Entradas

Presentación de “Huida de la responsabilidad”, de Rodrigo Tena

El pasado miércoles 21 de febrero se presentó, en la Fundación Tatiana (a quien agradecemos vivamente su amabilidad),  el libro “Huida de la responsabilidad”, del patrono de la Fundación Hay Derecho y coeditor del blog Rodrigo Tena. Participaron en la presentación Safira Cantos, como moderadora, Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política en la UAM, y yo mismo. Lo que viene a continuación son mis palabras introductorias al debate sobre el libro:

“Si de lo que se trata en una presentación es de dar a conocer la publicación del libro de Rodrigo e incitar a su lectura, voy a procurar que mi modo de hacerlo no sea hablar extensamente de mis conocimientos sobre la materia, que son limitados, pues uno es solo un jurista de irreconocible prestigio, al menos irreconocible a simple vista; tampoco hacer unos elogios desmesurados y excéntricos (aunque eso es lo que le dije a Rodrigo que iba a hacer), porque leí que La Rochefoucault decía que “no se elogia, en general, sino para ser elogiado”, y me he cohibido ante la posibilidad de incurrir en un posible delito de narcisismo inverso. Pero como tampoco quiero huir de mi responsabilidad como presentador del libro, haré los elogios justos y necesarios.

Porque esto es justo y necesario. Ya lo hice el 22 de febrero del pasado año cuando, aceptando la deferencia que Rodrigo me hacía, leí las pruebas del libro en su versión extensa y le escribí para decirle que me parecía asombroso el nivel de erudición de lo que estaba leyendo, el recorrido transversal que hacía por diversas disciplinas y la sugerente propuesta explicativa de las consecuencias éticas de la huida de la responsabilidad.

Pero, ¿qué es esto de la huida de la responsabilidad? ¿Por qué escribe de eso Rodrigo? Quien lea el libro se apercibirá pronto de que es el fruto de la preocupación del autor por la situación política, ética y social de nuestra época, como nos ocurre a todos los que nos encontramos en la órbita de Hay Derecho, que somos unos esforzados reformistas o, si prefieren unos ilusos regeneracionistas decimonónicos o, aún peor, los quiméricos arbitristas de los siglos XVI y XVII, que elevaban memoriales al rey o a las Cortes con propuestas para resolver problemas de la Hacienda y del Estado, aunque ahora con nuestros posts e informes. Pero es que, como decía Mark Twain, la historia no se repite, pero rima.

Esto es algo que es necesario hacer, y Rodrigo lo lleva haciendo no sólo por medio de la escritura -del que este libro es en parte decantación- sino que ha tenido la valentía de defender sus ideas regeneradoras en la vanguardia de la batalla política lo que, como suele ocurrirle a las personas honradas, le ha supuesto más disgustos que alegrías. A Rodrigo no le pasa como a Ignatieff, ese politólogo de Harvard metido a candidato a la presidencia canadiense y estrellado en la política, que, como él mismo confiesa, “había leído a Maquiavelo, pero no lo había entendido”. Rodrigo sabe cómo funcionan las cosas pues las ha sufrido en carne propia.

Pero este libro, aunque tiene que ver con la política, la excede. Es, como decía antes, un libro transversal que se encuentra en esos límites entre la Política, la Ética y el Derecho, ese punto neurálgico del pensamiento social, pues según combinemos las tres materias obtendremos productos sociales muy diferentes: desde el nazismo (Ética totalmente separada del Derecho y de la Política) al iusnaturalismo (con una integración absoluta y absolutista en círculos concéntricos de la ética y el Derecho) pasando por integraciones relativas (como la de los círculos secantes de Dworkin) o la separación relativa de Hart (con la ética en la cumbre de la pirámide). Sin duda, esta esto es un tema clave en Huida de la Responsabilidad: si todo es moralidad, el derecho no tiene autonomía alguna (piénsese tanto en las teocracias como en modas como la corrección política). Si moralidad y derecho van por caminos diferentes, toda ley es correcta si sigue los procedimientos formales e importa poco la moralidad mayor o menor de su contenido.

Todo esto, como digo, es una preocupación antigua de Rodrigo que, aparte de notario, articulista y ensayista, ha tenido el atrevimiento de dar cursos de ética a colectivos de lo más diversos con un servidor. Y de todas estas incursiones ha surgido siempre una pregunta: ¿qué es más importante para que los países triunfen: la ética o las instituciones?; ¿qué es más esencial para tomar buenas decisiones: la moral o el Derecho? En Hay Derecho, cuyo origen es jurídico, tenemos una cierta pulsión institucionalista, es decir, tendemos a pensar que los países progresan si las reglas están bien diseñadas y son aplicadas adecuadamente. En su día, fuimos acérrimos lectores de Acemoglu y Robinson que en su famoso libro Por qué fracasan los países llegaban a la conclusión de que la diferencia entre unos y otros no está en la genética, el clima, la historia o la religión, sino en las normas, formales o informales, que conforman una sociedad, porque modelan las conductas, como ya había adelantado Douglas North en los años 90.

Pero hoy sabemos que eso no es suficiente: unas instituciones regidas por gente sin conciencia son papel mojado, por mucho que Kant considerase que hasta un país de demonios llegaría a firmar el contrato social si tiene sentido común. Si fuera así, bastaría con fotocopiar las leyes de los países más avanzados.  Y lo que está transitando ahora por nuestra política nos da claras pruebas de que las instituciones no bastan, porque tenemos las mismas que hace 40 años y ahora, al parecer, no funcionan. Por eso decía Tocqueville que los valores democráticos, que llamó mores, esa “suma de ideas que dan forma a los hábitos mentales”, son incluso más importantes que las leyes para establecer una democracia viable, porque éstas son inestables cuando carecen del respaldo de unos hábitos institucionalizados de conducta.

Rodrigo entra en todas estas cuestiones por el expediente de lo que, tan originalmente, llama “delegación de la responsabilidad”. Y lo hace sin demasiadas concesiones a la literatura o a las técnicas anglosajonas de los ejemplitos y los rodeos. Aquí hay pensamiento ético y político sin anestesia. Su tesis es que la aversión al riesgo individual y la tendencia a la delegación de la responsabilidad en el sistema –el Estado, la norma, o el mercado- es un signo de nuestro tiempo desde la transición a la modernidad y que se debe más a las ideas dominantes que al progreso material. Esa delegación de responsabilidad se produce por varias causas entre las que están la compartimentalización de los ámbitos; el providencialismo, el determinismo, el pesimismo antropológico, y la vinculación de la responsabilidad a la voluntad, separándola del orden natural de las cosas.

Así, parte de la antigua dicotomía entre virtud e instituciones, haciendo notar que mientras la cultura clásica apostó por la virtud, la Ilustración se inclinó por las instituciones, dejando la virtud personal subordinada al diseño institucional, que presupone que las personas son racionalmente egoístas pero cumplidoras. Y tanto las posteriores corrientes liberal (o de derechas) o la comunitarista (o de izquierdas), siguen el esquema fomentando la delegación de la responsabilidad individual en terceros, las instituciones, ya sea, en el primer caso, un mercado perfecto que como mano invisible libra al individuo de la tiranía del Estado; o, en otro caso, un Estado providencia que a través de la regulación reduce las desigualdades  eliminando los condicionamientos sociales o incluso biológicos. Ambas presentan el pesimismo antropológico característico de nuestra época, que atribuye a la virtud personal o al carácter un papel nimio frente al poder de las normas y los incentivos y el mismo punto de partida individualista.

