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El bucle de la universidad española

A pesar del cambio de leyes orgánicas, la última la Ley Orgánica 2/2023, de 22 de marzo, del Sistema Universitario – LOSU-, y de la aparición de nuevos reales decretos que cambian la regulación de los requisitos de los centros y títulos universitarios, del doctorado, del régimen de acreditación del profesorado, etc.; sigue sin afrontarse muchas de las grandes cuestiones pendientes del sistema universitario español: la gobernanza de las universidades públicas, su sistema de financiación, y el marco de competencia entre universidades públicas y privadas, entre otras.

La cuestión de la gobernanza de las universidades públicas españolas, básicamente de las reglas de elección del rector, decanos y directores de departamento, ha sido tratada en todos los últimos grandes informes y estudios realizados sobre la universidad española considerada globalmente. La inmensa mayoría de ellos han abogado por acabar – o al menos limitar en gran medida-, el sistema electoral o asambleario, y pasar a un modelo en el que el rector sea elegido directamente por un único y nuevo órgano de gobierno (resultado de la refundición de los actuales consejos de gobiernos y los consejos sociales), después de un proceso de selección abierto a todo el orbe, y no únicamente a los profesores de la universidad en cuestión. En este nuevo órgano de gobierno debería haber una fuerte representación de la sociedad que financia la universidad pública, y no solo de los propios académicos, debilitando con ello, en gran medida las inercias endogámicas actuales. Nótese, además, que ahora, después de la reforma que la LOSU ha traído en esta concreta cuestión, ni si quiera es necesario tener la condición de catedrático o profesor titular para poder acceder a la condición de rector.  Este forma de gobierno “corporativo” y asambleario, en el que la sociedad que financia la universidad apenas tiene palabra en la misma, viene siendo denunciada de modo elocuente por el actual presidente de la Conferencia de Consejos Sociales de las Universidades públicas españolas, Antonio Abril, quien además hace hincapié en que esta forma de gobernanza endogámica es la causa de muchos de los otros males de la universidad, entre ellos la lejanía de la universidad con la sociedad y las empresas de su entorno, así como de los bajos indicies de transferencia de innovación de la universidad a la empresa.

El declive de la financiación pública de la universidad española, no se va a paliar con el desiderátum – más bien brindis al sol- expresado en la LOSU de llegar al 1% del PIB, y más como está de disparada la deuda pública española, y la UE anunciando que se ya acabo la fiesta, y que hay que empezar a ajustarse los cinturones. Este objetivo de llegar al 1% del PIB de la financiación pública del sistema universitario, lo establece una norma del estado como en la LOSU, pero va dirigido a las CCAA que son las que financian las universidades de su territorio. En definitiva, el famoso: “yo invito y tu pagas”. El índice de inversión pública en la Universidad lleva muchos años estancado en el 0,8%. Este decaimiento de financiación pública de la universidad española, en relación a otros países, se pone a la luz cada vez que el “public funding observatory” de la Asociación Europea de universidades  ( eua.eu) emite un informe, y aunque es cierto que la infrafinanciación de la universidad pública española no es achacable enteramente a la propia universidad, sino a quien decide en España  a dónde va el gasto público de CCAA y del Estado, no es menos cierto que de la universidad pública no demuestra ningún interés en que cambie el sistema de financiación, para que este sea más eficiente y competitivo, importando únicamente el aumento de las cantidades que se transfieren. Nada se reforma del sistema de financiación de nuestra universidad pública, que se sigue rigiendo mayoritariamente por criterios de cantidad y no de calidad; se financia más la oferta que se realiza, que la demanda que se genera; la partida fundamental de transferencia de las CCAA a las Universidad públicas de su región, se realiza en concepto de financiación estructural basal, y la financiación por objetivos representa algo muy minoritario. Ningún cambio en este sentido quiere las universidades, se atreven a plantear las CCAA, y regula el estado. Financiar sistemas altamente ineficientes es como intentar rellenar un pozo sin fondo.

Entretanto las universidades de titularidad privada españolas siguen creciendo; según el INE, en el curso 22-23, ya el 24% de los alumnos de nueva entrada en España optaron por una universidad privada, subiendo 2 puntos en relación con el curso anterior, y eso que las privadas tienen que competir con universidades cuyos precios alcanzaran como mucho un 10% del importe de los suyos. Y el sistema en lugar de reaccionar, intentando hace mejor y más competitiva a la universidad pública, parece que lo que quiere es detener el crecimiento de las privadas, y armas para eso ha dejado la LOSU y los decretos de centros y títulos universitarios que le antecedieron, a través del posible control de la oferta universitaria y de la admisión de alumnos; y todo ello a pesar de existir pronunciamientos judiciales en contra de alguna normativa autonómica anterior, que inició ese camino de restricción artificial de la competencia.

Lo cierto es que la regulación de las universidades de titularidad privada sigue dejando muchas cosas en el aire: ¿qué hace que en algunas CCAA (Baleares, Asturias, Castilla la Mancha y Extremadura) no exista ni siquiera una universidad privada?, ¿qué justificación tiene el que una parte del sector tenga acceso a abundante financiación pública, y la otra nada, cuando ambas tipos de universidades – de titularidad pública y privada – cumplen la misma misión, y son de la misma utilidad a la sociedad?, ¿se debería contemplar de modo distinto a las universidades privadas sin ánimo de lucro y a las que si lo tienen?, ¿se debería regular de modo especifico la llegada de fondos de inversión a las universidades privadas españolas?. En cualquier caso, tampoco es admisible es que a las universidades privadas se les trate como concertadas a los efectos de su desarrollo; o tienen financiación pública, o se les da más libertad para crecer, lo que no puede ser es tener las dos partes malas: no tener financiación pública, y además ser tratada como una “concertada” a la hora de desarrollarse, teniendo que – entre otras cosas- demostrar la existencia de un mercado potencial para seguir creciendo. El derecho europeo ha declarado que los servicios educativos financiados por las matrículas de los alumnos tienen la consideración de servicios de naturaleza económica, a los efectos de la aplicación de todo el bloque normativo que trata de flexibilizar las condiciones de prestación de los servicios, precisamente para promover la innovación y competencia.

Muy pocas referencias hacen los partidos políticos en sus programas electorales a la cuestión universitaria, y eso que la universidad tiene la alta misión de formación superior, la difusión de la cultura, y de ser el motor del desarrollo económico de su ámbito de influencia. No sabemos a qué espera la sociedad española, y sus dirigentes políticos, a afrontar de verdad una reforma valiente de nuestra universidad, en lugar de limitarse a parchear, evitar vías de aguas o hacer promesas ilusorias.

 

Sobre la falta de asistencia a clase en la Universidad

Últimamente vemos que los medios de comunicación se están haciendo eco de un fenómeno que alumnos y profesores constatamos ocurre cada vez más a menudo en nuestras universidades (sobre todo, desde la pandemia): la falta de asistencia de los alumnos a las clases.

Dada la preocupación sobre las consecuencias que esta situación pueda producir, estos últimos días hemos hablado con algunos estudiantes y colegas de diferentes universidades (no sólo de Madrid) para tratar de comprender por qué ocurre este fenómeno, y he aquí algunas de las respuestas sobre las que esperamos haya un debate fructífero:

La primera explicación parece lógica e irrefutable: los alumnos no van a las clases de los malos profesores. Desde luego, esto ha ocurrido siempre y es una de las razones más citadas, pero no es la única. Entre otras cosas, porque la novedad es que ahora tampoco acuden tantos alumnos como antes a las clases de los reputados como buenos profesores.

De hecho, algunos de los alumnos nos explican que, si antes de la clase de un buen profesor tienen otras de profesores que consideran malos o mediocres, ya no van a la Universidad porque, además, en muchas ocasiones viven lejos de los campus y no les compensa el tener que trasladarse hasta allí, máxime cuando sus compañeros les pasan los apuntes y/o los tienen colgados en las plataformas virtuales donde tienen cada vez más recursos a su disposición.

Evidentemente, también hay algunos alumnos que sencillamente no acuden a clase porque se han acostumbrado desde la pandemia a estar en casa y no les apetece salir. O porque -como también dice alguno de ellos-, no les conviene el horario que les ha tocado (por ejemplo, ¡el que coincide con la hora de comer o el de los viernes por la tarde!). Dejando aparte a los alumnos que trabajan a la vez que estudian (de los que no tratamos aquí), está claro que en muchos casos la falta de asistencia se debe sencillamente a la falta de responsabilidad y motivación (no olvidemos que muchos estudiantes están en la universidad por no tener salidas laborales, en un grado que no fue su primera opción, por presión familiar o social etc).

Pero más interesante es otra de las razones que aducen algunos alumnos (casi siempre, los más motivados y preparados): no acuden a las clases de determinados profesores porque – dado que hay que aplicar las directrices del Plan Bolonia- están obligados a hacer muchas más actividades prácticas en el aula, y se lamentan de que apenas tienen tiempo para estudiar y prepararse bien las asignaturas (por ejemplo, teniendo mucho más tiempo para leer), de modo que se “saltan” las clases prácticas y aprovechan el tiempo para estudiar en casa o la biblioteca. Pero vamos a desarrollar este aspecto de la cuestión más detenidamente:

  • Además de la cantidad está la calidad. Algunas de las numerosas actividades que deben realizar para cada asignatura, no son precisamente las más adecuadas, según estos estudiantes: algunas de las actividades que se realizan en el aula son exactamente las mismas y con los mismos materiales de años pasados porque el profesor no las renueva, con lo cual los alumnos ya tienen todas las respuestas y soluciones en internet (los apuntes, exámenes, prácticas etc. están colgados en diferentes aplicaciones y la inmensa mayoría de los alumnos la conoce y utiliza), de modo que les parece una pérdida de tiempo acudir a esas clases.
  • Se quejan también de que hay actividades que se llevan a cabo con una metodología propia, más bien de la enseñanza secundaria que desmotiva profundamente a algunos alumnos que las consideran impropias de un curso universitario, sobre todo de los últimos cursos de la carrera. Creen que ciertas metodologías pedagógicas les infantiliza, ya que se asume que no son capaces de leer y entender un texto, aunque sea un PDF de 20 páginas (no digamos ya un libro o un manual). Esta es otra razón para no acudir a las clases que se basan en ese tipo de metodología, apuntan estos alumnos. Curiosamente, alguno de ellos, gente joven obviamente, nos dicen prefieren las clases en las que el buen profesor enseña la materia con o sin recurso a las nuevas tecnologías.
  • Asimismo, algunos estudiantes han lamentado que algunas de las clases prácticas o seminarios previstos en el Plan Bolonia son utilizadas por los profesores para llevar a cabo tareas que necesitan para cumplir con algún proyecto de investigación o similar en el que estén participando, aunque no sea un tema de interés para ellos o se trate de un asunto apenas relacionado con el contenido de la asignatura o suponga no dar parte del temario de la asignatura en cuestión que sí les interesaría, con lo cual prefieren no asistir a esas clases.
  • Por otro lado, parece necesario que los alumnos expongan en el aula, pero la realidad es que muchos alumnos, el día que saben que van a exponer sus compañeros, no acuden a clase porque -afirman- se aburren y/o les parece que no van a aprender nada. Sobre todo, cuando hay asignaturas en las que los seminarios consisten únicamente en exposiciones de los alumnos. Preferirían, si el profesor es bueno, que no hubiera tantas exposiciones sino clases verdaderamente magistrales. Eso es lo que nos transmiten.
  • Por último, y de nuevo según lo que nos dicen los estudiantes, otra razón que desmotiva la asistencia a clase, es la cada vez más extendida realización de pruebas basadas en un test. Las clases, seminarios etc. basadas en la realización de cuestionarios tipo test que a veces se pueden contestar casi sin esfuerzo (entre otras cosas porque las preguntas y las respuestas pueden estar a su disposición en internet), les frustra y desmotiva, aunque reconocen que esta es una queja más bien de los estudiantes más exigentes, pues hay otros que prefieren este tipo de pruebas que consideran mucho más fáciles de aprobar.

