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7 prejuicios para rechazar el feminismo en el lenguaje

(A propósito de las declaraciones de la “portavoza” de Unidos Podemos)

 

La semana pasada se abrió nuevamente el debate sobre la necesidad o no de modificar nuestras reglas lingüísticas para que nuestro idioma sea más inclusivo con la mujer. Todo comenzó cuando Irene Montero, número 2 de Unidos Podemos, dijo en una rueda de prensa “portavoces y portavozas”, lo que pareció tratarse de un error que después ella elevó a la categoría de lucha social. Ahora me dispongo a escribir mi primer artículo feminista en un intento, confío en que no estéril, por expresar mi preocupación por el modo en que se produce la toma de decisiones en nuestra sociedad.

Me interesa especialmente plasmar una idea y es que, en mi opinión, es casi tan grave ser machista como negarse a discutir sobre el fondo de un asunto, sin importar las razones que para ello se aduzcan. Si uno no respeta las normas, es imposible avanzar en el modo adecuado: o bien unos impondrán su dogma con reticencia de los otros o no lo impondrán, pero el problema de fondo quedará sin resolver. Así pues, la primera norma de la democracia es que tenemos el deber de hablar los unos con los otros y, por tanto, de escuchar.

Por entendernos, lo que ahora me preocupa no es convencerle a usted, lector/a, de que diga “portavozas” o de que apoye la incorporación de un cierto lenguaje inclusivo en el Diccionario de la Lengua Española. Lo que ahora pretendo es combatir el rechazo (“Del lenguaje inclusivo no quiero ni hablar”), a veces violento, primario e instintivo, carente de toda modestia, que en ocasiones todos mostramos para evitar debatir sobre determinados asuntos, porque su discusión nos resulta irritante.

Mientras trataba de plasmar mi postura, he identificado 7 prejuicios que he visto repetirse y que han ayudado a muchos a escurrir el bulto cuando de hablar de feminismo se trataba:

Prejuicio núm. 1: “A las mujeres lo que les interesa es cobrar más, no decirportavozas’

Por una parte, no dudo que la igualdad efectiva de la mujer no se consigue diciendo “portavozas”. Tampoco dudo que, entre decir “portavozas” con total libertad y una subida de sueldo, una mujer prefiere lo segundo, pero ésa tampoco es la cuestión. La pregunta es: ¿le parece importante a una mujer, aunque sea por una razón simbólica, que se avance en el lenguaje inclusivo?

A esto muchos responden negativamente, cuando a todas luces parece que no debiera ser un hombre el que responda a esta pregunta, pues su acción bien pudiera -y debiera- ser acusada de mansplaining. Por tanto, a menos que uno se base en detalladas encuestas que demuestren científicamente la verdadera voluntad del conjunto de las mujeres, es preciso ser más cauto en nuestras afirmaciones y, concretamente, no asegurar cuáles son las preferencias particulares de tus conciudadanas ni erigirse en portavoz o portavoza del mundo.

En cualquier caso, este prejuicio consiste en realidad en negar la mayor (el lenguaje inclusivo o aun el feminismo) por medio de desautorizar un argumento secundario o aun terciario (el sinsentido de decir “portavozas”). Por tanto, es una manera simplista, la más primaria, de rechazar el debate por medio de acreditar una pereza intelectual intolerable, que, además, denota una considerable fragilidad de los principios de uno: basta que una parlamentaria a quien ni siquiera votamos diga una “tontería” para que rechacemos el paquete en su conjunto, esto es, la oportunidad o no de adaptar el lenguaje a las nuevas exigencias sociales, o incluso el feminismo por entero. Esto sería casi como odiar la propia existencia porque el vecino no te haya dado los “buenos días” por la mañana.

Prejuicio núm. 2: “Debates cosméticos

La idea aquí sostenida es que los políticos se enredan en debates infecundos y no trabajan de verdad para los españoles. Este prejuicio, aunque relacionado con el anterior, invita a una reflexión distinta: ¿cuán importantes son los símbolos en política? Es decir, ¿hacen bien los políticos en atender lo simbólico, descuidando quizás policies más pragmáticas?

Según Abner Cohen, los símbolos son irrenunciables en política y de una importancia capital para la sociedad. Para advertir la relevancia que se otorga al simbolismo en todo tipo de sociedades, desde las más primitivas hasta las más modernas, no hay más que pensar en el modo en que se celebra un funeral o una boda.

Sin embargo, a pesar de que nuestro prejuicio núm. 2 entraña ya un error de concepto, que es menospreciar el valor de los símbolos en la sociedad, está además compuesto por un nuevo triple prejuicio: (i) presumir que son los políticos los que han creado (artificialmente) el debate (cuando no se tiene total seguridad de ello), (ii) presumir que los políticos no trabajan por lo que es verdaderamente importante (por cierto, me consta que el mismo día de aquellas declaraciones la propia Irene Montero se reunió con el Grupo Parlamentario Ciudadanos, a puerta cerrada, para discutir sobre la reforma electoral, que quizás sí nos interesa mucho a los españoles y que, en cualquier caso, sugiere que aquélla, además de en la provocación, está ocupada en otras labores legislativas) y (iii) presumir que lo que uno considera importante coincide con lo que el resto del mundo considera importante, lo cual fácilmente puede revertir en un acto de soberbia, al descartar por absurdos asuntos que para otros sí pueden ser sustanciales.