A eso se añade hoy, y esto es de mi cosecha, una segunda cuestión: en las últimas décadas, como apunta  Gilles Lipovetski, la sociedad posmoderna ha transformado la lógica de las instituciones de la modernidad, que consistía en sumergir al individuo en reglas uniformes, eliminar en lo posible las expresiones singulares que se ahogan en una ley universal, sea la “voluntad general”, las convenciones sociales, el imperativo moral, las reglas fijas y estandarizadas. En esta sociedad posmoderna desaparece el rigor racional y se da paso a los valores del libre despliegue de la personalidad íntima, la legitimación del placer, el reconocimiento de las peticiones singulares, abandonando esa subordinación de lo individual a las reglas racionales colectivas. La conclusión, para mí, es que quizá hoy no cuenta la virtud, pero tampoco las instituciones que, en el fondo, se consideran corsés de nuestra expresividad más íntima, que es lo que importa. Rodrigo apuesta por la vuelta a la virtud aristotélica, y me recuerda –quizá él no esté de acuerdo- las propuestas de Alasdair Macintyre en After Virtue, en que rechaza las propuestas de la filosofía moral de la modernidad porque ha desembocado en una comprensión emotivista de la ética al conceder a las reglas y normas más importancia que a la virtud aristotélica, que MacIntyre reivindica.

Rodrigo trata todos estos temas con perspectiva y con profundidad. En la parte primera, más de la mitad del libro, nos explica los antecedentes que han propiciado el modo de pensar de la delegación de la responsabilidad y es la decantación de todas sus lecturas de los clásicos. En la segunda parte, que escudriña los síntomas de la delegación de la responsabilidad en la economía, en el derecho, en el Estado, en la política y en la ciudadanía  se puede apreciar la doctrina emanada por Rodrigo en todos sus posts y publicaciones en Hay Derecho sobre temas de actualidad.

Un lujo, no dejen de leerlo. Pero también es una obligación hacerlo porque, como el mismo Rodrigo dice en la parte final del libro, que llama “tratamiento”, es preciso escuchar la verdad, decir la verdad (al poder), decirse la verdad a uno mismo, actuar en función de esa verdad y participar de lo público, concienciarse y actuar”.

Un último intento: por un gobierno reformista de centro

El pasado 29 de abril, publicábamos un editorial titulado “España es plural y necesita un gobierno reformista de centro” (ver aquí). Así concluíamos entonces, justo un día después de las elecciones y tras conocer los resultados: “desde Hay Derecho pedimos un gobierno de centro que sea capaz de mirar a los dos bloques de cada lado y  emprender un programa de reformas que sitúe a nuestro gran país en el lugar que se merece. La sociedad ha demostrado estar preparada. ¿Lo estarán nuestros políticos?“.

¿Qué ha ocurrido desde entonces? Tristemente, no ha ocurrido nada. Y decimos que no ha ocurrido nada desde el punto de vista de las cosas que verdaderamente afectan a los ciudadanos. Se ha discutido mucho sobre sillones y cargos, sobre vetos, indultos, bandas y golpistas. Ha habido mucho ruido mediático y estridencia y muy poco (por no decir ningún) debate acerca de las reformas que necesita nuestro país. Durante estos casi cinco meses de “negociaciones”, nuestros partidos políticos (todos) han demostrado una absoluta incapacidad para abordar las cuestiones que preocupan a los ciudadanos y para llegar a acuerdos. No es casualidad que se haya disparado la desconfianza ciudadana frente a su clase política y que los políticos ya sean la segunda preocupación de los ciudadanos después del paro. No es para menos.

Ayer asistíamos al último giro en la posición de Ciudadanos, un partido que nació y creció enarbolando la bandera de la regeneración y cuya finalidad no era otra (o eso nos dijeron) que tratar de superar los vicios de la vieja política. La importancia de la posición de este partido en la actual situación política, donde nos jugamos volver a elecciones, es incuestionable. Y es que por azares del destino, los 57 diputados de Rivera tienen la llave de la gobernabilidad de España. Por primera vez en cuarenta años, descartando los periodos de mayoría absoluta, es posible un pacto de legislatura sin que se necesite el apoyo de los partidos nacionalistas. Por primera vez en la historia de nuestra joven democracia, el apoyo parlamentario al nuevo gobierno podía hacerse depender de la implementación de una serie de reformas nacionales, y no de la mera transacción con quienes tienen un interés exclusivamente regional.

El giro de ayer merece una doble reflexión. En cuanto a la forma, no deja de llamar la atención que se produzca en el último minuto de partido, cuando faltan escasos días para vernos abocados a nuevas elecciones. Si la intención de Ciudadanos, desde un inicio, era la de plantear la abstención a cambio de la asunción por parte del PSOE de determinados compromisos, no se entiende muy bien por qué se mantuviesen durante meses en el “no es no” no ya a Sánchez sino al PSOE. Si por el contrario, lo que ha ocurrido constituye un verdadero cambio de rumbo en la estrategia de la formación, es lícito suponer  (sin ser excesivamente malpensados) que ha venido motivado por la reciente publicación de una serie de encuestas adversas a los intereses electorales de Ciudadanos. O incluso por la necesidad de ganar la batalla del relato de cara a unas nuevas elecciones. En definitiva, un gesto que hace unos meses habría sido muestra de responsabilidad y sentido de Estado, planteado en este contexto lo resulta un poco menos. Aunque más vale tarde que nunca si es, como pensamos, lo que España necesita.

Pero lo que más nos preocupa tiene que ver con la cuestión institucional. Y es que en la propuesta lanzada ayer por Albert Rivera no hay ni rastro de las reformas que constituían el leitmotiv de Ciudadanos. Ni rastro de las reformas institucionales tan necesarias para nuestro país. Ni una sola palabra sobre independencia del Poder Judicial (con un CGPJ sumido en una profunda crisis) o lucha contra la corrupción y la protección de denunciantes. Nada sobre las puertas giratorias o la colonización por parte de los partidos políticos del entramado institucional y las empresas públicas. Ninguna exigencia sobre la supresión, fusión o adelgazamiento de instituciones superfluas, a fin de tener una administración pública más eficiente y menos costosa para los ciudadanos. Nada de educación. En fin, se echa de menos al Pacto del abrazo y sus muy concretas propuestas de reforma. Quizás al final las tres medidas propuestas a cambio de la abstención (también del PP no se olvide) lo que buscan es seguir compitiendo por el liderazgo de la derecha con el PP. Lo que viene a ser nadar y guardar la ropa.

Y si la propuesta de Ciudadanos ha llegado tarde y mal, la reacción de Pedro Sánchez no ha sido menos decepcionante. Limitarse a decir que “no hay ningún obstáculo real para que PP y Ciudadanos se abstengan“, o que “lo único que pido es que faciliten la formación del Gobierno“, no es más que pedir la firma de cheques en blanco. O lo que es lo mismo, pretender que en una negociación una de las dos partes lo dé todo y la otra no dé nada. La actitud del PSOE durante todos estos meses genera fundadas sospechas sobre la verdadera intención de sus dirigentes: abocar al país a unas nuevas elecciones en el convencimiento de que eso les permitirá obtener un puñado más de escaños.

