hipoteca inversa.

La hipoteca inversa, que sólo puede ser concedida por una entidad de crédito, por un establecimiento financiero de crédito o por entidades aseguradoras autorizadas para operar en España, es el préstamo o crédito garantizado mediante hipoteca sobre un bien inmueble que constituya la vivienda habitual solicitadas por personas de edad igual o superior a los 65 años o afectadas de dependencia o personas a las que se les haya reconocido un grado de discapacidad igual o superior al 33 por ciento.  Al contrario que en la hipoteca convencional, en este caso es el titular quien recibe del banco una cantidad a cambio del piso (normalmente en forma de renta mensual); la ventaja es que puede seguir utilizándolo hasta su fallecimiento y en ningún momento pierde la propiedad de su vivienda.  La cantidad del préstamo estará ligada siempre al valor de la vivienda y a la forma en la que se quiera cobrar el importe. En caso de cobrarla toda de golpe, la cantidad será la tasación que el banco haga de la casa. Sin embargo, lo normal es usar la hipoteca inversa para obtener una renta mensual, trimestral o semestral; y, evidentemente, a mayor edad, mayor importe del préstamo  -suele ofrecerse, desde el 26% de la tasación de la vivienda a los 65 años y al 46% a partir de los 85 años, con un tipo de interés que suele rondar entre el 5% y el 6%,  tipo menor que el que se fija en un préstamo personal pero mucho más que una hipoteca convencional-.

La hipoteca inversa comenzó su comercialización en España en 2007 a través de cajas de ahorro y en 2013 a través de BBVA, pero se dejaron de comercializar durante la crisis financiera y a, fecha actual,  apenas llegan al centenar de personas, mientras que en el Reino Unido (que es de donde procede), en el año 2018, se contrataron más de 47.000.

En efecto, la hipoteca inversa fue introducida jurídicamente en España mediante la Disposición adicional primera de la Ley 41/2007, de 7 de diciembre, por la que se modifica la Ley 2/1981, de 25 de marzo de Regulación del Mercado Hipotecario y otras normas del sistema hipotecario y financiero.  La hipoteca inversa se aprobó por las explicaciones ofrecidas en el punto VIII del Preámbulo de la citada Ley 41/2007, de 7 de diciembre. Básicamente por dos factores: 1) la previa aprobación de la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia  -que regula las condiciones básicas que garanticen la igualdad en el ejercicio del derecho subjetivo de ciudadanía a la promoción de la autonomía personal y atención a las personas en situación de dependencia- y  2) para hacer líquido el valor de la vivienda mediante productos financieros para paliar uno de los grandes problemas socioeconómicos que tienen España y la mayoría de países desarrollados: la satisfacción del incremento de las necesidades de renta durante los últimos años de la vida. Se recoge en dicho punto VIII que el desarrollo de un mercado de hipotecas inversas que permita a los mayores utilizar parte de su patrimonio inmobiliario para aumentar su renta ofrece un gran potencial de generación de beneficios económicos y sociales. La posibilidad de disfrutar en vida del ahorro acumulado en la vivienda aumentaría enormemente la capacidad para suavizar el perfil de renta y consumo a lo largo del ciclo vital, con el consiguiente efecto positivo sobre el bienestar.

Como se ha expuesto, si bien esta modalidad de hipoteca no convencional tiene sus ventajas  (siendo la vivienda habitual, además, el beneficiario no habría que pagar el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados al constituir el préstamo, aunque es evidente que el acreedor, el banco, buscará viviendas de alto valor para poder obtener más partido al préstamo y garantías;  por otra parte, las cantidades recibidas por la hipoteca inversa no se consideran, en ningún caso, renta a efectos de IRPF), tiene una serie de riesgos y consecuencias posteriores a su firma.  Una de ellas es que la renta que cobrará el beneficiario no se actualiza, por lo que el capital irá perdiendo valor por el efecto de la inflación. Otra que, al fallecimiento del beneficiario, a los herederos les corresponderá tanto la propiedad de la vivienda cuanto asumir la deuda acumulada con la entidad financiera para cancelar el préstamo, para lo que dispondrán de dos opciones: bien quedarse con la vivienda, objeto de la hipoteca inversa, para lo que deberán liquidar la deuda con la entidad, devolviendo el dinero prestado -si no dispusieran de patrimonio para hacerlo podrían financiarse mediante la constitución de una hipoteca normal sobre la vivienda, por el importe de la deuda-, o bien vender la vivienda, lo que el importe de la misma se habrá de utilizar para cancelar el préstamo tomado por el deudor hipotecario, pero si la cantidad no fuera suficiente para la cancelación de la hipoteca, la entidad acreedora podrá instar siempre la venta de otros bienes de la herencia. Finalmente, la mayoría de las entidades permiten contratar, al tiempo de la hipoteca inversa, un seguro de renta vitalicia diferido, que suele hacerse para el caso de que el deudor hipotecario sobreviva a la edad calculada para la operación del préstamo y se terminara el importe dinerario de la hipoteca: en este caso, si bien el deudor seguiría cobrando su renta mensual, hay que tener en cuenta siempre que este tipo de seguros vinculados son extremadamente caros y, en la mayoría de las ocasiones, las entidades tratarán de cobrarlos en un pago único a la firma de la hipoteca inversa. Además, son seguros extremadamente complejos, faltos de transparencia y que, en alguna ocasión, los Tribunales los han declarado nulos (v.gr. SAP Madrid núm. 207/2017 de 30 de mayo).