Prejuicio núm. 3: “Ahora tenemos otras prioridades

Este prejuicio, apenas un argumento, viene a sugerir, en resumen, que precisamente ahora –se entiende que de manera excepcional– no disponemos de tiempo para encarar asuntos “menores” como éstos, pero que, ya cuando seamos ricos, hablaremos de ello. Es un argumento del tipo “me pilla usted ocupado”, “ya le llamaremos” o “hablaremos cuando los cerdos vuelen”.

Por un lado, se trata de una actitud conservadora, por cuanto se vislumbra con perfecta nitidez que el argumento no responde a una lógica racional (pues no la tiene), sino a una reacción emocional basada fundamentalmente en conservar los privilegios adquiridos, aun siendo éstos injustos, bajo cualquier circunstancia, hasta el punto de que uno se niega vehementemente incluso a conversar sobre el asunto. El rechazo no obedece, pues, a un estricto orden de prioridades a partir del cual uno pretende lograr un desinteresado mejoramiento del bienestar social (puesto que ambas cosas son compatibles y, de hecho, complementarias), sino a una excusa (vestida de orden y templanza) para no esforzarse por modificar el modo en que uno está acostumbrado a hablar.

Por otra parte, lo entiendo: una persona tiene muchas obligaciones diarias que colman el curso natural de sus días (el trabajo, los niños, las facturas, los amigos, etc.), dejando apenas tiempo, en el mejor de los casos, para debatir sobre los asuntos políticos de mayor envergadura. Se me ocurre, no obstante, una solución: hablar de fútbol una hora menos a la semana.

Prejuicio núm. 4: “El lenguaje ya prevé la neutralidad

Este prejuicio parte directamente de un descuido teórico. Como señalaba en El Mundo Salvador Gutiérrez Órdoñez, catedrático de Lingüística, miembro de la RAE y consejero de Fundéu, esta disputa no es nueva. Nos recuerda que la incorporación del tinte femenino a las palabras ya ha atravesado la reticencia en el pasado, como demuestran los casos de “diputada”, “abogada”, “jueza”, “catedrática”, “árbitra” o “bombera”. ¿Saben por qué razón hubo entonces un ferviente rechazo a su incorporación al Diccionario? Porque entonces las mujeres no desempeñaban ninguno de esos oficios y los hombres no estaban acostumbrados a oír esas nuevas palabras. De modo que por un tiempo se empeñaron en decir la diputado, la abogado, la juez, etc., y finalmente cedieron. Todo se resume en una frase: “El pueblo es el dueño del idioma”.

La ausencia de neutralidad ocurre aún en nuestra lengua, por supuesto. Si se fijan, es habitual que, en un grupo de diez personas con ocho chicas y dos chicos, un chico diga: “Chicos, vámonos” (a pesar de la minoría en número), de la misma forma que, si es una chica la que lo dice, rápidamente se disculpe ante los otros dos, como si se tratara de una ofensa. También es costumbre hablar de “el hombre” para referirse a ambos sexos: “A lo largo de la Historia, el hombre se ha mostrado siempre reacio al cambio” (en el ejemplo, se refiere a hombres y mujeres, pero bien pudiera referirse sólo a los primeros a los efectos del presente artículo). Al respecto, Mercedes Bengoechea, sociolingüista y catedrática en Filología de la Universidad de Alcalá, afirmaba: “El problema es que el masculino intenta representar a toda la humanidad y el femenino, no”. Por tanto, el problema no es que el masculino abarque la neutralidad, sino que es precisamente el masculino, y no el femenino, el que la abarca.

Es justo recordar que polémicas similares ocurrieron con palabras como “negro” o “maricones”, pues nuestra rica lengua contiene palabras y expresiones que, por irrespetuosas, son merecedoras de revisión, véase “merienda de negros”, “maricón, el último”, “qué […] ni qué niño muerto” o “cara de corderito degollado”.

Eso por no hablar de algunas palabras innegablemente machistas e irrespetuosas con la mujer, que, además, refiriéndose a hombre y mujer, adquieren significados distintos: golf@ (pícaro, promiscua), zorr@ (astuto, promiscua), atrevid@ (valiente, promiscua).

Por tanto, el lenguaje no es neutral, sino que favorece al hombre, en detrimento de la mujer y por razones obvias: el histórico dominio del primero sobre la segunda.

Prejuicio núm. 5: “Me niego a que cuatro feminazis me digan cómo debo hablar

Si lo anterior no ha funcionado, el instinto está gratamente invitado a actuar. Este argumento, pues, contiene una elevada carga emocional, esta vez en forma de defensa propia, que olvida que las lenguas están en continua evolución y que, de hecho, el español no es sino una vulgarización del latín.