Pues bien, al margen de lo que nos han transmitido estos alumnos (que recordamos que es sólo una mínima muestra), habrá seguramente otras causas que se deban a los cambios sociales que no sólo la pandemia sino el acceso a las nuevas tecnologías ha provocado y seguirán provocando. En este sentido, muchos alumnos reconocen que ya no valoran (o lo hacen mucho menos) la comunicación y la relación directa con compañeros y profesores; es decir, lo que antes se consideraba “vida universitaria”. De hecho, algunos de los que acuden a las clases se quejan de esta situación porque venían de la enseñanza secundaria con la idea de que la Universidad “iba a ser otra cosa”. Por cierto, que esta situación se acusa también entre los propios profesores (pero esto sería objeto de otro Post).

Para algunos docentes, la solución consiste en pasar lista. Pero no para todos. Algunos de ellos se resisten a tratar a los estudiantes como si siguieran en el colegio y tuvieran que dar una explicación cada vez que faltan a clase. Además, cuando vienen obligados porque se pasa lista, puede ser peor el remedio que la enfermedad: no atienden y molestan a sus compañeros que también nos dijeron que, en ese caso, prefieren que no acudan a clase.

En definitiva, en este Post sólo hemos querido trasladar las respuestas que nos han dado algunos estudiantes y, la verdad, es que por el momento no se nos ocurren muchas soluciones más allá de una de las más obvias: tener buenos profesores que se preparen bien tanto las clases magistrales como las clases prácticas. En este sentido y ya para terminar, un alumno que estuvo el año pasado de Erasmus en la Sorbona, nos contó que las clases estaban tan llenas que había estudiantes sentados en el suelo del aula. La explicación seguramente es doble: los profesores explicaban muy bien, sí, pero los alumnos tenían muchas ganas de aprender y eran muy conscientes del privilegio de poder estar allí.

Critilio

 

Un silencio vergonzoso

La sola posibilidad estremece. Que en el Congreso de los Diputados se constituyan comisiones de investigación que sirvan para supervisar la labor de los jueces y que los Partidos políticos decidan sobre la suerte que han de correr aquellos togados que se consideren díscolos o poco sumisos y puedan deducirse las responsabilidades correspondientes…, ése es el aspecto más obsceno de los que se han dado cita en el convulso panorama que nos ha tocado vivir. El poder legislativo irrumpiendo a calzón quitado en la labor del poder judicial. Emulando la teoría de Donald Trump, ¿alguien da más? Sin embargo, llama la atención que, habiéndose pronunciado ya las Asociaciones de Jueces y Fiscales, la de Abogados del Estado, la de Inspectores de Hacienda, la de Inspectores de Trabajo o algunos Colegios de Abogados, en cambio las Facultades de Derecho hayan optado por guardar un vergonzoso silencio.

Ha habido tomas de partido de profesores que, a título particular, firmamos y seguiremos firmando manifiestos. Algunos son ciertamente excelentes; y bravo por esa gran mayoría de profesores de León, impulsada por Juan Antonio García Amado y que se ha extendido por las Universidades españolas como reguero de pólvora; bravo por el grupo encabezado por Tomás Ramón Fernández, bravo por Miguel Pérez de Ayala desde el CEU, y bravo por el grupo de profesores que firmaron el manifiesto de Córdoba, leído en la puerta de la Facultad por su Decano, Y también bravo por la Facultad de Granada. Pero la pregunta es simple: ¿pueden las Universidades posicionarse ante una situación de quiebra de la división de poderes? ¿Pueden las Facultades de Derecho defender el cimiento mismo de los estudios jurídicos?

Veamos por qué todo es un auténtico asco. Comenzaré hablando de lo que dijo la Sentencia del Tribunal Supremo de 21 de noviembre de 2022. En el orden del día de la convocatoria de 15 de octubre de 2019 del Claustro de la Universidad de Barcelona, figuraba el siguiente punto: “Declaración del Claustro contra la represión a representantes políticos y activistas sociales, y acciones de respuesta de una comunidad universitaria”. Y en la reunión extraordinaria de 21 de octubre de 2019 se adoptó la resolución por la que se aprobaba el “Manifiesto conjunto de las universidades catalanas en rechazo de las condenas de los presos políticos catalanes y a la judicialización de la vida política”, que se publicó en la web de la Universidad y en diversos medios de comunicación.

El acuerdo fue recurrido por varios miembros de la comunidad universitaria. Alegaban que el centro había optado por un posicionamiento político que rompía la neutralidad de las instituciones, algo impensable en cualquier democracia occidental. Pues bien, el Juzgado de lo Contencioso-administrativo entendió que el acuerdo del Claustro no tiene amparo en la autonomía universitaria, que los principios de neutralidad ideológica y política son exigibles a toda Administración, que toda Administración debe servir con objetividad a los intereses generales; y que, conforme a la jurisprudencia constitucional, las instituciones públicas no tienen libertad de expresión.

Como era previsible, la Universidad recurrió en apelación, y la sentencia fue confirmada, con respuesta que después haría suya el Tribunal Supremo en casación: una Universidad no puede ser un instrumento al servicio de una opción política, pues identificar al centro en su conjunto con una posición sería vulnerar la libertad ideológica, de expresión, de cátedra y hasta el derecho a la educación. Que la Universidad sea un lugar de libre debate en cuestiones académicas, científicas o de relevancia social es deseable, pero siempre que se haga con lealtad institucional.

Aún más explícita fue la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de 21 de noviembre de 2022: que el Claustro universitario adoptara semejante “posición ideológica, netamente política, es incompatible con la libertad. Pues supone proclamar, con toda la fuerza, con todo el renombre, con todo el peso de la Universidad, una verdad y una posición oficiales que se consideran las aceptables y las compartidas; se margina así la discrepancia (…), que queda diluida por completo, pero más allá de eso se produce una inmisión intolerable en dos ámbitos jurídicos personales de extrema delicadeza [la libertad ideológica y la de expresión]. Esa inmisión tiene lugar al crearse un clima en el mejor de los casos notablemente desagradable y, en el peor, abiertamente hostil (…) y se condena a vivir en este clima a todo aquel que pueda disentir, pese a que la Universidad, como entidad pública que es, debería erigirse en una casa común. Desde cualquier ángulo democrático y de Derecho, esa atmósfera es indeseable. Ataca las sensibles libertades concernidas, constituyendo un ambiente de presión, un ambiente coactivo, en el que el individuo debe elegir entre significarse mediante la callada o significarse mediante el pronunciamiento personal para no ser aglutinado en la posición oficial, y todo ello para un objeto extraño al fin de la institución. Supone introducir en el ámbito público, tarde o temprano, en mayor o menor medida, dependiendo del individuo y del contexto, el silencio por el temor al que hacía referencia el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos; declaración que, como se apuntó, sirve de parámetro interpretativo al estudiar las libertades de la Constitución. Y el temor es la antítesis de la libertad”.

La novedad de la flamante Ley Orgánica del Sistema Universitario

Pero claro, el secesionismo no quería consentir eso de que las Universidades catalanas no puedan incendiar la libertad ideológica y de expresión. Y lo consiguió, si hemos de estar a lo que dice la flamante LOSU de 22 de marzo de 2023. No estoy utilizando el término “flamante” en la primera acepción que al mismo asigna el Diccionario de la Real Academia (“lúcido, resplandeciente”), sino en la cuarta (“que arroja llamas”). Gracias a una enmienda planteada en el Senado por Esquerra Republicana, Junts y Bildu, ahora resulta que los Claustros sí tienen entre sus “funciones fundamentales” la de “analizar y debatir otras temáticas de especial trascendencia” (artículo 45.1.g de la Ley Orgánica del Sistema Universitario).

En sus devaneos, tejemanejes y componendas, el Ministerio decía que “analizar y debatir” no implica necesariamente “posicionarse”. Esquerra Republicana decía lo contrario, algo que resulta ciertamente sorprendente, pero que no deja de ser un dato que aporta algo de luz en eso que los juristas llamamos “interpretación auténtica”: el autor de la ley (en este caso, de la enmienda) es quien aporta el criterio que debe marcar la interpretación de la misma. Miles de profesores firmamos en diciembre pasado una carta oponiéndonos a la sola idea de que la Universidad, el alma mater, se pueda convertir en una institución ideologizada de un modo u otro según quién mande, pero siempre desde la idea de que quien manda decide en todo momento arrogarse la opinión y el pensamiento de todos sus miembros.

Nuestra carta de nada sirvió, como era de esperar, y el resultado es, en fin, que España tiene una ley de Universidades que ignora lo que la Universidad es y ha sido en la historia, no sé si desde la academia de Platón, pero sí al menos desde la Bolonia de 1088. Romper la neutralidad de las Universidades sería algo impensable en cualquier democracia occidental. Pero en España parece que no. En España, cada Universidad tiene un “pensamiento oficial”.

Pero es que clamar en favor de la plena división de poderes no es un posicionamiento ideológico…

Pero aquí está la madre del cordero. Pretendidamente amparados en esa idea de la neutralidad, casi todas las iniciativas que se vienen tomando en las últimas semanas en el mundo académico provienen de profesores concretos, y no de las Juntas de Facultad ni de los Claustros universitarios. Ni de la Conferencia de Rectores ni tampoco de la Conferencia de Decanos de Facultades de Derecho.

Y es que seguramente no forme parte de las funciones de un Claustro universitario posicionarse en torno a la conveniencia o no de la Ley de Amnistía, tanto desde el punto de vista ético como desde el punto de vista político. Si se me apura, seguramente tampoco forme parte de las funciones de los órganos colegiados de una Facultad de Derecho el tomar partido sobre si la amnistía cabe o no en la Constitución. Aunque la verdad sea dicha, ese posicionamiento o toma de partido estaría amparado por la LOSU, por obra y gracia de esa enmienda de pura pornografía académica colada en el artículo 45 a que antes me referí.

Pero en cambio, es absolutamente indudable que las Facultades de Derecho sí pueden (y tienen la obligación de) defender un cimiento tan básico de los estudios de Derecho como es la división de poderes. Eso no es un posicionamiento político. Decir lo contrario sería una necedad tan grande como impedir que la Junta de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid o cualquier otra pudieran quejarse de que la nueva Ministra de Sanidad, de acuerdo con la de Educación, quisieran suprimir los estudios de Anatomía, Fisiología o Patología. Aunque recién suprimida la Filosofía y el estudio cronológico de la Historia de los colegios,  quién sabe si todo está por venir…

Clamar por la división de poderes no es solidarizarse con los dirigentes catalanes a los que el Tribunal de Cuentas pedía una fianza de 5 millones de euros por haber malversado fondos públicos. No es ni siquiera pedir una reflexión abierta, plural e informada sobre el modo en que las Universidades han de participar en el debate público, algo que es por naturaleza debatible. Defender la división de poderes no es, en fin, entrar en política.

Se trata de defender lo que los juristas enseñamos en clase, aquello por lo que investigamos y publicamos nuestros libros, artículos o capítulos en obras colectivas. Aquello a lo que dedicamos nuestra vida académica, aquello que es el objeto de nuestros desvelos, la explicación de nuestra entrega y la causa de nuestras ilusiones. De más está decir que en Derecho nos dedicamos nada más y nada menos que a estudiar algo tan antiguo como la regulación de la vida de relación conforme a unas pautas de justicia que trata de diseñar el legislador y cuyas desviaciones y trasgresiones evalúa el juez. Que el poder legislativo no entre como elefante en cacharrería en el terreno del poder judicial. No confundamos a Montesquieu con Maquiavelo, que solo se parecen en la inicial de sus apellidos.