Una de las soluciones para que se contratara más este producto debería ser, en primer lugar, una regulación jurídica más seria y exhaustiva, una ley actualizada -la vigente está totalmente desfasada y regulada someramente en una simple Disposición Adicional- que estimule la firma de este producto, porque los solicitantes son personas mayores. Una Ley que especificara que el tipo de interés que fija la entidad financiera fuera igual a la de una hipoteca convencional (ya se ha indicado anteriormente que es mayor que en ésta), que el valor de la tasación de la vivienda sea un tanto superior al que se aplica -suele rondar el 30%-  y que la información al consumidor sea más transparente (de esta forma, no serían necesarios, en muchos casos, los seguros vinculados). Porque la entidad financiera, tal y como está regulado actualmente este producto, tiene más que garantías suficientes para cobrar el importe del préstamo.

La discriminación por edad ante el reto demográfico

La discriminación por edad, es el fenómeno más común en empresas y organizaciones por encima de otros tipos de discriminación. Sin embargo, se trata de un tipo de discriminación menos visible porque tiene que luchar contra estereotipos muy erradicados en este sentido y con la menor sensibilidad que muestra la sociedad, en general, hacía el edadismo.

Estos tópicos y estereotipos se fundamentan en ideas tan alejadas de la realidad como la escasa capacidad de adaptación de los seniors o la falta de competencias digitales, y la sociedad vive con naturalidad que a medida que se envejece se “empuje” a los seniors a un retiro forzado de la actividad laboral, cuando en la mayoría de casos por la madurez, conocimientos y experiencia alcanzados, es cuando pueden dar lo mejor de sí.

De los tres millones de parados que hay en nuestro país un 50% superan los 45 años de edad y se enfrentan diariamente a la barrera impuesta por el edadismo en su búsqueda de empleo. Lo más irónico de la cuestión es que mientras celebramos por un lado los avances de la ciencia que nos encaminan a una vida cada vez más longeva, por el otro, no nos paramos a reflexionar detenidamente sobre las implicaciones que esta progresiva longevidad acarreará en todos los sentidos.

La situación es muy clara; viviremos más, la fertilidad se sigue reduciendo y, según las previsiones al respecto, las poblaciones envejecerán significativamente en las próximas décadas. De hecho, para 2050 se prevé que una de cada cuatro personas que viven en Europa y EEUU podría tener 65 años o más. En 2018, por primera vez en la historia, las personas de 65 años o más superaron en número a los niños menores de cinco años en todo el mundo. Este envejecimiento a pasos agigantados lleva a estimaciones que nos dicen que el número de personas de 80 años o más se triplicará; de 143 millones en 2019 a 426 millones en 2050. Ante estas cifras, ¿cómo pensamos que vamos a mantener una economía sostenible? ¿Qué pasará con un sistema de pensiones que no ha variado al nivel que lo ha hecho la esperanza de vida?

Es verdad que el planeta sigue con preocupación y justo interés las cuestiones relacionadas con el desarrollo sostenible, las revoluciones tecnológicas o la transición energética, pero por alguna razón incomprensible no pensamos en lo que será de nosotros y del estado de bienestar viviendo en una sociedad envejecida que no pone los medios para paliar sus dramáticos efectos en un futuro no tan lejano.

