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La mejor manera de impulsar la educación para la ciudadanía en políticos y periodistas

La propuesta de introducir en el currículum educativo de la enseñanza secundaria una asignatura específica dedicada a fomentar los valores comunes de los ciudadanos (“Educación para la ciudadanía”) ha sido formulada de manera reiterada en los últimos años, aunque con escaso éxito. Fernando Savater, quizás su principal valedor, la considera “fundamental” para fomentar la aceptación de que “hay opiniones diferentes y diversas” pero que, debajo de ello, hay un “fondo común que hay que respetar”(aquí).

Sin duda alguna, el Estado democrático de Derecho es un claro ejemplo de ese “fondo común” a respetar. Jean Françoise Rével se quejaba de lo difícil que resultaba hacer comprender a la gente que la democracia es el régimen en el que no hay una causa justa (puesto que cada uno considera así la suya) sino solo métodos justos. Esos métodos constituyen el fondo común.

Tener ese fondo en alta estima sería muy importante. Nos facilitaría escapar de la tentación de sacrificarlo en aras a nuestro propio interés a corto plazo, a modo del dilema del prisionero. Es decir, desde un punto de vista egoísta, nos interesa que los demás respeten siempre los métodos comunes, pero también eludirlos nosotros cuando puntualmente podemos obtener una ventaja con ello. Por eso, si hemos sido educados para valorarlos, no solo podremos identificarlos mejor, sino que, además, comprenderemos también mejor que esas actitudes oportunistas, cuando inevitablemente terminan por generalizarse, ponen en peligro la convivencia en perjuicio de todos.

A la vista de la actualidad política y mediática en España, que pienso que no hace falta describir, cabría preguntarse si las cosa habrían mejorado algo en el caso de que nuestros líderes políticos y directores de periódicos hubieran cursado dicha asignatura, pues últimamente se escribe mucho sobre la conveniencia de moderar el lenguaje y ser riguroso en los conceptos. La verdad es que cabe dudarlo, porque es difícil pensar que personas que se dedican profesionalmente a la cosa pública puedan ser unos completos ignorantes funcionales en esa materia. De hecho, personas muy formadas, cuando no ilustres profesores de Derecho Constitucional, son capaces de tergiversaciones y de contorsiones intelectuales absolutamente asombrosas con el fin de hacer avanzar unos milímetros la propia causa. Resulta difícil pensar que es debido a que hicieron pellas en educación para la ciudadanía.

Pero, quizás, podríamos pensar que no es tan importante que la hubieran cursado políticos y periodistas, al fin y al cabo contaminados por el poder, como el resto de los ciudadanos, capacitándoles así para no votar a los partidos ni comprar los periódicos que desprecien el fondo común. Pero de nuevo cabe dudarlo, a veces por los mismos motivos, pero especialmente porque todas las opciones políticas y periodísticas disponibles hoy en España incurren en parecidos vicios, y las que pretendieron escapar alguna vez de ellos (el famoso regeneracionismo de los nuevos partidos) incurrieron en algunos todavía peores.

Es difícil que una humilde asignatura pueda revalorizar de manera efectiva el aprecio por el fondo común, cuanto absolutamente todas las tendencias socioculturales presionan en un sentido contrario. La educación, tanto la buena como la mala, es casi siempre indirecta, al menos cuando se refiere a las cosas humanas. Y esa asignatura va a contracorriente de ciertos postulados omnipresentes que hemos heredado de la Modernidad y que pueden resumirse en la idea capital del pesimismo antropológico (visión del ser humano caracterizada por su egoísmo elemental). Pesimismo que, para unos, se resuelve en permitir a los ciudadanos seguir su propio interés sin trabas, con la esperanza de que de allí saldrá algo bueno y, para otros, en sujetarles a normas sin trabas para reconducirle en un sentido positivo, o muchas veces en una mezcla de las dos cosas. En cualquier caso, la conclusión es que el ciudadano siempre es un menor de edad, un animal irracional incapaz de motivarse por otra cosa que no sea el palo y/o la zanahoria.

Esa idea capital es la que explica el comportamiento de nuestros políticos y periodistas, algunas veces incluso bienintencionado. No es que los políticos y periodistas sean unos ignorantes funcionales (también de eso hay, claro) sino que quieren gobernarnos y dirigirnos en nuestro propio interés porque ellos sí nos consideran unos ignorantes funcionales. No por desprecio, claro, sino porque estamos ocupados en nuestros asuntos, sacando adelante el país con nuestro trabajo especializado, y no tenemos tiempo ni interés para otra cosa. Alguien nos debe gobernar, reconducir, apelando a nuestros sentimientos más bajos y elementales, que es la forma adecuada de movilizar a los grandes números. De esta manera el insulto, la exageración, la hipérbole, están plenamente justificados, y por mucho que protestemos van a seguir entre nosotros.

Esto explica también que la verdad tenga siempre en política una importancia muy relativa, al menos totalmente subordinada al progreso de la causa particular. No se busca hablar al ciudadano como un adulto e informarle con rigor, sino reconducirlo en un sentido adecuado, aunque sea forzando la realidad de los hechos, no se vaya a desviar y votar al partido equivocado. Por eso el político está totalmente legitimado para actuar en contra del espíritu e incluso de la letra de la ley, y el periodista cliente para justificarlo, porque lo hacen en beneficio de la causa justa. Pero, claro, cuando lo hace el contrario es un fascista, un golpista, un bolivariano o un filoterrorista.

En cualquier caso, conviene no confundir el lado emocional con el intelectual del asunto. No se trata de una pura representación teatral, porque la mayoría de los políticos y periodistas están verdaderamente indignados y escandalizados con los abusos del contrario, de tal manera que ven los propios como reacciones plenamente justificadas, cuya importancia es necesario minimizar en comparación. De esta manera, la indignación conduce a la mentira. Pero tampoco nos debemos llamar ingenuamente al engaño. Esto ha ocurrido siempre en política. Desde los orígenes de la democracia en Atenas, pero especialmente en la democracia moderna en casi cualquier lugar del mundo. Por supuesto ha pasado antes en nuestro país, casi con la misma virulencia.

¿Qué cabe hacer entonces al respecto, con el fin de contrarrestar este tipo de situaciones que amenazan llevarse a lo común por delante? Por supuesto que estoy totalmente a favor de implantar esa asignatura de educación para la ciudadanía, y hasta convertirla en master necesario para acceder a un cargo político o a la dirección de un periódico, pero mientras tanto se me ocurre un remedio mejor a corto plazo: reducir institucionalmente los motivos y las oportunidades de fricción que afectan a ese fondo común. Tapar los huecos institucionales que fomentan las luchas oportunistas entre facciones para controlar lo que debería ser de todos. No podemos olvidar que esta enorme crisis ha venido motivada por las luchas partitocráticas para dominar nuestras instituciones de control, especialmente el Poder Judicial. Si hubiésemos seguido hace tiempo los insistentes requerimientos de las autoridades europeas para reformar el Poder Judicial con el fin de apartarlo de las luchas partidistas, siguiendo las adoptadas unánimemente por nuestros vecinos (con la excepción de Polonia) nos hubiéramos ahorrado esta crisis. Nos hubiéramos ahorrado también las acusaciones de golpismo y de fascismo y este ambiente absolutamente irrespirable en el que vivimos. Hasta el caso catalán se hubiera gestionado mucho mejor y con menos acritud. Y lo mismo cabe decir del Tribunal Constitucional. Si unos y otros hubieran nombrado a personas de reconocida solvencia sin vinculaciones expresas con los partidos políticos, incluso de su propia línea ideológica, pero independientes de los aparatos, y no a esbirros al servicio del señorito de turno, esta crisis se hubiera desactivado casi sola. En definitiva, si carecemos del civismo necesario para respetar lo común, al menos limitemos al mínimo nuestras luchas tribales dejando al margen a las instituciones de control.

Por supuesto, las reformas institucionales no van a eliminar la hipérbole ni la mentira de la política. Para eso se necesita acabar con muchos de los prejuicios que nos ha legado la Modernidad, especialmente con el citado del pesimismo antropológico, y eso no se hace fácilmente, ni con asignaturas ni sin ellas. Pero, si hacemos las reformas oportunas, al menos seríamos capaces de bajar un poco la temperatura ambiente, tan importante en estos tiempos de ahorro energético, quizás lo suficiente para que lo común no salte por los aires.

Así que a los indignados y ofendidos de uno y otro bando les propongo dejar de denunciar emocionalmente los abusos ajenos y justificar intelectualmente las propias reacciones, y a cambio clamar por solucionar los problemas institucionales que nos han conducido hasta aquí. Seguro que las cosas mejorarían bastante.

¿Y si aplicáramos a la sanidad pública las recetas del Ministerio de Justicia para el “servicio público” justicia?

En los últimos tiempos se nos trata de imponer la errónea idea de que la Administración de Justicia no es un Poder del Estado, el tradicional Poder Judicial, sino un “servicio público” más, al estilo de la Sanidad o de la Educación. Los responsables del Ministerio de Justicia aún van más lejos y, en vez de contentarse con la consideración del Poder Judicial como un mero servicio público, ya hablan, en sus panfletos ministeriales, de transformar el “Ecosistema Justicia”, para hacerlo más accesible, eficiente y contribuir al esfuerzo común de cohesión y sostenibilidad, en un horizonte 2030.

Y para conseguir esta mejora sustancial del “Ecosistema” de togas y puñetas, se propugnan, como “bálsamo de Fierabrás”, tres tipos de medidas, que redundarán, según ellos, en una indudable mejora del servicio público justicia, mucho más cercano a la realidad social sobre la que se proyecta. En concreto, se proyectan tres programas de mejora en la eficiencia del servicio: 1) eficiencia organizativa; 2) eficiencia procedimental; y 3) eficiencia digital.