Aun faltando muy poco tiempo para que se consume el bochorno de la repetición electoral, desde Hay Derecho tenemos que insistir en la idea que hemos venido manteniendo durante los últimos meses. Hay que superar la política de bloques y aprender a formar gobiernos de coalición. Los partidos tienen que negociar en base a programas y propuestas, y no teniendo como única preocupación el reparto de sillones. España no puede permitirse este parón, el tiempo es oro y los retos del futuro no van a esperar por nuestros políticos. La puesta en marcha de un programa sólido y ambicioso de reformas es más necesaria y urgente que nunca. España no puede seguir esperando. Y por eso le pedimos a los actores políticos una vez más: siéntense, negocien y lleguen a acuerdos, sin vetos, sin líneas rojas, sin discusiones pueriles y en base a propuestas serias. A los ciudadanos se nos está acabando la paciencia.

Enrique López, consejero de Justicia de la CAM. ¿Otra muestra de la marca España?

En el año 2013, cuando Enrique López fue nombrado magistrado del Tribunal Constitucional, publicamos en este blog un artículo firmado por Miguel Ángel Presno, con el título “Enrique López, magistrado del Tribunal Constitucional. ¿Otra muestra de la marca España?” En dicho artículo se comentaban las escasas credenciales técnico-jurídicas del Sr. López para ocupar ese cargo y, especialmente, su trayectoria político-institucional: “como vocal y portavoz del Consejo General del Poder Judicial, lejos de mantener el perfil institucional exigido para el órgano de gobierno de dicho Poder, se implicó de manera contumaz en la maraña política, cuestionando la labor de la mayoría parlamentaria del momento y llegando al extremo de defender que el Consejo hiciera, sin concurrir los requisitos legales para ello, informes sobre la reforma del Estatuto de Cataluña y la Ley que aprobó el matrimonio entre personas del mismo sexo.”

Esa trayectoria no hacía prever nada bueno en el ejercicio de su nuevo cargo, pero lo cierto es que el Sr. López no duró mucho en el mismo, pues dimitió menos de un año después. No obstante, no lo hizo por considerar que esa falta de neutralidad podía poner en duda el prestigio de una de nuestras instituciones fundamentales, absolutamente clave en la reputación internacional de España, como el tiempo se ha encargado de demostrar, sino por conducir una moto ebrio, superando en cuatro veces el límite legal permitido,  hacerlo sin casco y saltarse un semáforo rojo. A nosotros nos pareció siempre mucho más grave lo primero.

Pero el Sr. López no dejó la judicatura, sino que volvió a la Audiencia Nacional, donde se le asignó el caso Gürtel, la mayor trama de corrupción que ha afectado a un partido político en España, concretamente al PP. Pese a sus múltiples conexiones con este partido político, el Sr. López se negó a inhibirse. Así que tuvo que ser el Pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional quien le apartase -aceptando la correspondiente recusación presentada por los fiscales del caso- en una reñida votación ganada para la recusación por 14 votos contra 4. En sus informes, los ponentes insistieron en que el Sr. López había accedido a todos los altos cargos a lo largo de su carrera impulsado directamente por el PP, al margen del medio centenar de ponencias encargadas a dicho juez en FAES, el laboratorio de ideas de ese partido. Pero el Sr. López defendió siempre, hasta el final, que no había motivos para su recusación.

Hace un mes la Presidenta del Gobierno de coalición PP-Cs de la Comunidad de Madrid decidió nombrar al Sr. López Consejero de Justicia e Interior. Como todo el mundo sabe, las competencias en materia de Justicia e Interior de las CCAA son importantísimas, y las de Madrid especialmente relevantes. En la distribución de carteras ministeriales (7 para el PP y 6 para Cs), el líder de Cs, Sr. Aguado, se reservó la de Deportes.

Este nombramiento ha confirmado a las claras, por si alguien tenía alguna duda, que el Sr. López ha sido, es y será el hombre del PP en la judicatura y en las instituciones a ella vinculadas. Por eso, desde una perspectiva ferozmente clientelar el nombramiento del Sr. López como Consejero de Justicia e Interior tiene todo su sentido y a nadie debe sorprender. El Sr. López ha hecho meritos suficientes, defendiendo a machamartillo la causa del PP allí donde ha estado, y es lógico que se le premie de esta manera. El PP manda así un mensaje muy claro a los miembros de la judicatura que quieran apostar por el caballo del PP para hacer carrera en su profesión: el PP nunca olvida a los suyos, por muchos escándalos que arrastren, personales y/o institucionales, siempre que, correlativamente, le demuestren una pareja fidelidad. Al igual que hacen con algunos de nuestros políticos ciertas empresas del IBEX, los favores no se olvidan y siempre se pagan, y que todo el mundo se entere, por favor. En realidad, que todo el mundo se entere es lo más importante.

Que la renovación del PP era un cuento ya lo sospechábamos, pero lo de Cs resulta un poco más sorprendente. Este partido hizo en sus orígenes bandera de la regeneración institucional, y es de justicia recordar que ha presentado en la pasada legislatura, tanto en el Congreso como en las Asambleas de las CCAA, iniciativas y propuestas más que suficientes para portar con dignidad esa enseña. Por eso mismo, no solo ceder la consejería de Justicia e Interior a cambio de la de Deportes, sino permitir que el PP designe para el cargo de consejero al genuino epítome carnal del régimen clientelar español en el ámbito de la justicia y de las instituciones, es sencillamente asombroso. ¿O acaso no preguntaron al PP a quién iba a nombrar?

Ahora tenemos legítimo derecho a dudar, si alguna vez llegase el caso de que el PP y Cs sumasen para formar Gobierno de la nación, si Cs consentiría perder la cartera de Justicia y que el PP nombrase para ese cargo a una persona tan significada en la defensa de todo lo que Cs dice abominar. ¿Cómo se puede apoyar al Sr. López por un lado y defender la reforma del CGPJ y la independencia de las instituciones por otro?  ¿No comprenden que premiar al Sr. López manda un mensaje a la carrera judicial que es absolutamente incompatible con cualquier estrategia de regeneración e independencia? Pero lo cierto es que este precedente de la CAM hace sospechar lo peor, si alguna vez llegase el momento, claro.

Dice el Sr. Aguado que es que para poner “pajines” o “aídos” en un gobierno, prefiere no hacerlo, prefiere potenciar y tener en cuenta el mérito y la capacidad de los perfiles que están en su entorno y poner al frente a los más preparados y a los más capacitados para la labor (aquí, literalmente). Cómo es lógico, se refiere a todo el gobierno, pues por que el gobierno sea de coalición no deja de ser un equipo solidario. No entro en la crítica explícita a esas dos ex ministras del PSOE ni a la implícita a las mujeres de su partido y de las del PP. Pero algo mejor que el Sr. López, para la CAM, para España, y especialmente para Cs, no parecía difícil de encontrar. Para el PP sí, desde luego.

 

Villarejo, el BBVA y los problemas del gobierno corporativo

A principios de este mes el juez de la Audiencia Nacional, Manuel García Castellón, citó a declarar a petición de la Fiscalía Anticorrupción a una serie de directivos y ex directivos del BBVA. Entre ellos, estaban el ex consejero delegado Angel Cano y el ex jefe de seguridad y ex comisario Julio Corrochano. Se les investiga por los delitos de cohecho activo y descubrimiento y revelación de secretos. Todo ello deriva del contrato suscrito en 2004 entre el BBVA y una empresa de Villarejo (siendo presidente Francisco Gonzalez). El contrato buscaba realizar una vigilancia a las personas relacionadas con el intento de Sacyr de tomar el control de la entidad. Como consecuencia de la cual, se llegó presuntamente a intervenir ilegalmente más de 15.000 llamadas de miembros del Gobierno, instituciones reguladoras, empresarios y periodistas.

El punto relevante, como es obvio, es hasta qué punto se conocían en el Banco, y por quién, los métodos utilizados por Villarejo.