En el último informe publicado sobre el tema por la OCDE ya nos advierten sin paliativos de que: “La gente de hoy vive más que nunca, pero lo que es una bendición para las personas puede ser un desafío para las sociedades. Si no se hace nada para cambiar los patrones de trabajo y jubilación existentes, el número de personas mayores inactivas que necesitarán el apoyo de cada trabajador podría aumentar en un 40% de promedio en el área de la OCDE entre 2018 y 2050”

Hemos de afrontar la realidad y trabajar en la elaboración y aplicación de medidas eficaces encaminadas a mejorar la situación del mercado laboral de los trabajadores de más edad. Un plan de acción que incluya propuestas en varios ámbitos, tanto a nivel legislativo, como empresarial y social. Trabajar con la voluntad de impulsar cambios a nivel europeo en la legislación laboral para proteger al colectivo de +45 años y conseguir medidas efectivas que permitan retener el talento senior en las empresas. Estas medidas deberían incluir, entre otras, incentivos a nivel fiscal, propuestas sobre cuotas de personal de más edad en las empresas o bonificaciones por contratos a seniors.

Asimismo, obtener un compromiso de los gobiernos para el control de las jubilaciones anticipadas, evitando que se conviertan en despidos encubiertos del personal de mayor edad. Es más que evidente que la visión cortoplacista del ingente volumen de jubilaciones anticipadas que caracterizaron el mercado laboral en las últimas décadas no ha hecho más que acelerar la gravedad de un problema sobre el que hay que actuar sin más dilación. Hay que cambiar la mentalidad respecto a la jubilación y buscar fórmulas flexibles que no penalicen al trabajador en la última etapa de su vida laboral, sino todo lo contrario, e imitar ejemplos de países en los que la jubilación activa se ha revelado como una fórmula óptima que contribuye a paliar el grave problema del talento senior que se pierde diariamente.

Otro de los puntos claves de un plan de acción pasa por fomentar programas de formación específicos para el colectivo senior, haciendo especial hincapié en las nuevas tecnologías. Desafortunadamente, y comparados con otras realidades europeas, España es de los país donde es más escasa o casi inexistente la inversión en formación para el colectivo de más edad en las empresas, y este es uno de los puntos claves sobre el que debemos avanzar más rápidamente.

Por otro lado, no se trata solo de realizar una campaña a nivel legislativo, hay que hacer, además, un gran trabajo de sensibilización en las empresas y en toda la sociedad. Hay que fomentar los equipos intergeneracionales, incidiendo en que el talento senior y el junior no son excluyentes si no que la suma de los valores que ambos aportan son una combinación ganadora en el complejo mundo empresarial. Es todo un sinsentido que la sociedad renuncie a los conocimientos, madurez y visión global que puede aportar un trabajador con décadas de experiencia en el mundo laboral.

Tal como indica el informe de la OIT, “Trabajar para un futuro más prometedor”, hay que tener en cuenta que los trabajadores senior son un activo tanto para la economía como para la sociedad, y desde el mencionado documento invitan a todas las partes involucradas a entablar un diálogo social para superar un desafío que está exigiendo respuestas inmediatas.

Tras lanzar nuestra campaña #NoALaDiscriminacionPorEdad, hemos recibido muchos testimonios de personas que forman parte de este colectivo invisible, por los cuales nos hemos comprometido a trabajar duro para que se escuche su mensaje. Entre los que nos han ido llegando queremos recoger uno de ellos que refleja de manera clara la situación a la que se enfrenta una mujer desempleada pasada la cincuentena y el desamparo que la rodea:

“Tengo 54 años, inicié mi carrera profesional en el mundo de la prensa y seguidamente, tras una aventura empresarial propia y unos años de trabajo fuera de España, los últimos diez años he estado trabajando para una multinacional. Hace un tiempo, y dentro de un programa de reajuste económico, la empresa eliminó mi puesto de trabajo para reducir costes, y me ví en la calle.

Tras el impacto inicial, entrar en un mundo que desconoces del todo, ir a la oficina del SEPE por primera vez y que te hablen de la suerte de tener dos años de paro (?) me lancé frenéticamente a la búsqueda de empleo con el convencimiento de que con mi experiencia, los diferentes sectores en los que he trabajado, mi polivalencia, los idiomas, etc. sería factible encontrar un nuevo trabajo en un plazo no excesivamente largo. Me considero una buena trabajadora, entusiasta, entregada, nunca he tenido el menor problema en los lugares en los que he trabajado, he gestionado equipos compuestos por muchas personas, en el último empleo con muy buenos resultados, y en definitiva tenía la certeza de que todos estos aspectos me ayudarían a encontrar un nuevo empleo.