El primer programa para mejorar el servicio-ecosistema justicia, según esas fuentes ministeriales, el organizativo, consistiría, básicamente, en la transformación y agrupación de los juzgados unipersonales (por ejemplo los juzgados de primera instancia, civiles, o los juzgados de instrucción, penales) en un gran órgano jurisdiccional colegiado, denominado Tribunal de Instancia -uno por cada partido judicial- en el que se agruparán todos los Jueces, Letrados de la Administración de Justicia (antiguos secretarios judiciales) y demás personal auxiliar (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Organizativa del Servicio Público de Justicia).

El segundo programa es el de eficiencia procedimental, orientado a una mayor agilización de los pleitos, y se fundamentaría en exigir, con carácter previo al proceso jurisdiccional, el intento de un acuerdo “amistoso” a través de los denominados MASC (Medios Adecuados para la Solución de Conflictos, como la mediación, la conciliación, la transacción, etc., o cualquier otro medio que propicie el acuerdo. Sí, avezado lector, se habla de medios “adecuados”, como si la sentencia de un juez no fuera una forma “adecuada” de Administración de Justicia). Y para el justiciable que no se muestre lo suficientemente “colaborador” en la consecución de un acuerdo previo (aunque la otra parte le haya perjudicado gravemente, a causa de innegables ilícitos civiles) corre el riesgo cierto de ser condenado en costas, por “abusar” del servicio público, cuando podría haberse evitado el pleito con una actitud más conciliadora (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Procesal del Servicio Público de Justicia).

En tercer lugar, hay otro programa dirigido a la transformación digital de la Administración de Justicia, sustituyendo la mayoría de los juicios y vistas judiciales en unas actuaciones telemáticas, mediante la generalización del uso de la videoconferencia, si los jueces lo consideran oportuno (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Digital del Servicio Público de Justicia).

Y algunos, pocos, de los que seguimos con interés esta evolución prelegislativa en materia de Justicia, reflexionamos y nos preguntamos, si estos van a ser los remedios infalibles para mejorar un servicio público colapsado: ¿por qué no aplicar las mismas “recetas” a otro servicio público también sobrecargado de trabajo, como es la sanidad, que tantas protestas y controversias está produciendo en los días que corren?

En este contexto, si se nos permite la ironía, y el “animus iocandi” (pidiendo disculpas de antemano, por la gravedad del asunto), ¿qué nos parecería si, por ejemplo, en Madrid, los responsables de la sanidad, o en Andalucía, copiaran el modelo de eficiencia del servicio público justicia diseñado por el Ministerio de Justicia, puesto que, al fin y al cabo, se trata igualmente de otro servicio público, y promovieran reformas legislativas de semejante proyección? La verdad es que no podemos ni imaginar la virulenta reacción que se produciría en gran parte de la ciudadanía, y con toda la razón, si se propusiera algo parecido a lo siguiente: en primer lugar, desde un punto de vista organizativo, imaginemos que en cada provincia desapareciera la distinción entre hospitales generales, hospitales intermedios, centros de salud de zona y los ambulatorios, y todos los centros sanitarios se unificaran, nominal y orgánicamente, en uno sólo (aunque cada uno mantuviera su sede física actual), denominado Hospital de Instancia Provincial, bajo la dependencia de un Director general nombrado políticamente, el cual pudiera redistribuir a su antojo todos los efectivos médicos, de enfermería y demás personal sanitario subalterno; por otra parte, en cuanto a la forma de acceso a los centros de salud, qué pensaríamos si se les impusiera a los usuarios del servicio público sanitario (por ejemplo, a los enfermos de la covid, a los heridos y contusionados menos graves, a los conductores que han sufrido un politraumatismo grave, o a aquel ciudadano que recibido un navajazo en la arteria femoral…) que antes de ser examinados por un médico de atención primaria, o por un médico especialista en traumatología, o antes de ser intervenidos de urgencia en un quirófano, debieran acreditar, documentalmente, que han intentado curarse previamente por sus propios medios o, al menos, que han acudido, sin haber obtenido la deseada sanación, a los MASC (Medios Adecuados de Sanación Cercana), tales como ir a una oficina de farmacia, o solicitar la intervención de un experto paramédico, acupuntor, curandero, etc. (todos los anteriores, por supuesto, habrán tenido que ser homologados previamente mediante la realización de cursos, o habrán obtenido unos certificados de calidad expedidos e impartidos por las autoridades sanitarias). Además, en caso de que los enfermos no hayan acreditado un verdadero empeño en evitar la visita al centro de salud o al hospital, o en caso de sobrevivir a la hospitalización y/o a la intervención quirúrgica, tendrían que pagar todos esos gastos sanitarios, por haber “abusado” del servicio público sanitario.

Finalmente, como tercera medida, se pretendería conseguir la descongestión hospitalaria mediante la utilización sistemática, salvo en los casos de intervenciones quirúrgicas y similares, de la videoconsulta médica. Esto es, la regla general será la atención al paciente por vía telemática, previa cita telefónica o a través de la página web habilitada al efecto. Sólo se accederá a la consulta médica presencial en los casos más graves, previamente autorizados por el Jefe Médico del Servicio de que se trate.

En definitiva, con la implementación de estas tres medidas, por supuesto, a coste económico cero, como viene siendo costumbre en la reforma de los servicios públicos, se acabaría con el problema de la congestión hospitalaria en poco tiempo, pero ¿cuál coste social? Pues bien, lo que nos parece una broma aplicado al servicio público sanitario, está pasando desapercibido porque el servicio público zarandeado es la Administración de Justicia, la “Cenicienta” de los servicios públicos, en la actualidad.

Nadie repara en la gravedad del asunto. No nos damos cuenta de que el maltrato sistemático a la Administración de Justicia, que es el Poder Judicial, repercute irremediablemente en una drástica disminución de la calidad del resto de los servicios públicos, dejando a los ciudadanos, sobre todo a los más necesitados, inermes ante las tropelías del poder político. ¿Dónde están los manifestantes?

 

Sobre Mónica Oltra y el término «imputada»

Podemos bautizar el auto n° 41/2022, notificado este jueves a las partes y por el que la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana cita en calidad de investigada a Mónica Oltra, como el nuevo foco de atención del panorama político actual. La noticia ha causado estupor en la sociedad y ocupado posición central en las portadas de todos los grandes medios de tirada nacional. Por si es del interés del lector, procedemos a resumir el contexto del caso que nos ocupa, pero lo haremos de forma breve y resumida, pues no es este el objeto de análisis de la presente publicación.

Luis Eduardo Ramírez, exmarido de la vicepresidenta de la Generalitat Valenciana, Mónica Oltra, era educador de un centro privado de acogida con plazas concertadas con el Gobierno valenciano. Ramírez fue condenado a cinco años de prisión por un delito continuado de abuso sexual a una menor de 13 años tutelada por la Conselleria de Igualdad y Políticas Inclusivas, de la que Oltra es titular. A continuación, el Juzgado de Instrucción número 15 de Valencia presentó una exposición razonada al TSJCV, asegurando que la vicepresidenta del Gobierno valenciano “debe ser oída como investigada en la presente causa para que la Sala adopte la resolución que estime procedente”. Los motivos esgrimidos por el magistrado giran en torno a la idea de que existen “indicios racionales y sólidos” de su participación en los hechos.

Finalmente, la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia valenciano ha determinado que dicha exposición razonada relata “una serie de indicios plurales que en su conjunto hacen sospechar la posible existencia de un concierto entre la señora Oltra y diversos funcionarios a su cargo, con la finalidad, o bien de proteger a su entonces pareja (…) o bien de proteger la carrera política de la aforada”. En el auto notificado este jueves a las partes, el Tribunal ha asumido su competencia en la investigación del caso y acordado la incoación de diligencias previas. Asimismo, ha notificado una providencia por la que cita a declarar a Oltra, en calidad de investigada, el próximo 6 de julio.

Al margen de los hechos aludidos, llama poderosamente la atención que, a la hora de relatar este episodio singular, la prensa española haya empleado – nueva y erróneamente – el término «imputada», en lugar del término «investigada». Por supuesto, se trata de un detalle que atiende a la necesidad periodística de emplear un vocabulario coloquial y accesible para todos los públicos, únicamente excéntrico para los maniáticos juristas. Sea como fuere, aprovecharemos la oportunidad para hacer hincapié en la sustitución terminológica derivada de la reforma introducida por la Ley Orgánica 13/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para el fortalecimiento de las garantías procesales y la regulación de las medidas de investigación tecnológica.

En su preámbulo, la LO 13/2015 declara que la reforma que acomete “también tiene por objeto adaptar el lenguaje de la Ley de Enjuiciamiento Criminal a los tiempos actuales y, en particular, eliminar determinadas expresiones usadas de modo indiscriminado en la ley, sin ningún tipo de rigor conceptual, tales como imputado”. La sustitución terminológica incorporada encuentra sentido, por tanto, en la necesidad de implantar cierto rigor lingüístico que permita distinguir con claridad aquello que conceptualmente es distinto. A tal fin se convocó la Comisión para la Claridad del Lenguaje Jurídico, con conclusiones que la reforma hace suyas, como la necesidad de evitar las connotaciones negativas y estigmatizadoras del término «imputado». A ojos del legislador, se trata en definitiva de acomodar el lenguaje a la realidad de lo que acontece en cada una de las fases del proceso penal.

Con carácter general, la doctrina penalista distingue cuatro fases en el seno de este proceso: la instrucción (investigación), la llamada fase intermedia (o de preparación del juicio oral), el juicio oral y, por último, la fase de ejecución (de penas o medidas de seguridad). Las fuertes sanciones que impone esta rama del Ordenamiento, conocidas técnicamente como «penas», exigen la necesaria observancia del principio de legalidad y, junto a él, de toda una serie de derechos, principios y garantías procesales que deben ser en todo momento tenidas en cuenta durante el transcurso de las diversas fases. Destaca, entre ellos, el derecho a la presunción de inocencia y el llamado “derecho de defensa”, consagrado en el art. 118 LECRIM y reconocido como una de las causas más directas de la sustitución terminológica impulsada por la reforma.