La prensa ha destacado lo asombrosamente despacio que va la investigación interna en el BBVA, o el hecho de que mientras continua tanto la investigación judicial como la interna los directivos imputados continúen en sus puestos. Pero lo verdaderamente interesante es lo que este caso revela sobre las deficiencias del gobierno corporativo y la extraordinaria similitud entre el funcionamiento de las grandes corporaciones y nuestros partidos políticos. En ambos el poder absoluto se concentra en la cumbre y se confunden los interés particulares con los colectivos. Se diseña también el sistema para que las responsabilidades por las decisiones no lleguen arriba (conforme a la conocida teoría del fusible), y se confunde la responsabilidad penal con la política o empresarial.

La operación Sacyr no tuvo nunca mucho fundamento sólido y no hubiera llegado jamás a ningún lado. Pero la idea extendida en ese momento (real o ficticia) de que contaba con el decidido apoyo del Gobierno de Zapatero, debió crear –por lo que parece- cierta sensación de pánico en la dirección del Banco. Esta debó sentirse personalmente amenazada.

Recordemos que una toma de control accionarial con el correspondiente cambio de la dirección es un avatar completamente neutral para la sociedad. Esto es así incluso si el Gobierno pretende presionar en ese sentido a los accionistas de una empresa tan fuertemente regulada como es un Banco. Al fin y al cabo ese dato es uno más del mercado a tener en cuenta por los accionistas (otro tema es la responsabilidad política de ese Gobierno, si tal cosa fuera cierta, cuestión grave pero que no tratamos aquí). Por lo que, en conclusión, es muy discutible que la dirección pueda emplear recursos de la empresa para defender una posición personal.

Esta tendencia hacia la patrimonialización de la organización por su cúpula ha sido constante en nuestros partidos políticos, los viejos y los nuevos, y lo que demuestra es la absoluta inoperancia de los controles internos. Nadie está dispuesto a asumir el coste de decir no, por mucho que haya puestos diseñados para cumplir ese propósito. La concentración de poder en la dirección es tan fuerte que el objetor o disidente es laminado sin contemplaciones. No existen contrapesos reales que puedan servir de freno al apabullante poder de hecho de la dirección. Parece que en el gobierno corporativo ocurre exactamente lo mismo.

Claro que podría pensarse que esa sumisión a la voluntad de la cúpula debería pagarse luego, máxime en un caso, como parece que es este, en el que se han cometido ilegalidades penales. Y no meramente irregularidades mercantiles. Tal cosa sería una suerte de incentivo a posteriori para decir no. Pero la realidad lo desmiente, porque para eso tenemos (además de los seguros) la teoría del fusible, de la que ya hemos hablado en este blog con ocasión de la famosa caja B del Partido Popular y la sentencia de la Audiencia Nacional sobre la trama Gürtel.

Como sabemos, la defensa oficial del Sr. Rajoy consistió en afirmar que él no sabía nada de nada. Que nunca se ocupó de temas económicos y que lo único que pudo ocurrir es que ciertas personas abusaron de su confianza. De ello deducía que no debía asumir ninguna especial responsabilidad penal y, en consecuencia, tampoco política. Para conseguir este objetivo se diseñó un sistema en el que el tesorero no rendía cuentas oficialmente a nadie. De tal manera que, como ocurre con los fusibles, fuese el único quemado en caso de cortocircuito.

En el caso del BBVA la defensa de la dirección es obvia: se encargó un trabajo de investigación, es cierto, pero la manera en la que se desempeñó aquella en la práctica quedó fuera de su control. Al menos del control de aquellos no institucionalmente encargados de auditarla. Este planteamiento coloca en una posición difícil al Sr. Corrochano. Este puede haber sido designado para cumplir en este caso la función de fusible, pero pretende dejar al margen a los demás.

Todavía es muy pronto para opinar con fundamento de este caso, porque el procedimiento judicial está todavía en sus inicios. Pero aun cuando no se llegasen a asignar (más allá del fusible) responsabilidades penales en el proceso, es indudable que la responsabilidad empresarial seguiría existiendo. Como la política, comparte la cualidad de ser objetiva. Simplemente, porque cuando se contrata a un personaje como Villarejo, uno debe estar en condiciones de asumir el resultado, cualquiera que este sea.

La lenta decadencia de la administración pública (reproducción de artículo en el diario Expansión)

 

Nuestra Administración Pública está en decadencia. En primer lugar porque tenemos una Administración Pública muy envejecida: España es el tercer país de la OCDE con una plantilla pública más envejecida, teniendo en cuenta Administración del Estado, CCAA y Ayuntamientos. Y si miramos solo los datos de la Administración General del Estado la situación aún es peor: el 65% de sus empleados públicos tiene más de 50 años. Esta situación basta por explicar por sí sola  muchos de los problemas que tiene nuestra Administración: falta de talento joven, espíritu innovador y excesivo peso de inercias burocráticas junto con el predominio de una cultura anticuada, corporativa y jerárquica.

Efectivamente, nuestras Administraciones Públicas se configuran en los años 80 y 90 del siglo pasado, y ahí siguen estancadas. Desde los sistemas de acceso a la función pública (que siguen basados en modelos arcaicos de aprendizaje memorístico de contenidos) hasta el sistema de retribuciones pasando por cualquier otro aspecto de la carrera profesional de un empleado público todo sigue como estaba hace 30 o 40 años . Ninguna reforma ha conseguido abrirse paso pese a que el diagnóstico es unánime: tenemos una Administración anticuada y envejecida  cuyos profesionales demasiadas veces carecen de las competencias y habilidades  necesarias para abordar los problemas de las muy complejas sociedades del siglo XXI. Por poner un ejemplo, seguimos reclutando auxiliares administrativos como si estuviéramos en 1980. En la convocatoria de la oferta de empleo público de 2019 hay 1089 plazas para administrativos del Estado y otras 872 plazas para auxiliares administrativos del Estado. No está nada mal para una profesión a extinguir; es como si estuviéramos reclutando profesionales de espaldas a la creciente digitalización de nuestras sociedades en general y de nuestras Administraciones Públicas en particular. Por supuesto, tampoco encontraremos en esta oferta de empleo plazas de analistas de “big data” ni ningún otro perfil profesional que tenga demasiado que ver con los retos del mundo que viene. No solo nuestros procesos de selección son los mismos que hace 30 o 40 años; también seguimos reclutando los mismos perfiles profesionales como si el tiempo se hubiera detenido.

Pero el tiempo no se detiene. Y cada vez es más visible la brecha entre los recursos humanos  de que disponen nuestras Administraciones y los enormes retos que se avecinan, desde el invierno demográfico a la España vacía, por no mencionar la crisis climática, la desigualdad o la precariedad.  Por si fuera poco nuestras Administraciones siguen estando enormemente politizadas, con el déficit que supone el punto de vista del buen gobierno. Los jefes políticos   pueden condicionar la carrera profesional de los funcionarios que deseen promocionar, que se ven abocados a ganarse el favor del político de turno para aspirar a las vacantes más codiciadas. La figura del directivo público profesional no se ha desarrollado desde 1997 en que se aprobó en el Estatuto básico del empleado público. Seguimos también arrastrando los pies en lo relativo a la cultura de transparencia y  a la rendición de cuentas, de manera que siguen las resistencias a facilitar información pública comprometida y a la asunción de responsabilidades. La evaluación de las políticas públicas brilla por su ausencia, por lo que es fácil despilfarrar miles de millones de euros. Ahí lo demuestra el reciente informe de la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) denunciando que en España se conceden más de 14.000 millones de subvenciones al año sin estrategia ni control posterior, por lo que podemos tener la razonable certeza de que derrochamos una gran cantidad de dinero público.