Creo que fui muy ingenua al pensar que esto no iba a ser tan duro. La realidad es que he recopilado en los últimos meses una colección variadísima de redactados de cartas en las que tras leer “Thank you….” se positivamente lo que sigue. He mandado ofertas en las que encajo a la perfección con el perfil buscado y en el minuto 1 ya leo: “tu cv ha sido descartado”. En cualquier caso sigo sin desanimarme, si bien creo que hay cosas que seguramente podría hacer mejor para acceder a un mundo laboral para el cual ahora soy únicamente una persona más cerca de la jubilación que de una nueva etapa profesional (craso error).

No me quiero alargar infinitamente pero quería hacer hincapié en que, como yo, muchas de las personas que nos encontramos en estos momentos en la misma situación llevamos en algunos casos hasta quince años sin haber hecho una entrevista de trabajo, hay gente que no está familiarizada con el uso de redes para la búsqueda de empleo, el mundo de las nuevas tecnologías ha cambiado nuestras vidas por completo y es evidente que también la manera de buscar trabajo, y creo que una palabra que califica muy bien el estado de ánimo de los parados de mi generación es el desamparo y el total abandono ante un futuro incierto. Además hay que tener una gran dosis de voluntad y disciplina para no caer en el desánimo y seguir teniendo ganas de hacer cosas cuando ves que el mundo de todos lo que te rodean sigue su ritmo, y en cambio tú te tienes que crear tus propios ritmos para que la situación no se te escape de las manos.

Cuando hoy he visto la información de tu campaña en El Periódico de Catalunya ha sido un verdadero rayo de esperanza, porque estoy segura de que somos muchos los que estábamos esperando una iniciativa en esta línea. Tengo muchas ideas sobre acciones, propuestas, encuentros, iniciativas que estoy segura podrían llevarse a cabo y me gustaría poder mantener un encuentro personal si es posible para exponértelas personalmente. Si lo ves factible y tienes algo de tiempo estaría encantada de compartir contigo todas mis propuestas.

Un último apunte, me encanta leer en todos los anuncios de trabajo, “no discriminamos por edad / sexo / religión / etc.” y cuando ves el redactado del texto, a un 90% de empresas les encanta decirte “te podrás incorporar en un equipo joven y dinámico”….¿los seniors no tenemos dinamismo? ¿si no discrimináis por edad como puede ser que todo el equipo sea joven?. Es una de las muchas reflexiones que vas elaborando cuando durante 3-4 horas al día te dedicas a leer anuncios y enviar CV’s haciendo de ello una nueva profesión, la que nunca hubiera querido tener.

Hay mucho trabajo por delante y se trata de un esfuerzo de todos. Confiemos en que cada vez será más numeroso el grupo de los que suscriben el mensaje de #NoALaDiscriminacionPorEdad, y que un día el edadismo no sea más que un término anacrónico que habremos erradicado para siempre de nuestro vocabulario. Porque los mayores de 45 años debemos reivindicar nuestro derecho a continuar viviendo vidas de superación y desarrollo personal, a tener expectativas y un futuro hasta el último momento, nuestro derecho a poder asumir nuevos retos y oportunidades.

Análisis del RD Ley 11/2018 de 31 de agosto de Transposición de Directivas en Materia de Protección de Compromisos por Pensiones con los Trabajadores, Prevención del Blanqueo de Capitales y Requisitos de Entrada y Residencia de Nacionales de Países Terceros

En el momento actual, España lleva cierto retraso en la transposición de algunas directivas, que requieren una norma de rango de ley para su incorporación al ordenamiento jurídico interno, por cuanto existe un riesgo de multa. El Tribunal Constitucional ha señalado que el Real Decreto-Ley es un instrumento constitucionalmente lícito para afrontar coyunturas económicas problemáticas.

El presente Real Decreto-ley 11/2018, de 31 de agosto, se estructura en 5 títulos.

Título I: Transposición de directiva de la Unión Europea en materia de protección de los compromisos por pensiones con los trabajadores.

Contiene las modificaciones derivadas de la transposición de la Directiva 2014/50/EU del Parlamento Europeo y del Consejo, de 16 de abril de 2014, relativa a los requisitos mínimos para reforzar la movilidad de los trabajadores entre Estados miembros mediante la mejora de la adquisición y el mantenimiento de los derechos complementarios de pensión.