Los defensores de emplear el término «investigado» sostienen que de la expresión «imputado» se desprende un choque indirecto con tales derechos, pues afirman que la connotación negativa que inevitablemente alberga el término elimina todo tipo de precisión a la hora de definir la realidad. Recuerdan estos impulsores que, tal y como recoge la LO modificadora de la LECRIM, el imputado (ahora investigado) no es más que aquel meramente sospechoso – y por ello investigado –, pero respecto del cual no existen suficientes indicios para que se le atribuya judicial y formalmente la comisión del hecho punible. No obstante, «investigado» no es el único término que la LO 3/2015 prevé como sustitutivo. Lo es también la expresión «encausado». La alternancia en el uso de un u otro concepto atiende, en líneas generales, al momento procesal en el que nos situemos. Más específicamente, precisa identificar si nos encontramos en un punto anterior o posterior al auto formal de acusación.

En conclusión, el término «imputado» forma parte indiscutible del lenguaje popular, pero su uso resulta técnicamente incorrecto, por lo que irremediablemente debemos suprimirlo. Por contra, parece que el término «investigado» evita connotaciones, imprecisión y, en resumidas cuentas, contaminación de la situación procesal real del sujeto. En este sentido, creo importante hacer un esfuerzo por despedirnos de aquel y, en aras de la precisión y corrección técnica, incorporar paulatinamente a nuestro vocabulario los términos sustitutivos previstos legalmente.

En nombre de los ciudadanos: cómo controlar el CGPJ

Para quienes llevamos unos años trabajando en el Congreso de los Diputados y hemos visto muchas leyes pasar, la tramitación de la nueva reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial no puede sino desconcertarnos.

Con enorme celeridad y sin dar audiencia ni a la oposición ni a ninguna de las partes interesadas, PSOE y Unidas Podemos pretenden aprobar una reforma de calado de un órgano constitucional, el Consejo General del Poder Judicial. Tanto las formas como el fondo de esta propuesta ahondan en el abaratamiento del ejercicio del poder y en el descenso vertiginoso de los estándares de la democracia.

Respecto de las formas, pudiéramos empezar por plantear un ideal: la elaboración de norma debería siempre sujetarse a un proceso profundo y reflexivo que tenga por objeto lograr el mayor consenso posible por medio de la participación del mayor número de agentes en su tramitación, incluidos los partidos de la oposición y, por supuesto, los expertos, la sociedad civil y los sectores afectados.

Esto es especialmente así en el caso que nos ocupa, pues las modificaciones que finalmente se adoptarán respecto de la estructura del CGPJ no surtirán efectos exclusivamente internos, ni mucho menos, sino que producirán alteraciones significativas en el reparto de los poderes del Estado, en la administración de la justicia y, de forma indirecta, en la vida de los ciudadanos.

Es más, una reforma como la referida exigía la elaboración de un anteproyecto de ley por parte del Gobierno –no una proposición del Congreso– y la observación de los principios de buena regulación previstos en el artículo 26 de la Ley del Gobierno, así como en el artículo 129 de la Ley 39/2015. Sería preferible que las Cortes dispusiesen de medios suficientes (solo así puede garantizarse el ejercicio de una oposición efectiva al Gobierno) para ‘pelear’ en igualdad de condiciones con los distintos ministerios, pero no los tienen: los asesores de los grupos del Congreso y del Senado son muchos menos y están menos especializados que los asesores y funcionarios de que dispone en multitud el Gobierno (los letrados de las Cortes son un cuerpo aparte que no participa en la elaboración material de normas –gran desperdicio de talento, a mi juicio).

Expuesto el ideal, queda solamente por describir en qué múltiples formas se está maniobrando en la dirección opuesta a la señalada por ese ideal. La primera: la norma, que con toda seguridad ha sido elaborada por la coalición de Gobierno, ha sido sin embargo presentada por los grupos parlamentarios socialista y de Unidas Podemos en el Congreso. El motivo es evidente: el Gobierno evita así someterse a los trámites que se le exigen para la elaboración de normas, como son la redacción de anteproyecto, la sustanciación de consulta pública, la audiencia a los ciudadanos, la elaboración de una memoria de impacto normativo (que contemple, al menos, la justificación de su necesidad, un análisis jurídico, la adecuación de la misma, su impacto económico y presupuestario y su impacto por razón de género), la solicitud de estudios e informes y otros. Se trata de un proceso ciertamente largo.

El Reglamento del Congreso permite, al contrario, una considerable flexibilidad y rapidez en el procedimiento legislativo: para la presentación de una proposición de ley (el proyecto de ley es el que presenta el Gobierno) basta solamente con presentarla en el Registro del Congreso, acompañada de la firma de un portavoz de un grupo parlamentario o quince diputados y de una hoja de antecedentes legislativos sumamente sencilla. Una vez registrada, solamente el Gobierno y el Pleno del Congreso pueden impedir su tramitación; también la Mesa del Congreso, si se sirve de malas artes.

El Gobierno, mediante nada menos que su prerrogativa presupuestaria y constitucional, prevista en los artículos 134.6 de la Carta Magna y 126 del Reglamento del Congreso, en virtud de los cuales dispone de treinta días para oponerse a la tramitación de «toda proposición o enmienda que suponga aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios». Sin embargo –y al margen de que el Gobierno y el autor de la reforma se confunden entre sí en este caso–, el Tribunal Constitucional ya ha aclarado que se trata de una prerrogativa, y no de un privilegio, por lo que está limitada al mismo ejercicio presupuestario y debe hacerse valer de forma expresa y motivada (sentencia 34/2018, de 12 de abril de 2018).

Por su parte, el Pleno del Congreso puede impedir su tramitación mediante el trámite de la toma en consideración de la proposición de ley, un trámite perfectamente legítimo y contemplado en las leyes que consiste en una votación política mediante la cual se decide si los partidos rechazan de plano el debate que abre la propuesta, o si están dispuestos a aceptarlo y, en su caso, a presentar enmiendas.

Superado también este trámite, y en ocasiones incluso antes, la Mesa del Congreso, con una mayoría en el órgano y algo más de mala praxis puede también impedir su tramitación recurriendo a variadas tácticas dilatorias, como, por ejemplo, la de ampliar indefinidamente el plazo para presentar enmiendas a la proposición de ley.

No obstante, en el caso de la Proposición de Ley de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (para el establecimiento del régimen jurídico aplicable al Consejo General del Poder Judicial en funciones) ocurre exactamente lo contrario, pues esos contrapesos son sorteados al confundirse en PSOE y Unidas Podemos los intereses del Gobierno, el beneplácito –relativo– del Pleno y la mayoría de la Mesa. Así, en solo un mes y medio, vacaciones de Navidad mediante y siendo enero mes inhábil en el Congreso, el Gobierno ha logrado que la Cámara haya ventilado su reforma del CGPJ, y que ya esté casi lista para remitirse al Senado; un último trámite residual y exento de complicaciones.

En efecto, la coalición no solo se ha saltado todos los trámites que debe cumplir el Gobierno, sino que, además ha acordado la tramitación urgente de la propuesta, ha cerrado el plazo para presentar enmiendas en apenas una semana y, cuando los interesados por la reforma le han rogado su propia comparecencia para informar sobre la proposición de Ley, ha resuelto denegarles audiencia.

Todas estas decisiones se han impuesto por la fuerza, a espaldas de todos los organismos nacionales, europeos e internacionales, de las asociaciones judiciales y de la sociedad civil y en contra de todas las costumbres parlamentarias y de los principios de buena regulación. La excusa, según los portavoces de los grupos en el Congreso, Adriana Lastra y Pablo Echenique: que la potestad legislativa la tienen las Cortes y que los demás agentes, especialmente el CGPJ, no deben tratar de interferir en el ejercicio de esa potestad, so pena de contravenir el principio de separación de poderes.

Por último, respecto del fondo, ¿qué puede decirse que no se haya dicho desde la Ilustración? La iniciativa en cuestión es una versión reducida de una iniciativa previa que fue aparcada provisionalmente a causa del unánime rechazo que recibió. En ella, el Gobierno proponía poder nombrar –indirectamente a través del Congreso y el Senado– mediante una escuálida mayoría absoluta a todos los vocales del CGPJ y así –indirectamente a través de este– influir en los nombramientos de todos los altos cargos judiciales. La que propuesta ahora nos ocupa no es mucho menos preocupante en el fondo, y de las formas ya se ha hablado.

A nadie que acumule un frágil sentido de Estado se le escapa que todo ello entraña un ataque frontal a la democracia, la separación de poderes y el Estado de Derecho. Reconozco, no obstante, que el argumento esgrimido por los autores de esta propuesta es peligroso porque desprende un profundo atractivo: nada hay más democrático, dicen los autores, que nombrar a los jueces por los propios ciudadanos, que están precisamente representados en el Congreso y el Senado. Sí, suena democrático, pero es populista: lo que han de hacer los jueces es aplicar la Ley, y es esa ley la que es aprobada por los ciudadanos a través de sus representantes, es decir, de los diputados y senadores.

Dicen que el populismo es simplemente un instrumento para lograr poder. Yo lo suscribo, y este caso lo demuestra: mediante una mentira bien perfumada y con apariencia de verdad, se reclama más poder en nombre de los ciudadanos y para los ciudadanos, pero finalmente es el autor de la mentira el único que resulta beneficiado del mismo. Que luego el Gobierno, colmado de poder, decida repartirlo entre los ciudadanos es otra cosa. Pero sería el primer caso de cesión voluntaria en la Historia.