Si los profesores de Derecho empezamos a no creernos lo que explicamos en nuestras clases cuando hablamos de las fuentes del Derecho, la jerarquía normativa o la división de poderes, y si esto es lo que nos deparan los acuerdos celebrados entre dos partidos políticos, acuerdos de los que, a la sazón, se nutrirá la legislatura que acaba de comenzar, por favor, que alguien me avise. Jugaré más al eurojackpot, confiado en que, si me toca, habrá llegado la hora de bajar la persiana, colgar las botas académicas y dedicarme a escribir novela negra. No volvería ni a recoger mis libros de Derecho que, desde luego, no donaría a mi Facultad.

Autoridades académicas de Derecho, ¡defiendan el Derecho! Eso es más importante que hacer muchos discursos autocomplacientes, firmar muchos convenios, entregar muchos diplomas y convocar muchos premios. Los profesores y los estudiantes se lo agradecerán.

¿Sigue habiendo Universidad en España? ¿Interesa a nuestros políticos más allá de un control ideológico?

En medio de los acalorados debates que nos invaden, más o menos políticos o ideológicos (caso Rubiales, Sancho, cambio climático y sus efectos, amnistía a los condenados catalanes, Ley de igualdad, etc.) ¿en qué lugar de dicho debate queda la problemática universitaria en nuestro país?

Empecé a escribir este post  en el mes de Septiembre, cuando esos temas citados eran los que invadían nuestro día a día. Después ha venido lo que ha venido, que no es momento de describir, pues ha culminado justamente en el día de hoy, tras un largo, arduo y complejo  proceso de investidura, en el nombramiento de un nuevo Gobierno.

En medio de este “ruido”, que se prolonga más o menos desde Julio pasado, la Universidad y su problemática parece haber desaparecido más que nunca de la vida y de las preocupaciones de los españoles.

Este tema no  está, ni posiblemente se le espera,  en el discurso ni en el debate público. No se ha abordado prácticamente ni en las pasadas municipales y autonómicas, y no digamos en las generales, en las que ni siquiera se ha citado, por no decir en estos últimos tiempos en que los protagonistas de la vida pública han sido otros temas.

Esperemos que a partir de este momento, 20 de Noviembre de 2023, en que tenemos nueva Ministra de Universidades, ministerio que se fusiona con Ciencia – lo cual es un dato positivo-, empiece a haber más movimiento. Pero centrémonos en lo que ha sucedido hasta ahora. Ha aparecido alguna información, de vez en cuando, en la prensa escrita y digital, pero, con algunas excepciones, de manera puntual, es decir abordando temas muy puntuales,  y no con un planteamiento genérico de conjunto. Uno de los pocos artículos que ha tratado  últimamente  de una manera genérica los problemas que acosan a nuestra universidad, es la entrevista publicada el pasado 2 de Septiembre en el diario El Mundo por la Catedrática de la UNED  Clara Eugenia Núñez, con el incisivo   – y demoledor – título “La universidad española se dirige hacia la irrelevancia total”.

Algunos de los problemas que plantea, muy abierta y claramente, son ya viejos y conocidos –  y padecidos – por todos los  que hemos trabajado en esa institución (tales como  resistencia a hacer pruebas de nivel comparables en todo España, excesiva uniformidad entre universidades, problemas del doble grado tal y como está establecido, financiación, endogamia, etc.), pero en este post nos centraremos principalmente en  tres temas, como son:  1/ la posición de las universidades españolas en los rankings internacionales, 2/  el tema del acceso a la universidad mediante las pruebas de selectividad y 3/ el desfase cada vez mayor entre el número de universidades privadas y públicas y se tratarán de analizar las causas de cada uno de estos temas.

  1. Los rankings de distintos tipos e instituciones (Shanghai, ARWU, por ejemplo) (1) no han dejado de publicarse puntualmente en las  fechas  habituales – mes de agosto-, y aportan datos interesantes respecto a la trayectoria y posible devenir de nuestras universidades. Citaremos algunos de ellos, tampoco demasiado optimistas, aunque su interpretación obviamente requeriría un análisis  mucho más profundo.

En el de Shanghái,  uno de los más conocidos y usados, al parecer aquellas universidades españolas que ocupaban  los mejores puestos, bien entre los primeros 200 o entre los primeros 500, bajan algo. No queda ninguna  española en este ranking entre las 200 primeras del mundo y además  se pierden las 2 situadas entre las  500 primeras, que bajan de rango. También bajan 3 de las que estaban entre las 1000 primeras.

La de Barcelona, UB, baja de la franja 150-200 a la 201-300, y se sitúa junto a la de Granada, que es de las pocas que sube, junto con la de Oviedo.  Tanto la UB como la UGR, ocupan los primeros puestos de las españolas. De las 11 que el año pasado se situaban entre el medio millar mejor del mundo, este año solo hay 9. La UAB, UV y la UAM bajan de franja: de la 200/300 a la 300/400. Globalmente hay 17 descensos.

En realidad no parece que la causa sea un descenso de calidad de estas universidades en sí (aunque habría que analizarlo más en profundidad), sino la irrupción en la primera franja  – antes de la posición 100-,  de 6 universidades chinas, lo cual altera todo el ranking. Dado el número de rankings existentes, que citamos al final, el número de áreas evaluadas en que se clasifican los criterios, y las características de estos mismos criterios, es muy difícil hacer una comparativa precisa entre todos ellos. Van desde la calidad de la  docencia y su metodología como tal, – criterio que está empezando a cobrar importancia en muchos de estos rankings cuando en un pasado se infravaloraba- , por supuesto siempre se incluye  la investigación, que es el criterio estrella en la mayoría de ellos, – excepto en los que evalúan  universidades muy jóvenes-, y que por tradición se basa en el número de publicaciones en revistas de prestigio incluidas en determinados índices, indexadas, pasando por la empleabilidad al acabar los estudios y los primeros salarios obtenidos en los primeros años, número de estudiantes extranjeros, premios nóbeles que se han formado en determinada universidad, y un largo etcétera.

 

  1. Pero el tema que con mayor frecuencia ha aparecido en todo tipo de medios, por razones obvias, ha sido, y sigue siendo, el del acceso a la Universidad mediante el examen de Selectividad, así como la reforma de esta última, que ha estado totalmente paralizada. Recordemos, como núcleo central – y problemático- de este planteamiento, que el acceder a una determinada universidad y tipo de estudios puede determinar el futuro de muchos estudiantes, así como el abandono de los mismos nada más empezar la carrera o incluso a mitad de la misma. Hay datos que mantienen que un 30% de los estudiantes universitarios abandonan los estudios en el segundo año.

El hecho de estar el Gobierno en funciones hace que no se haya podido  aprobar  el nuevo tipo de examen de selectividad, pero esto no se ha sabido hasta  prácticamente una vez empezado el curso  (en un acuerdo inédito entre profesores, universidades, Gobierno y autonomías, debido a la inseguridad que generaba), a saber,  que se prorroga durante el curso 2023-24 el antiguo hasta que pueda aprobarse el nuevo, ya con un nuevo Gobierno. Este hecho ha mantenido en una total incertidumbre a los centros educativos de enseñanza secundaria, tanto a profesores como a  alumnos, que  no sabían  a qué atenerse en cuanto a metodología, contenidos, material, etc. en vísperas del nuevo curso 2023-2024, pues la nueva selectividad será  –  se dice- totalmente distinta. Como nota crítica al margen, nos atrevemos a decir que el pomposo nombre de selectividad debería quizá desaparecer de nuestro léxico educativo, pues no encaja con una prueba que en algunas CCAA aprueba casi el 100% del alumnado (2). Maturitá, baccalauréat,  abitur, son otras opciones europeas.

Sin entrar a fondo en el cambio metodológico profundo que implica que  el nuevo plan pase de estar centrado en contenidos a  estar centrado en competencias (La paradoja de estudiar con la Ley Celáa y hacer la EBAU de la Ley Wert, El Mundo , 01,09,2023, pg.15),ni en el tema – no trivial- de la sostenida subida de notas por parte de los centros educativos desde la pandemia, con una estimación de dos puntos de media (y por tanto un probable falseamiento de la realidad evaluativa), que hace que muchos alumnos con notas cercanas al 10/14 se estrellen luego en los estudios universitarios, quizá el mayor problema que, al parecer, no se va a resolver, según manifiesta la actual titular del ramo, es  el de mantener un único distrito universitario a efectos de elección de universidad y tipo de grado – lo cual implica que cualquier alumno de cualquier lugar de España puede solicitar acceder a cualquier universidad del Estado – mientras que los exámenes de selectividad siguen siendo diferentes en cada CCAA. (2)

El desatino que esto conlleva, y más en el momento actual debido a la alta tasa de empleabilidad en función de determinados tipos de estudios y a la muy baja tasa con otros, merece por sí solo otro post para analizar en profundidad la presión y carga ideológica de esta medida.

Este hecho no solo es un contrasentido desde un punto de vista lógico – y psicológico-, sino podríamos decir que también desde un punto de vista ético, pues, como se sabe, las notas del Bachillerato de  los centros de secundaria valen el 60% de la nota total de acceso a la Universidad (y la variabilidad es enorme entre las distintas CCAA y los distintos tipos de centros, aunque por el momento no hay, que sepamos, una estadística que refleje este dato fielmente),  y las de la selectividad valen el 40%, pero este examen no es igual para todos los adolescentes españoles, ni en sus contenidos ni en los criterios de corrección (llegando a valorarse la ortografía con baremos muy diferentes).  En esta situación el perjuicio para los estudiantes procedentes de centros y CCAA más exigentes en sus calificaciones, es obvio. Algunos alumnos no  entrarán en el tipo de estudios que desean, y para los que probablemente estén preparados  pero “no les da la media”, mientras que otros con calificaciones más altas, debido, en parte,  a una posible laxitud en los sistemas de calificación o contenido de los exámenes, ocuparán puestos en centros que más tarde se verán obligados a abandonar por no estar preparados para ello. La prueba debería ser única y los criterios de corrección idénticos, y esto no es un tema de ideología, como se quiere hacer ver mientras que este tema es de lógica y de justicia, puramente académico y de equidad, al margen de ideologías. No se oculta a nadie que en el fondo de esta cuestión, como en tantas otras de nuestra vida universitaria, late un sistema de inequidad entre CCAA, algunas de las cuales se niegan a cambiar este sistema de realización de exámenes y adjudicación de plazas por otro más justo.

Aunque no es un tema del que trataremos en este post, pero en la misma línea de inequidad territorial y por tanto relacionado, y ejemplo patente de la disparidad salarial entre CCAA, citaremos los diferentes salarios de los profesores universitarios según la CA donde esté situada la universidad  donde trabajan. Según un artículo muy reciente de El Mundo  (19-11-23, pg. 20), “los profesores vascos ganan 4.000 euros al año más que los asturianos”  y “uno de Santiago de Compostela gana casi 10.000 euros por debajo de lo que gana uno del mismo nivel y cualificación en la Politécnica de Cataluña”. Remitimos al lector interesado al excelente artículo en el que se comparan los salarios de 48 universidades públicas en España, a igualdad de categoría, titulación y complementos. En el profesorado contratado la diferencia entre CCAA llega a ser del 51%, mientras que en el funcionario llega al 26%

  1. En este análisis – necesariamente a vista de pájaro por la complejidad de la temática de la  universidad-, pero también relacionado con la elección de centro tras la selectividad, no queremos dejar de abordar el enorme desequilibrio existente entre el crecimiento de las universidades públicas y el de las privadas en estos últimos años, y el estancamiento de las públicas, con consecuencias importantes en múltiples aspectos, para empezar por el necesario desvío, o elección,  hacia las privadas de cada vez un mayor número de alumnos, y las implicaciones que esto conlleva, no siendo la menor el enorme gasto para las familias. De hecho, en el diario El País del 14 de Septiembre pasado, se hace un análisis de la infradotación de las universidades públicas. El crecimiento en el número de plazas de determinadas titulaciones cada vez más demandadas, y la misma creación de este tipo de titulaciones para adaptarse a una realidad cambiante de manera vertiginosa, – matemáticas, inteligencia artificial, Big data, internet de las cosas, ciberseguridad, biomedicina,etc.- se estanca en la universidades públicas, que no pueden, ni de lejos, admitir a todos los solicitantes, pero se amplía – o se crean- en las privadas. Indudablemente los gestores de las públicas no han estado muy alerta en estos últimos años para hacer un análisis prospectivo sobre las necesidades de la sociedad y las empresas, que se quejan continuamente de no encontrar personas preparadas para determinados puestos y/o perfiles.