La Directiva limita los períodos de espera y de adquisición de derechos que se requieran en regímenes complementarios de pensión, fija un límite en relación con la edad mínima para adquirir los correspondientes derechos, regula el reembolso de las primas o aportaciones realizadas en caso de cese de la relación laboral antes de adquirirse los derechos, e impone obligaciones de información a los trabajadores.

La transposición al ordenamiento español de la Directiva 2014/50/EU, exige modificar la Ley de Regulación de los Planes y Fondos de Pensiones en su disposición adicional primera, que establece la obligación de instrumentar mediante seguros colectivos y planes de pensiones de empleo los compromisos por pensiones asumidos por las empresas con los trabajadores vinculados a determinadas contingencias, entre ellas la jubilación, al tiempo que establece las condiciones básicas de los seguros aptos para tal finalidad. En el caso de seguros colectivos, modalidad en la que las primas abonadas por la empresa no se imputan fiscalmente a los trabajadores, las condiciones de adquisición y mantenimiento de derechos en caso de cese de la relación laboral dependen en la actualidad de los términos de los convenios colectivos en los que se establecen los compromisos por pensiones.

El Título I modifica la Ley de Regulación de los Planes y Fondos de Pensiones, aprobado por RD Legislativo 1/2002, de 29 de noviembre, para introducir las previsiones de la norma europea en cuanto a la limitación de los requisitos de edad y de los períodos de espera y adquisición de derechos, la conservación de los derechos adquiridos en caso de cese de la relación laboral y las obligaciones de información a los trabajadores sobre tales aspectos.

Si bien la Directiva 2014/50/EU es aplicable a los trabajadores que cesan la relación laboral y se desplazan a otros Estados miembros, en la transposición a la legislación española se ha optado por extender su aplicación a todos los trabajadores, incluyendo a los que se desplacen dentro del mismo Estado miembro.

La transposición de la citada Directiva se completa con normas que regulan el régimen de información a los trabajadores en caso de cese de la relación laboral con anterioridad a la jubilación, así como el régimen del tratamiento futuro de los derechos adquiridos una vez producido dicho cese.

A la Ley de Regulación de los Planes y Fondos de Pensiones, se añaden dos disposiciones transitorias nuevas, novena y décima. En la disposición transitoria novena, se regula la cuantía mínima de los derechos adquiridos en caso de cese de la relación laboral por causa distinta de la jubilación. La Directiva sólo se aplicará a los períodos de empleo que transcurran desde el 21 de mayo de 2018 (fecha límite para la transposición de la Directiva). También prevé que, en el caso de compromisos por pensiones que a 20 de mayo de 2014 (fecha de entrada de la Directiva) hubiesen dejado de incluir nuevos trabajadores, será aplicable el régimen de adquisición de derechos que tuvieren estipulado. En la disposición transitoria décima, establece que la aplicación de las modificaciones introducidas por este real decreto-ley no podrá suponer reducción de derechos adquiridos con anterioridad, ni menoscabo del derecho de información, ni condiciones de adquisición menos favorables que las estipuladas antes de su entrada en vigor.

Título II: Transposición de directiva de la Unión Europea en materia de prevención del blanqueo de capitales.

Contiene las modificaciones derivadas de la Directiva  (UE) 2015/849 relativa a la prevención de la utilización del sistema financiero para el blanqueo de capitales y la financiación del terrorismo y por la que se modifica el Reglamento (UE) nº 648/2012.

El régimen de prevención del blanqueo de capitales y de la financiación del terrorismo vigente en España, fue objeto de una profunda modificación con la aprobación de la Ley 10/2010 de 28 de abril. Esta norma, modificada parcialmente por la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, fue posteriormente completada mediante el Real Decreto 304/2014 de 5 de mayo.

Este conjunto normativo permitió incorporar al Derecho español las Recomendaciones del Grupo de Acción Financiera (GAFI) de febrero de 2012.

Dentro de las modificaciones derivadas de la transposición de la Directiva (UE) 2015/849, está la de incrementar los importes máximos de las sanciones, y el establecimiento de los canales de denuncias.

Esta norma revisa el régimen aplicable a las personas con responsabilidad pública. El sistema de la norma de 2010 se basaba en la diferenciación de estas personas en dos grandes grupos: Personas con responsabilidad pública extranjeras y personas con responsabilidad pública nacionales.

Con la Directiva (UE) 2015/849, de 20 de mayo, este régimen se unifica, considerando a todas las personas con responsabilidad pública, tanto nacionales como extranjeras, merecedoras de la aplicación de las medidas de diligencia reforzada.