Diez-Picazo y los banqueros. Etica y estética de la docencia de los magistrados del Tribunal Supremo

¿Por qué critican tanto al profesor don Luis Díez-Picazo, Presidente de la sala III del
Tribunal Supremo? Quizás por envidia, eso me decía yo al recordar que, recién aprobadas mis
oposiciones a judicatura, me dio clase en la Escuela Judicial, hace ya más de veinte años. Me
dejó la impresión de poseer una cultura jurídica vastísima, tanto es así que ya por aquel entonces
se rumoreaba que estaba posición de alcanzar el Tribunal Constitucional. Cuando se es el foco
de todas las miradas, es inevitable que algunos miren con malos ojos.

Pero del pobre don Luis diríase que le han echado mal de ojo. Profesor desde hace
tiempo en el CUNEF (Centro de Estudios Financieros), algunos maledicentes han querido ver
turbias conexiones entre ciertas decisiones suyas y los interés de la patronal bancaria, que fundó
hace décadas la institución donde ahora presta sus servicios docentes. En concreto, muy mal
vista fue su iniciativa de avocar algunos pleitos hipotecarios en otoño de 2018 al pleno de la sala
que presidía ya que, a la postre, el resultado fue que los clientes tuviesen que acarrear con los
costos del Impuesto de Actos Jurídicos Documentados. Hubo quien lo interpretó como acto de
favoritismo hacia su empleador.

Me cuesta trabajo creer en tamañas invectivas. Es cierto que nunca termina de
conocerse de todo a nadie, ni siquiera a uno mismo, pero no me imagino a mi brillante profesor
convertido en lacayo de la oligarquía económica. Sobre todo porque, si la decisión de acudir al
pleno no se debió a motivos de estricta legalidad, estaría manchando su toga. No hablo de un
hipotético delito de prevaricación, que sería otra cosa, sino del sagrado juramento de
observancia a la Justicia que todos los jueces hemos tenido que prestar. Un hombre que viola
su palabra no es nada.

La herida se reabre ahora, al conocerse que la Comisión Permanente del Pleno General
del Poder Judicial le ha concedido la compatibilidad para dar nuevamente clase de Derecho
Constitucional en el Centro de Estudios Financieros en el curso 2020/2021. Lejos de aplacarse la
polémica, se avivan las llamas. Muestra de ello es que incluso uno de los vocales, don Álvaro
Cuesta Martínez, mostró con su voto particular las dudas sobre la conveniencia de la
autorización.

Lo cierto y verdad es que, desde un punto de vista jurídico, la cuestión no deja de ser
discutible, como mínimo. Me remito al informe que sobre el particular emitió la Plataforma
Cívica por la Independencia judicial.. No me parece mal una
moderada retribución ocasional por un cursillo o seminario, pero estar a sueldo de manera
permanente es diferente. Especialmente si el sobre mensual es muy abultado. Estéticamente es
bastante feo. Dejémoslo ahí. No olvidemos que los miembros del Tribunal Supremo
desempeñan lo que se llama “magistratura de ejercicio”, o sea, cobran más que los demás jueces
pero, en compensación, se les exige mayor exclusividad en el cargo. Sea como fuere, cuesta
mucho trabajo explicarle al español medio, apurado con las cuotas del préstamo de su vivienda,
que un juez a quien le pagan los banqueros se pronuncie desde su tribunal precisamente a favor
de ellos, sin que ninguna influencia haya ejercido el dinero que esos mismos señores le hacen
llegar con regularidad. Acaso simplista, inexacto y hasta injusto. Pero es lo que hay; es lo que la
gente piensa.

En cualquier caso, hemos puesto el dedo en la llaga. No olvidaré el comentario de un
compañero que, más o menos, me vino a decir: “¿Cuánto crees que gana ese Picazo, unos pocos
euros como cuando yo doy un conferencia, seguro que se embolsa cada mes miles de euros de
la banca?”. Es evidente que somos un país de envidiosos. No es un tópico, ese es nuestro pecado
capital, nos guste o no nos guste.

Ahora bien, ¿estamos seguros de que la bolsa está tan repleta? El deseo excita nuestra
imaginación y acabamos hipostasiando las fantasías. Quizás la remuneración del señor Díez-Picazo sea modesta. Muchos jueces participan en coloquios, charlas u otros eventos académicos
gratis, o por una copla. En una sociedad obsesionada con el dinero fácil y enganchada
superficialidad de la efervescencia digital, no se entiende muy bien el placer por el saber. No
bromeo. Conozco a más de un maestro para quien la vida no es otra cosa más que la sabiduría,
que no sólo no cobraría, sino que hasta pagaría por enseñar. Seguro que mi brillante profesor
entendería lo que quiero decir. Nada más y nada menos que Aristóteles nos avala.
Tantas habladurías viperinas enmudecerían ipso facto si se hiciese público el contrato
de Díez-Pizazo con el CUNEF. ¿Por qué no revelarlo en un gesto de valentía? Entonces las
conjeturas se las verían con los hechos. Y más de uno se llevaría una sorpresa. Tal vez sea un
ingenuo, pero lo estoy esperando.

La jurisprudencia “en tránsito”: entre la amplia discrecionalidad y la pura arbitrariedad

El asunto de los nombramientos discrecionales de los altos cargos judiciales por parte del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) es un asunto polémico donde los haya, probablemente el más polémico de los que rodean al mencionado órgano constitucional y lo es desde hace ya muchos años.

En sus funciones de control de la legalidad de tales nombramientos, la Sala Tercera del Tribunal Supremo, en una primera fase, se limitó a contrastar que todos los aspirantes a estos puestos cumplían con los requisitos legales necesarios para aspirar a los mismos, dejando total libertad al CGPJ para elegir a quién tuviese por conveniente.

Sin embargo, la creciente desconfianza en el ejercicio de esa potestad discrecional dio lugar, a partir de una lejana sentencia de 29 de mayo de 2006, a lo que se denominó “jurisprudencia en tránsito”, que empezó a entrar en la valoración y enjuiciamiento de esa discrecionalidad y que, como su propio nombre indica, no descartaba llegar en el futuro a soluciones más avanzadas.

Esa “jurisprudencia en tránsito”, de la que también son exponentes muy notables, las sentencias de 27 de noviembre de 2007, 12 de junio de 2008, 23 de noviembre de 2009 y, posteriormente, las sentencias de 4 y 7 de febrero de 2011, se basaba en tres pilares fundamentales: (i) El CGPJ esta revestido de una amplia discrecionalidad a la hora de hacer los nombramientos de los altos cargos judiciales, más amplia todavía cuando el cargo en cuestión tiene naturaleza gubernativa o mixta (gubernativa y jurisdiccional); (ii) Esta discrecionalidad, no obstante, está sometida a unos límites que necesariamente la condicionan, como son el respeto a los principios de igualdad, mérito y capacidad, así como la interdicción de la arbitrariedad (art. 9.3 CE); (iii) la motivación del acuerdo de nombramiento tiene un carácter significativo y es esencial.

Fruto de esa jurisprudencia es el Reglamento 1/2010, de 25 de febrero, dictado por el CGPJ con el objeto de regular su propia potestad para la provisión de las plazas de nombramiento discrecional.

La Exposición de Motivos de dicho Reglamento, todavía vigente, alude a la necesidad de precisar normativamente la clase de méritos que el CGPJ puede libremente ponderar y considerar prioritarios para decidir la preferencia determinante de la provisión de estas plazas, con respeto a la primacía de los principios de seguridad jurídica e igualdad, de mérito y capacidad para el ejercicio de la función jurisdiccional.

Más en concreto y tratándose de plazas correspondientes a las diferentes Salas del Tribunal Supremo, su artículo 5 dice que “se valorarán con carácter preferente los méritos reveladores del grado de excelencia en el estricto ejercicio de la función jurisdiccional.” Como dice la Real Academia Española, el término estricto, tiene una única acepción: “estrecho, ajustado enteramente a la necesidad o a la Ley y que no admite interpretación”.

Estos méritos “preferentes”, reveladores del grado de excelencia y relacionados todos ellos con la estricta función jurisdiccional, son: a) el tiempo de servicio activo en la Carrera Judicial; b) el ejercicio jurisdiccional en destinos correspondientes al orden jurisdiccional de la plaza de que se trate; c) el tiempo de servicio en órganos judiciales colegiados, y d) las resoluciones jurisdiccionales de especial relevancia jurídica y significativa calidad técnica, dictadas en el ejercicio de la actividad jurisdiccional.

Como méritos “complementarios” y, por tanto, no preferentes, también se podrán ponderar el ejercicio de profesiones o actividades no jurisdiccionales, pero de análoga naturaleza.

Es decir, a la hora de designar a un Magistrado del Tribunal Supremo, el CGPJ habrá de elegir a alguien que tenga antigüedad suficiente, experiencia contrastada, tanto en el orden jurisdiccional de que se trate, como en órganos colegiados, es decir, que conozca en profundidad el funcionamiento ordinario de las Salas de Justicia y tenga experiencia contrastada en deliberaciones, redacción de sentencias en las que se recoja el sentir unánime o mayoritario de la Sala, votos particulares, etc. y, por último, que se haya destacado en su trayectoria jurisdiccional por la especial relevancia jurídica y significativa calidad técnica de sus sentencias y resoluciones.

Esta autorregulación conduce inevitablemente a una comparativa entre los méritos de los distintos candidatos y orienta al CGPJ hacia la designación, como Magistrados del Tribunal Supremo, a aquellos candidatos que ostenten una antigüedad, experiencia y calidad técnica superior a la de los restantes competidores.

En esta línea se han movido las sentencias que hemos mencionado antes y también, más cercanamente, las sentencias del Pleno de la Sala Tercera de 10 de mayo de 2016 y 27 de junio de 2017, que, aunque no se referían a una plaza del Tribunal Supremo, sí sientan una doctrina general.