En cuanto a las retribuciones, un incentivo fundamental para cualquier trabajador, bien puede hablarse sencillamente de caos. En un estudio realizado por la Fundación Hay Derecho hace un par de años ya se ponía de relieve que no existía ninguna lógica conocida en las retribuciones de los altos cargos, de forma que un Ministro gana menos que su subalterno, el Secretario de Estado y el Presidente del Gobierno menos que el presidente de una empresa pública. Pues bien, algo parecido sucede con el resto de los empleados públicos. Hay que repensar el sistema de raíz porque produce todo tipo de incentivos perversos. Funcionarios con grandes responsabilidades perciben retribuciones claramente insuficientes, en términos de mercado,  mientras que un gran número de empleados públicos sin grandes tareas o responsabilidades perciben retribuciones mucho más elevadas que las que les corresponderían por trabajos equivalentes en el sector privado. La conclusión es fácil; abandonan el sector público los funcionarios muy cualificados pero nunca lo hacen los poco cualificados.

De hecho, las retribuciones públicas en España son, de media, muy superiores a las privadas; eliminando los sesgos introducidos por la cualificación profesional y los años de servicio llegan a ser hasta un 20% superiores, según un informe reciente de la Comisión Europea. Las explicaciones del desbarajuste retributivo son muchas, pudiendo mencionarse desde las inercias, las razones históricas hasta la falta de una estrategia retributiva o el gran peso de los sindicatos en los escalones inferiores de la función pública. Si a esto se le une la discrecionalidad -cuando no directamente la arbitrariedad- en la provisión de algunos puestos de trabajo muy  bien retribuidos (típicamente lo son los puestos de trabajo fuera de España) y la frecuente falta de criterios objetivos en el reparto de las retribuciones variables (la denominada productividad) tenemos servido el clientelismo que tantos estragos hace en nuestras Administraciones.  La lógica del sistema es fomentar no la lealtad institucional sino la lealtad al jefe político o al partido que puede favorecer la carrera profesional lo que, en definitiva, supone la sumisión del funcionariado al poder político.

En definitiva, la Administración española necesita más que una reforma una pequeña revolución. Y se nos está acabando el tiempo.

Juzgar es competencia solo de los jueces: la independencia judicial y otros derechos en juego

La Constitución Española prevé en el art. 117.3 que “el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes”.

“La justicia emana del pueblo” (exart. 117.1 CE),“las actuaciones judiciales serán públicas” (ex art. 120.1 CE) y los derechos-libertades a dar y recibir información y a expresar y difundir pensamientos, ideas y opiniones (exart. 20.1 CE). No obstante, en los últimos años, y sobre todo con la proliferación de las redes sociales, estamos asistiendo a numerosos “juicios paralelos” (así, en asuntos como el de La Manada, el de Juana Rivas, casos de supuesta corrupción, el del procés catalán, etc).

En estos, muchas personas y medios opinan o se manifiestan sobre las actuaciones y pronunciamientos judiciales. En ocasiones, se manifiestan sin conocer todos los hechos acaecidos ni las pruebas practicadas sobre los hechos alegados ni la normativa jurídica aplicable, sin leerse la motivación de la respectiva resolución judicial. Y a veces también en base a una información suministrada que no es totalmente veraz, precisa o completa o siendo una opinión parcial o interesada.

Incluso, aveces, se usan los procesos judiciales como arma o herramienta política contra un rival o para proponer a golpe de titular una reforma legislativa. Otras veces, para poner en tela de juicio la imparcialidad e independencia de un concreto juez o fiscal, o la profesionalidad o reputación de un determinado abogado. O para atentar contra el honor o vulnerar la intimidad de posibles víctimas y supuestos delincuentes y sus familiares y allegados. Esto se hace obviándo que, como también indica la propia Constitución en el art. 20.4, esos derechos-libertades de expresión e información tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en su Título I (tales como la presunción de inocencia prevista en el art. 24.2). Y también en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia.

Por otra parte, no hay que olvidar en este tema el respeto a la independencia judicial, que deriva del art. 117.1 CE, y una regla básica en el funcionamiento de una democracia cual es la división de poderes.

Parece que todo vale, en pro de la libertad de expresión e información y una llamada “justicia social”. Pero debería mostrarse respeto por la separación de poderes, la administración de justicia, la independencia judicial y por los derechos de todas las personas involucradas en ello.

Juzgar no es una operación automática o mecánica o un acto de fe sobre lo que una de las partes alega, como pudiera parecer a la vista de los múltiples “juicios de valor” que abundan en los medios y redes sociales. Juzgar exige un estudio pormenorizado de los hechos alegados y de las pruebas que se practiquen (declaración de las partes implicadas, testigos, peritos, documentos, imágenes, etc). También exige un amplio conocimiento de la normativa aplicable y de la jurisprudencia recaída sobre la referida regulación.

Y es que en cada proceso judicial se exponen varias versiones sobre unos mismos hechos. Corresponde al juez resolver, atendiendo únicamente a la prueba que se le ha aportado y se ha practicado durante el proceso (y no a lo que se diga por la opinión publicada o a sus creencias o ideologías personales). Y esa valoración de la prueba la debe hacer de forma motivada, con argumentos lógicos y no de forma arbitraria.

Una vez declarados los hechos probados, debe procederse por el juez a su calificación jurídica y a su incardinación en una norma. Además, en algunos casos, dada la claridad de la ley, resulta incontrovertida la aplicación de un determinado precepto civil o tipo penal. En otros casos, surge controversia sobre la norma a aplicar. Pero, en todo caso, nuevamente el juez que resuelve debe aplicar el derecho de forma motivada, argumentando la aplicación al caso de una norma y no de otra.

Así se llega a un fallo judicial, que debe ser motivado pero que no supone que sea infalible o coincida con la verdad de los hechos realmente acaecidos. El juez solo puede juzgar en base a lo que se le aporta por las partes y la prueba practicada durante el proceso. Puede que no sea completa de todos los hechos ocurridos o no sean los hechos alegados todos los ocurridos, y, en la medida que se trata de una valoración de todo ello, ésta puede ser distinta por cada juez. Los jueces no dejan de ser personas y, como tales, pueden tener distintas impresiones sobre lo que se le ha aportado para juzgar.

De ahí que en un mismo órgano judicial pueda haber distintas valoraciones entre los jueces que lo componen. Y también que se pueda acudir a varias instancias judiciales, por la vía de los recursos previstos por la ley y a interponer por cualquiera de las partes procesales, para que sean varios jueces los que puedan entrar a resolver sobre un mismo caso, pudiendo llegar a un fallo distinto, al ser distinta la valoración de la prueba practicada o la calificación jurídica dada a los hechos declarados probados. Todo lo cual deberá estar debidamente motivado, pero sin que la revisión de una resolución judicial previa por una instancia superior permita calificar a ésta de error judicial, sino de discrepancia jurídica o valorativa.

Lo mismo ocurre en otros sectores distintos a la justicia, como la medicina, en la que varios médicos, atendiendo a las pruebas practicadas a un mismo paciente (análisis, radiografías, exploración física, etc), pueden llegar a un diagnóstico distinto y proponer un diferente tratamiento, pudiendo aquél acudir a otro centro para que le aporten su criterio al respecto.