Título III: Transposición de directiva de la Unión Europea en materia de requisitos de entrada y residencia de nacionales de países terceros con fines de investigación, estudios, prácticas, voluntariado, programa de intercambio de alumnos o proyectos educativos y colocación au pair.

Contiene la modificación que incorpora al ordenamiento interno la Directiva (UE) 2016/801 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 11 de mayo de 2016, relativa a los requisitos de entrada y residencia de los nacionales de países terceros con fines de investigación, estudios, prácticas, voluntariado, programas de intercambio de alumnos o proyectos educativos y colocación au pair.

La Directiva tiene como objetivo mejorar la posición de la Unión Europea en la competencia mundial por atraer talento y promoverla como centro mundial de excelencia para estudios y formación, mediante la supresión de barreras migratorias y mejores oportunidades de movilidad y empleo.

Para ello establece unas condiciones de entrada y residencia en la Unión Europea de nacionales de terceros países con fines de investigación, estudios, prácticas o voluntariado en el Servicio Voluntario Europeo, de obligada transposición; y otras para voluntarios fuera de dicho Servicio, alumnos y au pairs, de carácter potestativo para los Estados miembros.

Buena parte de las disposiciones de la Directiva ya se encuentran recogidas en nuestro ordenamiento jurídico.

La alineación de objetivos entre la Directiva (UE) 2016/801 y la sección de movilidad internacional de la Ley 17/2013, de 27 de septiembre, de apoyo a los emprendedores y su internacionalización, determina que la incorporación de los aspectos imperativos de la norma comunitaria aún no presentes en el ordenamiento español y cuya regulación requiere norma de rango legal, sean transpuestos a través de la modificación de esta ley en los siguientes términos:

  • Prever una autorización de residencia para los investigadores, que tendrán derecho a la movilidad dentro de la Unión Europea; posibilitar al investigador, una vez finalizada la actividad investigadora, la permanencia en nuestro país durante un tiempo limitado para la búsqueda de empleo o para emprender un proyecto empresarial.
  • Posibilitar la expedición de visados de residencia de validez inferior a un año;
  • Tramitación electrónica de las autorizaciones.
  • Permitir que los estudiantes internacionales que ya han finalizado sus estudios en España puedan acceder a una autorización de residencia para la búsqueda de empleo o para emprender un proyecto empresarial.
  • Prever una autorización de residencia para participar en un programa de prácticas para los extranjeros que hayan obtenido un título de educación superior en los dos años anteriores a la fecha de solicitud o que estén realizando estudios que conduzcan a la obtención de un título de educación superior.
  • Tasas

Título IV: Modificación de la Ley 19/2003, de 4 de julio, sobre régimen jurídico de los movimientos de capitales y de las transacciones económicas con el exterior.

Modifica parcialmente la Ley 19/2003, de 4 de julio, sobre régimen jurídico de los movimientos de capitales y de las transacciones económicas con el exterior, con el objeto de elevar en plazo máximo a un año para la resolución de los expedientes sancionadores afectados por dicha Ley, en vez de los tres meses previstos.

La modificación viene motivada en la alteración sufrida en los plazos de resolución de los expedientes sancionadores instruidos al amparo de esta ley.

Todos los restantes procedimientos sancionadores en materia de movimientos de capitales y de transacciones económicas con el exterior se encuentran regulados por la Ley 10/2010, de 28 de abril, de prevención del blanqueo de capitales y de la financiación del terrorismo, la cual establece un plazo máximo de resolución de un año.

El procedimiento sancionador que nos ocupa se refiere a las infracciones sobre las declaraciones de movimientos en cuentas corrientes en el extranjero y de inversiones españolas en el exterior (o viceversa) cuyo conocimiento debe ser garantizado, y que se encuentra regulado en una ley especial, la Ley 19/2003, de 4 de julio.

Título V: Modificación de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas.

Procede a la modificación de la disposición final séptima de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas. Según ésta, el 2 de octubre de 2018 entrarán en vigor las previsiones de la citada Ley relativas al registro electrónico de apoderamientos, registro electrónico, registro de empleados públicos habilitados, punto de acceso general electrónico de la administración y archivo único electrónico.