Particularmente relevante es la primera de ellas, donde se distingue entre méritos susceptibles de una mayor objetivación y otros méritos de carácter más subjetivo, en los que la discrecionalidad del CGPJ opera en su nivel máximo. Los méritos objetivables son justamente los que acabamos de ver para la designación de Magistrados del Tribunal Supremo, mientras que los de naturaleza subjetiva son los que corresponden a los puestos de carácter gubernativo o mixto.

Tanto es así que, en la referida sentencia de 10 de mayo de 2016, el Tribunal Supremo va contrastando los méritos objetivos, uno por uno, para llegar a una conclusión que favorece a la recurrente y afirma que, si el puesto se quiere otorgar al otro candidato recurrido, habrá que explicar de modo convincente por qué los méritos subjetivos desplazan a los objetivos.

A partir de esta sentencia, a mi juicio, la Sala Tercera inicia un claro “retroceso” en sus postulados. Apenas un año después, en la sentencia de 27 de junio de 2017, ya se contienen afirmaciones como que en ninguna parte se establece jerarquía, preferencia o mayor calidad entre los distintos méritos a valorar o ponderar y se apuesta por una idea de valoración conjunta de los méritos, obviando por tanto la comparativa, mérito por mérito, que se llevó a cabo en la sentencia de 2016.

Así llegamos a la reciente sentencia, de 11 de junio de 2020, dictada por la Sección Sexta de la Sala Tercera, que implica una auténtica abdicación de las funciones de control jurisdiccional de los límites que ha de respetar en todo caso el ejercicio de la discrecionalidad del CGPJ a la hora de efectuar los nombramientos de los altos cargos judiciales.

En esta reciente sentencia se hacen afirmaciones del estilo “la comparación aislada de méritos no puede negar al Consejo una facultad razonable de valoración del conjunto de todos ellos o establecer la preferencia de uno o de alguno respecto de los demás”, o que “la apreciación por el Pleno del CGPJ responde a méritos que representan opciones igualmente válidas en Derecho” o, en suma, que “la libertad del Consejo comienza una vez que se haya rebasado ese umbral de profesionalidad exigible y tiene múltiples manifestaciones, porque una vez justificada que existe esta cota de elevada profesionalidad en varios de los candidatos, el órgano constitucional, en ejercicio de su discrecionalidad, puede efectivamente ponderar una amplia variedad de elementos, todos ellos legítimos, y acoger cualquiera de ellos para decidir, entre esos candidatos que previamente hayan superado el escrutinio de profesionalidad quién es el que finalmente debe ser nombrado”.

Es decir, dicho en román paladino: superado el escrutinio de profesionalidad, que cumplen todos los candidatos, el CGPJ puede nombrar libremente a quién le parezca más oportuno.

La sentencia comentada corresponde a la Sección Sexta de la Sala Tercera, que es la encargada de controlar la legalidad de los actos del CGPJ, aunque nada impedía que el asunto se llevara al Pleno. Sin embargo, ni el Presidente de la Sala Tercera, ni la mayoría de sus magistrados consideraron oportuna la celebración de ese Pleno, que acaso hubiera sido útil para afianzar o abandonar la línea jurisprudencial imperante hasta el momento.

Es llamativo que la sentencia de la Sección Sexta de 11 de junio de 2020 arrojara un resultado de tres a dos y no menos llamativo es que el Magistrado encargado de su redacción, y que suma su decisivo voto al de la mayoría, fuera también el que se adhirió al voto particular concurrente formulado a la comentada sentencia del Pleno, de 10 de mayo de 2016; voto particular en el que se llegó a imputar al CGPJ nada menos que una “muestra clara de arbitrariedad que dio lugar a una auténtica desviación de poder”. ¡Cosas veredes!

Pese a existir un voto particular de los dos magistrados disidentes, cuya autoría corresponde al ponente del recurso y, por tanto, siendo evidente que el caso presentaba serias dudas de derecho, se imponen las costas al recurrente al “no apreciar razones para no hacerlo”.

El voto particular, espléndido, se lamenta del “efecto devastador” que la sentencia mayoritaria puede producir en la carrera judicial, al llevar a la convicción a muchos jueces de que el resultado del esfuerzo por realizar bien su trabajo jurisdiccional no será ponderado en condiciones de igualdad. Y reivindica, en línea con la sentencia del Pleno de 10 de mayo de 2016 y otras anteriores, la jurisprudencia de la Sala sobre la necesidad de identificar los concretos méritos que han de decidir la prioridad del nombramiento, así como la necesidad de examinar la trayectoria de todos los candidatos y ponderar cada uno de los méritos de la convocatoria.

La sentencia de 11 de junio de 2020 es un indudable paso atrás en el control jurisdiccional de la discrecionalidad del CGPJ. En definitiva, deja en nada la jurisprudencia “en tránsito”, porque lo razonado en ella sitúa la doctrina del Tribunal Supremo en el punto inmediatamente anterior a la sentencia de 29 de mayo de 2006, que dio inicio a ese tránsito…que ha resultado ser a ninguna parte.

El Letrado de la Administración de Justicia. Un pilar fundamental.

El artículo 440 de le Ley Orgánica del Poder Judicial (o “LOPJ”) dispone que: “Los Letrados de la Administración de Justicia son funcionarios públicos que constituyen un cuerpo superior jurídico, único, de carácter nacional, al servicio de la Administración de Justicia, dependientes del Ministerio de Justicia y que ejercen sus funciones con carácter de autoridad ostentando la dirección de la Oficina Judicial”.

Los Letrados de Justicia son unos grandes desconocidos por todos, pero se constituyen como una pieza sustancial en el buen funcionamiento de la justicia en nuestro país. Su antigua denominación era la de Secretarios de la Administración de Justicia o Secretarios Judiciales, y su origen se encuentra en la figura del secretario, del escribano y sobre todo de la fe pública, que se ha constituido a lo largo de la historia jurídica como una garantía elemental de un ordenamiento jurídico, justo, estable, flexible, definitivo y adaptable a los cambios sociales. Aunque los primeros datos de la figura datan del antiguo Egipto, lo cierto es que fueron introducidos en el año 1216 por el decretal de Inocencio III como un mecanismo para garantizar la independencia y la aplicación del derecho con total objetividad. Por tanto, es una figura con un gran arraigo en nuestro ordenamiento jurídico y con un gran peso cultural.

Hoy en día, la figura del Letrado de Justicia ostenta mucha más envergadura, es decir, va mucho más allá de levantar un acta de los hechos acontecidos y dar fe pública. El Letrado de Justicia es una figura con unos conocimientos muy profundos y exhaustivos en Derecho Procesal, es el encargado de impulsar y ordenar el proceso.

El artículo 452 de la Ley Orgánica del Poder Judicial literalmente establece que: “Los secretarios judiciales desempeñarán sus funciones con sujeción al principio de legalidad e imparcialidad en todo caso, al de autonomía e independencia…”. Además, ostenta la dirección de la Oficina Judicial.

Asimismo, el artículo 457 de la LOPJ dispone: “Los secretarios judiciales dirigirán en el aspecto técnico procesal al personal integrante de la oficina judicial ordenando su actividad e impartiendo ordenes e instrucciones que estime pertinentes en el ejercicio de su función.” Esto es, coordinan y dirigen al personal, además de dictar decretos y diligencias de ordenación, son pieza angular en la ejecución, elaboran la estadística judicial entre otras muchas funciones, en definitiva, hacen casi de todo.

Los Letrados de Justicia están acostumbrados a que poca gente sea conocedora del sacrificio que supone optar por una oposición tan dura, como así atestiguan los casi 300 temas que la constituyen, siendo, sin lugar a duda, una de las oposiciones más potentes, estando al nivel de cualquiera de aquellas que todos conocemos que venden más y tienen mejor marketing, pero lo cierto es que nadie sabe qué hace un Letrado de Justicia. A veces, da la sensación que ni dentro del propio juzgado lo saben, abogados, procuradores. En general, se puede decir que sólo un segmento muy reducido de los profesionales que operan en el ámbito jurídico, conocen y saben qué hace exactamente un Letrado de Justicia. Si esto es así con los profesionales, imagínense con los ciudadanos.

La mayoría de las funciones que realiza un Letrado de Justicia y la mayoría de las resoluciones que dicta se suele pensar, de forma errónea, que las elaboran los Jueces.

Una persona a la que admiro mucho me expuso una vez la concepción del Letrado de Justicia en el juzgado de la siguiente manera: “el Letrado de Justicia no está en la delantera, no marca los goles y no se lleva los honores ni aspira a los premios, pero el Letrado de Justicia es el centrocampista, tiene la misión de crear y contener, de aportar claridad, sentido táctico, dinámica, capacidad, compromiso, canalizar todo el flujo procesal y ser muy polivalente, saber gestionar, estar en tierra de nadie, entre la oficina y el juez, entre los profesionales y los justiciables.” Pero sólo el Letrado de Justicia, sabe qué hace y quién es, sabe las dificultades que encuentra para conseguir un juzgado competente ante la falta de partidas de gasto que se atribuyen a Justicia lo que tiene como consecuencia un gran volumen de trabajo con escasos medios personales y materiales que tienen que saber gestionar. La razón es simple, los defectos sistemáticos de los gobiernos representativos occidentales, que conllevan luchas entre los poderes del Estado, que derivan siempre en que un poder quiera controlar a otro y esto se traduce en las dificultades y poca inversión en Justicia.

Los Letrados de la Administración de Justicia representan la modernización de la Justicia en su expresión más radical, tanto en las nuevas tecnologías como en los nuevos hábitos, cuyo fin principal es la mejora del servicio público. Son la cabeza visible de todo, asumen toda la responsabilidad, son el escudo y a la vez espada. Todo ello, no se ve reflejado en sus condiciones laborales, ni en su reconocimiento, ni en sus retribuciones, las cuales están muy lejos de lo que son y lo que merecen tanto en todos los ámbitos en que operan como en todos los sectores que conforman esta profesión jurídica tan compleja y cuya prioridad es que el servicio público de justicia se ofrezca con la máxima calidad. Este malestar generalizado es un problema para la Administración de Justicia pues son una pieza sustancial y un elemento fundamental del servicio público.