Para analizar muy brevemente estos  datos seguiremos el informe CYD, 2021/2022, y también el ranking CYD, que es el  más completo de las universidades españolas. (3)

De las 91 universidades  españolas, 50 son públicas y 41 privadas. Hay que especificar que estas últimas han sido autorizadas en número de 10 en esta última década, y desde el año 1997 lo han sido 27, lo cual quiere decir que hasta el año 1997 las privadas eran casi la mitad que ahora. En algunas CCAA, como Madrid, Valencia y Cataluña, el número de privadas empieza a sobrepasar el de públicas.

Este hecho puede tener muchas lecturas e interpretaciones, por supuesto no todas negativas, pero lo que sí parece claro es que  – al margen de sistemas de becas que empiezan a poner en marcha algunas privadas- , ningún estudiante cuyos padres puedan pagar una privada, carísimas a veces, va a quedarse sin estudiar lo que quiere, a pesar de no haber obtenido plaza en la pública, mientras que en familias con menos recursos, es probable que de no entrar en una pública, sus hijos no puedan estudiar según sus preferencias. Y esto no solo es válido para los que obtienen una nota justa en Selectividad (como sucedía hace unos años), sino para otros muchos, pues sobre todo a partir de la pandemia, los beneficios  – facilitación – en los exámenes se han puesto de manifiesto en las notas, habiendo subido las notas medias de selectividad en casi en dos puntos, como se dijo antes, y esto no se ha corregido todavía. Pero, como venimos diciendo, esto no ha sucedido en todos los centros ni en todas las CCAA, con lo cual muchos alumnos no van a poder entrar en su primera opción, mientras que a otros se les ha facilitado enormemente.

Entre las causas de este crecimiento de las privadas está el tema de la empleabilidad de los recién licenciados, o graduados, pues las necesidades de las empresas no se ajustan a muchos de los perfiles actuales, Este es el hueco que están aprovechando, o llenando las privadas, al parecer con notable éxito.

Otros rankings de universidades distintos del de Shangai

– Times Higher Education (THE): lo elabora la revista Times Higher Education (THE) y analiza más de 1.600 universidades en 99 países y territorios. Evalúa 13 indicadores en cuatro áreas: enseñanza, investigación, transferencia de conocimientos y perspectiva internacional.
– U-Ranking: es un ranking de España, realizado por la Fundación BBVA y el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas. Evalúa 20 indicadores de la actividad docente, investigación e innovación.
– QS World University Rankings: analiza 1.500 universidades y compara diferentes criterios, desde la reputación académica hasta el número de estudiantes internacionales matriculados.
– Center for World University Rank (CWUR): mide la calidad de la educación y la formación de los estudiantes, así como el prestigio de los profesores y la calidad de su investigación.
– THE. Young University Rankings: listado de las mejores universidades jóvenes del mundo, las que tienen 50 años o menos.
– SCImago Institutions Rankings (SIR): se basa ​​en el rendimiento de la investigación, en los resultados de la innovación y en el impacto social medido por su visibilidad en la web.
– Webometrics: elaborado por el Laboratorio de Cibermetría del CSIC, analiza el volumen y la calidad de los contenidos de la universidad en Internet.
– Forbes: la revista elige las 20 mejores universidades de España, teniendo en cuenta su precio, la calidad del profesorado o la perspectiva internacional.

 

  • Según el informe  Datos y cifras del sistema universitario español, 2020-2021, publicado por el Ministerio de universidades, en las pruebas genéricas de acceso a la Universidad de ese curso, el País Vasco y la Rioja obtuvieron unos porcentajes de aprobados del 96,4% y 96,9% respectivamente, mientras que Extremadura, Baleares y Madrid obtuvieron el 81,8%, el 90,7% y el 90,8%.
  • https://www.fundacioncyd.org/publicaciones-cyd/informe-cyd-2021-2022/ https://rankingcyd.org/

 

 

 

¿Corren peligro las prácticas académicas externas en las universidades públicas españolas?

Una breve aproximación

Para quienes no conocen lo que son las prácticas académicas externas voy a tratar de ofrecer una aproximación a partir de mi propia experiencia en la gestión de este tipo de programas. En primer lugar, se pueden definir como las actividades formativas que los estudiantes realizan en una entidad colaboradora (instituciones públicas, empresas y entidades de tercer sector) para completar su proceso formativo con una puesta en práctica de los conocimientos teórico-prácticos adquiridos durante sus estudios superiores. Dichas prácticas pueden ser tanto curriculares como extracurriculares. Las primeras forman parte de un plan de estudios; las segundas no se integran en el correspondiente plan de estudios, pero guardan una relación directa con los estudios cursados y comparten el objetivo común de complementar los conocimientos adquiridos durante la titulación. Si nos centramos en las prácticas curriculares -las de mayor importancia, pues sin ellas un estudiante no puede finalizar su titulación-, el número de horas de prácticas varía dependiendo de la titulación. Por ejemplo, si hablamos de titulaciones que se imparten en una Facultad de Derecho, un estudiante del Grado en Derecho tiene que realizar 150 horas, mientras que un estudiante del Máster Universitario de Acceso a la Profesión de Abogado desarrolla 600 horas de prácticas en la entidad colaboradora. En el primer caso, la asignatura “Prácticas Externas” es de carácter optativo, mientras que en el segundo tiene carácter obligatorio y, por tanto, las universidades deben asegurar prácticas suficientes para que los estudiantes puedan finalizar con éxito sus estudios, lo que no solo ocurre con los másteres habilitantes sino con cualquier otra titulación en la que esta asignatura tiene carácter obligatorio. Y es en este punto donde no sería exagerado decir que en la actualidad existen dificultades para conseguir prácticas de calidad para todo el estudiantado universitario, especialmente en determinadas titulaciones y para determinado número de estudiantes.

Un poco de historia

Fue en el año 1981 cuando se abordaba por primera vez en España la regulación de las prácticas de los estudiantes universitarios en entidades colaboradoras. Desde ese momento hasta la actualidad han sido varias las normas que han buscado combinar los conocimientos teóricos con aquellos de contenido práctico, con la finalidad de que el estudiante tuviera un mínimo de experiencia que facilitara su incorporación al mundo profesional una vez finalizados sus estudios.

El objetivo del Real Decreto 1497/1981, de 19 de junio, sobre Programas de Cooperación Educativa era que el estudiante universitario alcanzara una formación integral a través de programas de cooperación educativa y se pudiera acercar la formación universitaria a la realidad social y profesional de nuestro entorno. Tanto este RD como las sucesivas normas promulgadas hasta llegar al actual Real Decreto 592/2014, de 11 de julio, por el que se regulan las prácticas académicas externas de los estudiantes universitarios, no establecieron relación contractual alguna entre el estudiante y la empresa, pues dicha relación, por su propia naturaleza, es estrictamente académica y no laboral.

Lo que tenemos y lo que nos viene

En todos estos años, por tanto, la tendencia, desde mi punto de vista congruente, ha sido dar prioridad a la naturaleza estrictamente académica de las prácticas; tendencia que, sin embargo, en la actualidad está sufriendo un giro inadecuado como consecuencia de los últimos cambios normativos. Si bien la finalidad de los mismos es mejorar y afrontar todas las necesidades detectadas en la implantación del sistema de prácticas académicas, parece que su puesta en práctica puede conducir a consecuencias indeseadas. Estos cambios normativos a los que nos referimos son: por una parte, el Real Decreto Ley 2/2023, de 16 de marzo de 2023 de medidas urgentes para la ampliación de derechos de los pensionistas, la reducción de la brecha de género y el establecimiento de un nuevo marco de sostenibilidad del sistema público de pensiones, que en su Disposición Adicional Quincuagésima Segunda establece la inclusión en el sistema de Seguridad Social de estudiantes que realicen prácticas formativas o prácticas académicas externas incluidas en programas de formación. Tratándose de prácticas externas, tanto las prácticas curriculares como las extracurriculares, ya sean o no remuneradas, deben darse de alta y cotizar a la Seguridad Social a partir del próximo 1 de octubre. En el caso de prácticas remuneradas, esta obligación será cumplida por la entidad que financie el programa de formación. En cambio, en el caso de prácticas no remuneradas, corresponderá también a la entidad, salvo que en el convenio o acuerdo de cooperación se disponga que tales obligaciones serán asumidas por el centro de formación responsable de la oferta formativa.

Por otra parte, como segundo cambio normativo y vinculado al primero, en las últimas semanas se ha presentado el borrador del inminente proyecto de Estatuto de las personas en formación práctica en el ámbito de la empresa (Estatuto del Becario). Desde que el Real Decreto-Ley 32/2021 estableciera expresamente en su Disposición Adicional Segunda que el Gobierno tenía un plazo de seis meses desde la entrada en vigor de esta norma para abordar el Estatuto del Becario, este proyecto no se había materializado hasta hace unas semanas cuando el Ministerio de Trabajo firmaba un acuerdo con los sindicatos, que ha sido rechazado tanto por la patronal Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) como por todo el ámbito educativo. Aunque este acuerdo todavía no tiene validez, su contenido ha suscitado ya un gran malestar por recoger medidas tan discutidas como, por ejemplo, la obligación de la empresa a compensar los gastos derivados de la formación de las personas becarias por “una cuantía mínima suficiente” (sin determinar), salvo que existan otras becas o ayudas que las cubran.

A la vista de todo ello, no podemos dejar de preguntarnos si el legislador ha sido consciente de la naturaleza académica de las prácticas externas, principalmente curriculares, cuando ha acometido dichas reformas. Hasta el momento toda la normativa partía de esta aproximación y diferenciaba claramente las prácticas curriculares de las extracurriculares, dada su distinta naturaleza. En este sentido y tratándose especialmente de prácticas curriculares, se daba prioridad a lo verdaderamente importante en ellas: su contenido formativo. Sin embargo, en estos momentos es posible que se estén priorizando otros elementos externos como la aportación económica al estudiante en perjuicio de la aportación formativa, que es el objetivo principal de esta actividad. No podemos obviar, en ningún caso, que las prácticas curriculares son una asignatura más del plan de estudios y, por tanto, deberían regirse por las mismas reglas que las demás, pues son una actividad estrictamente académica. Su peculiaridad es que los conocimientos no se reciben en las aulas de las facultades, sino en una entidad colaboradora que les permita conocer de primera mano su funcionamiento. Asimismo, y sin entrar a profundizar sobre esta cuestión (que puede no ser pacífica), quizás sea difícil de entender que se exija a quien está prestando la formación al alumnado que le pague o compense por recibirla, sin perjuicio de que voluntariamente pueda hacerlo. Desde esta perspectiva podría quizás atisbarse una cierta confusión por parte del legislador entre distintas instituciones o figuras jurídicas, como son una relación laboral y una actividad académica de carácter formativo.

También podrían plantearse cuestiones de legitimación por lo que respecta al organismo que debería promover estas reformas normativas por su objeto. Así, resulta significativo que el Ministerio de Trabajo y Economía Social haya abordado esta reforma exclusivamente con los agentes sociales, teniendo en cuenta que hablamos, por un lado, de prácticas académicas externas y, por otro, de formación profesional; actividades que incumben respectivamente a los Ministerios de Universidades y de Educación y Formación Profesional. Y todavía más significativo aún es que no haya habido negociación con la comunidad educativa, teniendo en cuenta que es una de las máximas responsables de la formación del alumnado.