Por tanto, las resoluciones judiciales no son una mera creencia ni son fruto, o no deben serlo en un Estado de Derecho, ni de la presión social ni de los dictados de poderes fácticos interesados en un determinado sentido de los fallos judiciales. El ejercicio de la potestad jurisdiccional corresponde únicamente a los jueces y éstos deben poder administrar justicia de forma independiente con la colaboración de todos. Corresponde al resto de la sociedad respetar los pronunciamientos judiciales y, cada cual en la medida de sus funciones, colaborar en su cumplimiento y, en su caso, instar las reformas legislativas que sean oportunas, pero no de forma irreflexiva sino oyendo a los operadores jurídicos.

Por todo ello, mi reconocimiento a todos los jueces, fiscales y abogados que ejercen profesionalmente sus funciones en cada proceso: los primeros, instruyendo o enjuiciando causas penales o juzgando asuntos civiles, con independencia y sometidos únicamente al imperio de la ley; los segundos, promoviendo la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, con sujeción a los principios de legalidad e imparcialidad; los terceros, defendiendo los derechos del justiciable, víctima o acusado, aportando los medios de prueba pertinentes para la acusación o defensa.

Porque todos ellos, además de otros profesionales (como las fuerzas y cuerpos de seguridad, los Letrados de la Administración de Justicia, el personal de la oficina judicial o los procuradores) forman parte del mismo engranaje necesario para que se imparta justicia. Esta justicia ha de impartirse en un sistema, como el nuestro, dotado de las máximas garantías para todas las partes y que, desde todas las instancias políticas, mediáticas y sociales, debe velarse para que se cumplan. También evitando injerencias en los asuntos judicializados y presiones y vulneración de los derechos de los jueces, fiscales, abogados y demás operadores jurídicos, así como de las víctimas y acusados.

La Plataforma Cívica por la Independencia Judicial, con ocasión del linchamiento público y declaraciones políticas ante el fallo dictado en primera instancia en el asunto de “La Manada”, planteó denuncia ante el Consejo de Europa.

Un Estado de Derecho se caracteriza por el imperio de la ley, y no de la venganza, y por una justicia impartida con todas las garantías y respeto a los derechos de los implicados. En manos de todos, especialmente de los políticos y medios de comunicación, por su influencia en la sociedad, está que no se pierda ese respeto ni la confianza en los tribunales como lugar en que resolver las controversias jurídicas dentro de una comunidad.

Defensor del Pueblo: no desprestigien más nuestras instituciones, por favor

Parece claro, incluso para cualquier leguleyo, que el artículo 18.1 de la Ley Orgánica
3/1981, de 6 de abril, del Defensor del Pueblo (“Admitida la queja, el Defensor del
Pueblo promoverá la oportuna investigación sumaria e informal para el
esclarecimiento de los supuestos de la misma. En todo caso dará cuenta del contenido
sustancial de la solicitud al Organismo o a la Dependencia administrativa procedente
con el fin de que por su Jefe, en el plazo máximo de quince días, se remita informe
escrito…”), nada tiene que ver con el ejercicio de la legitimación activa que tiene el
Defensor para interponer recursos de inconstitucionalidad; pues en ningún caso ha de
dirigirse a ningún organismo o dependencia administrativa.

Leer más

Patrimonialización de las instituciones y clientelismo

El clientelismo no es algo exclusivo de la política ni de la administración pública. Es algo inherente a las relaciones humanas. Tendemos a favorecer a las personas más cercanas, familiares, amigos, personas con intereses comunes a los nuestros. Generalmente se espera obtener algo a cambio, incluso cuando esté algo es indeterminado, incluso cuando es algo tan abstracto como la gratitud. En política pasa igual. En los partidos ascienden no necesariamente los más válidos sino quienes más favores han hecho a quien ostenta el poder. Es algo moralmente cuestionable pero no siempre ilegal. Pero cuando el clientelismo se paga con recursos públicos pasa a ser corrupción.

El clientelismo, la concesión de favores esperando que sean devueltos, cuando se produce desde las instituciones lo hace usando los recursos públicos, aquellos que pertenecen a todos los ciudadanos, para sostener la red clientelar del partido político que le permita seguir ganando elecciones y mantenerse en el poder. A cambio, este da beneficios a aquellos que le apoyan, creando ciudadanos de primera y de segunda.

Esto se debe a la patrimonialización de las instituciones, la confusión intencionada entre los intereses de quien ocupa el cargo y los de la institución, que deja de servir a todos para servir a unos pocos.

El clientelismo como forma de corrupción es de sobra conocido y condenado socialmente cuando se trata de mordidas a cambio de contratos, y en este blog se ha hablado sobre el capitalismo de amiguetes que tanto daño causa. Sin embargo hay otra forma de clientelismo corrupto, que opera siguiendo los mismos mecanismos de favorecer a unos pocos con los recursos de todos de forma ilegal a cambio de beneficios para quien controla cierta institución, y esto se produce mediante prebendas en forma de cargos públicos o subvenciones para aquellos que apoyen al partido que está en el poder, proviniendo estos cargos y subvenciones de una institución cuyo fin es defender el interés de todos los ciudadanos.

El mayor problema es que esta forma de corrupción ni recibe tanta atención como lo pueden recibir las mordidas por contratos ni en muchos casos es perseguible judicialmente, debido al amplio margen que tienen los políticos para ciertos nombramientos o a la implicación de mecanismos informales.

El daño del clientelismo político a la democracia

Cuando acceder a ciertos cargos depende de la cercanía de una persona a determinado partido y no de sus méritos, esto implica que las personas más capaces se queden fuera, y en su lugar ocupan el cargo gente siempre menos válida.

El clientelismo es una relación que produce intercambios constantes. No es siempre un contrato cerrado con un objeto determinado cuya relación finaliza con su cumplimiento. En la mayoría de ocasiones, quien realizó determinadas acciones en apoyo a un partido, mantiene esa relación al obtener un rédito por parte de este, pues espera que la relación le siga aportando beneficios. Así, quien ha ocupado una institución por su cercanía a un partido a menudo usará está tanto como para devolver el favor como en espera de seguir obteniendo beneficios del partido en el poder, que pueden ser mantenerse en el cargo o seguir ascendiendo.

Como consecuencia lógica, las instituciones pierden su independencia. Las instituciones pasan a servir a los intereses de un partido y no a los de la sociedad a la que se debe. Y a consecuencia de esto, incluso a veces de forma previa, la confusión entre las instituciones y el partido en el poder hace que los ciudadanos que no comulgan con ese partido dejen de sentirlas como suyas, perdiendo estas su legitimidad.

Algo interesante de observar son los efectos que provoca el sistema clientelar de forma previa al acceso al cargo. Cuando el ascenso en ciertas profesiones depende de tu cercanía al poder político, se crean incentivos perversos iniciando una puja constante por ganarse el apoyo del poder político, esperando obtener réditos futuros o inmediatos, ya a nivel individual con un cargo o colectivo como ocurre con la concesión de subvenciones en función del apoyo de determinado medio u organización al poder político.

Esto anula el papel de la sociedad civil como contrapeso al poder político, pues no tiene ningún incentivo en ser independiente, por el contrario, le interesa estar cerca de alguien que o bien ostente cierto poder o bien tenga posibilidades reales de ostentarlo en un futuro cercano, pues de esta cercanía dependen tus posibilidades de ascender en determinada carrera o de obtener determinados beneficios. Con ello, la patrimonialización de las instituciones se extiende como un cáncer que afecta a toda la sociedad y socava su Democracia.