Aunque poca gente lo sepa, los Letrados de la Administración de Justicia también tienen el tratamiento de señoría, tienen toga, escudo, puñetas, y no son subordinados de los Jueces, aunque no tienen el prestigio ni el respeto de otros profesionales jurídicos, porque tampoco interesa, lo cierto es que los Letrados de Justicia se suelen sentir más solos que la una, “la soledad del Letrado del Administración de Justicia”. El Letrado de la Administración de Justicia está con todos, pero sin nadie. Sabe cuál es el funcionamiento, las necesidades y las carencias, conoce todos los laberintos del juzgado y su complejidad. Son una garantía de la legalidad para los justiciables, son una garantía constitucional en sí mismos.

Producto de la descentralización del Estado, que en nada contribuye al buen funcionamiento de la Justicia, es normal encontrarse con juzgados atrasados, provistos de medios propios del tercer mundo y un equipo de trabajo en el que unos dependen de la Comunidad Autónoma, otros del Poder Judicial y otros del Ministerio de Justicia, cada uno con sus peculiaridades, singularidades, capacidades económicas y su idea de Justicia, en definitiva, un auténtico desastre.

En este mar revuelto caminan los Letrados de la Administración de Justicia, que, junto a Jueces, Fiscales y demás operadores jurídicos, se constituyen como una pieza fundamental del sistema y luchan por que cada día la Administración de Justicia sea un poco mejor.

El desgaste de la justicia

Diseñar un sistema judicial edificante es muy difícil porque todo ser humano posee un sentimiento innato de justicia, una idea propia sobre cómo deben o no deben ser las cosas, fruto de su experiencia particular. Si los hay que, sin saber, se aventuran a detallar animosamente las complejidades sociosanitarias de la propagación del coronavirus en Europa, pueden imaginarse con qué vehemencia se lanzan a instruir sobre si una cosa es o no justa, o debiera ser de otra manera, especialmente si están implicados en el caso.

En estos miles de años de civilización, uno de los mejores sistemas que hemos encontrado para impartir justicia es el nuestro, que consiste básicamente en lo siguiente. Primero, en un sistema de acceso (las oposiciones) que asegura un nivel de conocimiento mínimo y que trata de premiar a los mejores. Segundo, como al Constituyente no le valía haber seleccionado a los mejores, después los obligó a someterse «únicamente al imperio de la ley» (artículo 117 de la Constitución).

Tercero, a efectos de su ordenación interna y para garantizar que el ascenso en la carrera profesional basada exclusivamente en el mérito y la capacidad, y no en ‘enchufes’ y ‘amiguismos’, así como la independencia de los jueces, los españoles creamos hace décadas el Consejo General del Poder Judicial, un órgano mixto compuesto por doce por jueces y otros ocho juristas; así como, por otra parte, el Ministerio Fiscal y la figura del Fiscal General del Estado, también sometidos al principio de legalidad y, no de independencia, sino de imparcialidad.

Cuarto, y por lo que respectaba a los ciudadanos también se pronunció la Constitución (artículo 119), disponiendo que la justicia es gratuita respecto de quienes acrediten insuficiencia de recursos para litigar.

Por tanto, en principio tenemos un sistema totalmente independiente, sometido a las leyes (por tanto, a lo acordado por el Poder Legislativo), al que los jueces acceden tras mucho esfuerzo, dentro del cual progresan de acuerdo con sus propios méritos y al que cualquier ciudadano puede acudir para defender sus derechos. Esto en teoría, porque en la práctica se hacen algunas cosas para invertir la tendencia; desde la misma promulgación de la Constitución, esos principios elementales sobre los que se sustenta la justicia han ido deteriorándose de manera progresiva.

Pese a tratarse de un poder del Estado independiente, al Poder Judicial siempre se le ha intentado anular esta condición. Casi desde el advenimiento de la democracia, con mayor o menor éxito, todos los presidentes de Gobierno han tratado de atar en corto a los jueces. La primera gran reforma legislativa que tuvo el objeto de subvertir lo dispuesto en la Norma Fundamental fue la aprobación de la Ley Orgánica del Poder Judicial en el año 1985, de la que tanto se ha hablado en este blog. Tras ella, y desde entonces, los doce jueces antes mencionados ya no son elegidos directamente por los jueces, sino también, como a los restantes ocho, por el poder político.

Esto último entraña un riesgo importante de credibilidad política, en tanto que resulta poco democrático que todos los altos cargos del Poder Judicial sean elegidos directa o indirectamente por los políticos cuyos actos los primeros han de enjuiciar. A los efectos de neutralizar una opinión pública desfavorable, últimamente algunos partidos recurren al siguiente argumento: «Si la justicia emana del pueblo, como dispone la Constitución, entonces es el pueblo el que ha de elegir a los jueces». Gracias a este sencillo aforismo, desde luego tramposo, por lo visto resulta fácil convencer a los medios de comunicación, especialmente a los afines, de que el sistema es beneficioso para la democracia. Así se consuma un contundente ataque contra la división de poderes.

Para referirse a la Fiscalía es preciso, lamentablemente, referirse también al Gobierno. El Ministerio Fiscal es un órgano dependiente de la Administración de Justicia de enorme importancia que tiene encomendada la misión de promover la acción de la justicia, velar por la independencia de los Tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social (artículo 1 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal). Debe ser imparcial en su actuación, pero lo cierto es que, según el artículo 124.4 de la Constitución, es el Gobierno el que se encarga del nombramiento del fiscal general del Estado, y ello abre la vía a una posible manipulación.

El anuncio de nombramiento de la nueva fiscal general del Estado es espeluznante desde un punto de vista constitucional, y una anomalía democrática que sienta un precedente indeseable en un historial que no brilla por su ejemplaridad o pulcritud estéticas. A la inmensa mayoría de los fiscales generales del Estado se le ha reconocido una afiliación política, pero la imparcialidad (requisito inexcusable para ostentar el cargo) de Dolores Delgado está totalmente comprometida, al tratarse de una diputada en activo que, además, mientras era propuesta para su nuevo cargo todavía ejercía de ministra (probablemente la más controvertida del Gobierno, reprobada tres veces por las Cortes Generales).

Además, el recién nombrado ministro de Justicia es un hombre de quien no tengo mala opinión pero del que conviene señalar que es un juez que no publica una sentencia desde hace veintitrés años. Por tanto, a estos efectos no es un juez: es un hombre de partido que desde el año 97 ha ido progresando en su carrera política hasta llegar a lo más alto, puertas giratorias incluidas: director general de Relaciones con la Administración de Justicia de la Junta de Andalucía (1997-2001); vocal del Consejo General del Poder Judicial (2001-2008), a propuesta del PSOE; secretario de Estado de Justicia (2009-2011); secretario general de la Junta de Andalucía de Relaciones con el Parlamento (2014-2015); candidato, propuesto por el PSOE pero esta vez no elegido, a magistrado del Tribunal Constitucional; diputado y portavoz de Justicia desde 2015; y, finalmente, ministro de Justicia.

A pesar de que esto no sea en sí mismo negativo, estos proyectos de vida acostumbran a arrastrar cargas de las que uno sólo puede desprenderse con pago de favores. Son esos favores los que perjudican el ejercicio de la función pública y el buen funcionamiento de la Administración, lo cual se traduce en un peor servicio para los ciudadanos. Prueba de lo anterior es que, para la configuración de su departamento, el ministro ha optado por nombrar no a los mejores sino a “los suyos: fundamentalmente, compañeros de trabajo de su etapa como secretario de Estado o de sus anteriores cargos en el gobierno de Andalucía.

A propósito, resulta enormemente llamativo que, pese a su excedencia en la carrera judicial desde hace más de dos décadas, el pasado 20 de enero el ministro ascendiese a magistrado de la Audiencia Nacional; por lo visto, pese a haber elegido la carrera política, su carrera judicial ha seguido su propio curso, sin perjuicio de su ausencia, de forma que los años de antigüedad le han reportado una progresión admirable, según indica el Boletín Oficial del Estado:

«Ocho. Don Juan Carlos Campo Moreno, Magistrado, en situación administrativa de servicios especiales en la Carrera Judicial, con destino en la Audiencia Provincial de Cádiz, correspondiente al orden penal, pasará a desempeñar la plaza de Magistrado de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, continuando en la misma situación administrativa».

Por su parte, la ley de tasas judiciales de 2012 restringió otro de los elementos fundamentales de la justicia: el acceso a la misma. Con el propósito de reducir la enorme litigiosidad, por lo demás todavía existente, sustrajo a muchos su derecho a exigir amparo ante los tribunales. Cuatro años después, el Tribunal Constitucional declaró la inconstitucionalidad de estas tasas por vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva prevista en el artículo 24 de la Constitución.

Y ahora, respecto del acceso a la carrera judicial, otros de los elementos clave de nuestro sistema, el nuevo Gobierno ha anunciado recientemente que tiene intención de «modernizar» el sistema. Aunque no puedo dejar de sentir cierto escepticismo sobre el sistema de oposiciones a la judicatura, es justo reconocer que llegar a ser juez requiere mérito y, sobre todo, mucho esfuerzo. Cualquier mínimo cambio en el sistema debería despertar todas las cautelas, máxime cuando la coalición de gobierno solamente se ha referido a las oposiciones de los jueces (no se conoce referencia a otros opositores) y está probado que el sistema actual funciona satisfactoriamente.