Tampoco pueden dejar de mencionarse las graves e indeseadas consecuencias que tendrán estos cambios normativos en la oferta de prácticas, principalmente para las universidades públicas. Por un lado, la obligación impuesta con relación al alta y cotización a la Seguridad Social supondrán un coste, especialmente de gestión, que difícilmente serán asumidos por las universidades públicas con un alto número de estudiantes y un presupuesto limitado. Por otro lado, la fijación de una compensación económica “suficiente”, pero sin unos límites claros, provocará una disminución de las entidades dispuestas a ofertar prácticas, especialmente en el caso de instituciones públicas. En estas condiciones las universidades públicas no serán capaces de soportar la sobrecarga de costes que se impondrán principalmente a las prácticas curriculares y en algunos casos no podrán ofertar el número de plazas necesarias para cubrir la demanda real de su alumnado, lo que llevará a la eliminación de estas asignaturas de los planes de estudio con los perjuicios que esto supondrá a la formación del alumnado. En cambio, otras universidades con mayor presupuesto y menor número de estudiantes se verán beneficiadas por estas medidas, corriendo el riesgo de que el acceso a la formación práctica superior esté especialmente condicionado por dos factores: por un lado, el presupuesto de la universidad y, por otro, el número de estudiantes matriculados.

Concluyendo

En definitiva, y a la vista del posible futuro marco normativo en los términos expresados, muchos de estos cambios suponen un peligro real para el modelo actual de prácticas académicas, cuya consecuencia inmediata y más directa será la disminución drástica del número de entidades públicas y privadas dispuestas a acoger estudiantes en prácticas y, por tanto, la amenaza de que dichos estudiantes no puedan finalizar sus estudios el próximo año. Asimismo, independientemente de la necesidad de actualizar la legislación existente con el objeto de evitar cualquier posible abuso (lo que no es sólo licito, sino que es lo deseable), es primordial no sólo garantizar las prácticas curriculares de los estudiantes y diferenciarlas claramente de las prácticas extracurriculares, sino también mejorar la cooperación educativa entre universidades y entidades colaboradoras. El éxito dependerá, en palabras de la CRUE, de que se legisle “para mejorar lo existente, de forma consensuada, sin sesgos de confirmación y con toda la comunidad educativa, no sólo con los agentes sociales”. De esta forma, se garantizará que todos los colectivos implicados puedan realizar las aportaciones necesarias para configurar una normativa ponderada y legitimada para unas prácticas académicas de calidad.

Gobernanza universitaria y nueva Ley Orgánica del sistema universitario (LOSU)

Como presidente de la Conferencia de Consejos Sociales de las universidades españolas (CCS), institución que también acoge a representantes de los diversos órganos de gobierno de las universidades privadas, me resulta obligado recordar e insistir en que los Consejos Sociales somos los representantes de la sociedad en la universidad y que la enseñanza superior universitaria es un servicio público que se debe a toda la sociedad (que la financia muy mayoritariamente con sus impuestos) siendo su personal docente, investigador y de administración y servicios servidores públicos, y sus estudiantes usuarios de un servicio cuya financiación solo cubren las tasas universitarias en aproximadamente un 20 por ciento.

El actual sistema de gobernanza de nuestra universidad pública procede de la LRU de 1.983, fruto de una situación económica, social y política que poco tiene que ver con la España actual y que, sin embargo, ha permanecido prácticamente sin cambios hasta la fecha, al no haberlo modificado esencialmente la LOU y la LOMLOU de 2001-2007.

La Ley de Reforma Universitaria (LRU) de 1.983 dice en su Preámbulo lo siguiente:

“… esta Ley está vertebrada por la idea de que la Universidad no es patrimonio de los actuales miembros de la comunidad universitaria, sino que constituye un auténtico servicio público referido a los intereses generales de toda la comunidad nacional y de sus respectivas Comunidades Autónomas. A ello responde la creación de un Consejo Social, que, inserto en la estructura universitaria, garantice una participación en su gobierno de las diversas fuerzas sociales”.

Pero la realidad desmiente lo que acabamos de leer, porque los Consejos Sociales no somos, en realidad, órganos de gobierno universitario, sino que nos limitamos a ser órganos de control económico y presupuestario y aun eso sin capacidades reales para el ejercicio de las competencias teóricas que la ley nos reconoce. Por su parte, la comunidad universitaria viene actuando como si la universidad fuera patrimonio suyo y  se autogestiona, eligiendo sus representantes, incluido el Rector, por sufragio corporativo ponderado de quienes trabajan y estudian en ella, lo que da lugar, entre otras consecuencias, a un permanente, inevitable e indeseable conflicto de intereses entre los corporativos, de quienes votan, y los del servicio publico de educación superior al que se debe la institución.

El Buen Gobierno institucional (el Good Governance que tan acostumbrados estamos a oír en relación con las sociedades cotizadas, pero no tanto respecto de las restantes instituciones) es una suma de Etica (con mayúscula) en la alta dirección, transparencia, rendición de cuentas y equilibrio de poderes. Su existencia es esencial para lograr la excelencia, en todos los sentidos, de la institución, máxime si, como ocurre en el caso de la universidad, se trata de una entidad intensiva en personas y en la formación de su talento.

Recientemente, y esta es la razón de que se esté tramitando una nueva LOSU, Europa ha exigido a España, como condición para el reparto de los fondos Next Generation, una nueva ley orgánica universitaria que logre el “good governance of university institutions”. No lo hace sin razón.

Todos los informes redactados en este siglo (desde Bricall “Universidad 2000” hasta María Teresa Miras Portugal y Comisión de Expertos 2013 “Propuestas para la reforma y mejora de la calidad y eficiencia del sistema universitario español”; pasando por Rolf Tarrach y expertos internacionales 2011 “Audacia para llegar lejos: Universidades fuertes para la España de mañana” y, más recientemente, COSCE-DECIDES 2020, “Alegaciones a la Estrategia Española de Ciencia, Tecnología e Innovación 2021-2027” y, sobre todo, la “Hoja de Ruta elaborada por la OCDE para la mejora de la transferencia de conocimiento y la colaboración entre ciencia y empresa en España”  presentada en el CSIC el 29 de noviembre 2021 y pedido por el propio Gobierno de España a la DG Reform de la Unión Europea y, por su mandato, a la OCDE, previa una proposición no de ley del Congreso de los Diputados, aprobada por unanimidad), urgen el cambio en España hacia un modelo de buen gobierno universitario.

Es constante la doctrina del Tribunal de Cuentas, y de los órganos de control externo de las Comunidades Autónomas, sobre la ausencia de verdadera transparencia y rendición de cuentas de una universidad, en la que la participación del Consejo Social en la documentación económica y presupuestaria únicamente tiene lugar al final mediante la aprobación de un proyecto cerrado, sin que desarrolle un papel activo en la fijación de los criterios generales de elaboración ni en general en el proceso presupuestario. A modo de ejemplo, el último informe de fiscalización del Consello de Contas de Galicia habla de incumplimiento de la norma porque “ la configuración orgánica y funcional del Servicio de Intervención dentro de la Gerencia (que depende del Rector) no garantiza la necesaria independencia respecto de las distintas unidades gestoras de gasto e ingreso y no se corresponde con lo previsto en la normativa, que persigue garantizar esa independencia y atribuye a los Consejos Sociales la supervisión de los ingresos y gastos.”

Y si hablamos del necesario equilibrio de poderes, baste decir que España es hoy el país del mundo donde menos protagonismo, participación y responsabilidad tiene la sociedad en la gobernanza de su universidad.

Obviamente no estamos haciendo un ejercicio teórico de excelencia, que se traduce en una mejor o peor posición de nuestra universidad en este o aquel ranking. Hablamos de una institución que, a través de sus tres misiones de transmisión de conocimiento, investigación y transferencia de resultados al sector productivo, tiene que ser, en este mundo global, tecnológico, competitivo y extraordinariamente cambiante que nos ha tocado vivir, un gran motor del desarrollo económico y de nuestro bienestar social.

Y aquí está el gran problema y la razón de ser de una necesaria y urgente reforma que ponga fin a un autogobierno universitario que ha demostrado ser un gran lastre para nuestra sociedad, porque ha generado un aislamiento de la academia (con sus consecuencias de corporativismo, endogamia y falta de autonomía operativa real) y una excesiva distancia entre universidad y sociedad. La consiguiente ausencia de compromiso mutuo entre ambas, se ha traducido en la falta de cooperación para la innovación y la transformación tecnológica de un tejido productivo inmensamente compuesto por microempresas centradas en sectores de actividad económica tradicionales y con escasa vocación tecnológica. La distancia que hay entre ser el 12º país del mundo en publicaciones científicas (con evidente protagonismo meritorio de la universidad) y estar siempre por debajo del 30º en los rankings de competitividad y talento define muy bien esta situación.

Siempre he dicho y repito ahora que la universidad es más víctima que culpable de esta situación, porque la responsabilidad de superar sus actuales problemas de gobernanza no es de quienes trabajan y estudian en ella, sino de toda la sociedad a la que sirve y, por lo tanto, de sus representantes políticos.

Lamentablemente, el actual proyecto de nueva LOSU pone de relieve que los intereses políticos y los corporativos prevalecen sobre el reconocimiento de la importancia de la universidad y de su poder transformador y de mejora de la sociedad. El ideal de un Pacto de Estado que permita construir una universidad en línea con los modelos de éxito europeos y mundiales deviene utópico. Sin embargo, algunos seguimos pensando que España será en el futuro el resultado de lo que hoy sea capaz de invertir (término necesariamente comprensivo de buena gobernanza y financiación) en educación y en sus universidades, por lo cual una ley universitaria, capaz de modernizar y poner a nuestra academia en situación de dar adecuada respuesta a las exigencias de un moderno servicio publico de educación superior en el siglo XXI, es fundamental para nuestro futuro.

 

De los becarios sin alma: a propósito de la propuesta de reforma de la Ley de Ciencia

A propósito de la propuesta de reforma de la Ley de Ciencia que deja a más de 15.000 investigadores pre y postdoctorales sin indemnización por fin de contrato

 

Hace más de un siglo, en 1919, Max Weber afirmó en unas conferencias luego recogidas en La ciencia como vocación que, en Europa, «es sumamente arriesgado para un científico joven sin bienes ni fortuna personal exponerse a los azares de la profesión académica» mientras que, en los Estados Unidos, «impera el sistema burocrático [y] el muchacho recibe desde el comienzo un salario; aunque, desde luego, este es bajo, ya que su cuantía apenas corresponde, la mayoría de las veces, a lo que percibe un obrero medianamente cualificado». ¿Ha cambiado algo desde entonces?

Aprovechando la reciente publicación del anteproyecto de modificación de la Ley 14/2011, de 1 de junio, de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación (disponible aquí), me propongo recordar en estas líneas, brevemente, cuál ha sido el recorrido —en España— del actual modelo de investigación predoctoral y, en concreto, los distintos problemas relacionados con la figura sui generis del conocido como «contrato predoctoral». La actual propuesta sigue persistiendo en tales disfunciones, con un agravante añadido: discrimina negativamente a las personas actualmente contratadas al negárseles un derecho que sí recoge pro futuro, la indemnización por finalización de contrato. Pero vayamos por partes.

Los estudios de doctorado y la consecuente obtención del título de Doctor son, en España (y, me atrevería a decir, en gran parte del mundo), la puerta de acceso a la docencia y la investigación autónoma y plena en la Universidad como institución de enseñanza superior. En los años 60 del pasado siglo, aparecen en España, por primera vez, las denominadas becas de «Formación del Profesorado Universitario», programa del Ministerio de Universidades (entonces de Educación) que ha sobrevivido hasta nuestros días, aunque ahora en forma de contrato predoctoral. Hasta la aparición de ese programa, solo distintas becas de otras entidades, o contratos realizados por las propias universidades, permitían a unos pocos la realización de la tesis doctoral de manera retribuida.