Polarización y clientelismo

Esta situación se ve favorecida por aquellos contextos de polarización en los cuales la sociedad se mueve por dinámicas amigo/enemigo donde el mejor partido no es el que mejor sirva a la sociedad sino el más cercano por cuestiones identitarias. Bajo esa concepción de la política, las instituciones son sólo el medio que usan los nuestros para mantenerse y acabar con los otros. Aceptamos incluso el mal funcionamiento de las instituciones como un precio a pagar por que gobiernen los nuestros.

El mayor y más doloroso ejemplo se encuentra en Cataluña, donde una sociedad completamente dividida está gobernada por quienes usan las instituciones contra la mitad de la ciudadanía. La dinámica de polarización a nivel nacional avanza en el mismo sentido, donde cada vez las instituciones se confunden más con el aparato orgánico del partido del Gobierno.

Sin necesidad de polarización, igual de preocupante es la situación de aquellos territorios históricamente gobernados por un mismo partido, donde la identificación entre administración pública y el partido es tal que la mejor manera de lograr un puesto en la administración es presentando las credenciales de partido.

Posibles soluciones

Todas estas situaciones parten del mismo problema, la excesiva capacidad de los políticos de nombrar cargos de discreción política. De ahí se deriva la pérdida de independencia de las instituciones y la generación de incentivos perversos que penetra en toda la sociedad. Por ello es necesario reducir esta discrecionalidad, determinando que el acceso a ciertos cargos sea mediante concurso que tenga en cuenta los méritos profesionales y no la cercanía partidista.

Ni es posible ni es objeto de esta entrada entrar en cada caso, pero como ideas más relevantes, poder limitar los cargos de discreción política al nivel de secretario de Estado podría ser un buen comienzo. A su vez, la idea habitualmente defendida por Víctor Lapuente en relación con sustituir los nombramientos de los alcaldes por un consejo directivo independiente puede resultar interesante de estudiar para su posible adaptación a nuestro sistema.

De este mismo autor, y aunque centrado en el clientelismo también entre empresas y administración pública pero igualmente aplicable a este caso, una reforma de las administraciones públicas reduciendo su politización también es necesaria para acabar con el clientelismo.

Si decidimos mantener la elección política de determinados cargos, requerir mayorías reforzadas que requieran la necesidad de un mayor consenso puede ayudar a la independencia de quien resulte elegido, aunque no necesariamente vaya a ocurrir así siempre.

Aquellos territorios que han sido gobernados en numerosas legislaturas seguidas por un mismo partido, la fragmentación política puede dar la oportunidad para la alternancia, especialmente a un mes de las elecciones municipales y autonómicas. Esta permitiría eliminar ciertas prácticas clientelares, renovar la administración pública y eliminar la idea de que para ser parte de la administración necesitas comulgar con cierto partido.

Sin embargo, quizá lo más importante sea crear una ciudadanía crítica, concienciada sobre los efectos negativos de la colonización de las instituciones, entendiendo que usar para el beneficio propio las instituciones que deben servir a todos es una forma más de corrupción. En la consecución de unas instituciones dependientes y sociedad civil fuerte cuyo ascenso dependa de sus méritos y no de su cercanía al poder político.

Irma Ferrer: “La corrupción mata, genera pobreza”. La abogada canaria gana el Premio Hay Derecho 2019

La representante de la asociación Transparencia Urbanística y de Acción Cívica contra la Corrupción, Irma Ferrer fue la gran vencedora de la noche. La abogada canaria se alzó con el Premio Hay Derecho en su IV edición en una cena que se celebró el pasado 28 de febrero en el Hotel Meliá Serrano de Madrid.

Ferrer agradeció emocionada el Premio y pronunció un discurso conmovedor. Contó cómo había sido su defensa del medio ambiente y el desarrollo sostenible en Lanzarote desde sus inicios: “17 años en la lucha contra la corrupción en la isla” e inspiró a todos los presentes con un relato sobre la incansable lucha que lleva a cabo junto a su equipo contra lo que define como el “urbanismo criminal”.

“No ha sido un trabajo fácil… imagínense lo que es luchar contra la corrupción en una población tan pequeña donde todo el mundo no solo te conoce a ti, sino que conoce a tu familia y a la gente que te rodea”, dijo al referirse a los obstáculos y dificultades que ha ido encontrando por el camino. Además, fue contundente a la hora de denunciar la impunidad y el sistema caciquil que impera en la isla, porque “la corrupción mata, genera pobreza”.

La abogada no se olvidó de todos “los gigantes” que a lo largo de estos años han hecho posible su trabajo: la Fundación César Manrique, “legítimo titular” de su legado “tanto artístico como ético y moral”; Fernando Prat, redactor del Plan Insular; José Antonio Martín Pallín, ex magistrado del Tribunal Supremo; e Ignacio Stampa, fiscal adscrito a la sección de Medio Ambiente en Lanzarote destinado ahora a la Fiscalía Anticorrupción en Madrid. El público, puesto en pie, celebró sus palabras de compromiso con la lucha contra la corrupción.

El abogado Pere Lluís Huguet, presidente y fundador de la Asociación de Juristas Llibertats, fue premiado con el Accésit por su defensa de la Constitución en Cataluña. Huguet, agradeció el reconocimiento y lo valoró como un estímulo para continuar defendiendo el Estado de Derecho.

Una de las finalistas al Premio, Úrsula Mascaró, que, aunque no ganó fue la más votada por el público, también quiso expresar su agradecimiento por la nominación. Empresaria del calzado, fundadora de Mos Movem e impulsora de Sociedad Civil Balear, Mascaró dio las gracias a la Fundación por “el reconocimiento y la visibilidad” dadas a su causa y expuso la problemática que se vive en Baleares: “la invasión de las islas por el separatismo catalán es agobiante”.

También eran finalistas al IV Premio Hay Derecho Argelia Queralt, profesora de derecho constitucional en la Universidad de Barcelona y activa constitucionalista; y Arántzazu Cabello, funcionaria del Cuerpo Superior de Actuarios, Economistas y Estadísticos de la Seguridad Social, y denunciante de graves anomalías en materia de contratación en el IMSERSO.

Ignacio Gomá, Presidente de nuestra Fundación, cerró a la noche con una intervención sobre el significado y la evolución del concepto del Estado de Derecho: “Llamémosle razón empática, llamémosle reglas del juego, pero seamos conscientes de que sin Estado de derecho lo que nos viene será injusticia, arbitrariedad, desigualdad y caos”. Gomá calificó a los premiados de la noche como los “héroes de esta lucha”, defensores de “la ley, el estado de Derecho, la racionalidad y con ello la democracia, la justicia, la libertad, o sea, el amor”.

El acto fue inaugurado por Elisa de la Nuez, Secretaria General de Hay Derecho, quien agradeció a los invitados su asistencia y presentó a los nominados al Premio. Los galardones fueron entregados por el periodista Jesús Maraña, director de InfoLibre.

 

El deterioro del Estado en España

El Estado, institución que organiza la vida social en un territorio con el fin de que la convivencia sea pacífica, tiene como eje el Derecho y como sustrato la nación. El ámbito territorial del Estado Nación es el resultado de una evolución histórica que ha costado siglos en cuajar, después de confrontaciones y ajustes. Resultado que ha dado lugar a un ámbito de solidaridad enriquecedora, al espacio más amplio de convivencia pacífica y justicia hasta ahora logrado.