Todo ello por no hablar de las deplorables condiciones en que trabajan muchos jueces, el increíble colapso de los juzgados o que, pese a todo, el Ministerio de Justicia sea tradicionalmente uno de los ministerios que menos presupuesto recibe, más pruebas de que en España nunca se ha prestado mucha atención a la justicia, salvo para asegurarse de que no moleste demasiado.

El Poder difuso: Poder Judicial y separación de poderes

“La justicia, no hay más remedio, enjuicia”
(Michael J. Sandel, Justicia, Debate, 2011, p. 296)

El Poder Judicial siempre ha tenido problemas de visibilidad. Además de generalmente incomprendido, siempre ha tenido asimismo dificultades obvias para ser homologado como un poder de extracción democrática. Se trata de un poder que, tal como expuso Hamilton, no tiene ni las armas ni el tesoro, tampoco la fuerza ni la voluntad. Siempre se ha considerado el más débil de los tres poderes. Y, sin embargo, es poder. Por tanto, directa o indirectamente, hace política o influye en ella. Está en la naturaleza de las cosas. No cabe alarmarse. Siempre ha sido así. Aunque parece haberse descubierto hace unos días.

Frente al modelo de checks and balances o de equilibrio y control recíproco entre poderes por el que apostó el constitucionalismo estadounidense, en Europa continental el planteamiento originario fue diferente. Aquí, en los inicios de la Revolución francesa, predominó el Legislativo, aunque durante largos períodos de la construcción del Estado constitucional fue el Ejecutivo –como recordó Rosanvallon- el que realmente llevó las riendas (más a raíz de la implantación definitiva del sistema parlamentario de gobierno y del Estado de partidos).

Entre nosotros -como subrayaron Guarnieri y Pederzoli- se impuso un modelo burocrático de juez. La legitimidad del Poder judicial en estos casos fue una legitimidad de acceso (a la condición de jueces-funcionarios) y no propiamente hablando de ejercicio. Tal modelo formal de división de poderes (alejado de los presupuestos del sistema de pesos y contrapesos), conllevó inevitablemente la injerencia constante del Poder Ejecutivo en el funcionamiento de ese Poder Judicial. Los jueces dependían del Ejecutivo. No había división de poderes en este punto. Se planteó así durante los siglos XIX y XX una lucha permanente por garantizar la independencia del Poder Judicial (ya zanjada en el mundo anglosajón desde el siglo XVIII). Y aun en algunos países, como es España, es todavía hoy en día un reto que no se ha cerrado del todo. Quedan muchos flecos por resolver, algunos muy importantes.

En estas últimas fechas el Poder Judicial está en el centro del foco mediático y del debate político. Pero, en cambio, hay una ignorancia evidente sobre cuál es el papel institucional de ese Poder y cuáles son sus déficits institucionales que hoy en día ofrece. En apretada síntesis se pueden citar tres: 1) Un modelo de Gobernanza y organizativo caduco e insostenible; 2) Un sistema de acceso inadaptado; 3) Y un modelo de carrera profesional que oscila entre la antigüedad más rancia (escalafón) o la discrecionalidad política en los nombramientos más elevados. A ellos podríamos añadir –lo que no trataré aquí- un déficit de imagen sobre qué hacen los jueces, cómo lo hacen y por qué lo hacen, lo que supone afectar a su legitimidad ciudadana. Se trata de un poder opaco (lenguaje cerrado) y hasta cierto punto esotérico. El ciudadano lego no comprende bien su pulso. El profesional del Derecho lo intenta. En época del imperio de la imagen, un poder desvalido, sin cara, juega en desventaja. Siempre pierde.

No me entretendré en describir el pésimo diseño de Gobernanza y de organización del Poder Judicial.

Frente a la extendida creencia de que el Poder Judicial es monopolio exclusivo del jueces y magistrados (visión corporativa, propia de una lectura literal y no finalista de la Constitución), mi tesis siempre ha sido que el Poder Judicial es una estructura orgánico-institucional compleja en la que tales jueces y magistrados cumplen un papel sustantivo como miembros de órganos jurisdiccionales que juzgan y ejecutan lo juzgado, pero que el Poder Judicial lo conforman muchos más actores e intereses. No hay una ecuación perfecta entre Poder Judicial y Jueces y Magistrados. Si así lo fuera tendríamos un poder burocrático y no un poder con legitimidad democrática. Lo cierto es que en 2020, transcurridos más de cuarenta años de vigencia de la Constitución de 1978, no hay un modelo definido y racional de Gobernanza del Poder Judicial, pues sobre el ámbito de la justicia operan (con atribuciones diferenciadas) tres actores institucionales: Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Ministerio de Justicia y Comunidades Autónomas. No hay una cabeza, sino un monstruo de tres cabezas para gestionar los asuntos relativos a ese ramo, junto con un sistema de reparto de atribuciones endemoniado y disfuncional. No se extrañen de que nada funcione cabalmente. El milagro sería que lo hiciera.

La Gobernanza judicial es mala de solemnidad. El modelo de gestión también. Bastante hace el sistema judicial con “sacar papel”. Desde 1996 (Libro Blanco de la Justicia) no se ha hecho una reflexión holística del problema que sea mínimamente seria. La razón es muy sencilla: cada actor institucional tiene fuertes intereses que abogan en que nada se mueva. Que todo siga igual. En equilibro inestable. Es la ciudadanía quien paga los platos rotos de la vajilla judicial. Pero también el Poder Judicial que pierde crédito a raudales.

El segundo déficit es el sistema de acceso o de ingreso en la carrera judicial. Y el tercero el sistema de ascensos en lo que se califica como un modelo (propio de los sistemas burocráticos) de “carrera judicial”. Para poner a resguardo a la judicatura de los manoseos interesados del Ejecutivo en temas tan sensibles, se idearon dos mecanismos institucionales, hasta cierto punto complementarios. El primero, implantado desde 1870 (¡hace 150 años!), era el acceso a la carrera judicial a través de un procedimiento selectivo (“oposiciones”) de base exclusivamente memorística, que con matices que ahora no vienen al caso ha pervivido hasta nuestros día. El segundo el Consejo del Poder Judicial. Adviértase que los jueces superan la fase de oposición sin tener que realizar ningún test psicotécnico (de inteligencia o de personalidad), ni prueba práctica alguna que acredite sus competencias profesionales de interpretación y aplicación del Derecho. Dicho de otra manera: en el acceso no se les examina de aquello que van a hacer durante toda su vida profesional. Esto es insólito en el marco comparado. Tampoco se evalúa su equilibrio psicológico o emocional. Con ello se logra una aparente igualdad formal, siempre quebrada parcialmente por quien disponga de medios económicos suficientes para dedicar varios años de su vida postuniversitaria a memorizar un largo temario. El sistema garantiza, para sus defensores, la objetividad. Quien “canta” mejor los temas, tiene un pie y medio en la gloria. Pero está absolutamente periclitado. Y produce, por casualidad, buenos conocedores de la letra de la Ley, pero menos intérpretes avezados del Derecho y del marco social en el que deberán actuar. La Escuela Judicial no repara esos daños, pues no es materialmente una escuela selectiva y sigue inspirada en el modelo de escuela de descomprensión, tras unos largos años de encierro y aislamiento social obligado del opositor.

El tercer flanco débil es el relativo a la cobertura de los destinos. Para seguir salvaguardando el principio de igualdad formal, los miembros de la carrera judicial ascienden (con matices que ahora no vienen al caso) por el número en el escalafón o, si se prefiere, por el orden y año de entrada en la carrera judicial. Sin embargo, para ascender a “los cielos de la cúpula judicial” (esto es, a los niveles de responsabilidad gubernativa o a la condición de Magistrado del Tribunal Supremo) se requiere un nombramiento del Consejo General del Poder Judicial, un órgano de diseño constitucional desgraciado (“sin memoria”), que se reinventan cada 5 años, con estructura de asamblea (20, más una presidencia), cuya designación compete al Parlamento y de los equilibrios políticos que allí trencen las fuerzas políticas para alcanzar los 3/5 de los votos necesarios para nombrar 10 vocales por cada Cámara (6 entre jueces y magistrados y 4 entre “juristas de reconocida competencia”). El Consejo no es Poder Judicial, sino órgano de gobierno de éste. Los vocales elegirán a la presidencia, en función también de pactos políticos. No cabe extrañarse, por tanto, que el Consejo del Poder Judicial sea objeto de caza política mayor. Sus sillones, aunque son sinecuras sin apenas funciones, están muy codiciados. A través de la mayoría en este órgano constitucional se incide directamente en el nombramiento de los cargos gubernativos judiciales más importantes y de los miembros del Tribunal Supremo, incluido su presidencia. Y se hace política. Mucho poder en liza. Directo e indirecto. De ahí toda esa cruenta batalla política que se anuncia y ese juego de ajedrez maquiavélico barato que solo tiene un objetivo: repartirse el CGPJ y determinar así luego la política de nombramientos judiciales. Nada nuevo en un Estado preñado de clientelismo político. También la justicia está embarazada de ese mal endémico que contamina todas las instituciones, incluidas las “de control”. Y sin control efectivo no hay separación de poderes.

Bien es cierto que el CGPJ también ejerce más funciones y algunas importantes (potestad normativa, régimen disciplinario, acceso a la carrera, etc.). Pero la cruenta batalla está en la provisión de los destinos superiores. En España ningún actor de la clase política cree sinceramente en la separación de poderes. Ni ahora ni tampoco antes. Que nadie se llame a engaño. Pues el problema tampoco radica, por mucho que algunos se empeñen, en la manida renovación del CGPJ o en cómo se eligen a los vocales procedentes de la judicatura (si por el Parlamento o por los propios jueces). El dilema legitimidad parlamentaria versus legitimidad corporativa está mal planteado. El enfoque debería ser otro: ¿no hay otro medio institucional de acreditar la idoneidad y las competencias profesionales de quienes aspiran a gobernar el Poder Judicial?, ¿no puede realizarse ese proceso de selección de miembros por una autoridad o comisión independiente que cribe a los candidatos en función de sus respectivos proyectos y de su trayectoria profesional, proponiendo ternas y dejando incluso un espacio razonable para la cobertura de los puestos por sorteo entre aquellas personas que hubiesen superado el umbral de requisitos y competencias profesionales exigidos?