El inicio de la convergencia de todos estos programas llega con el Estatuto del becario de investigación, aprobado por Real Decreto 1326/2003, de 24 de octubre. Quizás la más relevante de las cuestiones previstas en este Estatuto fue la inclusión generalizada de los (entonces) becarios de investigación en el Régimen General de la Seguridad Social (por Real Decreto 1493/2011, de 24 de octubre, de manera retroactiva y por un periodo máximo de 2 años), con la condición de asimilados a trabajadores por cuenta ajena, y con la única exclusión de la protección por desempleo, a pesar de las críticas que esta medida recibió. Pero la investigación predoctoral seguía consistiendo en el disfrute de una beca, no de un contrato.

Tras la aprobación del Estatuto de 2003, el siguiente paso fue una «laboralización a medias», gracias al Estatuto del Personal Investigador en Formación (EPIF), aprobado por Real Decreto 63/2006, de 27 de enero. Digo que se produjo a medias porque, si el periodo de investigación predoctoral tiene una duración de 4 años en este EPIF de 2006, se viene a consagrar, sin embargo, el modelo 2+2: dos años de beca y dos años de contrato. El contrato previsto para estos investigadores era, entonces, el de un contrato en prácticas de los regulados en el (entonces y ahora) art. 11 del Estatuto de los Trabajadores, con las consiguientes consecuencias de tales contratos (por ejemplo, la no cotización por desempleo, al menos por aquel entonces).

Así las cosas, en el año 2011 (estando todavía vigente el EPIF de 2006), se aprueba la actual Ley de Ciencia, que recibió por fin en el ordenamiento español las exigencias de la Carta Europea del Investigador y el Código de Conducta en la contratación de investigadores. Esta carta recomienda que, desde el primer momento de la investigación, se produzca la contratación laboral, lo que se ha venido a denominar el «modelo 0+4». Los arts. 20 y 21 de la Ley de Ciencia configuran una nueva modalidad contractual: el ya citado contrato predoctoral. Las características de este contrato eran —y siguen siendo— las siguientes: i) tiene por objeto la realización de una investigación autónoma encuadrada en los estudios de doctorado, ii) es un contrato a tiempo completo de duración determinada, iii) tendrá una duración máxima de 4 años, y iv) las retribuciones mínimas, con respecto a la categoría equivalente, serán del 56% el primer y segundo año, del 60% el tercer año, y del 75% el cuarto año.

Pero, como he dicho, seguía vigente un EPIF ahora completamente desactualizado. La propia Ley de Ciencia exigía la aprobación por parte del Gobierno en el plazo de 2 años (Disposición Adicional 2.ª) de un nuevo EPIF (por lo tanto, en 2013). No fue hasta 2019 cuando se aprueba, por fin, el Real Decreto 103/2019, de 1 de marzo, que aprueba el nuevo EPIF. Gracias a este, y a las referencias que en él se hacen al Convenio Colectivo Único de la AGE se consigue, por fin, tener una referencia de «categoría equivalente» que permite determinar, ya con claridad, las retribuciones mínimas de este personal.

Tales retribuciones son estas, y hablan por sí solas. Téngase en cuenta que para conseguir uno de estos contratos debe ganarse un concurso de méritos donde la media de la titulación previa, las publicaciones y otros aspectos son evaluados por comisiones independientes en entornos de elevadísima competencia. ¿Cuánto percibe un obrero medianamente cualificado (en palabras de Weber)?

Año 2022 Referencia Anual (bruto) Mensual (bruto 14 pagas)
1º-2º 56% AGE M3 (art. 7 EPIF) 16.971,61 € 1.212,26 €
60% AGE M3 (art. 7 EPIF) 18.183,87 € 1.298,85 €
75% AGE M3 (art. 7 EPIF) 22.729,83 € 1.623,56 €

Pero el tema del salario, aunque importante, no es, a mi juicio, el más relevante. El pecado original, el problema de inicio de todo lo que ha sucedido después está en la propia Ley de Ciencia de 2011. Es cierto que esta laboraliza la etapa predoctoral de manera definitiva. Pero ¿cómo lo hace? Establece una categoría sui generis, el contrato predoctoral. Pero ¿acaso está la Ley de Ciencia estableciendo relaciones laborales de carácter especial, para separarse de lo dispuesto en el Estatuto de los Trabajadores? De facto, sí. De iure, no. Y con esto queda dicho todo. Si de iure la Ley de Ciencia no establece relaciones laborales de carácter especial (no lo dice en ningún precepto de su articulado), ¿a qué categoría laboral ordinaria debe reconducirse el contrato predoctoral?

Hasta la actual reforma laboral de 2021 (operada por el Real Decreto-ley 32/2021), el único contrato en que, por su duración (máximo 4 años), podría haber encajado esta modalidad era el de obra o servicio. Sin embargo, los tribunales no lo tenían tampoco tan claro. Ello dio lugar a un importante pronunciamiento en 2019 del TSJ de Galicia que aceptó, también por aplicación de la jurisprudencia europea, el derecho a percibir una indemnización por fin de contrato, igual que en los de obra o servicio. Esta sentencia fue, sin embargo, casada en 2020 por el Tribunal Supremo, al considerar que la analogía más cercana sería la del contrato en prácticas, y no así la del contrato por obra o servicio. Pero de aceptar esta argumentación, el Tribunal Supremo estaría dando carta de naturaleza al establecimiento, de facto, de relaciones laborales de carácter especial sin su expresa mención por la norma en cuestión. Y aceptar que el contrato predoctoral es un contrato en prácticas del art. 11 ET resulta también imposible dada la duración de este (un máximo de 2 años entonces, y 1 año ahora).

Lo cierto es que el actual contrato predoctoral se ha quedado huérfano de cualquier modalidad contractual laboral ordinaria en la que encajarse. El legislador bien debería solucionar el desatino del 2011 (aunque no parece que vaya a hacerlo, según el borrador presentado al principio) y establecer expresamente una relación laboral de carácter especial. Pero debería, además: i) mejorar las irrisorias retribuciones salariales de la primera etapa investigadora y universitaria (que no igualan ni a lo que percibe un maestro de Primaria), ii) equiparar en igualdad de derechos al resto del personal de las Universidades y centros de investigación (en particular, en materia de complemento por antigüedad o trienios, para evitar que sean los tribunales los que tengan que hacerlo, como sucedió en Aragón con tal complemento), y iii) reconocer el derecho a una indemnización por finalización de contrato a todos los investigadores pre y postdoctorales, no solamente a los que se contraten en el futuro, como pretende el actual borrador (Disposición Transitoria 2.ª).

Distintos colectivos de investigadores están recogiendo firmas en esta campaña para acabar con una injusta discriminación que pretende dejar atrás a quienes hacen Ciencia a día de hoy: más de 10.000 investigadores predoctorales y 5.000 postdoctorales (según datos de la Memoria de Análisis de Impacto Normativo de la propuesta de reforma). El Gobierno incluye ahora, aunque solo a medias, un derecho reconocido al resto de trabajadores, aunque lo rechazara en los años 2020 y 2021 durante la tramitación de los PGE de 2021 y 2022, respectivamente (todo por ser una propuesta de la oposición…).

Los pretendidos eternos becarios sin alma ni derechos han llamado también a una concentración en distintos puntos de España el próximo lunes 7 de febrero de 2022. Porque sin Ciencia no hay futuro, pero sin derechos tampoco.

Los límites en la Universidad

Un sistema educativo es un medio para lograr los ideales de una nación.

 La decisión sobre los ideales los hace el país, no el sistema educativo.

Robert M. Hutchins, La universidad de Utopía 1953

 

El siglo XIX vio nacer un nuevo modelo de universidad edificada sobre las ruinas de una institución cada vez más irrelevante y esencialmente reaccionaria. Una revolución que le permitió desplazar a otras entidades para convertirse en el gran espacio de legitimación y difusión del saber. A lo largo de los dos últimos siglos, su contribución a la configuración de la sociedad ha sido determinante. La construcción de las identidades nacionales, la segunda y tercera revolución industrial, la implantación de la democracia, la codificación y difusión de los derechos humanos, la globalización económica, o la formación de los profesionales que apuntalaron primero al Estado y luego al mercado, hubieran sido imposibles sin su participación.

La UNESCO en su “Declaración Mundial sobre la Educación Superior en el siglo XXI” en 1998, ya advertía de «la necesidad de una nueva visión y un nuevo modelo de la educación superior». Hoy en día, dicha necesidad se ha convertido en una indiscutida prioridad política para la mayoría de los países de la OCDE.

La sociedad del aprendizaje sitúa a las universidades ante una situación paradójica. Por un lado, reivindica su centralidad. De ahí, que resulte incuestionable la necesidad de disponer de instituciones capaces tanto de garantizar el acceso democrático al aprendizaje a lo largo de la vida, como de generar conocimiento científico abierto. Instituciones capaces de contrarrestar la incertidumbre que nos arrolla, en no pocas ocasiones, alentada para propiciar la inevitabilidad de decisiones que ignoran, cuando no desprecian, el bien común. Desde los valores de la universidad es posible construir una alternativa a un mundo amenazado por la arrogancia humana y el ansia de lucro ilimitado. “Don´t choose the extinction” implora Naciones Unidas.

Por otra parte, la institución universitaria se encuentra ante el urgente reto de transformarse. Transformarse para redefinir su relación con la sociedad.  La contribución de la Universidad a la integración lógica y moral que supone la sociedad del aprendizaje pasa inevitablemente por profundos cambios organizativos y funcionales.

Los desafíos a los que se enfrenta la universidad en esta transición afectan a aspectos esenciales, como son la emergencia de nuevos públicos que propician una universidad abierta, la disrupción de los nuevos espacios de aprendizaje que abocan a una universidad expandida, la imprevisibilidad de los nuevos requerimiento de aprendizaje que conducen hacia una universidad a la carta, los nuevos compromisos con la sociedad que promueven la universidad plataforma o los nuevos retos para la libertad académica que demandan una universidad diversa.

Universidad abierta.

Las preguntas, ¿quién puede aprender en la universidad?, ¿quién tiene derecho a saber?, siguen más vigente que nunca. En sus respuestas se halla el modelo de convivencia al que aspira la sociedad. El cambio en los límites que definen el acceso a la universidad es un reto ineludible en la agenda universitaria.

Límites sociales: Es mucho lo que queda por hacer en relación con la justicia social en el acceso y admisión del estudiantado. En la política universitaria se echa en falta una atención específica a los jóvenes de entornos desfavorecidos, a los trabajadores o a los que constituyen la primera generación de su familia de universitarios. Algo parecido puede decirse en relación con los jóvenes con diversidad o migrantes.

Límites laborales: La apertura al aprendizaje durante la vida, la atención a las necesidades urgentes de “reskilling” y “upskilling” de millones de trabajadores en un momento de profunda transformación productiva apenas aparecen en el radar universitario. Situación ésta en parte propiciada por un sistema nacional de aprendizaje que no facilita la movilidad entre los distintos ámbitos de aprendizaje.

Límites generacionales. La “silver economy”, consecuencia de las sociedades longevas, origina nuevas estrategias personales de aprendizaje en el marco del denominado K60. Los ciclos de aprendizaje no entienden de jubilaciones. Ello constituye  una oportunidad y una responsabilidad ineludible para la universidad.

Una universidad para jóvenes con dedicación exclusiva al estudio y con una situación socioeconómica media o alta no responde a las actuales demandas sociales. Nuevos públicos llaman a la puerta de una universidad abierta.

Universidad expandida.

La respuesta a las preguntas ¿dónde está la Universidad?, ¿dónde se puede aprender?, es todo menos obvia. El empoderamiento del estudiantado, la disrupción tecnológica y la globalización conducen a la universidad a revisitar sus límites.

Límites del campus. Los campus se transforman para atender a las nuevas exigencias del aprendizaje en una universidad distribuida. Lo hacen, tanto hacia adentro, modificando los atributos de los espacios tradicionales, el aula, la biblioteca, el laboratorio o los lugares comunes; como hacia afuera, ampliando la experiencia universitaria en nuevos espacios, públicos o empresariales, que acercan el aprendizaje a la vida o a la experiencia laboral.