La Ley 39/2015, de 1 de octubre, y la Ley 40/2015, de 1 de octubre, establecen que la relación electrónica es la vía principal de tramitación de los procedimientos administrativos, lo que debe conducir a una administración sin papeles, transparente y más ágil y accesible para los ciudadanos y las empresas. La exigencia de una adaptación paulatina fue prevista por el legislador al determinar un calendario específico de entrada en vigor de dichas novedades.

La imposibilidad de concluir en los plazos inicialmente previstos, obliga a ampliarlos en este Real Decreto-Ley en dos años.

 

 

HD Joven: ¿Puede la economía colaborativa rescatar la hucha de las pensiones?

El impacto de la economía colaborativa se cifra en miles de millones y muchos expertos anuncian que en una década podría superar a la economía tradicional.

Según un informe de la consultora Price WaterhouseCoopers (PwC) titulado Evaluación del tamaño y la presencia de la economía colaborativa en Europa, la economía colaborativa genera en Europa unas transacciones por valor de 28.000 millones de euros anuales, y que de aquí a 2025 generará oportunidades de negocio por valor de 335.000 millones de dólares. A nivel doméstico, la Comisión Nacional de los Merados y la Competencia (CNMC), única institución que está mostrando algún tipo de interés por la economía colaborativa, resaltaba en marzo de 2016, en su informe Panel de Hogares CNMC (una encuesta semestral realizada a hogares españoles) que tres de cada diez españoles ya usan plataformas de economía colaborativa para adquirir sus productos y servicios.

Ante este panorama, muchos países ya han superado esa concepción buenista, que veía a la economía colaborativa como un fenómeno social meramente enfocado a lograr el bienestar y ahorro de los ciudadanos a través de la colaboración mutua y el intercambio de bienes en desuso o de los que no se obtenía rendimiento económico alguno.

En USA han comenzado por cambiarle el nombre y la llaman gig economy algo así como economía “de bolos” o “a demanda”, y en Francia, Alemania o UK, ya sea vía jurisprudencia o vía legislación se están comenzando a imponer ciertas obligaciones en el ámbito laboral que aquí trataremos.

Al contrario que la economía colaborativa, el Fondo de Reserva de la seguridad social, conocido coloquialmente como “la Hucha de las pensiones”, ha ido decreciendo progresivamente, sufriendo en los últimos años una descapitalización importante.

Este Fondo fue creado en el año 2000, como respuesta a la disminución de la población activa, con la supuesta finalidad de asegurar el pago de las pensiones de nuestros jubilados. En el año 2011 el Fondo alcanzó su nivel máximo: 66.815 millones de euros. Sin embargo, los datos del año pasado reflejan que la Hucha cuenta actualmente con un capital de 15.020 millones de euros, que es la posición más baja de la última década. Ello trae causa de los sucesivos reintegros que el Gobierno ha realizado del Fondo desde el año 2012 por importe total de 65.401 millones de Euros, destinados en su mayoría al rescate de la banca española, y que ponen en peligro la viabilidad de nuestro actual sistema de pensiones.

Visto el escenario actual, numerosos expertos realizan interesantes propuestas para recapitalizar la Hucha de pensiones, como introducir un tramo del Impuesto de Sociedades, un nuevo impuesto destinado a que las empresas sufraguen la recapitalización, o la reciente propuesta de Pedro Sánchez de poner un impuesto a la banca. Estas propuestas ya se han puesto en funcionamiento en algunos países de nuestro entorno, pero cabría preguntarse si es razonable que las PYMES o, incluso, las grandes empresas españolas, o, incluso los bancos, deban de sufrir las consecuencias de que el Estado, no dé el uso debido a los fondos que gestiona.

En mi opinión, subir los impuestos a quienes ya tienen una elevada carga impositiva nunca es la mejor opción; primero porque estaríamos restando dinero a destinar a la demanda interna (consumo de bienes y servicios) y al I+D+i y, segundo, porque no somos nórdicos, y a la vista de los precedentes nadie garantiza que el gobierno de turno destine esos impuestos a su fin y no para financiar gastos que nada tienen que ver con las pensiones.

Por ello, no propongo alejarme diametralmente de estas propuestas, sino cambiar el target; es decir, creo que el Estado debería plantearse si estos nuevos impuestos no habrían de ser sufragados por las empresas que, dado su modelo de negocio, se ahorran miles de millones en cotizaciones a la seguridad social.

La pregunta es: ¿puede la economía colaborativa rescatar la hucha de las pensiones?.