El Poder Judicial no es un pode exclusivamente de los jueces y magistrados, sino un poder del Estado democrático constitucional. Tampoco el Legislativo puede pretender apropiarse en exclusiva y sin límites del sistema de elección del órgano de gobierno del Poder Judicial. Los partidos no pueden ser los señores de la Justicia. La cuestión clave es si se quiere o no algún día construir definitivamente un CGPJ que sea un órgano de gobierno funcional y eficiente, que salvaguarde la imparcialidad e independencia de los jueces, con un nuevo modelo de Gobernanza Judicial, así como que trabaje para que el Poder Judicial actúe como auténtico checks and balances en relación al resto de poderes. Pero en ese nuevo marco, el CGPJ debería asimismo rendir cuentas ante el Parlamento y ante la ciudadanía. La otra opción es seguir como hasta ahora: pretendiendo que el órgano de gobierno del Poder Judicial actúe unas veces como lacayo del Poder Ejecutivo y otras como contrapoder judicial al Gobierno de turno.

Hay que evitar a toda costa que la erosión en la legitimidad del Poder Judicial vaya a más. Es una irresponsabilidad política y un suicidio institucional. En manos de la política está poner remedio a tal estado de cosas y no paños calientes, como nos tienen acostumbrados. No soy ningún ingenuo y, viendo el sombrío panorama político que nos rodea, nada de lo aquí expuesto se hará. Continuará el conflicto político centrado entre nombramientos de vocales judiciales por el Parlamento (mejor dicho, por los partidos políticos) o por los propios jueces y magistrados. Dos líneas paralelas que nunca se cruzarán. Y así eternamente. Debate nominal que esconde algo más grosero: quién controlará al Poder Judicial. El peso mayoritariamente conservador en la Magistratura pesa. Y eso condiciona el compromiso. O la política se pone manos a la obra para buscar un modelo de Gobernanza razonable o el Poder Judicial seguirá su lento, pero inevitable, camino hacia los infiernos. Estamos jugando con fuego. Una vez entre en llamas, su cuestionamiento puede ser irreversible. Y sin contrapeso judicial, no hay separación de poderes. Solo mera coreografía.

(*) Un desarrollo de las ideas esquemáticamente expuestas en esta entrada se puede hallar, entre otras, en dos contribuciones que elaboré hace algún tiempo. A saber: el artículo titulado “Poder Judicial y democracia. Legitimidad del poder judicial y separación de poderes”, en ¿Quién manda aquí? La crisis global de la democracia representativa, editado por Felipe González, Gerson Damiani y José Fernández-Albertos, Debate, 2017, pp. 103-127; y la monografía sobre Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones, Marcial Pons-IVAP, 2016. Ver, también: https://rafaeljimenezasensio.com/2019/08/05/el-autogobierno-del-poder-judicial/

La elección de Dolores Delgado como Fiscal General del Estado: golpe ¿definitivo? a la autonomía de la Fiscalía

La cuestión de la Fiscalía y muy en particular el nombramiento del Fiscal General del Estado es un tema clásico de Hay Derecho. Hemos dedicado al asunto muchos artículos: algunos posts de Salvador Viada, Fiscal muy beligerante en la autonomía de la fiscalía (ver aquí), o el de su compañera Pilar Álvarez Menéndez (aquí); un importante estudio realizado por la Fundación en el que se hace una comparativa con otras fiscalías (ver aquí la presentación y aquí el estudio); nos hemos hecho eco de recientes y ambiciosas propuestas de reforma.

En el estudio de la Fundación que hemos mencionado destacábamos que el régimen jurídico del Ministerio Fiscal en España se encuentra todavía a medio camino entre lo que fue en un pasado no tan lejano (un acusador del Estado al que representaba para la persecución de los crímenes) y un funcionario neutral e imparcial que debe de actuar con objetividad de forma similar a como lo hace un Juez: es un híbrido que genera contradicciones, particularmente es sus relaciones con el Ejecutivo. La Fiscalía es autónoma, pero sujeta al principio de jerarquía;  sin embargo, el principio de jerarquía hay que entenderlo como una garantía de la unidad de criterio, es decir, para el tratamiento igual de los ciudadanos ante la Ley (en particular ante la Ley penal), pero no puede entenderse si no es en relación con el principio de imparcialidad. Por ello concluíamos recomendando (ver a partir de la pág.44), aparte de una mayor autonomía presupuestaria y medios, así como transparencia y rendición de cuentas, un cambio en el sistema de nombramiento del Fiscal General y el establecimiento de controles y contrapesos internos efectivos, así como establecer claramente los requisitos y procedimientos de relación entre el Fiscal General y el Gobierno en la ley, con el fin de mejorar la transparencia de estas comunicaciones en nuestro país, en la linea recomendada por el GRECO.

Por eso, la noticia que conocimos en el día de ayer de la proposición del presidente Sánchez de la hasta hoy Ministra de Justicia, Dolores Delgado, como Fiscal General del Estado (FGE), en sustitución de María José Segarra, nos parece preocupante y peligrosa para nuestro Estado de Derecho y para la separación de poderes.

Más allá de por su cuestionable papel como Ministra de Justicia (reprobada dos veces por el Congreso y una por el Senado), o por su pasado (audios de Villarejo aparte), lo que es verdaderamente grave es que una persona que dirigía el Ministerio de Justicia, pase al día siguiente a ser la Fiscal General del Estado, tratándose de uno de los cargos más importantes que tiene  nuestro Poder Judicial.

Aparte del asumido hecho de que el Gobierno pueda interesar del FGE que promueva ante los Tribunales las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público, lo cual siempre se ha interpretado como cierta injerencia del Ejecutivo en su labor, el Fiscal General del Estado, según el artículo 124 de la Constitución y su propio Estatuto orgánico, debe de servir a los principios de legalidad  e imparcialidad. Cuesta pensar que una persona que ha sido durante el último año y medio Ministra de Justicia, bajo las órdenes del actual Presidente del Gobierno, y que en las últimas elecciones se presentó bajo las siglas del PSOE, habiendo sido elegida diputada, pueda desempeñar el cargo de una manera imparcial e independiente.

Pese a que no es la primera vez que el Presidente Sánchez pone en cuestión la independencia de esta institución, basta recordar su ya famosa pregunta retórica en una entrevista en RNE el pasado noviembre: “¿De quién depende la Fiscalía?”, no deja de sorprendernos este nombramiento de un cargo que al menos desde 1986 con Javier Moscoso nunca ha sido desempeñado por diputados y Ministros, y, en ningún caso, por el anterior Ministro de Justicia. Esto es tanto como tener dos Ministros de Justicia. Con esta decisión se pone en riesgo otra institución más del Estado, que se une a la Abogacía del Estado (desde el momento en que  el contenido de un informe procesal de parte se pone como condición para una negociación política por el partido al que pertenece uno de los condenados en dicho procedimiento) sobre todo en relación con los muchos procedimientos judiciales pendientes, en particular en relación con políticos o altos cargos independentistas. Cabe también mencionar en esta línea las reciente críticas por parte de un sector del PSOE a la Junta Electoral Central, a raíz de la inhabilitación del President Torra. El perfil del nuevo Ministro de Justicia, político togado de libro (con más tiempo de servicio en puestos políticos que en la magistratura) es un pésimo augurio para la tan necesaria despolitización del el CGPJ.

Se trata, por tanto, de un nuevo golpe a la cada vez más cuestionada independencia de nuestras instituciones en general y de nuestro Poder Judicial en particular, puesta siempre bajo sospecha por el nombramiento de los vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) por el Congreso de los Diputados y el Senado, y que tanto hemos criticado desde este blog y en esta Fundación. Cierto es que los dos partidos mayoritarios llevan dándole golpes desde hace mucho tiempo (pensemos que llevamos ya 6 Fiscales Generales en 6 años) pero no es menos cierto que con cada golpe las instituciones se debilitan justo cuando más se las necesitan.

Este tipo de decisiones tampoco ayudan a combatir el discurso con la que cierto sector mayoritario del independentismo, y ahora también de la izquierda más radical, llevan meses sometiéndonos, de que los jueces en nuestro país no son independientes y que España no es un verdadero Estado de Derecho. Suponemos que cuando los jueces y los fiscales sean de su gusto dejaremos de oír estas voces, pero lo cierto es que la única forma de acallarlas con eficiencia sería hacer precisamente lo contrario: mantener a quienes -como María José Segarra- han actuado con imparcialidad y profesionalidad en momentos muy difíciles, se compartan o no sus decisiones técnicas.

Y, por supuesto, seguro que este nombramiento no va a gustar ni en la Unión Europea, ni al Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (GRECO), que llevan años compeliéndonos para que cambiemos la elección de los vocales del CGPJ, para que de esta manera cesen las injerencias políticas en el sistema judicial de nuestro país, no debiendo extrañarnos que esta decisión acabe impugnada ante el propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

Parece que en lugar de dar pasos en pos de una efectiva separación de poderes e independencia plena del poder judicial, los estamos dando en la dirección contraria. La pregunta que cabe hacernos es ¿por qué? Sin ser partidarios de teorías conspiranoicas podemos encontrar muchas explicaciones; la que más preocupación nos suscita es que este movimiento suponga que determinados políticos se aseguren “de facto” un trato mucho más beneficioso en los procedimientos en que puedan acabar inmersos que el que les daría un Fiscal General independiente y profesional. Quizás por eso las que lo han sido han durado tan poco en el cargo.

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