Límites institucionales. La individualidad se desdibuja para alumbrar la singularidad de la universidad en red. La competencia de profesores y estudiantes se configura en las redes formales e informales en las que participa la universidad. El perímetro de una universidad lo define la extensión de su red.

Límites espaciales y temporales. El cuándo y el dónde tiene lugar la experiencia universitaria se diluyen en la universidad digital. Todos los aprendizajes son híbridos en relación con las tecnologías de las que se dispone en cada momento. El uso intensivo de las tecnologías de la información es un elemento básico en cualquier proceso de aprendizaje.

Límites territoriales. Los contornos nacionales desaparecen ante la emergencia de las universidades globales. Las universidades legitimadas por los rankings internacionales compiten de manera creciente con los sistemas universitarios locales por sus estudiantes.

Límites profesionales. El cambio del mercado de trabajo elimina el monopolio en la habilitación de profesionales y reclama una universidad competente y competitiva. Pensar dónde y cómo se produce el aprendizaje y el conocimiento nos conduce a buscar aprender con corporaciones tecnológicas y empresas multinacionales que pugnan por conseguir oportunidades de negocio e influencia tradicionalmente reservadas a la universidad.

La universidad se reinventa fuera de la universidad.

Universidad a la carta

Las preguntas, ¿qué se aprende en la universidad?, ¿para qué sirven los títulos?, invitan a reflexionar sobre un mercado laboral imprevisible, cada día menos sensible a los títulos oficiales, que unido a la emergencia de nuevos públicos y espacios de aprendizaje hace inevitable la reorganización de los límites de las enseñanzas universitarias, desde la flexibilidad y el rigor.

Límites del propósito. A los jóvenes de hoy no les satisface la universidad de ayer. Tienen un poder para elegir dónde aprender inimaginable para generaciones anteriores y quieren que su aprendizaje se adapte a las formas en las que en su vida acceden a la información. Por un lado, se hace necesario el establecimiento de un marco que facilite la plena incorporación del estudiantado en la determinación de las competencias que adquiere en su relación con la universidad, así como, el momento y la forma. Por otro lado, se hace urgente la mejora en la orientación laboral y una atención personalizada en el aprendizaje.

Límites de la acreditación. Son necesarios procedimientos que permitan el natural reconocimiento de las competencias y la experiencia adquiridas, dentro y fuera de universidad. Estos procedimientos demandan la previa concreción de los resultados de aprendizaje, lo que abre las puertas a la revolución de las micro credenciales y a la implantación de sistemas digitales, seguros, precisos y flexibles, de certificación.

Límites de la educación. Junto a la capacitación profesional, la universidad debe atender, tanto el bienestar del estudiantado, en especial en los primeros años de vida universitaria, como una visión humanística en su aprendizaje, así como la adquisición de competencias transversales, tan necesarias para el empleo, como para el ejercicio ciudadano.

La respuesta a la fluidez de las demandas sociales y laborales de conocimiento debe ser una universidad a la carta que empodere con rigor y flexibilidad al estudiantado.

La universidad plataforma.

¿De qué formas sirve la Universidad a su comunidad?, ¿quién puede colaborar con la universidad? Su respuesta está rediseñando la relación entre la universidad y la sociedad. La relevancia del conocimiento científico y el aprendizaje comprometido están desbordando los límites de la influencia de la universidad en la sociedad.

Límites en la función económica. Las ciudades con sistemas universitarios consolidados pugnan por una industria de la educación superior capaz atraer talento global y generar empleos de calidad. De la misma manera, los responsables de las políticas regionales vinculan cada vez más sus estrategias de desarrollo endógeno y de impulso a la competitividad territorial a las externalidades que generan las universidades.

Límites como referente político. Resulta difícil rebatir que la soberanía nacional es imposible sin soberanía tecnológica. Frente a la progresiva privatización del conocimiento y la creciente manipulación con intencionalidad política de la información, los Estados necesitan disponer de centros de investigación que respondan a intereses públicos.

Una ciencia abierta, regulatoria y ciudadana, así como la conciencia crítica que representa la universidad, son esenciales para una sociedad democrática, especialmente en un momento en el que la capacidad cognitiva de los poderes públicos está desbordada por la innovación tecnológica y financiera.

Límites como referente social. La responsabilidad social y el aprendizaje activo sitúan a las universidades como uno de los principales promotores de innovación social en sus territorios. Los vínculos con su entorno, a través de la atención a colectivos desfavorecidos, la extensión cultural o la promoción del bienestar están estrechamente correlacionados con la calidad de vida. Por otra parte, no podemos olvidar su compromiso en tareas de cooperación al desarrollo. Nos acercamos a una universidad plataforma, creada entre los actores sociales locales, en conexión con otras plataformas nacionales o internacionales.

La universidad diversa. ¿Cuál es el ámbito propio de la autonomía universitaria?, ¿cuán diversas pueden ser las universidades? Preguntas críticas en tanto es el ejercicio de la autonomía el que dota a la universidad de razón de ser. Los límites de la autonomía configuran los límites ontológicos de la universidad.

Límites regulatorios y financieros. Son muchos los profesores que se manifiestan “bornout laboral” en su situación actual. Por otro lado, la precarización, un fenómeno que trasciende del sistema español, amenaza a los valores constitutivos de la universidad. Una universidad precarizada carece de la autonomía que la justifica. Desde la aprobación de la Ley de Reforma Universitaria, en el año 1983, la política universitaria ha estado dominada por la desconfianza en la gestión de las universidades, de manera paralela a la falta de programación y la progresiva implantación de medidas de control.

Límites de actividad. En un momento de alta especulación en el sector de la educación superior conviene reflexionar sobre las condiciones que debe reunir una institución para disfrutar de los privilegios de la autonomía universitaria. En esta valoración no podemos olvidar las franquicias de las universidades gestionadas a través de la pléyade de centros adscritos existentes.

Límites externos a la libertad académica. Las agencias de calidad se han convertido en árbitros externos cuya supervisión no sólo afecta a los procedimientos, sino también a ámbitos de la libertad académica, como son las políticas de personal. Tampoco podemos olvidar la tensión política partidista que se desplaza a las universidades públicas, impulsando el debate sobre los límites de la neutralidad política.

Límites internos a la libertad académica. La autocensura académica y la búsqueda de corrección política condicionan una vida académica convulsionada por la cultura de la cancelación y el puritanismo “woke”. En otra dirección, la derecha alternativa impulsa la educación patriótica y promueve la desconfianza sobre el valor y los valores de la actividad universitaria.

La uniformidad es incompatible con la noción de universidad. La universidad adquiere sentido desde la libertad académica, y por lo tanto desde la diversidad. Libertad garantizada frente a los poderes públicos o institucionales por la autonomía universitaria. Sin autonomía no hay universidad.

Conclusiones

La universidad reproductiva ve como sus límites se contraen en la sociedad del aprendizaje, que sin embargo reivindica la universidad como un nodo privilegiado de transformación social. Un espacio protegido en torno a la libertad académica, capaz de generar un contrapeso a la cultura de la disrupción permanente y la inevitabilidad en la gestión de la incertidumbre. Cultura impulsada por entidades monopolistas del conocimiento científico sobre el que soportan una capacidad de innovación tecnológica desbordante.

Sólo a través de una libertad académica robusta y socialmente considerada, que legitime una financiación adecuada, la universidad podrá incidir de manera efectiva en el bienestar y en la prosperidad de los ciudadanos, así como contribuir a calmar las disrupciones acríticas.

La sindemia propiciada por la COVID19 ha contribuido a hacer más visibles las contradicciones acumuladas en las últimas décadas. La urgencia y la inevitabilidad son los argumentos dominantes en las propuestas que ocupan los discursos políticos. Sin embargo, la situación actual ofrece la oportunidad de transformar los sistemas educativos y científicos para mejorar su implicación en la consecución de la justicia social y medioambiental en el siglo XXI.

La universidad post COVID demanda actuaciones implementadas de arriba hacia abajo, mediante un nuevo marco regulatorio a la altura de los desafíos, y de abajo hacia arriba, contando con el compromiso de la comunidad universitaria y de sus stakeholders, en un proceso que lleve a concretar las intervenciones en cada sistema universitario y en cada universidad. Pensar la universidad desde las demandas de la sociedad es su gran oportunidad. Las demandas internas, sin duda determinantes, no pueden ser el núcleo del debate. Las soluciones a las disfunciones del sistema universitario sólo adquieren sentido en la medida en que se enmarcan en un proceso de transformación hacia una universidad al servicio de la comunidad. Es el momento de poner en valor la universidad, y de hacerlo de una manera calmada. Al margen de las urgencias partidistas. Tenemos la oportunidad y la obligación de expandir los límites de la universidad para contribuir a dar paso a la sociedad que viene.

In Memoriam. José María Díaz Moreno S.J.

La asignatura Derecho Canónico no solía estar entre las más valoradas por los alumnos cuando era materia troncal para la licenciatura en Derecho. Excepción a esta norma lo constituyen varias generaciones de juristas formados durante décadas en ICADE (integrado desde 1980 en la Universidad Pontificia de Comillas), que unánimemente consideraban esta asignatura como su favorita. La razón no es otra que el carisma, talento, simpatía y sentido del humor, que irradiaba el profesor José María Díaz Moreno S.J. (“Dimo”), fallecido en Alcalá de Henares el pasado sábado 4 de septiembre.

Era fácil, al recorrer los pasillos de ICADE, adivinar a través de las cristaleras, quien era el profesor que provocaba esas expresiones de entusiasmo entre los alumnos. Su espíritu práctico le hizo enfocar esta asignatura al estudio del derecho matrimonial-canónico, prescindiendo de otros aspectos del derecho canónico de menor aplicabilidad general. Durante meses, los alumnos de la Facultad de Derecho se convertían en especialistas en derecho matrimonial-canónico analizando las vicisitudes que podían concurrir en el consentimiento prestado por dos protagonistas perpetuos: Ticio y Caya.

Fue profesor durante cincuenta y seis años, no solo de la Facultad de Derecho, sino también de la Facultad de Derecho Canónico. Dirigió el Instituto Universitario de Matrimonio y Familia (1964-1998). Jubilado a los 70 años en la Universidad Pontificia de Comillas, continuó su labor docente diez años más en la Universidad Pontificia de Salamanca.

Su afán de enseñar y formar le llevaba a dejar claro en sus clases cuales eran los temas fundamentales que había que conocer y estudiar, y anticipar las preguntas que formularía en el examen: “Señoras y Señores alumnos, si no logro explicarme ¡Urjanme!, pero voy a conseguir que ustedes aprendan este asunto, y para ello, les voy a perseguir uno a uno, de hombre a hombre, y de cura a mujer. “

Fue Rector en años tan complicados como los que van desde el 68 hasta la transición. Siempre mantuvo un talante dialogante, respetuoso y abierto, lo cual generó algún incómodo momento en algunas conferencias en las que su posicionamiento innovador provocaba el rechazo del sector más conservador en la España de la transición. Gestionó siempre con mano izquierda y sensatez estas críticas. Fue amigo del cardenal Tarancón, y fue amigo y colaborador de Monseñor Dadaglio, nuncio en España de 1967 a 1980. El padre Díaz Moreno fue miembro activo de la Comisión que derogó el Concordato de 1953 y que elaboró los Acuerdos entre el Estado Español y la Santa Sede (1979).