En la actualidad esta economía está suscitando controversia en muchos frentes legales, por su desregularización en muchas ocasiones, y porque la Administración y los operadores económicos tradicionales la están viendo como una amenaza. No obstante, vistas las cifras y la relevancia económica que tiene, podría ser la solución para recapitalizar la hucha de las pensiones y para garantizar de paso algunos derechos sociales a esa nueva categoría de trabajadores que tienen notas en común con los autónomos y con los empleados por cuenta ajena.

Estas empresas se presentan en el mercado como meros intermediaros, plataformas virtuales que conectan oferta y demanda, pero son mucho más que eso: proyectan una imagen de marca y ofrecen un servicio homogéneo. Basta con recordar la reciente sentencia del TJUE sobre Uber.

Seamos sinceros: cuando uno pide un servicio de coche con conductor ¿lo que busca es contratar a un chófer concreto o quiere un tipo de coche, y servicio determinado? Es cierto que estas plataformas en su mayoría no tienen empleados, pero también lo es que las personas que prestan el servicio no podían considerarse como tal dado que en la mayoría de los supuestos (i) son los propietarios de los medios de producción (bici, coche, apartamento turístico…) y (ii) tienen libertad de horarios, trabajan las horas que quieren.

Por tanto, no es razonable que a estas empresas se les pueda exigir que coticen por estos pseudoempleados por ocho horas como si de empleados clásicos se tratase, cuando tienen plena libertad.

La aplicación del Estatuto de los Trabajadores es realmente incompatible desde mi punto de vista con este modelo productivo. Estos operadores económicos se han acomodado en la figura del autónomo, pese a que presentan similitudes con la figura del trabajador, dado que estas plataformas les imponen unas normas de estilo para que el servicio que se preste sea homogéneo, de tal forma que el usuario no nota la diferencia entre coger un coche con conductor o mensajero X o Y, en Barcelona, Madrid o Lisboa.

En mi opinión estamos ante un híbrido, una figura entre autónomo y trabajador por cuenta ajena. Por ello no resultaría descabellado, que el legislador creara una figura intermedia entre ambos, e imponga a estas empresas un gravamen o cotización que fuera directamente destinado a (i) recapitalizar la hucha de las pensiones, y (ii) a garantizar pseudoempleados ciertos derechos sociales (como bajas remuneradas).

La solución jurídica a este problema es diversa. En Reino Unido, se ha podido encuadrar a los conductores de Uber en una figura intermedia entre los empleados clásicos y los autónomos -que la legislación británica denomina worker- a los que se les reconocen ciertos derechos sociales. Así, la reciente sentencia de 10 de noviembre de 2017 del Employment Appeal Tribunal, al considerar que si bien la relación tenía notas propias del trabajo por cuenta propia, también estaban presentes evidencias de ajenidad y dependencia entre los conductores y Uber.

No obstante, en España tal solución no podrá darse por el momento, dado que nos hallamos en la más absoluta inseguridad jurídica al respecto, teniendo que decidir los jueces de lo social, caso por caso, si la relación con la empresa es la propia de un empleado o de un autónomo. Sinceramente no creo que sea la voluntad de este tipo de economía eludir el pago de impuestos, creo que tienen este modelo de negocio porque nacieron de forma diferente a las empresas tradicionales y no con la única finalidad de ahorrar cotizaciones sociales u otros gravámenes. Es más, creo que se sienten desprotegidos ante la inseguridad jurídica que supone no saber a qué atenerse, véase la situación vivida por Deliveroo y la inspección de trabajo de Valencia, que acusó el pasado mes de diciembre a la empresa de encubrir una verdadera relación laboral con sus riders. El daño reputacional para empresas puede ser, en muchos casos, mayor que el pago de impuestos, por ello el hecho de que en artículos y prensa tradicional en ocasiones se acuse sin conocimiento a estas plataformas de operar al margen de la ley, es altamente perjudicial para ellas.

Es cierto que una solución legislativa como la que propongo no satisfará completamente a las empresas de la economía colaborativa, pues les supondrá asumir ciertas obligaciones que antes no tenían, ni a los sindicatos clásicos que insistirán en que  estos pseudoempleados  no son más que clásicos trabajadores que se ven obligados a ser falsos autónomos, no obstante, como dijera el Filósofo británico Jeremy Bentham ¿”el fin de la ley es obtener la mayor ventaja posible para el mayor número posible”, no es así? Por todo lo anterior creo que es momento de que el Estado dé un paso adelante y asuma su papel, legislando y dándonos un marco jurídico claro al que adaptarnos.