Además, nuestras preferencias o deseos no son un patrón oro ni de la justicia ni del bien y del mal (antes al contrario). Por tanto, poco importa que uno quiera o no quiera hacer una cosa (“me niego a hablar”), porque, no el Código Penal, sino la moral y sus caprichos seguirán su propio camino sin prestarle a uno atención.

Existe una última réplica a este prejuicio núm. 5: la propia educación, a veces no impuesta sino por uno mismo o por el entorno más próximo, es un ejemplo más de cómo la corrección (también política) es parte de nuestro día a día. Uno es perfectamente libre de no decir “buenos días”, de no dar las gracias o de comenzar una frase diciendo “a ver si te enteras de una vez”, pero es posible que no caiga en gracia en sociedad.

Prejuicio núm. 6: “El feminismo es intolerante con los hombres

Cuando los argumentos secundarios o terciarios fallan, llega el momento de negar la mayor: el feminismo. En esta negativa siempre se percibe una notable confusión entre el feminismo radical y otro más moderado.

Cierto es que algunos de los protagonistas de este movimiento, que se han erigido en representantes de todo un pueblo, han pecado ciertamente de exceso y populismo, lo cual es irresponsable de acuerdo con su posición (políticos y otros personajes públicos). Así, como es natural, se corre el riesgo de asociar el feminismo a determinados individuos que nos resultan antipáticos y, de ese modo, acrecentar el riesgo de rechazo. Sin embargo, y al margen de lo anterior y de lo ya expuesto en el prejuicio núm. 1,  el feminismo representa una causa pública muy noble y digna de nuestra atención, que no persigue otra cosa que el progreso social y la igualdad de los ciudadanos.

Y hay algo más: si los feministas (partidarios de la igualdad efectiva entre hombres y mujeres), que somos la mayoría de la población española, nos empeñamos en no participar de este debate, corremos el riesgo de que quede éste a merced de una ideología inaceptable de tintes supremacistas, como puede ser el hembrismo o el machismo, dos extremos de la misma cuestión simplemente detestables.

Prejuicio núm. 7: “Mucho victimismo

Este argumento, ya muy falible, producto del agotamiento que produce la conversación, parte de una suerte de darwinismo social posmoderno que defiende que, si una mujer tiene talento y se esfuerza, puede llegar a donde quiera, lo cual demuestran casos de altas ejecutivas, juezas y escritoras. Vaya, que lo que una mujer debe hacer es trabajar duro y no discutir sobre cosas absurdas. La legitimidad del argumento, de una distinguida pobreza intelectual, se concede cuando quien lo expone es una mujer bien situada social, económica y profesionalmente, normalmente sin hijos (excepcionalmente con ellos).

Este prejuicio se empeña en obviar que existen circunstancias que dificultan, no sólo el ascenso profesional de la mujer, sino también su inclusión social efectiva. Como decíamos antes, el caso particular no ilustra la verdad general, que es que, desgraciadamente, la inclusión total de una mujer no es más que la anomalía.

CONCLUSIONES

Durante estos días, he podido observar cómo estos prejuicios invaden el curso natural de la conversación y la reducen a la categoría de “discursitos de bar”. El fondo del asunto, de índole lingüística, política o, en cualquier caso, no emocional no es apenas contrastado precisamente a causa de que estos prejuicios se interponen en nuestro debate.

No soy sospechoso de profesar una actitud relajada ante la gramática y la ortografía, ni desde luego de simpatizar con algunos de los políticos y personajes que han protagonizado el discurso feminista con alta vehemencia y poca habilidad política. Sin embargo, tras un breve estudio de la Historia, cualquiera puede advertir que las mujeres han permanecido a la sombra del hombre durante siglos, de modo que lo mínimo que merece el feminismo es toda nuestra sincera atención, aunque eso conlleve superar nuestras fobias y rabias, así como separar la paja del trigo para encontrar, debajo del populismo y la estupidez, debates y políticas dignos de nuestro tan apreciado tiempo.

La forma en la que discutamos sobre éste y cualquier otro asunto es crucial. Tal vez los prejuicios analizados en este artículo sirvan para convencer al/la lector/a de que, cuandoquiera que discuta sobre un asunto público, ya sea el feminismo, el lenguaje inclusivo o el aborto, no debe en ningún caso permitir que sus prejuicios, que en gran medida son inevitables pero que desde luego se pueden superar, interfieran en la discusión de asuntos sociales y políticos de una manera racional y, en definitiva, más civilizada.

Existe una forma de identificar si nos estamos dejando llevar por nuestros impulsos, una pista para advertir nuestra vulnerabilidad ante las emociones, que, además, es compartida por los siete prejuicios antes expuestos: el rechazo. Si no estamos dispuestos ni siquiera a debatir es porque ya estamos a merced de los deseos, y no de las ideas.

En el debate sobre el feminismo, escurrir el bulto ya no es una opción. Es hora de hablar; de todo, incluso de las chorradas.