Sin apartarse un milímetro de la doctrina católica, su espíritu crítico le llevaba a provocar en el auditorio interrogantes sobre cuestiones que, en su opinión, la Iglesia debía ir afrontando, tales como el papel de los divorciados en la Iglesia, la posibilidad de que personas casadas pudieran administrar los sacramentos, el papel de la mujer en la Iglesia etc. El tiempo le ha ido dando la razón. Sus alumnos le recordamos abordando estos temas con la siguiente coletilla: “Señoras y Señores alumnos, yo no lo veré, pero ustedes sí y les pido que ese día lleven un ramo de crisantemos a la tumba de este jesuita. “

Compaginó durante décadas el magisterio con el asesoramiento a matrimonios en dificultades, que encontraban en su criterio la luz que a veces no es fácil vislumbrar en el Código de Derecho Canónico. Puede ser lema para entender su forma de pensar el cartel que tenía en su despacho reproduciendo la cita de la primera Carta de San Juan: 3, 20: “Tranquilicemos nuestro corazón ante El, porque, aunque nuestro corazón nos reprenda, Dios es más grande que nuestro corazón y lo sabe todo”.

Este profesor y sacerdote citaba frecuentemente, en los funerales que presidia, la frase de San Juan de la Cruz: “En la tarde de la vida os examinarán en el amor”. José María Díaz Moreno S.J. amó mucho: amó el Derecho Canónico, amó a la Compañía de Jesús; amó su vocación docente; y amó a los afortunados que tuvimos la suerte de ser alumnos suyos durante los cincuenta y seis años que impartió clases, todas ellas magistrales. En su Examen Final merece las más altas calificaciones. Y, como buen jesuita, habrá podido hacer suyos los versos que José María Pemán ponía en boca de San Francisco Javier: “Me cercaron con rigor, angustias y sufrimientos. Pero de mis desalientos vencí, Señor, con ahínco. Me diste cinco talentos y te devuelvo otros cinco.” A.M.D.G

El derecho a la universidad (II)

Puede leerse la primera parte de este artículo aquí.

 

Nuevos públicos y nuevas funciones, vinculados a las transformaciones productivas, pero también a los cambios demográficos y a la propia consideración del envejecimiento. Hoy en día, no podemos entender la longevidad como la simple suma de años. La longevidad modifica nuestra relación con la existencia y por lo tanto con el estudio y el aprendizaje. La posibilidad de alcanzar edades mucho más longevas de las que estamos socialmente acostumbrados a ver obliga a estructurar la vida de forma completamente distinta a la de las generaciones precedentes. La ciencia y el progreso social han transformado la edad en un indicador del cual no podemos deducir automáticamente un estilo de vida o una forma de ser. La edad ha dejado de ser la variable que define la forma en la que vivimos y aprendemos. “La vejez empieza cuando se pierde la curiosidad” nos legó José Saramago.

La “Estrategia España 2050presta una especial atención al impacto de la longevidad en el futuro del país. “El cambio demográfico reducirá sustancialmente nuestra fuerza laboral, pero si logramos recortar la tasa de paro y elevar la tasa de empleo hasta los niveles actuales de los países más avanzados de Europa (esto es, 15 puntos de aumento hasta el 80%) conseguiremos neutralizar en buena medida los efectos negativos del envejecimiento. De perder 2,5 millones de ocupados potenciales, pasaremos a crear 1,5 millones de aquí a 2050… Si España supo crear casi 2 millones de plazas formativas en FP superior y universidad entre 1980 y 2020, bien podrá crear un millón de puestos para programas formativos mucho más breves de aquí a 2050, sobre todo si se vale de las tecnologías digitales y los formatos híbridos de enseñanza”.

La idea de que la prosperidad futura para España pasa por la implantación de una Sociedad del Aprendizaje está plenamente recogida en la propuesta Estrategia España 2050. De hecho, al menos cinco de los ocho ítems del documento le afectan directamente. Ello conduce a la necesidad de definir y potenciar las instituciones públicas que van a dar soporte a esta transición, y de manera especial al papel que se espera que jueguen las Universidades.

El denominado K60, el currículum organizado con una extensión de 60 años, está en el epicentro del debate de las universidades norteamericanas. La publicación, en el año 2020, del libro “The 60-Year Curriculum. New Models for Lifelong Learning in the Digital Economy”, supuso una llamada de atención que no ha pasado desapercibida. Las universidades se enfrentan al reto de ser capaces de dar respuesta a un currículum sin otro límite que las demandas del mercado laboral y la duración de la vida. Un cambio estructural que no es asimilable al incremento del tradicional aprendizaje permanente, pues como señala Huntington D. Lambert, Decano de la División de Educación Continua y Extensión. Universitaria de la Universidad de Harvard, “No se trata solo de mirar hacia adentro, en términos de estudiantes, sino también de cómo la universidad puede ayudar realmente a la comunidad”.

La configuración del derecho a la universidad es la manera que permitirá gestionar las transformaciones a las que se enfrentan las universidades en la sociedad del aprendizaje, desde el impulso a la relevancia de su función, la promoción del bien común y el máximo respeto a su singularidad institucional. Las universidades concentran la mayor parte del conocimiento científico y del talento público de la sociedad, pero las universidades también son reflejo de la exclusión de importantes colectivos de población que nunca tendrán opción de beneficiarse de sus servicios, de igual modo que de la precarización en las condiciones de su actividad. Tan cierto es que la universidad está fuera de los umbrales de percepción para una parte importante de la población, y que en su funcionamiento domina la reproducción de las desigualdades previas, como lo es el hecho que la universidad permite, como ninguna otra institución, el estudio, la creación de redes colaborativas y la producción de ciencia abierta, elementos esenciales para el debate social y político, a la vez que para la competitividad económica. No podemos olvidar que las universidades han sido, a lo largo de los dos últimos siglos, los elementos más cercanos a la encarnación del ideal romántico de la liberación a través de la educación; pilares sobre los que Occidente ha construido su modernidad y, en último término, los Estados Sociales y Democráticos de Derecho.

Llegados a este punto, es conveniente hacer una salvedad. Ciertamente, más que de universidades consideradas de manera aislada, deberíamos hablar de redes o de sistemas universitarios, ya que son éstos realmente los espacios socioeconómicos significativos y recursivos en donde se desarrolla la actividad y sobre los que se proyectan las políticas públicas. En este sentido, podemos hablar de la “perma universidad”, entendida como un ecosistema donde todos sus integrantes se benefician mutuamente y generan una esfera de influencia, en su entorno, en donde es posible aprender, desde el diálogo y la escucha, con una dimensión ética que nos invita a entender al otro.

Es la comunidad universitaria expandida, más allá de los límites de la Ley de Reforma Universitaria de 1983, la que construye el derecho a la universidad, a través de lo que “hace, siente, percibe y llega a articular en su búsqueda de significado para su vida”, en palabras de David Harvey. De esta manera, se convierte a la universidad en un lugar de experimentación, un espacio abierto al mundo capaz de transformarse y de transformar la sociedad, por qué no, en el marco ético de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas. El derecho a la universidad es una manera de urbanizar, en el sentido que creó Ildefons Cerdà en su Teoría General, la generación, el acceso al conocimiento y el estudio. Teniendo claro que cuando hablamos del estudio lo hacemos de “la formación del sujeto y la transformación de su relación con el mundo, es decir, cómo hacerla más atenta, cuidadosa, densa y profunda”, en palabras de McClintock.

Utilizando la idea desarrollada por Izaskum Chunchilla en su libro “La ciudad de los cuidados”, podríamos decir que el derecho a la universidad debería contribuir a la creación de una universidad de los cuidados, o como la denominan Antonio Lafuente y Juan Freire, una universidad “Slow”. El necesario rediseño de la Universidad post – COVID nos ofrece la oportunidad de replantear la función de la universidad y hacer de ella el espacio en donde encontrarnos con el otro y aprender a vivir con él, a la vez que el ecosistema donde aprehender conocimientos, habilidades y valores.

La configuración del derecho a la universidad obliga a una relectura del derecho a la educación regulado en el art 27 de la Constitución Española a fin de reposicionar en la realidad actual su afirmación; “Todos tienen el derecho a la educación”. En cualquier propuesta educativa que hagamos no podemos olvidar la Educación a lo largo de la vida, concepto definido por la UNESCO para designar el derecho que tienen todas las personas a recibir educación en cualquier etapa de su vida y de forma permanente. Como tampoco podemos dejar de tener presente los riesgos que nos expuso Hannah Arendt en su artículo “La crisis de la educación”; “Quienquiera que pretenda educar a los adultos, pretende en realidad hacer de guardián suyo y apartarlos de la actividad política… lo que hay es una simulación de educación, mientras que el propósito real es la coerción sin el uso de la fuerza”. La respuesta a estos desafíos es una pregunta; ¿cómo vamos a aprender juntos?, ¿cómo vamos a comunicar los universos paralelos que conviven en la sociedad para poder construir la convivencialidad? Ninguna institución recoge el deseo sobre lo que queremos ser, como persona y como sociedad, mejor que lo hace la Universidad; ni refleja mejor el compromiso de una comunidad con su futuro. La universidad es antes que nada un lugar de esperanza, y como tal un espacio obligado a vivir en permanente reinvención.

Los ámbitos sobre los que reflexionar para desarrollar el derecho a la universidad y reposicionar a la universidad como eje de la sociedad del aprendizaje afectan a sus elementos esenciales. El llamado momento Netflix de la educación, o educación a la carta, no es más que una manifestación de este proceso que nos envuelve. El rígido sistema de acceso a la universidad debe adaptarse a los nuevos públicos, a la vez que deben mejorar las condiciones de equidad existentes en sus procesos de admisión. Estas circunstancias harán inevitable la revisión del sistema de financiación, en especial en lo relativo a las becas y precios públicos. Las universidades tendrán que considerar la posibilidad de que los estudiantes entren y salgan de períodos de estudio intensivo. En relación con las titulaciones y las prácticas docentes veremos emerger micro credenciales, mini títulos en áreas específicas de competencia. También surgirán títulos y credenciales que se trasladan con el estudiante en lugar de permanecer en la institución gracias a la creación de pasaportes de aprendizaje electrónico. Se desarrollarán nuevas modalidades de asistencia a clase: presencialmente, a través de videollamada o de otras modalidades síncronas en línea. Se crearán más puentes entre la educación continua y los programas de pre-grado y de posgrado y se ampliarán los servicios complementarios de apoyo al estudiantado a través de programas de ayudas financieras, programas de asesoramiento y otros servicios profesionales.

Al margen de sus títulos, oficiales o no, la Universidad tiene mucho que aportar en la democratización del conocimiento y en la facilitación del aprendizaje expandido. Su condición de laboratorio para desarrollar políticas públicas, en especial en temas medioambientales, la producción de contenidos rigurosos en abierto y accesibles, la involucración en actividades con el tercer sector y de las administraciones locales, como las universidades populares, o la puesta en marcha de programas propios en bibliotecas, laboratorios ciudadanos, clínicas universitarias o science shops que posibiliten la creación y difusión del conocimiento junto al estudiantado y los afectados de su entorno, sin olvidar sus actividades de extensión cultural, unen a la Universidad con su comunidad en el marco de la sociedad del aprendizaje.

El conocimiento de vanguardia, la inclusión de habilidades transversales en todos los programas, la incorporación de nuevas pedagogías y la flexibilidad en el aprendizaje pueden hacer de las universidades la opción más atractiva para el aprendizaje, en cualquier momento de la vida. La demanda es evidente, atenderla de manera adecuada debería ser una prioridad de las administraciones y universidades. Hasta ahora, la universidad ha sido entendida fundamentalmente como una etapa intermedia entre la educación secundaria y la formación a lo largo de la vida.

Reivindicar el papel de la universidad como garante del acceso equitativo al aprendizaje durante toda la vida parece la solución no sólo más eficiente y evidente, sino también la más ajustada al rigor e incertidumbre de las exigencias formativas a las que nos enfrentamos como sociedad. Operar estos cambios será imposible si no  cambia la relación de la universidad con su comunidad. Incorporar en la agenda el derecho a la universidad nos permite superar los debates internos en los que encalla la universidad española, a la vez que supone acercarla a las demandas crecientes de formación y conocimiento propias de la sociedad del aprendizaje, en un proceso calmado, abierto y orientado al bien común. Festina lente.