El Estado es en esencia el Derecho que ampara a las personas que nacen bajo su manto o protección; las cuales a su vez, aunque de modo indirecto y muy filtrado, controlan el ejercicio del poder, ínsito a la organización estatal. Pero es la Nación, es decir, las personas unidas al Estado por vínculo de nacimiento, base de la soberanía a la que alude el artículo 1 de la Constitución, la que da vida y emoción al Estado.

Dentro del territorio del Estado existen diferencias que han podido ser importantes en otras épocas, en las que la realidad social y económica era distinta y la comunicación difícil. Hoy, sin embargo, han quedado reducidas a ciertas, pocas, peculiaridades, en especial la del idioma. Pese a ello, en los últimos años, se ha forzado, recalcado y amplificado la especial identidad de las regiones; potenciando, paralelamente, el poder de las mismas. Hasta tal punto, que se habla de Estado plurinacional, Nación de naciones, Estado federal; abandonado el término autonomía.

El origen de esta evolución política, terminológica y conceptual, que es causa de incertidumbre para entender la estructura del Estado, viene de lejos. Pero la causa inmediata está en la Constitución, cuando habla de la indisoluble unidad de la nación española y a la vez reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran. Mezclando los términos nacionalidad, autonomía y región, en lugar de referir la nacionalidad a la cualidad de las personas que nacen bajo la protección del Estado, como lo hace Código Civil. La Constitución agrava la confusión al no fijar claramente las competencias del Estado y permitir que éste pueda transferir a las Comunidades Autónomas facultades relativas a materias de titularidad estatal; dotándolas de instituciones equivalentes a las de un Estado: Asamblea Legislativa, Consejo de Gobierno, Presidente, Tribunal Superior de Justicia.

Esta confusa y errónea regulación, unida a una ley electoral incompatible con una configuración equilibrada del Estado, al permitir que partidos que defienden los intereses de región, que no los generales, contiendan al mismo nivel que los nacionales, ha sido el origen de un proceso de deterioro del Estado, que afecta gravemente a la igualdad y libertad de sus ciudadanos.

Tal error inicial ha sido utilizado por los políticos, que, en ocasiones, por su dificultad para sobresalir en el ámbito nacional, se refugiaron en las regiones, haciendo de ellas verdaderos feudos y un campo abierto para aumentar su cuota de poder. Los políticos potenciaron el sistema autonómico. Lo ensalzaron como un acierto y avance, alentaron su crecimiento, y se sirvieron de él de modo interesado. La crítica del sistema autonómico se consideró herejía.

Los políticos atrincherados en las Comunidades Autónomas, aprovechando la dejación y complicidad de los gobiernos estatales, han desarrollado una especial voracidad legislativa. A ciencia y paciencia de los órganos de control, se han elaborado Estatutos que por su contenido son verdaderas Constituciones. Se han saltado límites al desarrollar los derechos forales, promulgando incluso Códigos civiles, que son el más indicativo signo de una nación. Como el de Cataluña que, sin perjuicio de su perfeccionamiento técnico y su mayor adaptación al tiempo de hoy, ha recogido no sólo sus instituciones peculiares, alguna por cierto inactual pero que marca diferencias, sino también todas las relaciones civiles de carácter general. Además, ante la pereza y desidia estatal, las Comunidades han regulado nuevas situaciones, como las uniones de hecho, por ejemplo, que el Estado ha desatendido, y que debería acoger para su generalización normativa, en aras de una mayor seguridad jurídica.

De este modo, lo que se inició como una construcción política artificial y novedosa en buena parte, ha ido penetrando en la sociedad hasta provocar un sentimiento de nación en cada región. El Estado se ha ido vaciando de competencias necesarias para una construcción armónica y justa de la convivencia, y los ciudadanos perciben que la regulación de las relaciones jurídicas importantes procede de su Comunidad. Con la cual se identifican hasta tal punto que cada vez reconocen menos al Estado de España. Ente que se va diluyendo y se ve en lontananza como algo distante, relacionado con los poco empáticos Fisco, DGT y Ejército. En la realidad se han ido forjando pequeños Estados con un sustrato social cada vez más intenso. Por lo que no es descabellado hablar hoy de Naciones para referirse a las Comunidades Autónomas, y de Estado Federal o de Confederación de Estados, si aquel proceso se consolida.

Esta evolución no es un cataclismo, pero sí un grave retroceso. A la vista están ya los daños. Coste económico desorbitado, a causa de la multiplicación de órganos públicos, funcionarios adscritos y edificios oficiales, compitiendo en lujo entre sí y con el Estado; que la economía española no puede soportar. Encerramiento en la propia región, incompatible con la universalidad del saber y la cultura, a causa de una endogamia docente y profesional, de una enseñanza peculiar y reducida. Dificultad para la comunicación y, por tanto, para el entendimiento y la transferencia de saberes y recursos. Amiguismo, clientelismo y un nuevo estilo de caciquismo que aflora a causa de un poder cercano excesivo y desequilibrado; y consecuentemente corrupción. No es casualidad que los casos de corrupción más escandalosos procedan de los gobiernos autonómicos.

La competencia normativa desgajada del Estado para resolver problemas generales, en especial la educación, sobre todo en las regiones con lengua propia, ha originado un desquiciamiento social y una lesión de la libertad. La imposición de una lengua particular a todos los habitantes de la región afecta a la dignidad de las personas, al impedir que los que han elegido un determinado territorio de España para realizar su proyecto vital, puedan desarrollar su personalidad a través de la lengua que han oído desde su nacimiento y que es la de la nación. Imposición excluyente, inmersión forzosa que conduce a un sector de la población a un estrechamiento cultural intolerable en una sociedad avanzada. La cesión de competencia en materia de educación es generalmente reconocida como error letal que conduce a la dilución del Estado.

El proceso político de aislamiento regional llega al colmo cuando se pretende la separación del Estado, como ha sucedido en Cataluña, que ha iniciado un enfrentamiento conflictivo, con ímpetu y caracteres de grave patología social; dejando marginada parte de la población, extraña en su propia tierra. Como si el hecho de habitar un trozo del territorio de España desde hace tiempo pudiera ser fuente de un derecho autónomo y originario a legislar, al modo medieval. En contra del proceso evolutivo de progreso hacia la justicia que supone una ampliación constante de su espacio de aplicación.

El fenómeno catalán avisa de que el aislamiento entre las diversas Comunidades y la autosuficiencia de éstas ante el Estado es un peligro de evolución regresiva que se cierne sobre todo el territorio de España. Más acusado en las regiones con idioma propio. Si sigue este proceso y la dejación y parálisis del Estado continúa, la dilución de éste podría consumarse. Quedando encerrados sus habitantes en espacios reducidos de libertad y justicia, con grave dificultad para el desarrollo de una convivencia solidaria, compatible y amistosa.

Es necesario y urgente que el Estado de España recupere el timón y fije el rumbo, a fin de restablecer un espacio amplio de justicia en su territorio. Lo que exige reducir los órganos autonómicos y una regulación equilibrada de sus competencias, limitándolas a las necesarias para una descentralización eficiente. Conservando las particularidades civiles regionales de manera ponderada; las cuales, dada la evolución social, son cada vez menores, y en algunos casos más acordes con la realidad actual, y, por tanto, extensibles a toda la nación española.

Esta reconstrucción corresponde en primer lugar a los políticos. Pero también a la sociedad, a través de asociaciones, prensa y demás medios de comunicación. A la espera de que, en su momento, pausada y evolutivamente, se logre otro espacio convivencial de mayor amplitud, un espacio de justicia más extenso, como el que se está gestando, desde hace algún tiempo, en torno a Europa.

 

Items de portfolio